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  • Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla, nació en Madrigal de las Altas Torres, 22 de abril de 1451  y murió en Medina del Campo, (Real Palacio Testamentario), el 26 de noviembre de 1504.

    Fue reina de la Corona de Castilla​ desde 1474 hasta 1504, reina consorte de Sicilia desde 1469 y de Aragón desde 1479,​ por su matrimonio con Fernando de Aragón. También ejerció como señora de Vizcaya. Se la conoce también como Isabel la Católica, título que le fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI mediante la bula Si convenit, el 19 de diciembre de 1496. Es por lo que se conoce a la pareja real con el nombre de Reyes Católicos, título que usarían en adelante prácticamente todos los futuros reyes de las Españas.

    Se casó el 19 de octubre de 1469 con el príncipe Fernando de Aragón. Por el hecho de ser primos segundos necesitaban una bula papal de dispensa que solo consiguieron de Sixto IV a través de su enviado el cardenal Rodrigo Borgia en 1472. Ella y su esposo Fernando conquistaron el Reino nazarí de Granada y participaron en una red de alianzas matrimoniales que hicieron que su nieto, Carlos, heredase las coronas de Castilla y de Aragón, así como otros territorios europeos, y se convirtiese en emperador del Sacro Imperio Romano.

    Isabel y Fernando se hicieron con el trono tras una larga lucha, primero contra el rey Enrique IV (véase Conflicto por la sucesión de Enrique IV de Castilla) y de 1475 a 1479 en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de la otra pretendiente al trono, Juana. Isabel reorganizó el sistema de gobierno y la administración, centralizando competencias que antes ostentaban los nobles; reformó el sistema de seguridad ciudadana y llevó a cabo una reforma económica para reducir la deuda que el reino había heredado de su hermanastro y predecesor en el trono, Enrique IV. Tras ganar la guerra de Granada los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de sus reinos.

    Concedió apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias Occidentales, lo que llevó al descubrimiento de América.​ Dicho acontecimiento tendría como consecuencia la conquista de las tierras descubiertas y la creación del Imperio español.

    Vivió cincuenta y tres años, de los cuales gobernó treinta como reina de Castilla y veintiséis como reina consorte de Aragón al lado de Fernando II. Desde 1974 es considerada sierva de Dios por la Iglesia católica, y su causa de beatificación está abierta.

    Isabel y sus Conquistas

    Fuerte, orgullosa y decidida, pero también dulce, cariñosa e, incluso, inocente en algunos ámbitos de la vida. Durante más de un cuarto de siglo, fue reina de Castilla y consorte de Aragón: Isabel «la Católica». Sin embargo, y además de la multitud de intrigas políticas que se muestran en la pequeña pantalla, esta serena joven también expulsó a sangre y sable a los musulmanes de Granada e, incluso, combatió en Toro contra las tropas que pretendían arrebatarle la corona

    Una dura infancia

    Isabel nació en 1451 en –según afirman varios historiadores- Madrigal de las Altas Torres, un pequeño y pintoresco pueblo ubicado al norte de Ávila. Hija de reyes, su alumbramiento no supuso, en principio, ningún cambio en la línea de sucesión al trono de Castilla. Esto se hizo patente cuando, unos pocos años después, su madre dio a luz a un bebé –Alfonso– que, por el hecho de ser varón, adelantaría a la joven en la carrera por la corona convirtiéndose en el sucesor del también hermano de ambos, Enrique IV –entonces rey de Castilla-.

    Pero, para que Alfonso o Isabel pudieran optar al trono, debía cumplirse una sencilla norma: Enrique tenía que morir sin descendencia -algo que no parecía difícil pues, durante varios años, no había sido capaz de tener un hijo-. De esta forma, la joven sólo quedaba para su familia como una interesante moneda de cambio que podía ser usada en un futuro matrimonio de conveniencia.

    Todo cambió cuando, repentinamente, Enrique IV dejó embarazada a su mujer, la portuguesa Juana de Avis. De inmediato, el rey llamó a la corte a sus dos hermanos hasta que se produjo el nacimiento de su hija, a la que llamaría Juana. En cambio, la pequeña pronto recibió un sobrenombre que su padre odiaría hasta el día en que murió: Juana la Beltraneja. Y es que, como el pueblo sabía de la impotencia de su monarca, comenzó a expandirse la sospecha de que la niña era realmente hija de Beltrán de la Cueva, amigo personal del soberano.

    La lucha por el trono

    A partir de entonces comenzó una lucha por el trono que, más de 500 años después, ha dado lugar a una serie de televisión. La cuestionable paternidad de Juana terminó de motivar a varios nobles que, alegando que el pequeño Alfonso debía ser el rey, iniciaron una guerra contra Enrique. Con todo, el joven aspirante al trono murió al poco en extrañas circunstancias, un hecho que sumió a Isabel en un profundo dolor. Acababa de recibir uno de los muchos reveses que tendría que soportar durante su vida.

    «Fue una reina poderosa, una madre entregada y una mujer desgraciada»Tras este aciago suceso, Isabel consiguió a base de su fortaleza moral hacer que Enrique IV la nombrara sucesora al trono por delante de su hija Juana, algo que el monarca aceptó a regañadientes para detener la guerra que se cernía sobre Castilla. A su vez, prometió que no combatiría más contra su hermano y respetaría su corona hasta el día de su muerte.

    «Isabel tuvo un carácter fuerte y decidido, pero me gusta definirla como una reina poderosa, una madre entregada y, sobre todo, una mujer profundamente desgraciada. Y, cuando digo esto, me fundamento en que creció en soledad entre cortesanos intrigantes y ambiciosos, que vio morir a su hermano menor, enterró a dos de sus hijos, y murió viendo a su heredera, Juana, sumida en la demencia».

    Fernando… ¿una historia de amor?

    Sin embargo, y como plan alternativo, el rey trató por todos los medios de casar a Isabel con multitud de pretendientes para garantizarse desde una alianza con Portugal hasta la marcha de su hermana a París. No sirvió de nada, pues la joven reina, con una mentalidad adelantada a su tiempo, rechazó a todos los hombres que propuso su cruel hermano y dejó claras sus intenciones: únicamente se casaría con quien ella decidiera.

    Por ello, en un intento de detener los ambiciosos planes del rey, Isabel decidió contraer matrimonio en secreto con Fernando, príncipe del reino de Aragón. Con las nupcias, sus territorio quedarían unidos una vez muerto Enrique IV. No obstante, y tras rechazar a multitud de pretendientes, la duda de si este matrimonio fue o no por amor todavía se cierne sobre la Historia.

    No hay que considerar el matrimonio con Fernando de Aragón como una boda por amor ni como un acto de rebeldía hacia la imposición de la razón de estado. Fue, simplemente, una decisión política tomada por ella, ciertamente, pero siguiendo las recomendaciones de sus consejeros. No aceptó los enlaces francés o portugués que proponía Enrique IV, cierto, pero escogió al heredero de Aragón por considerar que éste significaba una alianza política más provechosa para Castilla. Es decir, de alguna forma también aceptó lo que era el destino común de las infantas de Castilla: casarse por razones de estado. Pero lo hizo siguiendo su criterio y no el de la corona», destaca la experta.

    Así, años después -y tras la muerte de Enrique-, Castilla y Aragón quedaron por fin unidas gracias al matrimonio entre Isabel y Fernando quienes, debido a su defensa de la fe cristiana, recibieron el título de «Reyes Católicos». Pero, aunque todo había salido bien a la tenaz reina, todavía quedaban multitud de enemigos por combatir.

    Portugal en armas

    Una de las primeras contiendas que tuvo que acometer Isabel como reina de Castilla se sucedió en 1475 cuando Alfonso V –rey de Portugal- y los seguidores de Juana la Beltraneja –de tan solo 13 años de edad- se levantaron en armas por la corona. Concretamente, esta coalición reclamaba que el trono debía ser de la que consideraban la legítima heredera de Enrique. Además, para reforzar la alianza entre ambos bandos, se decidió casar a la pequeña con el monarca luso, el que, además de ser su tío, tenía nada menos que una treintena de años más que ella. El conflicto estaba servido, y sólo podría solucionarse mediante las armas.

    Sin dudarlo, Alfonso avanzó con un ejército formado por 20.000 soldados portugueses sobre Castilla sabiendo, además, que contaba con el beneplácito de Francia. En principio, el luso pretendía llegar con sus tropas hasta Burgos y acosar desde allí a los Reyes Católicos pero, finalmente, el miedo a adentrarse hasta el corazón del territorio enemigo en solitario le llevó a asegurar las ciudades que se declararon a favor de la Beltraneja. Al poco tiempo, los portugueses decidieron asentarse en Toro (una pequeña ciudad zamorana fácilmente defendible).

    Toro, Fernando demostró su ingenio y capacidad de improvisación. Por su parte, los Reyes Católicos iniciaron una recluta urgente con la que poder hacer frente a sus enemigos. «No se amedrentaron ni Fernando ni Isabel, que sólo contaban con unos 500 hombres. Él marchó al Norte a alistar soldados para tan menguante ejército. Ella, incansable, recorrió toda Castilla reclutando gentes. Ordenando, persuadiendo, siempre infatigable».

    Primer contacto

    Tres meses después, en julio de 1475, los Reyes Católicos contaban ya con más de 35.000 hombres dispuestos a matar y morir por sus legítimos monarcas. Pero, aunque cada soldado llevaba en su interior a un ardiente y valeroso guerrero castellano, lo cierto era que la mayoría carecían de entrenamiento militar, de disciplina y, sobre todo, de armamento. Con todo, Fernando se equipó con su mejor armadura y, en nombre de su matrimonio y de Isabel, dispuso a sus combatientes frente a la ciudad de Toro.

    Sin embargo, y a pesar de que el Rey Católico hizo todo lo posible por presentar batalla, el portugués no abandonó su ventajosa posición defensiva sabedor de que un ejército improvisado como el de su enemigo no tendría la disciplina suficiente para mantener un sitio durante largo tiempo. «Fernando estaba frente a Toro, dándole la cara al portugués. Isabel, en Tordesillas, con unos pocos labriegos y unos cuantos presos liberados por la recluta. […] Fernando le presentó batalla; muy hábil el portugués, la esquivó», añade en su obra Serrano.

    No estaba equivocado Alfonso V pues, al poco, a Fernando no le quedó más remedio que disolver su gran ejército y afrontar una guerra de larga duración contra los partidarios de la Beltraneja. De hecho, pasaron semanas hasta que los Reyes Católicos iniciaron una nueva recluta de soldados, aunque, esta vez, profesionales.

    De nuevo en Toro

    En febrero del año siguiente la situación se recrudeció para los Reyes Católicos, pues a Toro llegó Juan -el heredero de la corona portuguesa- con 20.000 hombres para socorrer a su padre. Sin duda, Fernando –ubicado junto a sus tropas en la cercana Zamora- tendría que hacer uso de todo su ingenio militar para lograr la victoria frente a las fuerzas lusas.

    Todo parecía perfecto para los portugueses que, animados por su número y ansiosos por hacer sangrar a los castellanos, salieron al fin de su escondite. «A mediados de febrero, Alfonso V salió de Toro y, tras diversos amagos sobre las fortalezas isabelinas próximas, puso cerco a Zamora, donde Fernando quedó encerrado […]. A pesar de ello, su posición era sólida y cómoda, mientras las tropas portuguesas habían de soportar en su campamento la dureza del invierno; además, Fernando, estaba a punto de recibir importantes refuerzos. El monarca portugués había de tomar la ciudad, lo que parecía imposible, o retirarse para no quedar encerrado entre la ciudad y las tropas que llegaban»

    Pero, en este caso, Alfonso se tragó su orgullo. Con un ejército debilitado y cansado debido a las inclemencias del tiempo, no tuvo más remedio que retirarse hasta la fortaleza de Toro, cosa que quiso hacer lo más rápido posible. Pero no contaba con la capacidad de reacción de Fernando quien, a pesar de lo que le aconsejaban los nobles aliados, ordenó a voz en grito a sus tropas coger la espada, salir de Zamora y perseguir al enemigo. Sólo había una oportunidad, y el Rey Católico sabía que no podía desperdiciarla, era el momento de arriesgar la vida por Castilla, por Aragón, y por su amada Isabel.

    Finalmente, cuando Alfonso observó con temor que la retaguardia de sus tropas iba a ser atacada por el ejército de Fernando, decidió disponer a sus hombres para la batalla. El calendario se había detenido en el 1 de marzo, día en que, al fin, ambos ejércitos combatirían por la supremacía en Castilla. «Las fuerzas se dispusieron para un choque absolutamente frontal. El centro portugués lo mandaba el rey. El ala derecha, apoyada en el río Duero, iba al mando del arzobispo Carrillo y el conde de Haro. El príncipe don Juan, con las mejores tropas, arcabuceros y artilleros, llevaba el mando del ala izquierda», destaca Serrano en su obra.

    Por su parte, los castellanos de Fernando formaron con las tropas de élite en el centro bajo el mando del propio rey. El flanco izquierdo lo ocupó la caballería pesada, temida debido a su ferocidad y su poderosa armadura. Para terminar, el ala derecha estaba defendida por varias unidades de infantería y caballería ligera. La contienda, a pesar de todo, se planteaba peliaguda para los defensores de Isabel pues, al parecer, una considerable parte de su infantería se había quedado atrás en la persecución.

    La lucha comenzó bajo una intensa lluvia que rebotaba contra las armaduras de los soldados. Los primeros en asaltar al enemigo fueron los infantes castellanos del flanco derecho. Sin embargo, su fuerte embestida fue detenida a base de una incesante lluvia de plomo y saetas portuguesas. La derrota no fue admitida fácilmente por los oficiales del ejército isabelino quienes, ávidos de venganza, lanzaron -espada y lanza en ristre- a la caballería pesada en contra de las líneas enemigas.

    No sirvió de nada, pues la estoica defensa lusa volvió a rechazar la acometida castellana. De hecho, tal fue el desastre para los soldados de Fernando, que fue necesario desplazar varias unidades hasta ese punto para evitar que los portugueses pusieran en riesgo a todo el ejército isabelino. Mientras, y para suerte de Castilla, el Rey Católico había conseguido doblegar con sus tropas el centro dirigido por Alfonso V.

    Una victoria incierta

    Tras seis horas de combate, el campo de batalla presentaba una cruel estampa de muerte y destrucción en la que era imposible discernir qué bando sería el vencedor. Y es que, mientras que uno de los flancos había sido tomado por el heredero de Portugal, en el centro, las tropas de Alfonso V se batían en retirada ante el ímpetu de los soldados de Fernando.

    En ese momento, cuando la victoria no pertenecía a ninguno de los dos contendientes, Fernando demostró todo su ingenio al enviar velozmente decenas de emisarios a multitud de ciudades informando del triunfo isabelino.

    «En esta batalla se demostró sobradamente el genio militar y estratégico de Fernando de Aragón. Es más, la decisión del rey Católico de anunciar con tanta precipitación la victoria de Toro aún sin estar asegurada, hizo que muchas ciudades castellanas abandonaran el bando de la Beltraneja y apoyaran a las fuerzas isabelinas con el resultado que todos conocemos», determina Queralt.

    Tan efectiva fue la estrategia, que finalmente los partidarios de Juana la Beltraneja capitularon –aunque con algunas condiciones- y reconocieron a Isabel como reina de Castilla. De esta forma, y después de que los campos castellanos se tiñeran de rojo con la sangre de los soldados, los Reyes Católicos superaron una prueba de fuego que podría haber acabado con su gobierno.

    Granada, el reto de la reina

    A pesar de que la batalla de Toro fue determinante para la legitimación de Isabel como reina de Castilla, la guerra que hizo las delicias de la Reina Católica fue la de Granada, una contienda mediante la que se pretendía reconquistar el último reducto musulmán que aún quedaba en la Península. Y es que, como bien señala Queralt en su libro, la monarca siempre fue una ferviente católica deseosa de servir a Dios y a la fe cristiana.

    Granda fue el gran reto de la reina, una ferviente católica Isabel, decidida como estaba a retomar el sur de la Península, puso esta tarea en manos de Fernando, quien ya había demostrado en decenas de contiendas que estaba dispuesto a sangrar y morir por su esposa. «Isabel estaba decidida a unificar el territorio peninsular y a acabar con el último reducto musulmán en Andalucía. Fue, sin duda, la inspiradora de la campaña en cuanto al espíritu de ésta, pero el brazo armado y la estrategia política fueron cosa de Fernando», destaca la historiadora.

    En este matrimonio, cada cónyuge sabía cuál era su papel y lo representó a la perfección. «Mientras ella actuó como una madre para sus súbditos -cuidó de su espiritualidad, fomentó la cultura y el arte, procuró por su seguridad mediante instituciones como la Santa Hermandad…-, dejó la política exterior y la milicia en manos de Fernando. Formaron así un tándem perfecto»,

    La campaña

    La campaña comenzó en 1482, una vez que Isabel y Fernando sintieron que su posición en el trono no corría peligro. A su vez, las fuertes luchas internas que protagonizaron los líderes musulmanes dentro del reino nazarí de Granada terminaron de convencer a los Reyes Católicos: era hora de llamar al combate y tomar por las armas el territorio que se había perdido hacía siete siglos.

    Isabel fundó los primeros hospitales de campaña de la historia. En los primeros años, Isabel y Fernando se dedicaron a conquistar los alrededores de Granada hasta que, a partir de 1490, comenzó el difícil asedio a la ciudad, el bastión definitivo de los musulmanes en aquella Castilla. En el tiempo que duró la guerra, y aunque Isabel no luchó personalmente lanza en mano contra los moros, si solía visitar a las tropas en el campo de batalla para elevar su moral.

    Además, la Reina Católica favoreció de forma pionera el tratamiento de los heridos en el campo de batalla. «A ella se debe el enorme mérito de haber fundado los primeros hospitales de campaña de la historia que se instituyeron, precisamente, durante las guerras de Granada», completa la autora de «Isabel de Castilla. Reina, mujer y madre»

    La rendición llegaría aproximadamente un año después en las que fueron conocidas como las «Capitulaciones de Granada». En las mismas, y ante la imposibilidad de mantener su reino ante el fuerte empuje católico, Muhamed Abú Abdallah (más conocido por el bando cristiano como Boabdil «el Chico»), llegó a un acuerdo con Isabely Fernando para entregar la ciudad. El pacto se hizo definitivo en 1492, año en que la Alhambra rindió pleitesía a sus majestades.

    Gonzalo Fernández, al servicio de la reina

    Miles fueron los soldados que combatieron a las órdenes de los Reyes Católicos en Granada, pero muy pocos destacaron tanto como un valeroso joven que, según se decía, era el primero en atacar y el último en retirarse. Este maestro de la espada era Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido también como el «Gran Capitán» 

    Leal hasta su último aliento a los Reyes Católicos, este militar mandó durante la guerra de Granada una unidad de caballería que se lanzaba valerosamente contra las formaciones musulmanas. Además, también demostró su capacidad estratégica al fomentar en secreto la división entre las diversas facciones nazaríes en Granada y al negociar con Boabdil la rendición de la ciudad.

    «Isabel conoció al Gran Capitán cuando éste era paje de su hermano, pero realmente Gonzalo Fernández de Córdoba fue, en lo militar, la mano derecha de Fernando el Católico quien le dio plenos poderes en sus sucesivas campañas bélicas»

    Sin embargo, y según la experta, la historia de Gonzalo que se cuenta en la conocida serie de televisión no es del todo correcta: «Sinceramente la serie me ha gustado. Evidentemente hay cosas que habría corregido -por ejemplo las falsas localizaciones de exteriores o el presunto romance juvenil entre la reina y Gonzalo Fernández de Córdoba-, posiblemente más ficción que realidad.

     

     

     

  • Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, militar y génio estratega castellano. 

    Nació en Montilla, el 1 de septiembre de 1453, y murió el 2 de diciembre de 1515, fue un noble y militar castellano, duque de Santángelo, Terranova, Andría, Montalto y Sessa, llamado por su excelencia en la guerra el Gran Capitán. En su honor, el tercio de la Legión Española acuartelado en Melilla lleva su nombre.​ También fue caballero y comendador de la Orden de Santiago.

    Capitán castellano nacido en el castillo de Montilla, a la sazón perteneciente al Señorío de Aguilar, al servicio de los Reyes Católicos. Pariente de Fernando el Católico y miembro de la nobleza andaluza (perteneciente a la Casa de Aguilar), hijo segundo del noble caballero Pedro Fernández de Aguilar, V señor de Aguilar de la Frontera y de Priego de Córdoba, que murió muy mozo, y de Elvira de Herrera y Enríquez, prima de Juana Enríquez, reina consorte de Aragón, ya que era hija de Pedro Núñez de Herrera, señor de Pedraza y de Blanca Enríquez de Mendoza, que fue hija del almirante Alfonso Enríquez (hijo de Fadrique Alfonso de Castilla) y de Juana de Mendoza «la Ricahembra».

    Gonzalo y su hermano mayor Alfonso Fernández de Córdoba se criaron en Córdoba al cuidado del prudente y discreto caballero Pedro de Cárcamo. Siendo niño fue incorporado como paje al servicio del príncipe Alfonso de Castilla, hermano de la luego reina Isabel I de Castilla, y a la muerte de este, pasó al séquito de la princesa Isabel. La hermana de ambos, conocida con el nombre de Leonor de Arellano y Fernández de Córdoba, se casaría con Martín Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles.

    Su historia

    Gonzalo Fernández de Córdoba, «Gran Capitán». El eco de sus proezas aún retumban en los manuales de historia militar. En Europa y allende los mares, donde los «herederos» de sus Tercios fraguaron el Imperio en el que se estaba convirtiendo la unión de Castilla y Aragón. Cuando muchos nombran tan alegremente a Sun Tzu, Clausewitz, Napoleón, Patton o Schawrzkopf, olvidan que fue este genio militar español quien cambiaría para siempre el «arte de la guerra»: de la pesadez medieval (caballería pesada) a la agilidad moderna (infantería).

    Reconquista de Granada, victoria sin igual frente al francés en Nápoles, conquista de un nuevo Reino para sus «Señores», virrey, precursor de una nueva estrategia militar fundamentada en la infantería y visionario de un Ejército español cuyas reformas impulsaron un cambio de mentalidad que posteriormente derivó en la creación de los populares tercios españoles que acabarían dominando buena parte del mundo e invictos desde 1503 hasta el desastre de Rocroi en 1643.

    Sin embargo, y a pesar de sus proezas, este cordobés nunca dejó de ser un oficial cercano a sus hombres, con sentido del honor para con el contrario, estoico y, ante todo, súbdito leal hacia unos Reyes Católicos que iniciaban en sus hombros la aventura de una nueva nación. Aunque no fueron pocas las desaveniencias acaecidas con sus «Señores», llegando a ser apartado de la «res publica» y «res militaris» de la siempre desagradecido Fernando, esposo de la reina, en en poca estima y envidia tenía al militar castellano. 

    «Hacia 1497, tras una breve estancia en la Corte, los Reyes Católicos le nombran «adalid de la Frontera», un grado que equivalía a capitán»

    La Reconquista de Granada

    Pero donde realmente comenzó a mostrar su ingenio militar fue durante la «Guerra de Granada», una campaña militar que se sucedió a partir de 1482 y en la cual los españoles pretendían expulsar a Boabdil del último estado musulmán en la Península Ibérica. «La guerra se produjo por la firme decisión de los Reyes Católicos, que querían acabar de una vez por todas con el enclave musulmán de Granada, el único territorio que quedaba para completar la unidad cristiana peninsular».

    Gonzalo tomó parte en esta contienda al mando de una unidad de «lanzas» (caballería pesada con una gruesa armadura) de la casa de Aguilar, de la que su hermano era señor. «Fue una guerra larga, que duró casi diez años, y se libró a base de incursiones, asedios, golpes de mano y escaramuzas persistentes, sin grandes batallas campales», determina el escritor.

    «El Gran Capitán tuvo un papel muy destacado a lo largo de toda la campaña, en especial en los ataques a Álora, la fortaleza de Setenil, Loja y el asalto al castillo de Montefrío, cercano a Granada». De hecho, algunos cronistas como Hernán Pérez afirman que, durante esta guerra. «Gonzalo era siempre el primero en atacar y el último en retirarse».

    «Pronto, su valerosa actitud y dotes de mando llamaron la atención de los Reyes Católicos, que le recompensaron con la tenencia (jefatura militar) de Antequera, el señorío de Órgiva y una encomienda», prosigue Laínez.

    Primera guerra de Italia

    Sin embargo, parece que los grandes honores que recibió no fueron suficientes para Gonzalo, pues en 1495 se embarcó hacia otra gran campaña esta vez en Nápoles. Su misión era clara: detener el avance de los franceses, deseosos de expandirse militarmente con la toma de algunos territorios. «La primera campaña italiana se inició cuando el rey francés Carlos VIII invadió el reino de Nápoles (Reame) con una gran ejército. Al poco tiempo se retiró, pero dejando la mayor parte del Reame ocupado».

    «Utilizando las tácticas aprendidas en la Guerra de Granada, Fernández de Córdoba, limpió Calabria de enemigos, conquistó la provincia de Basilicata y tras derrotar a los franceses en Atella entró triunfante en Nápoles en 1496», destaca el escritor. Fue tras el asalto a esta ciudad cuando se empezó a conocer a Gonzalo como «Gran Capitán». Tras tomar el lugar, volvió a Castilla como un héroe.

    Segunda contienda en Nápoles

    A pesar de que se firmó un tratado con Francia para que cesaran las hostilidades, la paz no duró demasiado. El rey francés Luis XII había firmado un tratado con Fernando el Católico para repartirse el reino napolitano. Los franceses ocupan la mitad norte y el sur queda en poder de las tropas españolas que manda el Gran Capitán.

    Pero pronto se iniciaron las discrepancias entre españoles y franceses por cuestiones fronterizas, lo que provocó que en 1502 se reiniciara la guerra después de que los franceses trataran de nuevo de tomar Reame. El «Gran Capitán» no lo dudó y se dispuso a enfrentarse a los enemigos de Castilla. Una de las primeras batallas de esta guerra fue la de Ceriñola (Cerignola), en la que Gonzalo tendría que hacer uso de toda su experiencia militar para lograr salir victorioso.

    La batalla que revolucionó la Historia

    La batalla de Ceriñola sin duda cambió la historia, y es que, si hasta ese momento la fuerza de los ejércitos se medía en base a la cantidad de caballería pesada de la que disponía, tras esta lid la mentalidad militar evolucionó y comenzó a primar la infantería.

    La batalla se desarrolló en un diminuto punto de la Apulia italiana situado en lo alto de una colina cubierta de viñedos y olivos. En ella, las tropas del «Gran Capitán» se defendieron de los atacantes franceses, tras verse obligados a retirarse en varios enfrentamientos.

    Obligó a los caballeros a llevar infantes en la grupa de sus monturas

    De hecho, el «Gran Capitán» demostró antes de la batalla su mentalidad innovadora y revolucionara. Y es que, para llegar a la ciudad Ceriñola y poder preparar las defensas concienzudamente antes del ataque de los franceses, Gonzalo forzó a sus caballeros a hacer algo nunca antes visto y que suponía una afrenta a su honor.

    «El Gran Capitán obligó a los caballeros de su ejército a llevar infantería en la grupa de sus monturas en la marcha hacia Ceriñola, por terreno arenoso y próximo a la costa, lo que hacía muy fatigosa la marcha. Eso era algo que no se hacía nunca, pero mejoró la movilidad y la moral de la tropa y le permitió ganar tiempo. Fue una muestra más de su ingenio táctico», explica el experto.

    Este acto hizo que los españoles ganaran tiempo y les permitió preparar las defensas de la ciudad, que consistieron en cavar un foso y una pared de tierra alrededor de Ceriñola, lo que les permitía aprovechar la situación elevada del enclave. Además, el «Gran Capitán» pudo establecer una estrategia que más tarde sería reconocida como un preludio de la guerra moderna.

    Una reforma militar

    Los franceses no se hicieron esperar y, a los pocos días, su comandante, Luis de Armagnac, dejó ver a sus tropas. «Por el lado francés, aunque varió según avanzaba la guerra, se contaban unos 1.000 hombres de armas (caballeros con armadura), 2.000 jinetes ligeros, 6.000 infantes, 2.000 piqueros suizos y 26 cañones». Por el contrario, Gonzalo tenía a sus órdenes un ejército formado principalmente por infantería: «Del lado español había solo 600 hombres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones, más un refuerzo de 2.000 mercenarios alemanes», señala Laínez.

    «En esta batalla las fuerzas estaban bastante equilibradas en cuanto a números, pero los franceses tenían mucha superioridad en caballería pesada y su artillería doblaba a la española. Por el contrario, los españoles contaban con un mayor número de arcabuceros, una fuerza que se revelaría decisiva», explica el escritor.

    Para detener la fuerza arrolladora de la caballería francesa se planteó una estrategia novedosa: situar las tropas de disparo delante de las defensas. «El Gran Capitán colocó en primera línea a los arcabuceros y espingarderos (hombres armados con una escopeta de chispa muy larga), detrás a la infantería alemana y española, y más retrasada a la caballería. Él se situó en el centro del dispositivo y revisó con detalle el despliegue de toda la tropa».

    Todo quedó preparado para un duro combate. Pero, antes siquiera de desenvainar una espada, el «Gran Capitán» volvió a demostrar su arrojo. Concretamente, Gonzalo se quitó el casco en los momentos previos a la batalla y, cuando uno de sus capitanes le preguntó la causa, él contestó: «Los que mandan ejército en un día como hoy no debe ocultar el rostro».

    Comienza la batalla

    La batalla se inició con la caballería francesa cargando orgullosa contra las tropas españolas. Hasta ese momento, una de las cosas más terribles que podía ver un enemigo de Francia era a los majestuosos jinetes en marcha con las armas en ristre. Sin embargo, fueron recibidos con una salva de fuego que hizo caer a un gran número de soldados.

    «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total»

    «Cuando se inició el fuego, las balas de los arcabuceros españoles hicieron estragos en la caballería pesada francesa, impedida de avanzar ante el foso erizado de estacas y pinchos», explica el autor. Al no poder avanzar, los jinetes, desesperados, trataron al galope de encontrar alguna fisura en las defensas del «Gran Capitán», pero su intentó fue en vano y costó la vida a Luis de Armagnac, alcanzado por varios disparos.

    Tras la derrota de la caballería pesada, la infantería francesa se dispuso a avanzar, pero sufrió grandes bajas debido al fuego español. Además, justo antes de que los soldados alcanzaran la primera línea de arcabuceros y acabaran con ellos, el «Gran Capitán» ordenó retirarse a estas tropas de disparo para evitar bajas.

    Después de esta estratagema, el «Gran Capitán» cargó con todos sus infantes contra las diezmadas tropas del fallecido Armagnac que, ahora, no tenían objetivos contra los que luchar al haberse retirado los arcabuceros españoles. Sin apenas dificultad, las unidades de Gonzalo dieron buena cuenta de los restos del ejército francés.

    Se adelantó a Napoleón en cuatro siglos

    Ni siquiera la caballería ligera francesa pudo ayudar a sus compañeros, pues fueron arrollados por los jinetes españoles. «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total. Además, quedó como un ejemplo de arte táctico, y de la importancia de la fortificación y elección del terreno para el buen resultado de cualquier combate», destaca Laínez.

    Otro escritor, Juan Granados, autor de la novela histórica «El Gran Capitán» (Ed. Edhasa) explica que «esencialmente demostró que en adelante las batallas se ganarían con la infantería. Utilizando para ello compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros, generalmente lasquenetes alemanes, enemigos acérrimos de los cuadros mercenarios suizos que solía emplear Francia. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal yutilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería».

    «Triunfador absoluto, desempeñó funciones de virrey en Nápoles»

    A finales de 1503 españoles y franceses volverían a medir sus fuerzas en el río Garellano -que por cierto da nombre a uno de los regimientos del Ejército con más solera y cuya sede se encuentra en Vizacaya- donde el «Gran Capitán» dio cuenta de las huestes del marqués de Saluzzo. «El sur de Italia quedó durante más de dos siglos en poder de Castilla y más tarde de España. El Gran Capitán, triunfador absoluto de estas guerras, desempeñó funciones de virrey en Nápoles, donde fue querido y respetado, pero pronto las envidias y maledicencias cortesanas empezaron a actuar en su contra», señala Laínez.

    Pero parece que esa nueva nación que se estaba formando, España, no podía soportar a los héroes, pues Gonzalo terminaría siendo relevado de su puesto. El escritor Juan Granados sentencia: «Tal era la popularidad de Gonzalo de Córdoba entre sus hombres, que llegaron a desear proclamarle rey de Nápoles. Algo que él nunca deseó, se hubiese conformado con ser comendador de su querida orden de Santiago. Pero Fernando el Católico era suspicaz, desconfiaba de tanto éxito, el mismo rey de Francia, a quien había derrotado, le había ofrecido el generalato de su ejército. Por otra parte, sí es cierto que Gonzalo era descuidado en sus informes a su rey, tardaba en escribirle, pero nunca había pensado en suplantarle».

    El monarca pidió entonces al «Gran Capitán» un registro de gastos para asegurarse de que no había malgastado fondos reales. Fernando el Católico le reclamó claridad en las cuentas de sus gastos militares en Nápoles, algo que Fernández de Córdoba consideró humillante. Como respuesta a lo que Gonzalo consideraba una gran ofensa personal, el entonces virrey dirigió a la monarquía un memorial conocido como las «Cuentas del Gran Capitán».

    Unas cuentas curiosas

    Irónicamente las cuentas incluían en el capítulo de gastos cantidades tales como:

    Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas. Cien millones en picos, palas y azadones. Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres enemigos, cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas un día de combate, ciento setenta mil ducados en renovar campanas destruidas por el uso de repicar cada día por las victorias conseguidas… y lo mejor: «Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino».

    Esto no debió de sentar muy bien al monarca que, a sabiendas de lo que «Gran Capitán» representaba prefirió evitar el enfrentamiento directo con él, pero no perdonó la ofensa. «El monarca decidió alejar a Gonzalo de Nápoles. A partir de entonces el Gran Captán tuvo que adaptarse a una vida más sedentaria en sus posesiones de castellanas. Es el destino de casi todos los héroes, una vez que han cumplido con su cometido en la guerra y llega la paz», finaliza Martínez Laínez. Sin embargo, lo que sí dejó este guerrero fue una reforma militar que duraría siglos.

    La reforma militar

    La herencia del «Gran Capitán» revolucionó la forma de combatir a nivel mundial hasta la llegada de las armas de destrucción masiva. Ente otros elementos destacables se sitúan la formación de la tropa en compañías (que luego serían la unidad fundamental de los tercios) al mando de un capitán, y el experto manejo de las armas de fuego individuales del combatiente de a pie, señala Martínez Laínez.

    Además, el «Gran Capitán» creó también un nuevo tipo de unidad, la coronelía. Es el antecedente más inmediato de los tercios. Tenía unos 6.000 hombres y era capaz de combatir en cualquier terreno. Otra de sus innovaciones fue armar con espadas cortas, rodelas y jabalinas a una parte de los soldados. «La finalidad era que se introdujeran entre las formaciones compactas enemigas, causando en ellas terribles destrozos», sentencia el escritor.

    Enseñanzas que fueron adquiridas por el «Gran Capitán» en la guerra de guerrillas que supuso la reconquista de Granada, con unos Reyes Católicos que depositaron en los hombros del «Gran Capitán» sus primeros pasos militares de la heredera de Castilla, su hija España.

     

     

     

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