Mujeres de Castilla Personajes Isabel I de Castilla 41 minuto leer 11 2,688 Compartir en Facebook Compartir en Twitter Compartir en Linkedin Isabel I de Castilla, nació en Madrigal de las Altas Torres, 22 de abril de 1451 y murió en Medina del Campo, (Real Palacio Testamentario), el 26 de noviembre de 1504. Fue reina de la Corona de Castilla desde 1474 hasta 1504, reina consorte de Sicilia desde 1469 y de Aragón desde 1479, por su matrimonio con Fernando de Aragón. También ejerció como señora de Vizcaya. Se la conoce también como Isabel la Católica, título que le fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI mediante la bula Si convenit, el 19 de diciembre de 1496. Es por lo que se conoce a la pareja real con el nombre de Reyes Católicos, título que usarían en adelante prácticamente todos los futuros reyes de las Españas. Se casó el 19 de octubre de 1469 con el príncipe Fernando de Aragón. Por el hecho de ser primos segundos necesitaban una bula papal de dispensa que solo consiguieron de Sixto IV a través de su enviado el cardenal Rodrigo Borgia en 1472. Ella y su esposo Fernando conquistaron el Reino nazarí de Granada y participaron en una red de alianzas matrimoniales que hicieron que su nieto, Carlos, heredase las coronas de Castilla y de Aragón, así como otros territorios europeos, y se convirtiese en emperador del Sacro Imperio Romano. Isabel y Fernando se hicieron con el trono tras una larga lucha, primero contra el rey Enrique IV (véase Conflicto por la sucesión de Enrique IV de Castilla) y de 1475 a 1479 en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de la otra pretendiente al trono, Juana. Isabel reorganizó el sistema de gobierno y la administración, centralizando competencias que antes ostentaban los nobles; reformó el sistema de seguridad ciudadana y llevó a cabo una reforma económica para reducir la deuda que el reino había heredado de su hermanastro y predecesor en el trono, Enrique IV. Tras ganar la guerra de Granada los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de sus reinos. Concedió apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias Occidentales, lo que llevó al descubrimiento de América. Dicho acontecimiento tendría como consecuencia la conquista de las tierras descubiertas y la creación del Imperio español. Vivió cincuenta y tres años, de los cuales gobernó treinta como reina de Castilla y veintiséis como reina consorte de Aragón al lado de Fernando II. Desde 1974 es considerada sierva de Dios por la Iglesia católica, y su causa de beatificación está abierta. Isabel y sus Conquistas Fuerte, orgullosa y decidida, pero también dulce, cariñosa e, incluso, inocente en algunos ámbitos de la vida. Durante más de un cuarto de siglo, fue reina de Castilla y consorte de Aragón: Isabel «la Católica». Sin embargo, y además de la multitud de intrigas políticas que se muestran en la pequeña pantalla, esta serena joven también expulsó a sangre y sable a los musulmanes de Granada e, incluso, combatió en Toro contra las tropas que pretendían arrebatarle la corona Una dura infancia Isabel nació en 1451 en –según afirman varios historiadores- Madrigal de las Altas Torres, un pequeño y pintoresco pueblo ubicado al norte de Ávila. Hija de reyes, su alumbramiento no supuso, en principio, ningún cambio en la línea de sucesión al trono de Castilla. Esto se hizo patente cuando, unos pocos años después, su madre dio a luz a un bebé –Alfonso– que, por el hecho de ser varón, adelantaría a la joven en la carrera por la corona convirtiéndose en el sucesor del también hermano de ambos, Enrique IV –entonces rey de Castilla-. Pero, para que Alfonso o Isabel pudieran optar al trono, debía cumplirse una sencilla norma: Enrique tenía que morir sin descendencia -algo que no parecía difícil pues, durante varios años, no había sido capaz de tener un hijo-. De esta forma, la joven sólo quedaba para su familia como una interesante moneda de cambio que podía ser usada en un futuro matrimonio de conveniencia. Todo cambió cuando, repentinamente, Enrique IV dejó embarazada a su mujer, la portuguesa Juana de Avis. De inmediato, el rey llamó a la corte a sus dos hermanos hasta que se produjo el nacimiento de su hija, a la que llamaría Juana. En cambio, la pequeña pronto recibió un sobrenombre que su padre odiaría hasta el día en que murió: Juana la Beltraneja. Y es que, como el pueblo sabía de la impotencia de su monarca, comenzó a expandirse la sospecha de que la niña era realmente hija de Beltrán de la Cueva, amigo personal del soberano. La lucha por el trono A partir de entonces comenzó una lucha por el trono que, más de 500 años después, ha dado lugar a una serie de televisión. La cuestionable paternidad de Juana terminó de motivar a varios nobles que, alegando que el pequeño Alfonso debía ser el rey, iniciaron una guerra contra Enrique. Con todo, el joven aspirante al trono murió al poco en extrañas circunstancias, un hecho que sumió a Isabel en un profundo dolor. Acababa de recibir uno de los muchos reveses que tendría que soportar durante su vida. «Fue una reina poderosa, una madre entregada y una mujer desgraciada»Tras este aciago suceso, Isabel consiguió a base de su fortaleza moral hacer que Enrique IV la nombrara sucesora al trono por delante de su hija Juana, algo que el monarca aceptó a regañadientes para detener la guerra que se cernía sobre Castilla. A su vez, prometió que no combatiría más contra su hermano y respetaría su corona hasta el día de su muerte. «Isabel tuvo un carácter fuerte y decidido, pero me gusta definirla como una reina poderosa, una madre entregada y, sobre todo, una mujer profundamente desgraciada. Y, cuando digo esto, me fundamento en que creció en soledad entre cortesanos intrigantes y ambiciosos, que vio morir a su hermano menor, enterró a dos de sus hijos, y murió viendo a su heredera, Juana, sumida en la demencia». Fernando… ¿una historia de amor? Sin embargo, y como plan alternativo, el rey trató por todos los medios de casar a Isabel con multitud de pretendientes para garantizarse desde una alianza con Portugal hasta la marcha de su hermana a París. No sirvió de nada, pues la joven reina, con una mentalidad adelantada a su tiempo, rechazó a todos los hombres que propuso su cruel hermano y dejó claras sus intenciones: únicamente se casaría con quien ella decidiera. Por ello, en un intento de detener los ambiciosos planes del rey, Isabel decidió contraer matrimonio en secreto con Fernando, príncipe del reino de Aragón. Con las nupcias, sus territorio quedarían unidos una vez muerto Enrique IV. No obstante, y tras rechazar a multitud de pretendientes, la duda de si este matrimonio fue o no por amor todavía se cierne sobre la Historia. No hay que considerar el matrimonio con Fernando de Aragón como una boda por amor ni como un acto de rebeldía hacia la imposición de la razón de estado. Fue, simplemente, una decisión política tomada por ella, ciertamente, pero siguiendo las recomendaciones de sus consejeros. No aceptó los enlaces francés o portugués que proponía Enrique IV, cierto, pero escogió al heredero de Aragón por considerar que éste significaba una alianza política más provechosa para Castilla. Es decir, de alguna forma también aceptó lo que era el destino común de las infantas de Castilla: casarse por razones de estado. Pero lo hizo siguiendo su criterio y no el de la corona», destaca la experta. Así, años después -y tras la muerte de Enrique-, Castilla y Aragón quedaron por fin unidas gracias al matrimonio entre Isabel y Fernando quienes, debido a su defensa de la fe cristiana, recibieron el título de «Reyes Católicos». Pero, aunque todo había salido bien a la tenaz reina, todavía quedaban multitud de enemigos por combatir. Portugal en armas Una de las primeras contiendas que tuvo que acometer Isabel como reina de Castilla se sucedió en 1475 cuando Alfonso V –rey de Portugal- y los seguidores de Juana la Beltraneja –de tan solo 13 años de edad- se levantaron en armas por la corona. Concretamente, esta coalición reclamaba que el trono debía ser de la que consideraban la legítima heredera de Enrique. Además, para reforzar la alianza entre ambos bandos, se decidió casar a la pequeña con el monarca luso, el que, además de ser su tío, tenía nada menos que una treintena de años más que ella. El conflicto estaba servido, y sólo podría solucionarse mediante las armas. Sin dudarlo, Alfonso avanzó con un ejército formado por 20.000 soldados portugueses sobre Castilla sabiendo, además, que contaba con el beneplácito de Francia. En principio, el luso pretendía llegar con sus tropas hasta Burgos y acosar desde allí a los Reyes Católicos pero, finalmente, el miedo a adentrarse hasta el corazón del territorio enemigo en solitario le llevó a asegurar las ciudades que se declararon a favor de la Beltraneja. Al poco tiempo, los portugueses decidieron asentarse en Toro (una pequeña ciudad zamorana fácilmente defendible). Toro, Fernando demostró su ingenio y capacidad de improvisación. Por su parte, los Reyes Católicos iniciaron una recluta urgente con la que poder hacer frente a sus enemigos. «No se amedrentaron ni Fernando ni Isabel, que sólo contaban con unos 500 hombres. Él marchó al Norte a alistar soldados para tan menguante ejército. Ella, incansable, recorrió toda Castilla reclutando gentes. Ordenando, persuadiendo, siempre infatigable». Primer contacto Tres meses después, en julio de 1475, los Reyes Católicos contaban ya con más de 35.000 hombres dispuestos a matar y morir por sus legítimos monarcas. Pero, aunque cada soldado llevaba en su interior a un ardiente y valeroso guerrero castellano, lo cierto era que la mayoría carecían de entrenamiento militar, de disciplina y, sobre todo, de armamento. Con todo, Fernando se equipó con su mejor armadura y, en nombre de su matrimonio y de Isabel, dispuso a sus combatientes frente a la ciudad de Toro. Sin embargo, y a pesar de que el Rey Católico hizo todo lo posible por presentar batalla, el portugués no abandonó su ventajosa posición defensiva sabedor de que un ejército improvisado como el de su enemigo no tendría la disciplina suficiente para mantener un sitio durante largo tiempo. «Fernando estaba frente a Toro, dándole la cara al portugués. Isabel, en Tordesillas, con unos pocos labriegos y unos cuantos presos liberados por la recluta. […] Fernando le presentó batalla; muy hábil el portugués, la esquivó», añade en su obra Serrano. No estaba equivocado Alfonso V pues, al poco, a Fernando no le quedó más remedio que disolver su gran ejército y afrontar una guerra de larga duración contra los partidarios de la Beltraneja. De hecho, pasaron semanas hasta que los Reyes Católicos iniciaron una nueva recluta de soldados, aunque, esta vez, profesionales. De nuevo en Toro En febrero del año siguiente la situación se recrudeció para los Reyes Católicos, pues a Toro llegó Juan -el heredero de la corona portuguesa- con 20.000 hombres para socorrer a su padre. Sin duda, Fernando –ubicado junto a sus tropas en la cercana Zamora- tendría que hacer uso de todo su ingenio militar para lograr la victoria frente a las fuerzas lusas. Todo parecía perfecto para los portugueses que, animados por su número y ansiosos por hacer sangrar a los castellanos, salieron al fin de su escondite. «A mediados de febrero, Alfonso V salió de Toro y, tras diversos amagos sobre las fortalezas isabelinas próximas, puso cerco a Zamora, donde Fernando quedó encerrado […]. A pesar de ello, su posición era sólida y cómoda, mientras las tropas portuguesas habían de soportar en su campamento la dureza del invierno; además, Fernando, estaba a punto de recibir importantes refuerzos. El monarca portugués había de tomar la ciudad, lo que parecía imposible, o retirarse para no quedar encerrado entre la ciudad y las tropas que llegaban» Pero, en este caso, Alfonso se tragó su orgullo. Con un ejército debilitado y cansado debido a las inclemencias del tiempo, no tuvo más remedio que retirarse hasta la fortaleza de Toro, cosa que quiso hacer lo más rápido posible. Pero no contaba con la capacidad de reacción de Fernando quien, a pesar de lo que le aconsejaban los nobles aliados, ordenó a voz en grito a sus tropas coger la espada, salir de Zamora y perseguir al enemigo. Sólo había una oportunidad, y el Rey Católico sabía que no podía desperdiciarla, era el momento de arriesgar la vida por Castilla, por Aragón, y por su amada Isabel. Finalmente, cuando Alfonso observó con temor que la retaguardia de sus tropas iba a ser atacada por el ejército de Fernando, decidió disponer a sus hombres para la batalla. El calendario se había detenido en el 1 de marzo, día en que, al fin, ambos ejércitos combatirían por la supremacía en Castilla. «Las fuerzas se dispusieron para un choque absolutamente frontal. El centro portugués lo mandaba el rey. El ala derecha, apoyada en el río Duero, iba al mando del arzobispo Carrillo y el conde de Haro. El príncipe don Juan, con las mejores tropas, arcabuceros y artilleros, llevaba el mando del ala izquierda», destaca Serrano en su obra. Por su parte, los castellanos de Fernando formaron con las tropas de élite en el centro bajo el mando del propio rey. El flanco izquierdo lo ocupó la caballería pesada, temida debido a su ferocidad y su poderosa armadura. Para terminar, el ala derecha estaba defendida por varias unidades de infantería y caballería ligera. La contienda, a pesar de todo, se planteaba peliaguda para los defensores de Isabel pues, al parecer, una considerable parte de su infantería se había quedado atrás en la persecución. La lucha comenzó bajo una intensa lluvia que rebotaba contra las armaduras de los soldados. Los primeros en asaltar al enemigo fueron los infantes castellanos del flanco derecho. Sin embargo, su fuerte embestida fue detenida a base de una incesante lluvia de plomo y saetas portuguesas. La derrota no fue admitida fácilmente por los oficiales del ejército isabelino quienes, ávidos de venganza, lanzaron -espada y lanza en ristre- a la caballería pesada en contra de las líneas enemigas. No sirvió de nada, pues la estoica defensa lusa volvió a rechazar la acometida castellana. De hecho, tal fue el desastre para los soldados de Fernando, que fue necesario desplazar varias unidades hasta ese punto para evitar que los portugueses pusieran en riesgo a todo el ejército isabelino. Mientras, y para suerte de Castilla, el Rey Católico había conseguido doblegar con sus tropas el centro dirigido por Alfonso V. Una victoria incierta Tras seis horas de combate, el campo de batalla presentaba una cruel estampa de muerte y destrucción en la que era imposible discernir qué bando sería el vencedor. Y es que, mientras que uno de los flancos había sido tomado por el heredero de Portugal, en el centro, las tropas de Alfonso V se batían en retirada ante el ímpetu de los soldados de Fernando. En ese momento, cuando la victoria no pertenecía a ninguno de los dos contendientes, Fernando demostró todo su ingenio al enviar velozmente decenas de emisarios a multitud de ciudades informando del triunfo isabelino. «En esta batalla se demostró sobradamente el genio militar y estratégico de Fernando de Aragón. Es más, la decisión del rey Católico de anunciar con tanta precipitación la victoria de Toro aún sin estar asegurada, hizo que muchas ciudades castellanas abandonaran el bando de la Beltraneja y apoyaran a las fuerzas isabelinas con el resultado que todos conocemos», determina Queralt. Tan efectiva fue la estrategia, que finalmente los partidarios de Juana la Beltraneja capitularon –aunque con algunas condiciones- y reconocieron a Isabel como reina de Castilla. De esta forma, y después de que los campos castellanos se tiñeran de rojo con la sangre de los soldados, los Reyes Católicos superaron una prueba de fuego que podría haber acabado con su gobierno. Granada, el reto de la reina A pesar de que la batalla de Toro fue determinante para la legitimación de Isabel como reina de Castilla, la guerra que hizo las delicias de la Reina Católica fue la de Granada, una contienda mediante la que se pretendía reconquistar el último reducto musulmán que aún quedaba en la Península. Y es que, como bien señala Queralt en su libro, la monarca siempre fue una ferviente católica deseosa de servir a Dios y a la fe cristiana. Granda fue el gran reto de la reina, una ferviente católica Isabel, decidida como estaba a retomar el sur de la Península, puso esta tarea en manos de Fernando, quien ya había demostrado en decenas de contiendas que estaba dispuesto a sangrar y morir por su esposa. «Isabel estaba decidida a unificar el territorio peninsular y a acabar con el último reducto musulmán en Andalucía. Fue, sin duda, la inspiradora de la campaña en cuanto al espíritu de ésta, pero el brazo armado y la estrategia política fueron cosa de Fernando», destaca la historiadora. En este matrimonio, cada cónyuge sabía cuál era su papel y lo representó a la perfección. «Mientras ella actuó como una madre para sus súbditos -cuidó de su espiritualidad, fomentó la cultura y el arte, procuró por su seguridad mediante instituciones como la Santa Hermandad…-, dejó la política exterior y la milicia en manos de Fernando. Formaron así un tándem perfecto», La campaña La campaña comenzó en 1482, una vez que Isabel y Fernando sintieron que su posición en el trono no corría peligro. A su vez, las fuertes luchas internas que protagonizaron los líderes musulmanes dentro del reino nazarí de Granada terminaron de convencer a los Reyes Católicos: era hora de llamar al combate y tomar por las armas el territorio que se había perdido hacía siete siglos. Isabel fundó los primeros hospitales de campaña de la historia. En los primeros años, Isabel y Fernando se dedicaron a conquistar los alrededores de Granada hasta que, a partir de 1490, comenzó el difícil asedio a la ciudad, el bastión definitivo de los musulmanes en aquella Castilla. En el tiempo que duró la guerra, y aunque Isabel no luchó personalmente lanza en mano contra los moros, si solía visitar a las tropas en el campo de batalla para elevar su moral. Además, la Reina Católica favoreció de forma pionera el tratamiento de los heridos en el campo de batalla. «A ella se debe el enorme mérito de haber fundado los primeros hospitales de campaña de la historia que se instituyeron, precisamente, durante las guerras de Granada», completa la autora de «Isabel de Castilla. Reina, mujer y madre» La rendición llegaría aproximadamente un año después en las que fueron conocidas como las «Capitulaciones de Granada». En las mismas, y ante la imposibilidad de mantener su reino ante el fuerte empuje católico, Muhamed Abú Abdallah (más conocido por el bando cristiano como Boabdil «el Chico»), llegó a un acuerdo con Isabely Fernando para entregar la ciudad. El pacto se hizo definitivo en 1492, año en que la Alhambra rindió pleitesía a sus majestades. Gonzalo Fernández, al servicio de la reina Miles fueron los soldados que combatieron a las órdenes de los Reyes Católicos en Granada, pero muy pocos destacaron tanto como un valeroso joven que, según se decía, era el primero en atacar y el último en retirarse. Este maestro de la espada era Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido también como el «Gran Capitán» Leal hasta su último aliento a los Reyes Católicos, este militar mandó durante la guerra de Granada una unidad de caballería que se lanzaba valerosamente contra las formaciones musulmanas. Además, también demostró su capacidad estratégica al fomentar en secreto la división entre las diversas facciones nazaríes en Granada y al negociar con Boabdil la rendición de la ciudad. «Isabel conoció al Gran Capitán cuando éste era paje de su hermano, pero realmente Gonzalo Fernández de Córdoba fue, en lo militar, la mano derecha de Fernando el Católico quien le dio plenos poderes en sus sucesivas campañas bélicas» Sin embargo, y según la experta, la historia de Gonzalo que se cuenta en la conocida serie de televisión no es del todo correcta: «Sinceramente la serie me ha gustado. Evidentemente hay cosas que habría corregido -por ejemplo las falsas localizaciones de exteriores o el presunto romance juvenil entre la reina y Gonzalo Fernández de Córdoba-, posiblemente más ficción que realidad. 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