Categoría: Mujeres de Castilla

  • Beatriz de Castilla: la hija del Rey Sabio que desafió imperios y tejió alianzas con sangre, fe y corona

    Beatriz de Castilla: la hija del Rey Sabio que desafió imperios y tejió alianzas con sangre, fe y corona

    En los albores del siglo XIII, cuando las tierras de Castilla se cubrían aún con el polvo de antiguas guerras y los estandartes ondeaban al compás del destino cristiano frente al islam y los reinos vecinos, vino al mundo una mujer que, sin derecho al trono ni herencia legítima, habría de tallar su nombre en piedra y honor en las crónicas de reinos. Su nombre fue Beatriz de Castilla, bastarda de rey, madre de reyes, reina de dos coronas y puente entre naciones.

    Nació en Zaragoza, entre los años 1242 y 1244, hija natural del rey Alfonso X, conocido como el Sabio, y de la dama Mayor Guillén de Guzmán, señora de noble linaje alcarreño. Su origen ilegítimo, lejos de ser una rémora, fue cincelado por la política, la diplomacia y la voluntad férrea de su padre, quien supo ver en ella algo más que un lazo de sangre: una herramienta del destino, un baluarte de Castilla.

    Ya en 1244, siendo apenas un infante, su nombre aparece vinculado a la villa de Elche, donada por el rey Alfonso con el beneplácito de su padre, el viejo Fernando III, el Santo, como promesa de una descendencia futura con Mayor Guillén. Fue el primer acto de una historia que, aunque velada por las intrigas y los decretos pontificios, está tejida con las hebras doradas del poder.

    La unión de dos coronas: Castilla y Portugal

    En 1253, cuando la corona de Castilla se encontraba aún consolidando la Reconquista, su rey puso en marcha una estrategia diplomática de alcance histórico. Con el fin de cerrar la disputa sobre la soberanía del Algarve, región codiciada entre Castilla y Portugal, Alfonso X ofreció a su hija Beatriz en matrimonio al monarca portugués Alfonso III. La unión, aunque celebrada con fervor político, fue vista con desdén por la nobleza lusitana, que la juzgaba humillante. No obstante, el monarca portugués, pragmático como el acero templado, respondió con una frase que aún resuena en las crónicas con sorna y determinación:

    «Si en otro día hallase otra mujer que me diera tanta tierra en el reino para acrecentarlo, con ella me casaría sin demora.»

    Así se selló una de las alianzas más significativas del siglo XIII ibérico. Beatriz, aún siendo hija ilegítima, se alzó como reina de Portugal y del Algarve, dotada con las villas de Torres Novas, Torres Vedras y Alenquer, donde ejercerá su patronazgo y dejará su huella espiritual al fundar la iglesia de San Francisco, cuyas piedras aún llevan el eco de su nombre.

    El matrimonio con Alfonso III, sin embargo, no estuvo libre de sombras. En el momento del acuerdo, el rey portugués aún estaba legalmente casado con Matilde de Bolonia, a quien repudió por su esterilidad. Esta situación provocó una querella ante el Papa Alejandro IV, quien condenó a Alfonso III por adulterio en 1258 y exigió restituciones. Pero la muerte de Matilde y la sucesión de un nuevo pontífice, Urbano IV, trajeron consigo la legitimación papal en 1263 del matrimonio entre Beatriz y el monarca portugués, así como de sus hijos, entre ellos el futuro rey Dionisio.

    Reina, madre y señora

    Desde 1253 y hasta la muerte de su esposo en 1279, Beatriz ejerció una enorme influencia en la corte portuguesa. Su linaje castellano la convirtió en embajadora natural entre ambos reinos, y su habilidad política ayudó a estabilizar relaciones que en otras manos habrían conducido a la guerra.

    Durante su reinado, impulsó obras religiosas y sociales. Además de la fundación de iglesias, promovió el mecenazgo en las tierras otorgadas, erigiéndose como madre espiritual de su pueblo. Su amor por Castilla, sin embargo, nunca se apagó. Cuando en 1267 heredó de su madre los señoríos de La Alcarria —Cifuentes, Salmerón, Alcocer, Viana de Mondéjar y Palazuelos— no solo reforzó su poder en la península, sino que afianzó los lazos con la tierra que la vio nacer.

    En Alcocer, tomó la custodia del monasterio de Santa Clara, fundado por Mayor Guillén, su madre. Fue allí, entre los rezos de las monjas y las columnas bañadas por la bruma del Tajo, donde Beatriz comprendió que el poder también se ejerce desde el recogimiento, y que el alma de una reina no está hecha solo de decretos, sino de silencio, fe y firmeza.

    El regreso a Castilla y la defensa de su padre

    La muerte de Alfonso III en 1279 marcó un punto de inflexión. Su hijo, el nuevo rey Dionisio de Portugal, mostró rápidamente diferencias con su madre, desavenencias que llevarían a Beatriz de vuelta a tierras castellanas en 1282. Fue entonces, en una Castilla desgarrada por el conflicto dinástico entre Alfonso X y el infante Sancho, cuando Beatriz mostró el temple que la historia suele negar a las mujeres de sangre ilegítima.

    Al enterarse de que su padre se hallaba sitiado por la traición de sus propios hijos y de la nobleza díscola, Beatriz no dudó. Cruzó los campos de Extremadura con su séquito, portando el estandarte de su linaje y el oro que aún le restaba, y se presentó en Sevilla para socorrer al viejo rey.

    Aquel acto de lealtad y valor no pasó desapercibido. Alfonso X, profundamente conmovido por el gesto de su hija, redactó un documento que aún hoy debería enseñarse en las aulas como ejemplo de virtud castellana:

    «…catando el grande amor e verdadero que fallamos en nuestra filia la mucho onrrada domna Beatriz… e la lealdat que siempre mostro contra nos… señaladamente por que a la sazon que los otros nuestros fiios e la mayor parada de los omes de nuestra tierra se alçaron contra nos…»

    En recompensa por su fidelidad, el Sabio le otorgó las villas de Mourão, Serpa, Moura y, con gesto inaudito, le concedió el reino de Niebla y las rentas de Badajoz. Una mujer, hija ilegítima, madre de reyes, reina de dos coronas y señora de un reino. Pocas veces se vio en la historia un testimonio tan elocuente del poder femenino castellano, encarnado en carne, sangre y voluntad.

    Últimos días y legado

    Beatriz de Castilla permaneció junto a su padre hasta el final, cuando el monarca falleció en Sevilla en 1284, vencido por el peso de los años y las traiciones. Ella, como una Antígona cristiana, se mantuvo firme ante los enemigos de su linaje, hasta que la vida comenzó a deshilacharse como los bordes de un pendón viejo.

    Retirada de la vida cortesana, pero no del alma de su tierra, vivió sus últimos años entre Sevilla y La Alcarria, entre los muros del monasterio fundado por su madre y los rezos por los caídos. Murió el 27 de octubre de 1303, y aunque la historia portuguesa la recuerda con respeto, es en Castilla donde su nombre debe alzarse como símbolo de unidad, de lealtad, de nobleza verdadera.

    Un símbolo de la mujer castellana

    Beatriz representa lo que Castilla ha dado al mundo y rara vez se reconoce: mujeres forjadas en la adversidad, que no necesitaron coronas heredadas ni bendiciones de Roma para ser grandes. Hija ilegítima de un rey sabio, madre de un monarca, reina sin trono propio, pero con dignidad inquebrantable, su figura es espejo de esa Castilla que no se resigna a ser solo frontera o campo de batalla, sino madre de civilizaciones.

    Su historia es la de un puente entre culturas, una espada que no hirió, sino que unió. Frente a los tronos vacilantes y las alianzas rotas por conveniencia, Beatriz tejió con su vida un pacto entre reinos que sobrevivió a su muerte. Lo que los hombres destruyen por ambición, a veces lo restaura el amor de una hija por su padre, o la voluntad de una mujer por sus hijos.

    Y si los siglos la han querido reducir al papel de consorte, la Castilla eterna debe devolverle su lugar: reina de coraje, señora de justicia, madre de sangre y de patria. Que su nombre se pronuncie con honra en las plazas, y que su historia se cante junto a las gestas de los reyes y guerreros, pues la fortaleza de una corona no está solo en su oro, sino en el alma de quienes la honran.

  • Alberta, la misteriosa esposa de Sancho II

    Alberta, la misteriosa esposa de Sancho II

    Alberta fue reina consorte de Castilla como la esposa del rey Sancho II de Castilla (1065-1072).

    Es solamente mencionada en dos documentos. El más antiguo, datado del 26 de marzo de 1071, es una carta de Sancho dirigida al monasterio de San Pedro de Cardeña. La ocasión era una reunión en Burgos de Sancho con su hermano, el rey Alfonso VI de León, y sus hermanas Elvira y Urraca, junto con el alto clero de su reino, probablemente para dialogar acerca del mal gobierno de su hermano, el rey García II de Galicia.

    El segundo documento, del 10 de mayo de 1071, es una carta privada dirigida al monasterio de San Pedro de Arlanza. ​Fue enviada durante el reinado de Sancho y Alberta en Castilla y Galicia, indicando que la deposición de García acordada en Burgos ese mismo año había sido efectuada por Sancho: «El rey Sancho y la reina Alberta reinando en Castilla y en Galicia» (regnante rex Sancio et Alberta regina en Castella et en Gallecia).

    El nombre Alberta era inusual en la España del siglo XI, así que es probable que ella haya sido extranjera y aficionada a las armas. Su matrimonio con Sancho le habría procurado prestigio a su marido que sus hermanos solteros aún no poseían. Los orígenes extranjeros de su esposa le habrían permitido permanecer fuera de las disputas de los grupos aristócratas emparentados. Se cree que Alberta sobrevivió a Sancho, que murió en 1072, pero se desconoce cuál fue su destino después de esta fecha.

    Los verdaderos orígenes de Alberta son desconocidos. Las únicas fuentes medievales que podrían proporcionar evidencia son poco fiables. El contemporáneo Guillermo de Poitiers registró que los tres hermanos (Sancho, Alfonso y García) compitieron por la mano de una hija del rey Guillermo I de Inglaterra, pero Guillermo I no tuvo una hija que se llamara Alberta. Otros informes indican que esta hija de Guillermo I era Águeda, y que sus pretendientes eran Alfonso y el duque Roberto Guiscardo. Águeda se comprometió con Alfonso pero murió antes de poder casarse con él.

    La Crónica najerense del siglo XII relata una historia diferente. La crónica dice que la prometida de Sancho era la hija de su tío, el rey García Sánchez III de Pamplona. Ella fue violada por su medio-hermano ilegítimo, Sancho Garcés, quien huyó para ponerse bajo la protección del rey al-Muqtádir de Zaragoza y del rey Ramiro I de Aragón. En defensa de su prometida, Sancho atacó a ambos reinos y Ramiro I fue asesinado en la batalla de Graus en 1070. Esta historia, sin embargo, es una invención literaria​ ya que la batalla histórica de Graus ocurrió en 1063.

    A pesar de que no fue una figura significativa en la leyenda de El Cid, Alberta tuvo un rol importante la obra de tres actos La jura en Santa Gadea (1845) por Juan Eugenio Hartzenbusch, donde El Cid es acusado de haber asesinado a Ramiro I. ​El Cid, que estuvo en la batalla histórica de Graus, fue también testigo de la carta del 26 de marzo de 1071.

  • Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla, llamada «la Loca» (Toledo, 6 de noviembre de 1479-Tordesillas, 12 de abril de 1555), fue reina de Castilla de 1504 a 1555, y de Aragón y Navarra, desde 1516 hasta 1555, si bien desde 1506 no ejerció ningún poder efectivo y a partir de 1509 vivió encerrada en Tordesillas, primero por orden de su padre, Fernando el Católico, y después por orden de su hijo, el rey Carlos I.

    Por nacimiento, fue infanta de Castilla y Aragón. Desde joven, mostró signos de indiferencia religiosa que su madre trató de mantener en secreto. En 1496, contrajo matrimonio con su primo tercero Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, Brabante y conde de Flandes. Tuvo con él seis hijos. Por muerte de sus hermanos Juan e Isabel y de su sobrino Miguel de la Paz, se convirtió en heredera de las coronas de Castilla y de Aragón, así como en señora de Vizcaya, título que ya entonces iba unido a la corona de Castilla y que Juana heredó de su madre Isabel I de Castilla. A la muerte de su madre, Isabel la Católica, en 1504 fue proclamada reina de Castilla junto a su esposo; y a la de su padre, Fernando el Católico, en 1516 pasó a ser la nominal reina de Navarra y soberana de la corona de Aragón. Por lo tanto, el 25 de enero de 1516, se convirtió –en teoría– en la primera reina de las coronas que conformaron la actual España; sin embargo, desde 1506 su poder solo fue nominal, fue su hijo Carlos el rey efectivo de Castilla y de Aragón. El levantamiento comunero de 1520 la sacó de su cárcel y le pidió encabezar la revuelta, pero ella se negó, y cuando su hijo Carlos derrotó a los comuneros volvió a encerrarla. Más adelante Carlos ordenaría que la obligasen a recibir los sacramentos, aunque fuese mediante tortura.

    Fue apodada «la Loca» por una supuesta enfermedad mental alegada por su padre y por su hijo para apartarla del trono y mantenerla encerrada en Tordesillas de por vida. Se ha escrito que la enfermedad podría haber sido causada por los celos hacia su marido y por el dolor que sintió tras su muerte. Esta visión de su figura fue popularizada en el Romanticismo, tanto en pintura como en literatura.

    La aceptación de la «locura» de doña Juana se ha mantenido en mayor o menor medida durante el xx, pero está siendo revisada en el xxi, sobre todo a raíz de los estudios de la investigadora estadounidense Bethany Aram y de los españoles Segura Graíño y Zalama que han sacado a la luz nuevos datos sobre su figura.

    La vida de una princesa; De Castilla a Flandes

    La reina Juana fue la tercera de los hijos de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla. Nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479 y fue bautizada con el nombre del santo patrón de su familia, al igual que su hermano mayor, Juan.

    Desde pequeña, recibió la educación propia de una infanta e improbable heredera al trono, basada en la obediencia más que en el gobierno, a diferencia de la exposición pública y las enseñanzas del gobierno requeridos en la instrucción de un príncipe heredero. En el estricto e itinerante ambiente de la corte castellano-aragonesa de su época, Juana estudió comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras propias de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, el entrenamiento como amazona y el conocimiento de lenguas romances propias de la península ibérica, además del francés y del latín. Entre sus principales preceptores se encontraban el sacerdote dominico Andrés de Miranda, Beatriz Galindo y su madre, la reina, que trató de moldearla a su «hechura devocional».

    El manejo de la casa de la infanta y, por ende, de su ambiente inmediato estaba totalmente dominado por sus padres. La casa incluía personal religioso, oficiales administrativos, personal encargado de la alimentación, criadas y esclavas,6​ todos seleccionados por sus padres sin intervención de ella misma. A diferencia de Juana, su hermano Juan, príncipe de Asturias y de Gerona, comenzó a hacerse cargo de su casa y de posesiones territoriales como entrenamiento en el dominio de sus futuros reinos.

    Ya en 1495 Juana daba muestras de escepticismo religioso y poca devoción por el culto y los ritos cristianos. Este hecho alarmaba a su madre, que ordenó que se mantuviese en secreto.

    Como era costumbre en la Europa de esos siglos, Isabel y Fernando negociaron los matrimonios de todos sus hijos con el fin de asegurar objetivos diplomáticos y estratégicos. A fin de reforzar los lazos con el emperador Maximiliano I de Habsburgo contra los monarcas franceses de la dinastía Valois, ofrecieron a Juana en matrimonio a su hijo, Felipe, archiduque de Austria. A cambio de este enlace, los Reyes Católicos pedían la mano de la hija de Maximiliano, Margarita de Austria, como esposa para el príncipe Juan. Con anterioridad, Juana había sido considerada para el delfín Carlos, heredero del trono francés, y en 1489 pedida en matrimonio por el rey Jacobo IV de Escocia, de la dinastía Estuardo.

    En agosto de 1496, la futura archiduquesa partió de Laredo en una de las carracas genovesas al mando del capitán Juan Pérez. La flota también incluía, para demostrar el esplendor de la corona castellano-aragonesa a las tierras del norte y su poderío al hostil rey francés, otros diecinueve buques, desde naos a carabelas, con una tripulación de 3500 hombres, al mando del almirante Fadrique Enríquez de Velasco,9​ y pilotada por Sancho de Bazán. Se le unieron asimismo unos sesenta navíos mercantes que transportaban la lana exportada cada año desde Castilla. Era la mayor flota en misión de paz montada hasta entonces en Castilla.10​ Juana fue despedida por su madre y hermanos, e inició su rumbo hacia Flandes, hogar de su futuro esposo.

    La travesía tuvo algunos contratiempos que, en primer lugar, la obligaron a tomar refugio en Portland, Inglaterra, el 31 de agosto. Cuando finalmente la flota pudo acercarse a Middelburg, Zelanda, una carraca genovesa que transportaba a 700 hombres, las vestimentas de Juana y muchos de sus efectos personales, encalló en un banco de piedras y arena y tuvo que ser abandonada.11​10​

    Juana, por fin en las tierras del norte, no fue recibida por su prometido. Ello se debía a la oposición de los consejeros francófilos de Felipe a las alianzas de matrimonio pactadas por su padre el emperador. Aún en 1496, los consejeros albergaban la posibilidad de convencer a Maximiliano de la inconveniencia de una alianza con los Reyes Católicos y las virtudes de una alianza con Francia.

    Contrato matrimonial entre Juana y Felipe el Hermoso (1495). Archivo General de Simancas.
    La boda se celebró formalmente, por fin, el 20 de octubre de 1496 en la iglesia colegiata de San Gumaro de la pequeña ciudad de Lier, gracias a la influencia de la familia Berghes. El obispo de Cambrai, que posteriormente sería el líder de la facción españolista, Enrique de Bergen, realizó la ceremonia oficial de la boda. El ambiente de la corte con el que se encontró Juana era radicalmente opuesto al que vivió en su España natal. Por un lado, la sobria, religiosa y familiar corte de Fernando e Isabel contrastaba con la desinhibida y muy individualista corte borgoñona-flamenca, muy festiva y opulenta gracias al comercio de tejidos que sus mercados dominaban desde hacía un siglo y medio. En efecto, a la muerte de María de Borgoña, la casa de Felipe, de cuatro años, había sido rápidamente dominada por los grandes nobles borgoñones, principalmente a través de consejeros adeptos y fieles a sus intereses.

    Aunque los futuros esposos no se conocían, se enamoraron al verse. No obstante, Felipe pronto perdió el interés en la relación, lo cual hizo nacer en Juana unos celos que han sido considerados patológicos por varios autores.

    Al poco tiempo llegaron los hijos, con periodos de abstinencia conyugal que agudizaron los celos de Juana. El 15 de noviembre de 1498, en la ciudad de Lovaina (cerca de Bruselas), nació su primogénita, Leonor, llamada así en honor de la abuela paterna de Felipe, Leonor de Portugal. Juana vigilaba a su esposo todo el tiempo y, pese al avanzado estado de gestación de su segundo embarazo, del que nacería Carlos (llamado así en honor al abuelo materno de Felipe, Carlos el Temerario), el 24 de febrero de 1500, asistió a una fiesta en el palacio de Gante. Aquel mismo día tuvo a su hijo, según se dice, en un retrete del palacio. Al año siguiente, el 18 de julio de 1501, en Bruselas, nació una hija, llamada Isabel en honor de la madre de Juana, Isabel la Católica.

    Varios sacerdotes enviados a Flandes por los Reyes Católicos informaron en este tiempo de que Juana seguía resistiéndose a confesarse y a asistir a misa.

    Reina de Castilla

    Muertos sus hermanos Juan (1497) e Isabel (1498), así como el hijo de esta, el infante portugués Miguel de Paz (1500), Juana se convirtió en heredera de Castilla y Aragón. En noviembre de 1501 Felipe y Juana, dejando a sus hijos en Flandes, emprendieron camino hacia Castilla por tierra desde Bruselas. Tardaron seis meses en llegar a Toledo, 10​ donde prestaron juramento como herederos ante las cortes castellanas en la catedral de Toledo el 22 de mayo de 1502.

    En 1503 el marido de Juana, Felipe, regresó a Flandes a fin de resolver unos asuntos mientras que Juana, embarazada, permanecía en España a petición de sus padres, quienes deseaban que ella conociera a sus futuros súbditos. Estar alejada de su marido e hijos la sumió en una gran tristeza.10​ El 10 de marzo de 1503, en la ciudad de Alcalá de Henares, dio a luz un hijo al que llamó Fernando en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico. Tras el parto, y con sus tres hijos mayores en Bruselas, Juana volvió a pedir autorización para regresar a Flandes, pero su madre se opuso. La guerra con Francia convertía en inviable el camino por tierra. Ante la insistencia de Juana, Isabel ordenó al obispo Fonseca que recluyera a su hija en el castillo de la Mota. Madre e hija terminaron en disputa y, al final, Isabel consintió que Juana regresase a Flandes, donde llegó en junio de 1504.10​ El episodio del castillo de la Mota, en el que la hija incurrió en desacato, había causado tanto disgusto a la reina que se vio obligada a justificarla delante de distintas personalidades. Rogó a su esposo que, cuando Juana llegara a Flandes, la vigilara gente de su confianza para evitar nuevos desacatos, aunque esperaba que la reunión con el esposo produjera un efecto beneficioso en el carácter de su hija.4

    La reina Isabel murió el 26 de noviembre de 1504, planteándose el problema de la sucesión en Castilla. Según el historiador Gustav Bergenroth, su madre desheredó a Juana en su testamento porque no iba a misa ni quería confesarse.2​ Sin embargo, su padre, Fernando, la proclamó reina de Castilla y siguió él mismo gobernando el reino.

    Pero el marido de Juana, el archiduque Felipe, no estaba dispuesto a renunciar al poder, y en la concordia de Salamanca (1505) se acordó el gobierno conjunto de Felipe, Fernando el Católico y la propia Juana. Entretanto, Felipe y Juana permanecieron en la corte de Bruselas, donde el 15 de septiembre de 1505 ella dio a luz a su quinto hijo, una niña llamada María (llamada así en honor a su abuela paterna, María de Borgoña). Mientras tanto, se preparó una gran flota para transportar a la nueva familia real castellana a su reino.

    A finales de 1505, Felipe estaba impaciente por llegar a Castilla y por ello ordenó que zarpase la flota cuanto antes, a pesar del riesgo que suponía navegar en invierno. Partieron el 10 de enero de 1506, con 40 barcos. En el canal de la Mancha, una fuerte tormenta hundió varios navíos y dispersó al resto. Se temió por la vida de los reyes, que al final recalaron en Portland. La armada tuvo que permanecer durante tres meses en Inglaterra. En Londres, Juana pudo visitar durante un día a su hermana Catalina, a la que no veía desde hacía diez años.10​ Zarparon de nuevo en abril de 1506 y en vez de dirigirse a Laredo, donde se los esperaba, pusieron rumbo a La Coruña, probablemente para ganar tiempo y poder reunirse con nobles castellanos antes de presentarse ante Fernando.10​ Felipe consiguió el apoyo de la mayoría de la nobleza castellana, por lo que Fernando tuvo que firmar la concordia de Villafáfila (27 de junio de 1506) y retirarse a Aragón con una serie de compensaciones económicas.10​ Felipe fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Valladolid con el nombre de Felipe I.

    Juana la Loca (1836), por Charles de Steuben. Palais des Beaux-Arts (Lille).
    El 25 de septiembre de ese año murió Felipe I el Hermoso en el Palacio de los Condestables de Castilla; según algunos, envenenado, y entonces circularon rumores sobre una supuesta locura de Juana. En ese momento ella decidió trasladar el cuerpo de su esposo desde Burgos, donde había muerto y en el que ya había recibido sepultura, hasta Granada, tal como él mismo había dispuesto viéndose morir (excepto su corazón, que deseaba que se mandase a Bruselas, como así se hizo), viajando siempre de noche. Pero su padre se mostró reacio a permitir que su yerno estuviera enterrado en Granada antes que él mismo,14​ y los desplazamientos se limitaron en un espacio reducido en Castilla.15​ La reina Juana no se separaría ni un momento del féretro y este traslado se prolongaría durante ocho fríos meses por tierras castellanas. Acompañaron al féretro gran número de personas, entre las que se contaban religiosos, nobles, damas de compañía, soldados y sirvientes diversos. Ello hizo que las murmuraciones sobre la locura de la reina aumentasen cada día entre los habitantes de los pueblos que atravesaban. Después de unos meses, los nobles, «obligados» por su posición a seguir a la reina, se quejaron de estar perdiendo el tiempo en esa «locura» en lugar de ocuparse, como deberían, de sus tierras. En la ciudad de Torquemada (Palencia), el 14 de enero de 1507, Juana daba a luz a su sexto hijo y póstumo de su marido, una niña bautizada con el nombre de Catalina (llamada así en honor a su hermana pequeña, Catalina de Aragón).

    En cuanto al gobierno del reino, el 24 de septiembre,16​ la víspera de la muerte de Felipe I, los nobles acordaron formar un Consejo de Regencia interina para gobernar provisionalmente el reino17​ presidido por Cisneros y formado por el almirante de Castilla, el condestable de Castilla; Pedro Manrique de Lara y Sandoval, duque de Nájera; Diego Hurtado de Mendoza y Luna, duque del Infantado; Andrés del Burgo, embajador del emperador; y Filiberto de Vere, mayordomo mayor del rey Felipe.18​19​ La nobleza y las ciudades contendieron acerca de quién debía desempeñar la Regencia, pues por un lado estaban los que querían al emperador Maximiliano durante la minoría del príncipe Carlos, como los Manrique, Pacheco y Pimentel; y por otro lado, los que querían la regencia de Fernando el Católico tal y como quedó establecida en el testamento de Isabel la Católica y las cortes de Toro de 1505, como los Velasco, Enríquez, Mendoza y Álvarez de Toledo.20​21​ Sin embargo, la reina Juana trató de gobernar por sí misma, revocó e invalidó las mercedes otorgadas por su marido, para lo cual intentó restaurar el Consejo Real de la época de su madre.

    Sin consultar a Juana, Cisneros acudió a Fernando el Católico para que regresara a Castilla.23​ Pero a pesar de los intentos de Cisneros, nobles y prelados, la reina no reclamó a su padre para gobernar24​ y de hecho llegó a prohibir la entrada del arzobispo a palacio.25​ Para dar legalidad al nombramiento de regente a Fernando el Católico, el Consejo Real y Cisneros buscaron encauzar el vacío de poder con la convocatoria de Cortes, pero la reina se negó a convocarlas, y los procuradores abandonaron Burgos sin haberse constituido como tales.

    Tras regresar de tomar posesión del Reino de Nápoles, Fernando el Católico se entrevistó con su hija el 28 de agosto de 1507,23​ y volvió a asumir el gobierno de Castilla. En febrero de 1509, Fernando ordenó encerrar a Juana en Tordesillas para evitar que se formase un partido nobiliario en torno de su hija,27​ encierro que mantendría su hijo Carlos I más adelante. El encierro de Juana también estuvo motivado para impedir las apetencias del rey de Inglaterra y el emperador sobre el gobierno de Castilla. El rey Enrique VII de Inglaterra manifestó su interés en casarse con Juana, y Fernando tuvo que salvar diplomáticamente el asunto presentando a su nieto Carlos, príncipe de Asturias, como su hijo y sucesor, y planteando el matrimonio del príncipe con María Tudor, hija del rey inglés; Enrique VII murió en 1509 y su sucesor, Enrique VIII, se casó con la hija de Fernando, Catalina de Aragón, zanjando la oposición inglesa a la regencia de Fernando.28​ Solo quedaba la oposición del emperador Maximiliano I, que amenazó con traer a su nieto, el príncipe de Asturias, a Castilla y gobernar en su nombre, al temer que el segundo matrimonio de Fernando podría engendrar un hijo varón que podría poner en peligro la sucesión de su nieto, el príncipe Carlos.29​ Fernando aprovechó la debilidad del emperador en Italia frente a Venecia para asegurarse un acuerdo favorable en Blois en diciembre de 1509, que respetaba la voluntad de Isabel la Católica a cambio de unas no excesivas compensaciones económicas,30​ por lo que el emperador renunciaba a sus pretensiones de regencia en Castilla, y en las Cortes de 1510 ratificaron a Fernando como regente.

    Real acuñado en México con la leyenda «Carlos y Juana, de las Españas y las Indias».
    En 1515 Fernando incorporó a la Corona de Castilla el Reino de Navarra, que había conquistado tres años antes. En 1516 murió el rey y, por su testamento, Juana se convirtió en reina nominal también de Aragón. Sin embargo, varias instituciones de la Corona aragonesa no la reconocieron como tal en virtud de la complejidad institucional de los fueros. Ejercieron la regencia de Aragón el arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, y la de Castilla el cardenal Cisneros hasta la llegada del príncipe Carlos desde Flandes.

    Carlos se benefició de la coyuntura de la incapacidad de Juana para proclamarse reina, de forma que se apropió de los títulos reales que le correspondían a su madre. Así, oficialmente, ambos, Juana y Carlos, correinaron en Castilla y Aragón. De hecho, Juana nunca fue declarada incapaz por las Cortes de Castilla ni se le retiró el título de reina. Mientras vivió, en los documentos oficiales debía figurar en primer lugar el nombre de la reina Juana. Pero, en la práctica, Juana no tuvo ningún poder real porque Carlos mantuvo a su madre encerrada. De hecho, ordenó que la obligasen a asistir a misa y confesarse, empleando tortura si fuere necesario.

    Juana, la agonía de Castilla y los Comuneros

    Desde que su padre la recluyera, en 1509, la reina Juana permaneció cuarenta y seis años en una casona-palacio-cárcel de Tordesillas, vestida siempre de negro y con la única compañía de su última hija, Catalina, hasta que esta salió en 1525 para casarse con Juan III de Portugal. Murió el 12 de abril de 1555. Según algunos autores, Juana y su hija fueron ninguneadas y maltratadas física y psicológicamente por sus carceleros. Especialmente duros fueron los largos años de servicio de los segundos marqueses de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas y su esposa, Francisca Enríquez. El marqués cumplió su función con gran celo, como parecía jactarse en una carta dirigida al emperador en la que aseguraba que, aunque doña Juana se lamentaba constantemente diciendo que la tenía encerrada «como presa» y que quería ver a los grandes, «porque se quiere quejar de cómo la tienen», el rey debía estar tranquilo, porque él controlaba la situación y sabía dar largas a esas peticiones. El confinamiento de doña Juana, por su presunta incapacidad mental, era esencial para la legitimidad en el trono castellano, primero de su padre, Fernando, y después de su hijo, Carlos I. Ante cualquier sospecha de que la reina estaba, en realidad, mentalmente estable, los adversarios del nuevo rey podrían derrocarlo por usurpador. De ahí que la figura de doña Juana se convirtiera en una pieza clave para legitimar el movimiento de las Comunidades.

    Los reyes Fernando y Carlos trataron de borrar cualquier vestigio documental del encierro de la reina Juana. No existe rastro alguno de la correspondencia intercambiada entre Fernando y Luis Ferrer; y Carlos V parece haber tenido el mismo cuidado. Incluso Felipe II ordenó quemar ciertos papeles relativos a su abuela.31​ En la documentación conservada sobre su Casa Real, como son las cuentas tomadas por su tesorero, el vitoriano Ochoa de Landa, se puede encontrar valiosa información al respecto.​

    El levantamiento comunero (1520) la reconoció como soberana en su lucha contra Carlos I. Después del incendio de Medina del Campo, el gobierno del cardenal Adriano de Utrecht se tambaleó. Muchas ciudades y villas se sumaron a la causa comunera, y los vecinos de Tordesillas asaltaron el palacio de la reina obligando al marqués de Denia a aceptar que una comisión de los asaltantes hablara con doña Juana. Entonces se enteró la reina de la muerte de su padre y de los acontecimientos que se habían producido en Castilla desde ese momento. Días más tarde Juan de Padilla se entrevistó con ella, explicándole que la Junta de Ávila se proponía acabar con los abusos cometidos por los flamencos y proteger a la reina de Castilla, devolviéndole el poder que le había sido arrebatado, si es que ella lo deseaba. A lo cual doña Juana respondió: «Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos». El entusiasmo comunero, después de esas palabras, fue enorme. Su causa parecía legitimada por el apoyo de la reina.

    A partir de ahí el objetivo de los comuneros sería, en primer lugar, demostrar que doña Juana no estaba loca y que todo había sido un complot, iniciado en 1506, para apartarla del poder; y después, que la reina, además de con sus palabras, avalara con su firma los acuerdos que se fueran tomando. Para ello, la Junta de Ávila se trasladó a Tordesillas, que se convertiría por algún tiempo en centro de actuación de los comuneros. Después de estos cambios, todos, incluso el cardenal, afirmaban que doña Juana «parece otra» porque se interesaba por las cosas, salía, conversaba, cuidaba de su personal y, por si fuera poco, pronunciaba unas atinadas y elocuentes palabras ante los procuradores de la Junta; palabras que recogieron notarios y se comenzaron a difundir. Pero la Junta necesitaba algo más que palabras de la reina, necesitaba documentos, necesitaba la firma real para validar sus actuaciones. Una firma que podía suponer el final del reinado de Carlos, como recuerda a este el cardenal Adriano: «Si firmase su alteza, que sin duda alguna todo el Reino se perderá». Pero en esto los comuneros, como antes los partidarios del rey, tropezaron con la férrea negativa de doña Juana, a la que ni ruegos ni amenazas hicieron firmar papel alguno.

    A finales de 1520, el ejército imperial entró en Tordesillas, restableciendo en su cargo al marqués de Denia. Juana volvió a ser una reina cautiva, como aseguraba su hija Catalina, cuando comunicaba al emperador que a su madre no la dejaban siquiera pasear por el corredor que daba al río: «Y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna».

    La vida de doña Juana se deterioró progresivamente, como testimoniaron los pocos que consiguieron visitarla. Sobre todo cuando su hija menor, que procuró protegerla frente al despótico trato del marqués de Denia, tuvo que abandonarla en 1525 para contraer matrimonio con el rey de Portugal. Desde ese momento, los episodios depresivos se sucedieron cada vez con más intensidad.

    En los últimos años, a la presunta enfermedad mental se unía la física, completamente cierta. Tenía grandes dificultades en las piernas, las cuales finalmente se le paralizaron. Entonces volvió a ser objeto de discusión su indiferencia religiosa, sugiriendo algunos religiosos que podía estar endemoniada. Por ello, su nieto, Felipe II, pidió a un jesuita, el futuro san Francisco de Borja, que la visitara y averiguara qué había de cierto en todo ello. Después de hablar con ella, el jesuita aseguró que las acusaciones carecían de fundamento y que, dado su estado mental, quizá la reina no había sido tratada adecuadamente. Sin embargo, en su lecho de muerte se negó a confesarse al serle administrada la extremaunción.

    Controversia sobre su salud mental

    La versión oficial en el siglo xvi fue que la reina Juana había sido retirada del trono por su incapacidad debida a una enfermedad mental. Se ha escrito que pudo padecer de melancolía,33​trastorno depresivo severo,33​34​ psicosis,34​ esquizofrenia heredada33​34​ o, más recientemente, un trastorno esquizoafectivo.35​ Hay debate sobre el diagnóstico de su enfermedad mental, considerando que sus síntomas se agravaron por un confinamiento forzoso y el sometimiento a otras personas. También se ha especulado que pudo heredar alguna enfermedad mental de la familia de su madre, ya que su abuela materna, Isabel de Portugal, reina de Castilla, padeció por lo mismo durante su viudez después de que su hijastro la exiliara a Arévalo, en Ávila.

    Gustav Bergenroth fue el primero, en los años 1860, que halló documentos en Simancas y en otros archivos que mostraban que la hasta entonces llamada Juana «la Loca» en realidad había sido víctima de una confabulación tramada por su padre, Fernando el Católico, y luego confirmada por su hijo, Carlos I.

  • María Pacheco

    María Pacheco

    María López de Mendoza y Pacheco (La Alhambra, Granada, c. 1496-Oporto, marzo de 1531), más conocida como María Pacheco, fue una noble castellana, esposa del general comunero Juan de Padilla. Tras la muerte de su marido, asumió desde Toledo el mando de la sublevación de las Comunidades de Castilla hasta que capituló ante el rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico en febrero de 1522.

    Infancia

    Hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, I marqués de Mondéjar y II conde de Tendilla,​ conocido como el Gran Tendilla y de Francisca Pacheco, hija de Juan Pacheco, I marqués de Villena. Nació en Granada donde su padre fue nombrado por los Reyes Católicos alcalde perpetuo de la Alhambra,​ en el palacio del sultán Yusuf III.

    Tuvo ocho hermanos, entre ellos Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondejar; Francisco de Mendoza, obispo de Jaén; Antonio de Mendoza y Pacheco, virrey en las Indias, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador y poeta.

    María adoptó el apellido materno para diferenciarse de otras dos hermanas, que se apellidaban Mendoza, con las que compartía el nombre. Se desconoce la fecha de su nacimiento, aunque hay documentación donde se declara que en la fecha de su boda en Granada, con Juan de Padilla, el 18 de agosto de 1511, tenía quince años.​

    Educada junto con otros de sus hermanos en el ambiente renacentista de la pequeña corte del Gran Tendilla, María era una mujer culta, con conocimientos de latín, griego, matemáticas, letras e historia. De niña presenció en 1500 los acontecimientos de la primera sublevación morisca desde su casa en el Albaicín.

    Casamiento

    Con catorce años de edad . el 10 de noviembre de 1510, se acuerdaron sus esponsales con Juan de Padilla, caballero toledano de rango inferior al de los Mondéjar.1​ En los escritos de la época, ella aparece como Doña María Pacheco, mientras que su marido recibe el trato de Juan de Padilla. En dicho acuerdo se le obligó a renunciar a sus derechos de herencia paterna a cambio de una dote de cuatro millones y medio de maravedíes.​

    En 1511 se celebró el matrimonio y en 1516 nació su único hijo, Pedro, que murió niño. Ese año falleció también el rey Fernando el Católico y fue nombrado rey de Castilla y Aragón el futuro emperador Carlos I.

    Guerra de las Comunidades de Castilla

    Al suceder Juan de Padilla a su padre en el cargo de capitán de gentes de armas, el matrimonio se trasladó a Toledo en 1518.1​ María Pacheco apoyó y quizá instigó a su no pacífico marido para que, en abril de 1520, tomase parte activa en el levantamiento de las Comunidades en Toledo. A continuación, Juan de Padilla acudió con las milicias toledanas más las madrileñas de Juan de Zapata en auxilio de Segovia para, junto a las milicias mandadas por Juan Bravo, regidor de Segovia, combatir las fuerzas realistas de Rodrigo Ronquillo. El 29 de julio de 1520 se constituyó en Ávila la Santa Junta y Padilla fue nombrado capitán general de las tropas comuneras.

    Sin embargo, las rivalidades entre los comuneros provocaron su sustitución por Pedro Girón y Velasco, ante lo cual Padilla regresó a Toledo. Cuando Girón desertó en diciembre al bando realista, Padilla volvió a Valladolid con un nuevo ejército toledano (31 de diciembre de 1520). Sus tropas tomaron Ampudia y Torrelobatón. Sin embargo, de nuevo surgieron disensiones dentro del ejército comunero. Todo ello provocó el debilitamiento de los sublevados, que fueron derrotados en una desigual contienda el 23 de abril de 1521, conocida como batalla de Villalar.

    Padilla fue hecho prisionero. Conducido al pueblo de Villalar, fue decapitado al día siguiente. Con él fueron ajusticiados Juan Bravo y Francisco Maldonado.

    Resistencia en Toledo

    En ausencia de Padilla, María gobiernó Toledo hasta la llegada el 29 de marzo de 1521 del obispo de Zamora Antonio de Acuña,​ cuando se vio obligada a compartir el poder con él. Al recibir las malas noticias sobre Villalar, María cayó enferma y se vistió de luto. Sin embargo, en vez de abandonar, María Pacheco va a liderar la última resistencia de las Comunidades en Toledo. Dirige, desde su casa primero y desde el alcázar de la ciudad después, la resistencia a las tropas realistas, estacionando defensores en las puertas de la ciudad y mandando traer la artillería desde Yepes, implantando contribuciones y nombrando capitanes de las tropas comuneras toledanas. Tras rendirse Madrid el 7 de mayo, solo resistía Toledo. Ante ello, el resto de los dirigentes comuneros de la ciudad se inclinan por capitular, pero ella logró evitar la rendición. Incluso el obispo Acuña huyó el 25 de mayo intentando llegar a Francia. Parte de la rivalidad con Acuña se debía a su intención de lograr la mitra toledana, primada de España, que María deseara para su hermano Francisco de Mendoza.​

    María Pacheco llegó a prolongar la resistencia nueve meses después de la batalla de Villalar aunque este hecho se deba, más que a la feroz resistencia, a que el ejército real tuvo que acudir a Navarra para neutralizar el intento de recuperación del Reino por parte de tropas navarras. Para mantener el orden en Toledo, María llegó a apuntar los cañones del Alcázar contra los toledanos. El 6 de octubre requisó, entrando de rodillas en el Sagrario de la catedral de Santa María, la plata que allí se contiene para poder pagar a las tropas.1​

    Mientras tanto las tropas realistas, con diversos combates de abril a agosto, cercaron finalmente Toledo. El 1 de septiembre de 1521 comenzó el bombardeo. El 25 de octubre de 1521 se firmó una tregua favorable para los sitiados, el llamado armisticio de la Sisla, de modo que los comuneros evacuaron el Alcázar, aunque conservando las armas y el control de la ciudad. Esta situación inestable culminó el 3 de febrero de 1522 con un nuevo alzamiento de la ciudad, en el que María Pacheco y sus fieles tomaron el alcázar y liberaron a los comuneros presos. No obstante, la sublevación fue sofocada por las tropas realistas al día siguiente. Gracias a la connivencia de algunos de sus familiares, entre ellos su cuñado, Gutierre López de Padilla, su hermana Maria de Mendoza, condesa consorte de Monteagudo de Mendoza, y su tío, Diego López Pacheco II marqués de Villena, María Pacheco logró huir disfrazada de aldeana de la ciudad en la noche con su hijo de corta edad y se exilió en Portugal.1​

    La huida de doña María se produjo mediante un pacto, que le permitía su fuga con la connivencia de uno de los guardias de la puerta del Cambrón. Con un pequeño séquito que la esperaba junto al Tajo, se dirigió a Escalona, donde su tío el marqués de Villena en Escalona se negó a hospedarla, si bien después su tío Alonso Téllez Girón la acogería en su villa de la Puebla de Montalbán hasta que su sentencia condenatoria la obligó a huir del reino. Mientras se dirigía a Portugal, contratando a diario guías distintos para salir de los caminos principales y evitar la delación, el alcalde toledano Zumel sembró de sal el solar de sus casas, levantando una columna con un letrero inculpatorio hacia María Pacheco y sus cómplices. Más adelante, su cuñado Gutierre, heredero del mayorazgo, conseguiría licencia real para reedificar las casas, pero jamás logró el perdón real para doña María ni permiso para el traslado de los restos de Juan Padilla a Toledo.

    Exilio

    Exceptuada en el perdón general del 1 de octubre de 1522 y condenada a muerte en rebeldía en 1524, María subsiste en Portugal con dificultades. Aunque Juan III de Portugal no responde a las peticiones de expulsión que le llegan desde la corte castellana, María no tiene más remedio que subsistir de la caridad, del arzobispo de Braga primero, y del obispo de Oporto, Pedro Álvarez de Acosta, después, en cuya casa vivió.

    A pesar de los intentos de sus hermanos, Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondéjar y III conde de Tendilla, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador de Carlos I, María Pacheco no logró el perdón real y vivió en Oporto hasta su muerte en marzo de 1531. Fue enterrada en la catedral de Oporto, ante la negativa de Carlos I a que sus restos se trasladasen a Olmedo, para que descansaran junto a los de Juan de Padilla, su esposo.

    Su hermano menor, el poeta Diego Hurtado de Mendoza, escribió este epitafio:

    Si preguntas mi nombre, fue María,
    Si mi tierra, Granada; mi apellido
    De Pacheco y Mendoza, conocido
    El uno y el otro más que el claro día
    Si mi vida, seguir a mi marido;
    Mi muerte en la opinión que él sostenía
    España te dirá mi cualidad
    Que nunca niega España la verdad.
  • La Reina Berenguela de Castilla

    La Reina Berenguela de Castilla

    La historia de Berenguela no es un caso aislado, pues no fueron pocas, las mujeres que en algún momento dirigieron el destino de Castilla. Un reino mucho más igualitario en cuanto a derechos y libertades, así como en lo relativo al liderazgo de sus mujeres, que muchos otros reinos coheteanos e incluso muy posteriores no tenían. 

    Berenguela de Castilla (nació en Segovia en el año 1179 y murió en Burgos el ​8 de noviembre de 1246). Había nacido como hija primogénita del rey castellano Alfonso VIII y de su esposa, Leonor Plantagenet, bisnieta de otra Berenguela, la esposa de Alfonso VII de León, y hermana de Ramón Berenguer IV de Barcelona. Por línea materna era nieta de Enrique II de Inglaterra y de otra importante mujer de la época, Leonor de Aquitania.

    Durante los primeros años de su vida, Berenguela fue la heredera nominal al trono castellano, pues los infantes nacidos posteriormente no habían sobrevivido; esto la convierte en un partido muy deseado en toda Europa.

    El primer compromiso matrimonial de Berenguela se acordó en 1187 con Conrado, duque de Rothenburg y quinto hijo del emperador germánico Federico I Barbarroja.​ Al año siguiente, 1188, en Seligenstadt, se firmó el contrato matrimonial, incluyendo una dote de 42000 maravedíes, tras lo cual Conrado marchó a Castilla, donde celebraron los esponsales en Carrión de los Condes, en junio de 1188.​ El 29 de noviembre de 1189 nació el infante Fernando, hermano menor de Berenguela, que fue designado heredero al trono. El emperador Federico, viendo frustradas sus aspiraciones en Castilla perdió todo interés en mantener el compromiso de su hijo y los esponsales fueron cancelados, a pesar de la dote de 42 000 áureos de la infanta. Conrado y Berenguela jamás volverían a verse. Berenguela solicitó al papa la anulación del compromiso, seguramente influida por agentes externos, como su abuela Leonor de Aquitania, a quien no interesaba tener a un Hohenstaufen como vecino de sus feudos franceses. Pero estos temores se verían posteriormente neutralizados cuando el duque fue asesinado en 1196.

    En 1197, Berenguela se casó en la ciudad de Valladolid con el rey de León Alfonso IX, pariente suyo en tercer grado. De este matrimonio nacieron cinco hijos. Pero en 1204, el papa Inocencio III anuló el matrimonio alegando el parentesco de los cónyuges,​ a pesar de que Celestino III lo había permitido en su momento. Esta era la segunda anulación para Alfonso y ambos solicitaron vehementemente una dispensa para permanecer juntos. Pero este papa fue uno de los más duros en cuestiones matrimoniales, así que se les denegó, aunque consiguieron que su descendencia fuese considerada como legítima. Disuelto el lazo matrimonial, Berenguela regresó a Castilla al lado de sus padres,​ donde se dedicó al cuidado de sus hijos.

    Regente y Reina

    Al morir Alfonso VIII en 1214, heredó la corona el joven infante Enrique que tan solo contaba con diez años de edad, por lo que se abrió un período de regencia, primero bajo la madre de rey, que duró exactamente veinticuatro días, hasta su muerte; y luego bajo la de su hermana Berenguela. Comenzaron entonces disturbios internos ocasionados por la nobleza, principalmente por la casa de Lara y que obligaron a Berenguela a ceder la tutoría del rey y la regencia del reino al conde Álvaro Núñez de Lara​ para evitar conflictos civiles en el reino.

    En febrero de 1216, se celebró en Valladolid una curia extraordinaria a la que asistieron magnates castellanos como Lope Díaz de Haro, Gonzalo Rodríguez Girón, Álvaro Díaz de Cameros, Alfonso Téllez de Meneses y otros, que acordaron, con el apoyo de Berenguela, hacer frente común ante Álvaro Núñez de Lara. A finales de mayo de este mismo año, la situación se tornó peligrosa en Castilla para Berenguela que decidió refugiarse en el castillo de Autillo de Campos cuyo tenente era el noble Gonzalo Rodríguez Girón –uno de los fieles a la regente– y enviar a su hijo Fernando, el futuro rey, a la corte de León, con su padre, Alfonso IX. El 15 de agosto de 1216 se reunieron todos los magnates del reino de Castilla para intentar llegar a un acuerdo que evitase la guerra civil, pero las desavenencias llevaron a los Girón, los Téllez de Meneses y los Haro a alejarse definitivamente del Lara.

    Enrique falleció el 6 de junio de 1217 después de recibir una herida en la cabeza por una teja que se desprendió accidentalmente cuando se encontraba jugando con otros niños en el palacio del obispo de Palencia, quien en esas fechas era Tello Téllez de Meneses.​ El conde Álvaro Núñez de Lara se llevó el cadáver de Enrique al castillo de Tariego para ocultar su muerte, aunque la noticia llegó a Berenguela.​ Esto hizo que el trono de Castilla pasara a Berenguela, quien el 2 de julio hizo la cesión del trono en favor de su hijo Fernando.

    La Consejera Real 

    Pese a que no quiso ser reina, Berenguela estuvo siempre al lado de su hijo, como consejera, interviniendo en la política del reino, aunque de forma indirecta.

    Destacó la mediación de Berenguela en 1218 cuando la intrigante familia nobiliaria de los Lara con el antiguo regente, Álvaro Núñez de Lara, a la cabeza conspiró para que el padre de Fernando III y rey de León, Alfonso IX, penetrara en Castilla para hacerse con el trono de su hijo. Sin embargo, el fallecimiento del conde de Lara facilitó la intervención de Berenguela, que logró que padre e hijo firmaran el 26 de agosto de 1218 el pacto de Toro que pondría fin a los enfrentamientos castellano-leoneses.

    Concertó el matrimonio de su hijo con la princesa Beatriz de Suabia, hija del duque Felipe de Suabia, y nieta de dos emperadores: Federico Barbarroja e Isaac II Ángelo. Este matrimonio con una familia tan importante elevaba la alcurnia de los reyes de Castilla y abría la puerta para que Fernando participase en los asuntos europeos de forma activa. El matrimonio se celebró el 30 de noviembre de 1219 en la catedral de Burgos.

    En 1222, Berenguela intervino nuevamente a favor de su hijo, al conseguir la firma del Convenio de Zafra que puso fin al enfrentamiento con los Lara al concertarse el matrimonio entre Mafalda, hija y heredera del señor de Molina, Gonzalo Pérez de Lara, y su hijo y hermano de Fernando, Alfonso.

    En 1224 logró el matrimonio de su hija Berenguela con Juan de Brienne​ en una maniobra que acercaba a Fernando III al trono leonés, ya que Juan de Brienne era el candidato que Alfonso IX había pensado para que contrajera matrimonio con una de sus hijas. Al adelantarse Berenguela, evitaba que las hijas de su anterior esposo tuvieran un marido que pudiera reclamar el trono leonés.

    Pero quizás la intervención más decisiva de Berenguela a favor de su hijo Fernando se produjo en 1230 cuando falleció Alfonso IX y designó como herederas al trono a sus hijas Sancha y Dulce, frutos de su primer matrimonio con Teresa de Portugal, en detrimento de los derechos de Fernando III. Berenguela se reunió en Benavente con la madre de las infantas y consiguió la firma de la Concordia de Benavente, por la que éstas renunciaban al trono en favor de su hermanastro a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero y otras ventajas. De ese modo se unieron para siempre León y Castilla en la persona de Fernando III el Santo.

    Intervino también en el segundo matrimonio de Fernando III tras la muerte de Beatriz de Suabia, aunque habían tenido suficiente descendencia, pero «con el fin de que la virtud del rey no se menoscabase con relaciones ilícitas». En esta ocasión, la elegida fue una noble francesa, Juana de Danmartín, candidata de la tía del rey y hermana de Berenguela, Blanca de Castilla, reina de Francia por su matrimonio con Luis VIII de Francia.

    Berenguela ejerció como una auténtica reina mientras su hijo Fernando se encontraba en el sur, en sus largas campañas de reconquista de Al-Ándalus. Gobernó Castilla y León con la habilidad que siempre la caracterizó, asegurándole el tener las espaldas bien cubiertas. Se entrevistó por última vez con su hijo en Pozuelo de Calatrava en 1245, tras lo cual volvió a Castilla donde falleció al año siguiente.

    Se la retrata como una mujer virtuosa por los cronistas de la época. Fue protectora de monasterios y supervisó personalmente las obras de las catedrales de Burgos y Toledo. Del mismo modo, también se preocupó de la literatura, encargando al cronista Lucas de Tuy una crónica sobre los reyes de Castilla y León, siendo asimismo mencionada en las obras de Rodrigo Jiménez de Rada.

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  • Las Cinco Mujeres Comuneras de Castilla Más Importantes

    Las Cinco Mujeres Comuneras de Castilla Más Importantes

    La Revuelta de las Comunidades de Castilla, o Guerra de las Comunidades, fue un conflicto importante que tuvo lugar en la España del siglo XVI, durante el reinado de Carlos I. Aunque los líderes más conocidos de la revuelta fueron hombres, también hubo varias mujeres que desempeñaron papeles destacados en la resistencia. A continuación, presentamos cinco de las mujeres comuneras más importantes de Castilla.

    1. María Pacheco

    María Pacheco es, quizás, la mujer más famosa asociada con la Guerra de las Comunidades. Casada con Juan de Padilla, uno de los líderes comuneros más prominentes, María Pacheco tomó un papel activo en la resistencia. Tras la muerte de su esposo en la batalla de Villalar, Pacheco asumió el liderazgo de la resistencia en Toledo, manteniendo la ciudad en pie de guerra durante varios meses más. Finalmente, se exilió a Portugal cuando Toledo cayó ante las fuerzas realistas.

    2. Mencía de Mendoza

    Mencía de Mendoza, Duquesa de Francavilla, fue una de las figuras más poderosas de la nobleza castellana. Aunque no tomó un papel activo en la revuelta, apoyó a los comuneros de manera encubierta, proporcionando fondos y refugio a los líderes de la resistencia. Mencía de Mendoza es un ejemplo de cómo las mujeres de la nobleza podían influir en la política de la época, a pesar de las restricciones de género.

    3. Magdalena de Ulloa

    Magdalena de Ulloa era la nodriza y tutora del futuro Felipe II de España y jugó un papel importante en mantener la lealtad de importantes nobles a la corona durante la Guerra de las Comunidades. Aunque no fue comunera, su influencia fue crucial para la estabilidad del reino durante este tumultuoso periodo.

    4. Leonor de Vivero

    Leonor de Vivero era la esposa de Antonio de Acuña, obispo de Zamora y uno de los líderes de la revuelta comunera. Aunque no hay registros de su participación directa en las acciones bélicas, su posición como esposa de uno de los líderes de la revuelta la pone como una de las mujeres comuneras más significativas.

    5. Juana I de Castilla

    Aunque no fue una comunera per se, la figura de la reina Juana I de Castilla, más conocida como Juana la Loca, fue central en la Guerra de las Comunidades. Los comuneros se rebelaron en parte debido a la percepción de que Carlos I había usurpado el trono de su madre, Juana. Aunque Juana estaba confinada y no participó activamente en la revuelta, su presencia simbólica fue crucial.

    En conclusión, aunque las mujeres a menudo han sido relegadas a un segundo plano en las narraciones históricas, su papel en eventos importantes como la Guerra de las Comunidades de Castilla es innegable. Desde líderes de la resistencia hasta agentes de influencia política, estas mujeres comuneras de Castilla desempeñaron un papel clave en uno de los episodios más tumultuosos de la historia de España.

    Estas mujeres, a pesar de las restricciones de su época, lograron influir en los acontecimientos de formas significativas y duraderas. Algunas, como María Pacheco, desafiaron directamente las normas de género de su tiempo al asumir roles de liderazgo en la resistencia. Otras, como Mencía de Mendoza y Magdalena de Ulloa, ejercieron su influencia de manera más sutil, pero no menos efectiva, mediante el apoyo financiero a los comuneros o la gestión de la lealtad de los nobles a la corona.

    La presencia simbólica de Juana I de Castilla también fue crucial para la causa comunera. Aunque estaba confinada y no participó activamente en la revuelta, los comuneros se levantaron, en parte, en su nombre, viendo en Carlos I a un usurpador del trono de su madre.

    Por último, cabe recordar que la historia rara vez es simple o unidimensional. Aunque estas mujeres desempeñaron roles importantes en la Guerra de las Comunidades, también eran productos de su tiempo, influenciadas por una multitud de factores sociales, políticos y personales. Su participación en estos eventos históricos no solo ilustra la capacidad de las mujeres para influir en el curso de la historia, sino también la complejidad y la riqueza de la experiencia humana en todas sus formas.

    Al revisitar la historia de la Guerra de las Comunidades de Castilla, es esencial recordar y celebrar a estas mujeres, no solo por su resistencia y coraje, sino también por su capacidad para navegar y dar forma a los complicados entresijos del poder y la política en su tiempo. Su legado perdura, recordándonos la influencia y el impacto que las mujeres han tenido, y siguen teniendo, en la historia del mundo.

  • Urraca de Zamora: La intrigante y valiente reina medieval de Castilla

    Urraca de Zamora: La intrigante y valiente reina medieval de Castilla

    Urraca de Zamora: la mujer que dejó su huella en la política medieval de Castilla

    A lo largo de su vida, Urraca se destacó por su habilidad para negociar y mantener la paz entre los diferentes señores feudales del territorio. Fue una figura clave en la reconquista de la ciudad de Toledo y la fundación del monasterio de San Juan de la Peña.

    Tras la muerte de su esposo en 1065, Urraca asumió un papel activo en la política del reino. Junto con su hijo, el rey Alfonso VI, y su hija, la infanta Sancha, Urraca desempeñó un papel importante en la lucha por el poder entre los diferentes señores feudales que buscaban controlar el territorio.

    Urraca se convirtió en una figura política influyente en Castilla y León, y fue capaz de manejar con éxito situaciones difíciles y conflictivas. En 1077, Urraca logró una importante victoria diplomática al negociar un tratado de paz entre su hijo Alfonso VI y su hermano Sancho II de Castilla, que había iniciado una rebelión contra él.

    Además, Urraca fue una gran benefactora de la iglesia y se involucró en varias fundaciones religiosas, incluyendo la del monasterio de San Juan de la Peña. Este monasterio fue fundado por Urraca en honor a su esposo Fernando I, y se convirtió en un importante centro religioso y cultural durante la Edad Media.

    A pesar de su éxito y su habilidad política, Urraca no escapó a las luchas de poder y la intriga de la época. En 1086, después de una larga lucha por el poder, Urraca fue expulsada de la corte de su hijo Alfonso VI y se retiró a su propiedad en Sahagún, donde vivió hasta su muerte en 1101.

    Aunque su papel en la política medieval de Castilla a menudo se ha pasado por alto, Urraca de Zamora dejó un legado duradero en la historia del territorio. Fue una figura influyente y respetada en su tiempo, y su legado continúa siendo recordado hoy en día como una de las mujeres más importantes de la Edad Media en España.

  • Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla, nació en Madrigal de las Altas Torres, 22 de abril de 1451  y murió en Medina del Campo, (Real Palacio Testamentario), el 26 de noviembre de 1504.

    Fue reina de la Corona de Castilla​ desde 1474 hasta 1504, reina consorte de Sicilia desde 1469 y de Aragón desde 1479,​ por su matrimonio con Fernando de Aragón. También ejerció como señora de Vizcaya. Se la conoce también como Isabel la Católica, título que le fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI mediante la bula Si convenit, el 19 de diciembre de 1496. Es por lo que se conoce a la pareja real con el nombre de Reyes Católicos, título que usarían en adelante prácticamente todos los futuros reyes de las Españas.

    Se casó el 19 de octubre de 1469 con el príncipe Fernando de Aragón. Por el hecho de ser primos segundos necesitaban una bula papal de dispensa que solo consiguieron de Sixto IV a través de su enviado el cardenal Rodrigo Borgia en 1472. Ella y su esposo Fernando conquistaron el Reino nazarí de Granada y participaron en una red de alianzas matrimoniales que hicieron que su nieto, Carlos, heredase las coronas de Castilla y de Aragón, así como otros territorios europeos, y se convirtiese en emperador del Sacro Imperio Romano.

    Isabel y Fernando se hicieron con el trono tras una larga lucha, primero contra el rey Enrique IV (véase Conflicto por la sucesión de Enrique IV de Castilla) y de 1475 a 1479 en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de la otra pretendiente al trono, Juana. Isabel reorganizó el sistema de gobierno y la administración, centralizando competencias que antes ostentaban los nobles; reformó el sistema de seguridad ciudadana y llevó a cabo una reforma económica para reducir la deuda que el reino había heredado de su hermanastro y predecesor en el trono, Enrique IV. Tras ganar la guerra de Granada los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de sus reinos.

    Concedió apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias Occidentales, lo que llevó al descubrimiento de América.​ Dicho acontecimiento tendría como consecuencia la conquista de las tierras descubiertas y la creación del Imperio español.

    Vivió cincuenta y tres años, de los cuales gobernó treinta como reina de Castilla y veintiséis como reina consorte de Aragón al lado de Fernando II. Desde 1974 es considerada sierva de Dios por la Iglesia católica, y su causa de beatificación está abierta.

    Isabel y sus Conquistas

    Fuerte, orgullosa y decidida, pero también dulce, cariñosa e, incluso, inocente en algunos ámbitos de la vida. Durante más de un cuarto de siglo, fue reina de Castilla y consorte de Aragón: Isabel «la Católica». Sin embargo, y además de la multitud de intrigas políticas que se muestran en la pequeña pantalla, esta serena joven también expulsó a sangre y sable a los musulmanes de Granada e, incluso, combatió en Toro contra las tropas que pretendían arrebatarle la corona

    Una dura infancia

    Isabel nació en 1451 en –según afirman varios historiadores- Madrigal de las Altas Torres, un pequeño y pintoresco pueblo ubicado al norte de Ávila. Hija de reyes, su alumbramiento no supuso, en principio, ningún cambio en la línea de sucesión al trono de Castilla. Esto se hizo patente cuando, unos pocos años después, su madre dio a luz a un bebé –Alfonso– que, por el hecho de ser varón, adelantaría a la joven en la carrera por la corona convirtiéndose en el sucesor del también hermano de ambos, Enrique IV –entonces rey de Castilla-.

    Pero, para que Alfonso o Isabel pudieran optar al trono, debía cumplirse una sencilla norma: Enrique tenía que morir sin descendencia -algo que no parecía difícil pues, durante varios años, no había sido capaz de tener un hijo-. De esta forma, la joven sólo quedaba para su familia como una interesante moneda de cambio que podía ser usada en un futuro matrimonio de conveniencia.

    Todo cambió cuando, repentinamente, Enrique IV dejó embarazada a su mujer, la portuguesa Juana de Avis. De inmediato, el rey llamó a la corte a sus dos hermanos hasta que se produjo el nacimiento de su hija, a la que llamaría Juana. En cambio, la pequeña pronto recibió un sobrenombre que su padre odiaría hasta el día en que murió: Juana la Beltraneja. Y es que, como el pueblo sabía de la impotencia de su monarca, comenzó a expandirse la sospecha de que la niña era realmente hija de Beltrán de la Cueva, amigo personal del soberano.

    La lucha por el trono

    A partir de entonces comenzó una lucha por el trono que, más de 500 años después, ha dado lugar a una serie de televisión. La cuestionable paternidad de Juana terminó de motivar a varios nobles que, alegando que el pequeño Alfonso debía ser el rey, iniciaron una guerra contra Enrique. Con todo, el joven aspirante al trono murió al poco en extrañas circunstancias, un hecho que sumió a Isabel en un profundo dolor. Acababa de recibir uno de los muchos reveses que tendría que soportar durante su vida.

    «Fue una reina poderosa, una madre entregada y una mujer desgraciada»Tras este aciago suceso, Isabel consiguió a base de su fortaleza moral hacer que Enrique IV la nombrara sucesora al trono por delante de su hija Juana, algo que el monarca aceptó a regañadientes para detener la guerra que se cernía sobre Castilla. A su vez, prometió que no combatiría más contra su hermano y respetaría su corona hasta el día de su muerte.

    «Isabel tuvo un carácter fuerte y decidido, pero me gusta definirla como una reina poderosa, una madre entregada y, sobre todo, una mujer profundamente desgraciada. Y, cuando digo esto, me fundamento en que creció en soledad entre cortesanos intrigantes y ambiciosos, que vio morir a su hermano menor, enterró a dos de sus hijos, y murió viendo a su heredera, Juana, sumida en la demencia».

    Fernando… ¿una historia de amor?

    Sin embargo, y como plan alternativo, el rey trató por todos los medios de casar a Isabel con multitud de pretendientes para garantizarse desde una alianza con Portugal hasta la marcha de su hermana a París. No sirvió de nada, pues la joven reina, con una mentalidad adelantada a su tiempo, rechazó a todos los hombres que propuso su cruel hermano y dejó claras sus intenciones: únicamente se casaría con quien ella decidiera.

    Por ello, en un intento de detener los ambiciosos planes del rey, Isabel decidió contraer matrimonio en secreto con Fernando, príncipe del reino de Aragón. Con las nupcias, sus territorio quedarían unidos una vez muerto Enrique IV. No obstante, y tras rechazar a multitud de pretendientes, la duda de si este matrimonio fue o no por amor todavía se cierne sobre la Historia.

    No hay que considerar el matrimonio con Fernando de Aragón como una boda por amor ni como un acto de rebeldía hacia la imposición de la razón de estado. Fue, simplemente, una decisión política tomada por ella, ciertamente, pero siguiendo las recomendaciones de sus consejeros. No aceptó los enlaces francés o portugués que proponía Enrique IV, cierto, pero escogió al heredero de Aragón por considerar que éste significaba una alianza política más provechosa para Castilla. Es decir, de alguna forma también aceptó lo que era el destino común de las infantas de Castilla: casarse por razones de estado. Pero lo hizo siguiendo su criterio y no el de la corona», destaca la experta.

    Así, años después -y tras la muerte de Enrique-, Castilla y Aragón quedaron por fin unidas gracias al matrimonio entre Isabel y Fernando quienes, debido a su defensa de la fe cristiana, recibieron el título de «Reyes Católicos». Pero, aunque todo había salido bien a la tenaz reina, todavía quedaban multitud de enemigos por combatir.

    Portugal en armas

    Una de las primeras contiendas que tuvo que acometer Isabel como reina de Castilla se sucedió en 1475 cuando Alfonso V –rey de Portugal- y los seguidores de Juana la Beltraneja –de tan solo 13 años de edad- se levantaron en armas por la corona. Concretamente, esta coalición reclamaba que el trono debía ser de la que consideraban la legítima heredera de Enrique. Además, para reforzar la alianza entre ambos bandos, se decidió casar a la pequeña con el monarca luso, el que, además de ser su tío, tenía nada menos que una treintena de años más que ella. El conflicto estaba servido, y sólo podría solucionarse mediante las armas.

    Sin dudarlo, Alfonso avanzó con un ejército formado por 20.000 soldados portugueses sobre Castilla sabiendo, además, que contaba con el beneplácito de Francia. En principio, el luso pretendía llegar con sus tropas hasta Burgos y acosar desde allí a los Reyes Católicos pero, finalmente, el miedo a adentrarse hasta el corazón del territorio enemigo en solitario le llevó a asegurar las ciudades que se declararon a favor de la Beltraneja. Al poco tiempo, los portugueses decidieron asentarse en Toro (una pequeña ciudad zamorana fácilmente defendible).

    Toro, Fernando demostró su ingenio y capacidad de improvisación. Por su parte, los Reyes Católicos iniciaron una recluta urgente con la que poder hacer frente a sus enemigos. «No se amedrentaron ni Fernando ni Isabel, que sólo contaban con unos 500 hombres. Él marchó al Norte a alistar soldados para tan menguante ejército. Ella, incansable, recorrió toda Castilla reclutando gentes. Ordenando, persuadiendo, siempre infatigable».

    Primer contacto

    Tres meses después, en julio de 1475, los Reyes Católicos contaban ya con más de 35.000 hombres dispuestos a matar y morir por sus legítimos monarcas. Pero, aunque cada soldado llevaba en su interior a un ardiente y valeroso guerrero castellano, lo cierto era que la mayoría carecían de entrenamiento militar, de disciplina y, sobre todo, de armamento. Con todo, Fernando se equipó con su mejor armadura y, en nombre de su matrimonio y de Isabel, dispuso a sus combatientes frente a la ciudad de Toro.

    Sin embargo, y a pesar de que el Rey Católico hizo todo lo posible por presentar batalla, el portugués no abandonó su ventajosa posición defensiva sabedor de que un ejército improvisado como el de su enemigo no tendría la disciplina suficiente para mantener un sitio durante largo tiempo. «Fernando estaba frente a Toro, dándole la cara al portugués. Isabel, en Tordesillas, con unos pocos labriegos y unos cuantos presos liberados por la recluta. […] Fernando le presentó batalla; muy hábil el portugués, la esquivó», añade en su obra Serrano.

    No estaba equivocado Alfonso V pues, al poco, a Fernando no le quedó más remedio que disolver su gran ejército y afrontar una guerra de larga duración contra los partidarios de la Beltraneja. De hecho, pasaron semanas hasta que los Reyes Católicos iniciaron una nueva recluta de soldados, aunque, esta vez, profesionales.

    De nuevo en Toro

    En febrero del año siguiente la situación se recrudeció para los Reyes Católicos, pues a Toro llegó Juan -el heredero de la corona portuguesa- con 20.000 hombres para socorrer a su padre. Sin duda, Fernando –ubicado junto a sus tropas en la cercana Zamora- tendría que hacer uso de todo su ingenio militar para lograr la victoria frente a las fuerzas lusas.

    Todo parecía perfecto para los portugueses que, animados por su número y ansiosos por hacer sangrar a los castellanos, salieron al fin de su escondite. «A mediados de febrero, Alfonso V salió de Toro y, tras diversos amagos sobre las fortalezas isabelinas próximas, puso cerco a Zamora, donde Fernando quedó encerrado […]. A pesar de ello, su posición era sólida y cómoda, mientras las tropas portuguesas habían de soportar en su campamento la dureza del invierno; además, Fernando, estaba a punto de recibir importantes refuerzos. El monarca portugués había de tomar la ciudad, lo que parecía imposible, o retirarse para no quedar encerrado entre la ciudad y las tropas que llegaban»

    Pero, en este caso, Alfonso se tragó su orgullo. Con un ejército debilitado y cansado debido a las inclemencias del tiempo, no tuvo más remedio que retirarse hasta la fortaleza de Toro, cosa que quiso hacer lo más rápido posible. Pero no contaba con la capacidad de reacción de Fernando quien, a pesar de lo que le aconsejaban los nobles aliados, ordenó a voz en grito a sus tropas coger la espada, salir de Zamora y perseguir al enemigo. Sólo había una oportunidad, y el Rey Católico sabía que no podía desperdiciarla, era el momento de arriesgar la vida por Castilla, por Aragón, y por su amada Isabel.

    Finalmente, cuando Alfonso observó con temor que la retaguardia de sus tropas iba a ser atacada por el ejército de Fernando, decidió disponer a sus hombres para la batalla. El calendario se había detenido en el 1 de marzo, día en que, al fin, ambos ejércitos combatirían por la supremacía en Castilla. «Las fuerzas se dispusieron para un choque absolutamente frontal. El centro portugués lo mandaba el rey. El ala derecha, apoyada en el río Duero, iba al mando del arzobispo Carrillo y el conde de Haro. El príncipe don Juan, con las mejores tropas, arcabuceros y artilleros, llevaba el mando del ala izquierda», destaca Serrano en su obra.

    Por su parte, los castellanos de Fernando formaron con las tropas de élite en el centro bajo el mando del propio rey. El flanco izquierdo lo ocupó la caballería pesada, temida debido a su ferocidad y su poderosa armadura. Para terminar, el ala derecha estaba defendida por varias unidades de infantería y caballería ligera. La contienda, a pesar de todo, se planteaba peliaguda para los defensores de Isabel pues, al parecer, una considerable parte de su infantería se había quedado atrás en la persecución.

    La lucha comenzó bajo una intensa lluvia que rebotaba contra las armaduras de los soldados. Los primeros en asaltar al enemigo fueron los infantes castellanos del flanco derecho. Sin embargo, su fuerte embestida fue detenida a base de una incesante lluvia de plomo y saetas portuguesas. La derrota no fue admitida fácilmente por los oficiales del ejército isabelino quienes, ávidos de venganza, lanzaron -espada y lanza en ristre- a la caballería pesada en contra de las líneas enemigas.

    No sirvió de nada, pues la estoica defensa lusa volvió a rechazar la acometida castellana. De hecho, tal fue el desastre para los soldados de Fernando, que fue necesario desplazar varias unidades hasta ese punto para evitar que los portugueses pusieran en riesgo a todo el ejército isabelino. Mientras, y para suerte de Castilla, el Rey Católico había conseguido doblegar con sus tropas el centro dirigido por Alfonso V.

    Una victoria incierta

    Tras seis horas de combate, el campo de batalla presentaba una cruel estampa de muerte y destrucción en la que era imposible discernir qué bando sería el vencedor. Y es que, mientras que uno de los flancos había sido tomado por el heredero de Portugal, en el centro, las tropas de Alfonso V se batían en retirada ante el ímpetu de los soldados de Fernando.

    En ese momento, cuando la victoria no pertenecía a ninguno de los dos contendientes, Fernando demostró todo su ingenio al enviar velozmente decenas de emisarios a multitud de ciudades informando del triunfo isabelino.

    «En esta batalla se demostró sobradamente el genio militar y estratégico de Fernando de Aragón. Es más, la decisión del rey Católico de anunciar con tanta precipitación la victoria de Toro aún sin estar asegurada, hizo que muchas ciudades castellanas abandonaran el bando de la Beltraneja y apoyaran a las fuerzas isabelinas con el resultado que todos conocemos», determina Queralt.

    Tan efectiva fue la estrategia, que finalmente los partidarios de Juana la Beltraneja capitularon –aunque con algunas condiciones- y reconocieron a Isabel como reina de Castilla. De esta forma, y después de que los campos castellanos se tiñeran de rojo con la sangre de los soldados, los Reyes Católicos superaron una prueba de fuego que podría haber acabado con su gobierno.

    Granada, el reto de la reina

    A pesar de que la batalla de Toro fue determinante para la legitimación de Isabel como reina de Castilla, la guerra que hizo las delicias de la Reina Católica fue la de Granada, una contienda mediante la que se pretendía reconquistar el último reducto musulmán que aún quedaba en la Península. Y es que, como bien señala Queralt en su libro, la monarca siempre fue una ferviente católica deseosa de servir a Dios y a la fe cristiana.

    Granda fue el gran reto de la reina, una ferviente católica Isabel, decidida como estaba a retomar el sur de la Península, puso esta tarea en manos de Fernando, quien ya había demostrado en decenas de contiendas que estaba dispuesto a sangrar y morir por su esposa. «Isabel estaba decidida a unificar el territorio peninsular y a acabar con el último reducto musulmán en Andalucía. Fue, sin duda, la inspiradora de la campaña en cuanto al espíritu de ésta, pero el brazo armado y la estrategia política fueron cosa de Fernando», destaca la historiadora.

    En este matrimonio, cada cónyuge sabía cuál era su papel y lo representó a la perfección. «Mientras ella actuó como una madre para sus súbditos -cuidó de su espiritualidad, fomentó la cultura y el arte, procuró por su seguridad mediante instituciones como la Santa Hermandad…-, dejó la política exterior y la milicia en manos de Fernando. Formaron así un tándem perfecto»,

    La campaña

    La campaña comenzó en 1482, una vez que Isabel y Fernando sintieron que su posición en el trono no corría peligro. A su vez, las fuertes luchas internas que protagonizaron los líderes musulmanes dentro del reino nazarí de Granada terminaron de convencer a los Reyes Católicos: era hora de llamar al combate y tomar por las armas el territorio que se había perdido hacía siete siglos.

    Isabel fundó los primeros hospitales de campaña de la historia. En los primeros años, Isabel y Fernando se dedicaron a conquistar los alrededores de Granada hasta que, a partir de 1490, comenzó el difícil asedio a la ciudad, el bastión definitivo de los musulmanes en aquella Castilla. En el tiempo que duró la guerra, y aunque Isabel no luchó personalmente lanza en mano contra los moros, si solía visitar a las tropas en el campo de batalla para elevar su moral.

    Además, la Reina Católica favoreció de forma pionera el tratamiento de los heridos en el campo de batalla. «A ella se debe el enorme mérito de haber fundado los primeros hospitales de campaña de la historia que se instituyeron, precisamente, durante las guerras de Granada», completa la autora de «Isabel de Castilla. Reina, mujer y madre»

    La rendición llegaría aproximadamente un año después en las que fueron conocidas como las «Capitulaciones de Granada». En las mismas, y ante la imposibilidad de mantener su reino ante el fuerte empuje católico, Muhamed Abú Abdallah (más conocido por el bando cristiano como Boabdil «el Chico»), llegó a un acuerdo con Isabely Fernando para entregar la ciudad. El pacto se hizo definitivo en 1492, año en que la Alhambra rindió pleitesía a sus majestades.

    Gonzalo Fernández, al servicio de la reina

    Miles fueron los soldados que combatieron a las órdenes de los Reyes Católicos en Granada, pero muy pocos destacaron tanto como un valeroso joven que, según se decía, era el primero en atacar y el último en retirarse. Este maestro de la espada era Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido también como el «Gran Capitán» 

    Leal hasta su último aliento a los Reyes Católicos, este militar mandó durante la guerra de Granada una unidad de caballería que se lanzaba valerosamente contra las formaciones musulmanas. Además, también demostró su capacidad estratégica al fomentar en secreto la división entre las diversas facciones nazaríes en Granada y al negociar con Boabdil la rendición de la ciudad.

    «Isabel conoció al Gran Capitán cuando éste era paje de su hermano, pero realmente Gonzalo Fernández de Córdoba fue, en lo militar, la mano derecha de Fernando el Católico quien le dio plenos poderes en sus sucesivas campañas bélicas»

    Sin embargo, y según la experta, la historia de Gonzalo que se cuenta en la conocida serie de televisión no es del todo correcta: «Sinceramente la serie me ha gustado. Evidentemente hay cosas que habría corregido -por ejemplo las falsas localizaciones de exteriores o el presunto romance juvenil entre la reina y Gonzalo Fernández de Córdoba-, posiblemente más ficción que realidad.

     

     

     

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