Categoría: Personajes

  • Rodrigo Ponce de León, Duque de Cadiz

    Rodrigo Ponce de León, Duque de Cadiz

    Rodrigo Ponce de León (Mairena del Alcor, 1443 – Sevilla, agosto de 1492) no fue solo un noble andaluz o un capitán más en las guerras de su tiempo.

    Fue el azote de los infieles, la lanza del Reino de Castilla en el corazón de Al-Ándalus, y una de las figuras más brillantes, valientes y resueltas del glorioso esfuerzo de la Reconquista. Su nombre resuena aún como un trueno en las montañas de Granada, como una oración recitada en voz de mando por los capitanes de Castilla.

    Nacido en una tierra de frontera, heredero de una casa de linaje antiguo y orgulloso, Rodrigo fue formado en la disciplina de la guerra y en el arte de la política. Desde su juventud demostró ser más que un noble de su tiempo: era un castellano templado en acero, con la voluntad de hierro de su tierra. El título de marqués de Cádiz, recibido en vida de su padre, fue solo el inicio de una carrera marcada por la gloria y la fidelidad al destino imperial de Castilla.

    Se hizo señor de Cádiz con su espada, reprimiendo rebeliones y sometiendo villas bajo el estandarte de la Corona. Cuando otros nobles dudaban, Rodrigo se mantenía firme; cuando los enemigos acechaban, era su estandarte el que encabezaba la carga. En la toma de Alhama en 1482, su genio militar prendió la mecha de la última gran cruzada del medievo. Con cada batalla librada, con cada ciudad ganada, la causa castellana avanzaba imparable hacia la unidad de los reinos peninsulares.

    Sufrió derrotas, como en la jornada trágica de la Ajarquía, pero nunca dobló la rodilla. Cuando muchos habrían caído en la desesperación, Rodrigo interpretó la desgracia como castigo divino, renovó su fervor y redobló su esfuerzo. A su lado cayeron hermanos y sobrinos, mártires de la causa castellana. Y sin embargo, Rodrigo resurgió más fuerte, consiguiendo la captura de Boabdil, emir de Granada, en Lucena, dando un golpe certero al corazón del enemigo.

    Fue pieza esencial en las campañas de Málaga y de Granada, comandando ejércitos, alentando tropas y abriendo los muros de las fortalezas moras. Su presencia en la rendición de Granada, junto a los Reyes Católicos, no fue solo un acto político: fue la consagración de un guerrero que había entregado su vida a la gloria de Castilla.

    Murió en el mismo año en que cayó el último bastión del islam en la Península, como si su vida hubiera estado unida por juramento secreto a la misión sagrada de completar la Reconquista. Su testamento dejaba en manos de su esposa Beatriz Pacheco el mayorazgo y el encargo de preservar su legado. En sus hijas, legitimadas con orgullo, perdura el linaje que tanto luchó por Castilla.

    Rodrigo Ponce de León fue más que un hombre: fue una espada alzada en nombre de Dios y de Castilla, un símbolo de la unidad que nacería con la Monarquía Hispánica. Su memoria debe ocupar un lugar de honor entre los héroes de la patria, pues encarna lo mejor del temple castellano: fe, honor, coraje y victoria.

  • Beatriz de Castilla: la hija del Rey Sabio que desafió imperios y tejió alianzas con sangre, fe y corona

    Beatriz de Castilla: la hija del Rey Sabio que desafió imperios y tejió alianzas con sangre, fe y corona

    En los albores del siglo XIII, cuando las tierras de Castilla se cubrían aún con el polvo de antiguas guerras y los estandartes ondeaban al compás del destino cristiano frente al islam y los reinos vecinos, vino al mundo una mujer que, sin derecho al trono ni herencia legítima, habría de tallar su nombre en piedra y honor en las crónicas de reinos. Su nombre fue Beatriz de Castilla, bastarda de rey, madre de reyes, reina de dos coronas y puente entre naciones.

    Nació en Zaragoza, entre los años 1242 y 1244, hija natural del rey Alfonso X, conocido como el Sabio, y de la dama Mayor Guillén de Guzmán, señora de noble linaje alcarreño. Su origen ilegítimo, lejos de ser una rémora, fue cincelado por la política, la diplomacia y la voluntad férrea de su padre, quien supo ver en ella algo más que un lazo de sangre: una herramienta del destino, un baluarte de Castilla.

    Ya en 1244, siendo apenas un infante, su nombre aparece vinculado a la villa de Elche, donada por el rey Alfonso con el beneplácito de su padre, el viejo Fernando III, el Santo, como promesa de una descendencia futura con Mayor Guillén. Fue el primer acto de una historia que, aunque velada por las intrigas y los decretos pontificios, está tejida con las hebras doradas del poder.

    La unión de dos coronas: Castilla y Portugal

    En 1253, cuando la corona de Castilla se encontraba aún consolidando la Reconquista, su rey puso en marcha una estrategia diplomática de alcance histórico. Con el fin de cerrar la disputa sobre la soberanía del Algarve, región codiciada entre Castilla y Portugal, Alfonso X ofreció a su hija Beatriz en matrimonio al monarca portugués Alfonso III. La unión, aunque celebrada con fervor político, fue vista con desdén por la nobleza lusitana, que la juzgaba humillante. No obstante, el monarca portugués, pragmático como el acero templado, respondió con una frase que aún resuena en las crónicas con sorna y determinación:

    «Si en otro día hallase otra mujer que me diera tanta tierra en el reino para acrecentarlo, con ella me casaría sin demora.»

    Así se selló una de las alianzas más significativas del siglo XIII ibérico. Beatriz, aún siendo hija ilegítima, se alzó como reina de Portugal y del Algarve, dotada con las villas de Torres Novas, Torres Vedras y Alenquer, donde ejercerá su patronazgo y dejará su huella espiritual al fundar la iglesia de San Francisco, cuyas piedras aún llevan el eco de su nombre.

    El matrimonio con Alfonso III, sin embargo, no estuvo libre de sombras. En el momento del acuerdo, el rey portugués aún estaba legalmente casado con Matilde de Bolonia, a quien repudió por su esterilidad. Esta situación provocó una querella ante el Papa Alejandro IV, quien condenó a Alfonso III por adulterio en 1258 y exigió restituciones. Pero la muerte de Matilde y la sucesión de un nuevo pontífice, Urbano IV, trajeron consigo la legitimación papal en 1263 del matrimonio entre Beatriz y el monarca portugués, así como de sus hijos, entre ellos el futuro rey Dionisio.

    Reina, madre y señora

    Desde 1253 y hasta la muerte de su esposo en 1279, Beatriz ejerció una enorme influencia en la corte portuguesa. Su linaje castellano la convirtió en embajadora natural entre ambos reinos, y su habilidad política ayudó a estabilizar relaciones que en otras manos habrían conducido a la guerra.

    Durante su reinado, impulsó obras religiosas y sociales. Además de la fundación de iglesias, promovió el mecenazgo en las tierras otorgadas, erigiéndose como madre espiritual de su pueblo. Su amor por Castilla, sin embargo, nunca se apagó. Cuando en 1267 heredó de su madre los señoríos de La Alcarria —Cifuentes, Salmerón, Alcocer, Viana de Mondéjar y Palazuelos— no solo reforzó su poder en la península, sino que afianzó los lazos con la tierra que la vio nacer.

    En Alcocer, tomó la custodia del monasterio de Santa Clara, fundado por Mayor Guillén, su madre. Fue allí, entre los rezos de las monjas y las columnas bañadas por la bruma del Tajo, donde Beatriz comprendió que el poder también se ejerce desde el recogimiento, y que el alma de una reina no está hecha solo de decretos, sino de silencio, fe y firmeza.

    El regreso a Castilla y la defensa de su padre

    La muerte de Alfonso III en 1279 marcó un punto de inflexión. Su hijo, el nuevo rey Dionisio de Portugal, mostró rápidamente diferencias con su madre, desavenencias que llevarían a Beatriz de vuelta a tierras castellanas en 1282. Fue entonces, en una Castilla desgarrada por el conflicto dinástico entre Alfonso X y el infante Sancho, cuando Beatriz mostró el temple que la historia suele negar a las mujeres de sangre ilegítima.

    Al enterarse de que su padre se hallaba sitiado por la traición de sus propios hijos y de la nobleza díscola, Beatriz no dudó. Cruzó los campos de Extremadura con su séquito, portando el estandarte de su linaje y el oro que aún le restaba, y se presentó en Sevilla para socorrer al viejo rey.

    Aquel acto de lealtad y valor no pasó desapercibido. Alfonso X, profundamente conmovido por el gesto de su hija, redactó un documento que aún hoy debería enseñarse en las aulas como ejemplo de virtud castellana:

    «…catando el grande amor e verdadero que fallamos en nuestra filia la mucho onrrada domna Beatriz… e la lealdat que siempre mostro contra nos… señaladamente por que a la sazon que los otros nuestros fiios e la mayor parada de los omes de nuestra tierra se alçaron contra nos…»

    En recompensa por su fidelidad, el Sabio le otorgó las villas de Mourão, Serpa, Moura y, con gesto inaudito, le concedió el reino de Niebla y las rentas de Badajoz. Una mujer, hija ilegítima, madre de reyes, reina de dos coronas y señora de un reino. Pocas veces se vio en la historia un testimonio tan elocuente del poder femenino castellano, encarnado en carne, sangre y voluntad.

    Últimos días y legado

    Beatriz de Castilla permaneció junto a su padre hasta el final, cuando el monarca falleció en Sevilla en 1284, vencido por el peso de los años y las traiciones. Ella, como una Antígona cristiana, se mantuvo firme ante los enemigos de su linaje, hasta que la vida comenzó a deshilacharse como los bordes de un pendón viejo.

    Retirada de la vida cortesana, pero no del alma de su tierra, vivió sus últimos años entre Sevilla y La Alcarria, entre los muros del monasterio fundado por su madre y los rezos por los caídos. Murió el 27 de octubre de 1303, y aunque la historia portuguesa la recuerda con respeto, es en Castilla donde su nombre debe alzarse como símbolo de unidad, de lealtad, de nobleza verdadera.

    Un símbolo de la mujer castellana

    Beatriz representa lo que Castilla ha dado al mundo y rara vez se reconoce: mujeres forjadas en la adversidad, que no necesitaron coronas heredadas ni bendiciones de Roma para ser grandes. Hija ilegítima de un rey sabio, madre de un monarca, reina sin trono propio, pero con dignidad inquebrantable, su figura es espejo de esa Castilla que no se resigna a ser solo frontera o campo de batalla, sino madre de civilizaciones.

    Su historia es la de un puente entre culturas, una espada que no hirió, sino que unió. Frente a los tronos vacilantes y las alianzas rotas por conveniencia, Beatriz tejió con su vida un pacto entre reinos que sobrevivió a su muerte. Lo que los hombres destruyen por ambición, a veces lo restaura el amor de una hija por su padre, o la voluntad de una mujer por sus hijos.

    Y si los siglos la han querido reducir al papel de consorte, la Castilla eterna debe devolverle su lugar: reina de coraje, señora de justicia, madre de sangre y de patria. Que su nombre se pronuncie con honra en las plazas, y que su historia se cante junto a las gestas de los reyes y guerreros, pues la fortaleza de una corona no está solo en su oro, sino en el alma de quienes la honran.

  • Munio Núñez de Brañosera, antepasado de los Condes de Castilla

    Munio Núñez de Brañosera, antepasado de los Condes de Castilla

    Munio Núñez de Brañosera (m. después de 824) tomó parte durante el siglo IX en la repoblación de la zona que se extiende desde las montañas de Cantabria hasta las orillas del Duero. Fue el antepasado de los condes de Castilla y del linaje de los Lara.

    El 13 de octubre de 824, durante el reinado del rey Alfonso II de Asturias, Munio y su mujer Argilo otorgaron el famoso fuero de Brañosera a los cinco vecinos que fueron a poblar el lugar.

    Brañosera

    Después de las guerras cántabras no hay constancia de actividad en la zona hasta la repoblación del siglo IX. Es entonces cuando fue necesario colonizar las tierras de la Meseta para abastecer a la cantidad emergente de cristianos que vivía en las montañas del norte de Hispania. Se fijaron las fronteras sobre el Duero y los reyes, infantes y obispos seguidos de colonos y siervos se trasladaron a estas tierras a fin de establecer las fronteras de una civilización en auge y expansión. Estos lugares carecían de defensas naturales por lo cual fue necesario crear, sobre colinas y montañas, castillos con una función principalmente defensiva. Los condados los dominaba un “Come” (Conde) que obtenía este título por sus victorias frente a los musulmanes. Se cree que el fundador de Castilla, por haber conquistado las tierras de los árabes, fue Rodrigo de Castilla, y más tarde sería Fernán González quien según la tradición conseguiría la independencia del Condado de Castilla.

    Así fue como llegaron los foramontanos de Malacoria procedentes del interior de Cantabria. Siguiendo el nacimiento del Ebro penetran en territorio de “brañas altas y osos” que dan el nombre al lugar. Estos formaron el consejo de Brañosera, amparados por la Carta Puebla concedida por el Conde Munio Núñez y su mujer Argilo.

    En 824 reinaba Alfonso II de Asturias. En aquellos tiempos Munio Núñez era el conde de las tierras de Brañosera.

    Desde hacía un siglo, la Península vivía la invasión árabe. Ésta había provocado la huida de los cristianos hacia el norte y muchos de ellos, los que no perecieron por el camino, llegaron a refugiarse en tierras astures, tierras que enseguida comenzaron a sufrir una superpoblación. La hambruna comenzó a cebarse con estos «exiliados» e iniciaron la huida en busca de una mejor vida. Y llegaban hasta Brañosera, hasta Brannia-Ossaria, tierra de brañas y de osos.

    Precisamente, para organizar esa repoblación, Munio Núñez concedió la Carta Puebla a sus súbditos dotándoles de derechos. Les concedió el libre uso de todo en el valle con dos únicas condiciones: dar parte de ese uso al que quisiera venir a poblar el valle; y abonar al conde la mitad de la paga que se cobrara a los de las villas cercanas que hubieran apacentado sus ganados en estos terrenos. A cambio, los pobladores de Braña-Osaria estarían exentos de vigilancia militar y del servicio en los castillos cercanos.

    Así nació el Fuero de Brañosera, la primera carta puebla, fechada el 13 de octubre del año 824, que constituye formalmente la primera organización admistrativa local, el germen de los actuales ayuntamientos.

    A partir del año 860 queda bajo el señorío del conde Rodrigo formando parte del Condado de Castilla, zona fronteriza erizada de fortalezas que protegía la entrada de los invasores sarracenos.

    En épocas posteriores los habitantes de Brañosera confirmaron su fuero, al menos, en dos ocasiones. En el año 912, lo hizo Gonzalo Fernández de Burgos, reforzando esos fueros en la villa que fundara su abuelo el conde Munio Núñez. Y en el año 968, los habitantes de Brañosera volvieron a confirmar sus fueros ante Fernán González —hijo del citado Gonzalo Fernández de Burgos—. Después, parece ser que también se confirmaron en el año 998 ante Sancho García.

     

    Descendencia

    Aunque no se menciona en la documentación o en las crónicas de la época, se supone que fue padre de por lo menos dos hijos:

    • Nuño Muñoz, quien sería el padre del conde de Castilla Munio Núñez. 
    • Fernando Muñoz, padre de:
    • Gonzalo Fernández el progenitor del conde de Castilla Fernán González. En 912, confirmó la carta puebla de Brañosera calificando a los otorgantes originales, Munio Núñez de Brañosera y Argilo, como sus abuelos.
    • Nuño Fernández, conde en Castilla y en Burgos. 

    Fernando Muñoz también pudo ser padre del conde Rodrigo Fernández que aparece confirmando una donación al Monasterio de Cardeña junto con su posible hermano Nuño.

     

     

  • Fernando Ansúrez, Conde de Castilla

    Fernando Ansúrez, Conde de Castilla

    Fernando Ansúrez (fallecido después de noviembre de 929) se erige como uno de los protagonistas fundamentales en los albores de Castilla. Conde de Castilla en dos períodos –del 916 al 920 y del 926 hasta aproximadamente 929– su figura, junto a la familia de los Assur o Ansúrez, es prueba viva de la labor de repoblación y consolidación que caracterizó la reconquista hispánica. Se cree que esta familia jugó un papel decisivo en el restablecimiento y la colonización de la zona de los montes de Oca, en localidades que hoy se conocen como Villanasur y Villasur de Herreros.


    Del Nombramiento a la Crisis: El Episodio de Tebular

    El primer testimonio documental que avala el nombramiento de Fernando Ansúrez como conde de Castilla data del 27 de julio de 916. Durante estos primeros años, su mandato se desarrolló en un ambiente político convulso, en el que las tensiones entre la monarquía leonesa y los nobles castellanos eran moneda corriente. La inestabilidad alcanzó un punto crítico en el llamado Episodio de Tebular, cuando el rey Ordoño II de León, en medio de intrigas internas, procedió a encarcelar a Ansúrez junto a destacados condes como Nuño Fermández, Abolmondar Albo y su hijo Diego. Este episodio, ampliamente documentado por historiadores y analizado en estudios sobre la forja de Castilla –entre ellos los trabajos de Gonzalo Martínez Díez– refleja la complejidad de un periodo en el que el poder se disputaba en cada rincón de la Península.

    Lejos de someterse definitivamente a la adversidad, Fernando Ansúrez supo mantener su influencia desde el exilio en León, donde siguió colaborando con la Iglesia. En el año 921 realizó generosas donaciones al prestigioso Monasterio de San Pedro de Cardeña, reforzando así la alianza entre la nobleza y la institución eclesiástica, vital para el proceso de consolidación territorial.


    La Reconquista del Poder y el Legado Inmortal

    La inestabilidad política permitió que, tras un breve interludio en el que fue sustituido por Nuño Fernández, el panorama cambiara radicalmente. Cuando Nuño optó por no alinearse con Alfonso IV de León y se refugió junto a Alfonso Froilaz, la figura de Fernando Ansúrez resurgió al ser nuevamente nombrado conde de Castilla. Su última aparición en los documentos, fechada el 24 de noviembre de 929, cierra un capítulo repleto de intrigas, batallas y episodios que marcaron el devenir de la historia castellana.

    Con el paso de los siglos, el eco de su figura no se apagó. Si bien algunos relatos legendarios –enraizados en la tradición oral y la literatura nacionalista– han llegado a situarlo en escenarios posteriores, atribuyéndole enfrentamientos en la época de Alfonso VI e incluso contiendas épicas con Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, es importante situar estos relatos en el marco simbólico de la exaltación del espíritu guerrero y la identidad castellana. Estos mitos, que encontraron eco en las letras de José Zorrilla y han sido reinterpretados en modernas composiciones musicales, subrayan el perdurable impacto de Ansúrez en el imaginario nacional.

    En tiempos recientes, su figura ha sido homenajeada en actos oficiales y en propuestas artísticas que buscan rescatar la memoria de los héroes fundadores de Castilla. Una cantata contemporánea, fruto de la colaboración entre el periodista Carlos Aganzo y el músico Ernesto Monsalve, ha llevado a los escenarios una visión renovada del Conde –con interpretaciones a cargo de reconocidos artistas como Luis Santana y Montserrat Martí Caballé–, convirtiéndose en un punto de encuentro entre la historia y la cultura popular. Este homenaje es, sin duda, un tributo al espíritu indomable que sentó las bases para el ascenso de Valladolid como núcleo urbano de gran relevancia.


    Vida Privada y Descendencia

    La intimidad de los grandes hombres de la historia también encierra misterios. Así es el caso de Fernando Ansúrez, casado con Muniadona, una dama de origen poco conocido que, pese a la escasez de datos sobre su filiación, dejó una huella en la historia a través de su único descendiente, Ansur Fernández. Este hijo continuó el legado nobiliario al ostentar el título de conde de Monzón y, en un breve interludio, el de Castilla, perpetuando así la estirpe y el honor de su familia en la turbulenta forja de la historia medieval.


    Consolidación Castellana

    La trayectoria de Fernando Ansúrez es un claro reflejo del convulso pero fértil proceso de consolidación de Castilla. Su vida, marcada por episodios de gloria, intrigas y redenciones, encarna el espíritu militante y visionario que ha inspirado a generaciones enteras. Lejos de ser un mero personaje del pasado, su legado continúa siendo una piedra angular en la construcción de la identidad castellana, recordándonos que en los anales de la historia –entre documentos y leyendas– se forjan los mitos que perduran en el tiempo.

     

     

  • El rey que unió los tronos de León y de Castilla; Fernando III, El Santo

    El rey que unió los tronos de León y de Castilla; Fernando III, El Santo

    Fernando III, conocido como «El Santo», marcó un antes y un después en la historia de la Península Ibérica al lograr, tras ocho siglos de división, la unión de las coronas de León y Castilla. Su reinado no solo significó la consolidación política y militar de ambos reinos, sino también el impulso de un proyecto cultural y religioso que dejó una huella imborrable en la historia medieval de España.

    La Unión de dos Reinos: Un Destino Ineludible

    La separación de los tronos de León y Castilla se remontaba a la muerte de Alfonso VII, cuyo reinado había fortalecido la Reconquista, aunque este proceso se había visto interrumpido durante los siglos posteriores. La división de las coronas, acontecimiento que perduró durante aproximadamente un siglo, encontró su solución en la figura de Fernando III, heredero de una compleja red dinástica y político-militar.

    Fernando ascendió al trono en Valladolid en junio de 1217, aunque su influencia y liderazgo se habían manifestado previamente en Autillo de Campos, en Palencia. Este acto simbólico de coronación en la capital fue fundamental para ganar el respaldo de la nobleza castellana, un sector siempre exigente y vigilante. La unión de los reinos, que había sido anhelada desde tiempos inmemoriales, se convirtió en una realidad bajo su mandato, dando inicio a un periodo de estabilidad y renovación.

    La Política del Diálogo y la Construcción del Reino

    A diferencia de otros monarcas guerreros de épocas anteriores, Fernando III se distinguió por un liderazgo basado en el diálogo y en la construcción de infraestructuras que embellecieran y fortalecieran el reino. Durante su reinado se iniciaron grandes obras arquitectónicas y culturales, siendo la imponente catedral de Burgos uno de los testimonios más elocuentes de su época. Este periodo fue también testigo del surgimiento de nuevas instituciones de saber, como la consolidación de la Universidad de Salamanca, que se convertiría en un centro neurálgico del conocimiento en Europa.

    El monarca, heredero de la reina Berenguela de Castilla, supo gestionar las tensiones y disputas internas que marcaron los primeros momentos de su mandato. La problemática surgida a raíz de la coronación, que había despertado la ire de algunos sectores nobles encabezados por figuras como don Álvar Núñez de Lara, se resolvió con la firmeza de Fernando y la mediación de su madre. El armisticio firmado en Burgos, y posteriormente el Pacto de Toro en 1218, fueron hitos fundamentales que permitieron cerrar viejas heridas y establecer un marco de paz entre las casas nobles, allanando el camino para la unión definitiva de Castilla y León.

    Conflictos, Alianzas y la Herencia de un Reino

    La compleja trama de alianzas y rivalidades familiares caracterizó el ascenso de Fernando III. La disputa por el trono no estuvo exenta de episodios dramáticos, como la oposición de ciertos nobles y el apoyo del rey Alfonso IX de León, padre de Fernando, quien en un principio contemplaba entregar su herencia a sus hijas de un matrimonio anterior. Estos conflictos, que involucraron disputas territoriales y de poder, culminaron en una serie de negociaciones y pactos que, si bien dejaron algunas tensiones, consolidaron la unidad del reino.

    La reunión en Burgos y el posterior armisticio demostraron la capacidad del monarca para mediar en situaciones complejas, equilibrando los intereses de diferentes facciones. La aceptación de la posesión de diversas ciudades y villas, junto con la asunción de deudas heredadas de monarcas anteriores, evidenció su compromiso con la estabilidad y el progreso del reino.

    Legado Cultural, Religioso y Político

    Fernando III no solo fue un hábil estratega en el campo militar, sino también un impulsor del desarrollo cultural y religioso. Bajo su reinado se inició la construcción de templos y edificaciones que aún hoy son símbolos del esplendor medieval español. La catedral de Burgos, la renovación de las catedrales en León y Toledo, y la consolidación de centros de enseñanza como la Universidad de Salamanca son parte del legado duradero de su mandato.

    Su muerte el 30 de mayo de 1252 marcó el fin de una era en la que el poder y la fe se entrelazaron para forjar un reino unido y próspero. La canonización de Fernando III en 1671 por el papa Clemente X no solo reconoció sus méritos militares y políticos, sino también su profunda religiosidad y su contribución a la expansión de la fe cristiana en la península.

    El Santo

    La figura de Fernando III, El Santo, trasciende su condición de monarca: es un símbolo de unidad, renovación y fe. Su habilidad para unir dos reinos que siempre estuvieron destinados a ser uno, junto con su visión de una España próspera y culturalmente rica, lo convierten en uno de los personajes más destacados de la historia medieval. A través de su reinado se sentaron las bases para la formación de un Estado moderno, en el que la unión política y la integración cultural serían elementos esenciales para el futuro de la nación.

    En el contexto actual, su legado nos invita a reflexionar sobre la importancia de la reconciliación y la colaboración en momentos de división, recordándonos que la unidad puede ser la clave para superar desafíos y alcanzar grandes metas. Fernando III sigue siendo, por tanto, un referente histórico y moral, cuya vida y obra continúan inspirando a generaciones a construir un futuro basado en la justicia, el conocimiento y la fe.

     

     

  • Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla, llamada «la Loca» (Toledo, 6 de noviembre de 1479-Tordesillas, 12 de abril de 1555), fue reina de Castilla de 1504 a 1555, y de Aragón y Navarra, desde 1516 hasta 1555, si bien desde 1506 no ejerció ningún poder efectivo y a partir de 1509 vivió encerrada en Tordesillas, primero por orden de su padre, Fernando el Católico, y después por orden de su hijo, el rey Carlos I.

    Por nacimiento, fue infanta de Castilla y Aragón. Desde joven, mostró signos de indiferencia religiosa que su madre trató de mantener en secreto. En 1496, contrajo matrimonio con su primo tercero Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, Brabante y conde de Flandes. Tuvo con él seis hijos. Por muerte de sus hermanos Juan e Isabel y de su sobrino Miguel de la Paz, se convirtió en heredera de las coronas de Castilla y de Aragón, así como en señora de Vizcaya, título que ya entonces iba unido a la corona de Castilla y que Juana heredó de su madre Isabel I de Castilla. A la muerte de su madre, Isabel la Católica, en 1504 fue proclamada reina de Castilla junto a su esposo; y a la de su padre, Fernando el Católico, en 1516 pasó a ser la nominal reina de Navarra y soberana de la corona de Aragón. Por lo tanto, el 25 de enero de 1516, se convirtió –en teoría– en la primera reina de las coronas que conformaron la actual España; sin embargo, desde 1506 su poder solo fue nominal, fue su hijo Carlos el rey efectivo de Castilla y de Aragón. El levantamiento comunero de 1520 la sacó de su cárcel y le pidió encabezar la revuelta, pero ella se negó, y cuando su hijo Carlos derrotó a los comuneros volvió a encerrarla. Más adelante Carlos ordenaría que la obligasen a recibir los sacramentos, aunque fuese mediante tortura.

    Fue apodada «la Loca» por una supuesta enfermedad mental alegada por su padre y por su hijo para apartarla del trono y mantenerla encerrada en Tordesillas de por vida. Se ha escrito que la enfermedad podría haber sido causada por los celos hacia su marido y por el dolor que sintió tras su muerte. Esta visión de su figura fue popularizada en el Romanticismo, tanto en pintura como en literatura.

    La aceptación de la «locura» de doña Juana se ha mantenido en mayor o menor medida durante el xx, pero está siendo revisada en el xxi, sobre todo a raíz de los estudios de la investigadora estadounidense Bethany Aram y de los españoles Segura Graíño y Zalama que han sacado a la luz nuevos datos sobre su figura.

    La vida de una princesa; De Castilla a Flandes

    La reina Juana fue la tercera de los hijos de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla. Nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479 y fue bautizada con el nombre del santo patrón de su familia, al igual que su hermano mayor, Juan.

    Desde pequeña, recibió la educación propia de una infanta e improbable heredera al trono, basada en la obediencia más que en el gobierno, a diferencia de la exposición pública y las enseñanzas del gobierno requeridos en la instrucción de un príncipe heredero. En el estricto e itinerante ambiente de la corte castellano-aragonesa de su época, Juana estudió comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras propias de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, el entrenamiento como amazona y el conocimiento de lenguas romances propias de la península ibérica, además del francés y del latín. Entre sus principales preceptores se encontraban el sacerdote dominico Andrés de Miranda, Beatriz Galindo y su madre, la reina, que trató de moldearla a su «hechura devocional».

    El manejo de la casa de la infanta y, por ende, de su ambiente inmediato estaba totalmente dominado por sus padres. La casa incluía personal religioso, oficiales administrativos, personal encargado de la alimentación, criadas y esclavas,6​ todos seleccionados por sus padres sin intervención de ella misma. A diferencia de Juana, su hermano Juan, príncipe de Asturias y de Gerona, comenzó a hacerse cargo de su casa y de posesiones territoriales como entrenamiento en el dominio de sus futuros reinos.

    Ya en 1495 Juana daba muestras de escepticismo religioso y poca devoción por el culto y los ritos cristianos. Este hecho alarmaba a su madre, que ordenó que se mantuviese en secreto.

    Como era costumbre en la Europa de esos siglos, Isabel y Fernando negociaron los matrimonios de todos sus hijos con el fin de asegurar objetivos diplomáticos y estratégicos. A fin de reforzar los lazos con el emperador Maximiliano I de Habsburgo contra los monarcas franceses de la dinastía Valois, ofrecieron a Juana en matrimonio a su hijo, Felipe, archiduque de Austria. A cambio de este enlace, los Reyes Católicos pedían la mano de la hija de Maximiliano, Margarita de Austria, como esposa para el príncipe Juan. Con anterioridad, Juana había sido considerada para el delfín Carlos, heredero del trono francés, y en 1489 pedida en matrimonio por el rey Jacobo IV de Escocia, de la dinastía Estuardo.

    En agosto de 1496, la futura archiduquesa partió de Laredo en una de las carracas genovesas al mando del capitán Juan Pérez. La flota también incluía, para demostrar el esplendor de la corona castellano-aragonesa a las tierras del norte y su poderío al hostil rey francés, otros diecinueve buques, desde naos a carabelas, con una tripulación de 3500 hombres, al mando del almirante Fadrique Enríquez de Velasco,9​ y pilotada por Sancho de Bazán. Se le unieron asimismo unos sesenta navíos mercantes que transportaban la lana exportada cada año desde Castilla. Era la mayor flota en misión de paz montada hasta entonces en Castilla.10​ Juana fue despedida por su madre y hermanos, e inició su rumbo hacia Flandes, hogar de su futuro esposo.

    La travesía tuvo algunos contratiempos que, en primer lugar, la obligaron a tomar refugio en Portland, Inglaterra, el 31 de agosto. Cuando finalmente la flota pudo acercarse a Middelburg, Zelanda, una carraca genovesa que transportaba a 700 hombres, las vestimentas de Juana y muchos de sus efectos personales, encalló en un banco de piedras y arena y tuvo que ser abandonada.11​10​

    Juana, por fin en las tierras del norte, no fue recibida por su prometido. Ello se debía a la oposición de los consejeros francófilos de Felipe a las alianzas de matrimonio pactadas por su padre el emperador. Aún en 1496, los consejeros albergaban la posibilidad de convencer a Maximiliano de la inconveniencia de una alianza con los Reyes Católicos y las virtudes de una alianza con Francia.

    Contrato matrimonial entre Juana y Felipe el Hermoso (1495). Archivo General de Simancas.
    La boda se celebró formalmente, por fin, el 20 de octubre de 1496 en la iglesia colegiata de San Gumaro de la pequeña ciudad de Lier, gracias a la influencia de la familia Berghes. El obispo de Cambrai, que posteriormente sería el líder de la facción españolista, Enrique de Bergen, realizó la ceremonia oficial de la boda. El ambiente de la corte con el que se encontró Juana era radicalmente opuesto al que vivió en su España natal. Por un lado, la sobria, religiosa y familiar corte de Fernando e Isabel contrastaba con la desinhibida y muy individualista corte borgoñona-flamenca, muy festiva y opulenta gracias al comercio de tejidos que sus mercados dominaban desde hacía un siglo y medio. En efecto, a la muerte de María de Borgoña, la casa de Felipe, de cuatro años, había sido rápidamente dominada por los grandes nobles borgoñones, principalmente a través de consejeros adeptos y fieles a sus intereses.

    Aunque los futuros esposos no se conocían, se enamoraron al verse. No obstante, Felipe pronto perdió el interés en la relación, lo cual hizo nacer en Juana unos celos que han sido considerados patológicos por varios autores.

    Al poco tiempo llegaron los hijos, con periodos de abstinencia conyugal que agudizaron los celos de Juana. El 15 de noviembre de 1498, en la ciudad de Lovaina (cerca de Bruselas), nació su primogénita, Leonor, llamada así en honor de la abuela paterna de Felipe, Leonor de Portugal. Juana vigilaba a su esposo todo el tiempo y, pese al avanzado estado de gestación de su segundo embarazo, del que nacería Carlos (llamado así en honor al abuelo materno de Felipe, Carlos el Temerario), el 24 de febrero de 1500, asistió a una fiesta en el palacio de Gante. Aquel mismo día tuvo a su hijo, según se dice, en un retrete del palacio. Al año siguiente, el 18 de julio de 1501, en Bruselas, nació una hija, llamada Isabel en honor de la madre de Juana, Isabel la Católica.

    Varios sacerdotes enviados a Flandes por los Reyes Católicos informaron en este tiempo de que Juana seguía resistiéndose a confesarse y a asistir a misa.

    Reina de Castilla

    Muertos sus hermanos Juan (1497) e Isabel (1498), así como el hijo de esta, el infante portugués Miguel de Paz (1500), Juana se convirtió en heredera de Castilla y Aragón. En noviembre de 1501 Felipe y Juana, dejando a sus hijos en Flandes, emprendieron camino hacia Castilla por tierra desde Bruselas. Tardaron seis meses en llegar a Toledo, 10​ donde prestaron juramento como herederos ante las cortes castellanas en la catedral de Toledo el 22 de mayo de 1502.

    En 1503 el marido de Juana, Felipe, regresó a Flandes a fin de resolver unos asuntos mientras que Juana, embarazada, permanecía en España a petición de sus padres, quienes deseaban que ella conociera a sus futuros súbditos. Estar alejada de su marido e hijos la sumió en una gran tristeza.10​ El 10 de marzo de 1503, en la ciudad de Alcalá de Henares, dio a luz un hijo al que llamó Fernando en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico. Tras el parto, y con sus tres hijos mayores en Bruselas, Juana volvió a pedir autorización para regresar a Flandes, pero su madre se opuso. La guerra con Francia convertía en inviable el camino por tierra. Ante la insistencia de Juana, Isabel ordenó al obispo Fonseca que recluyera a su hija en el castillo de la Mota. Madre e hija terminaron en disputa y, al final, Isabel consintió que Juana regresase a Flandes, donde llegó en junio de 1504.10​ El episodio del castillo de la Mota, en el que la hija incurrió en desacato, había causado tanto disgusto a la reina que se vio obligada a justificarla delante de distintas personalidades. Rogó a su esposo que, cuando Juana llegara a Flandes, la vigilara gente de su confianza para evitar nuevos desacatos, aunque esperaba que la reunión con el esposo produjera un efecto beneficioso en el carácter de su hija.4

    La reina Isabel murió el 26 de noviembre de 1504, planteándose el problema de la sucesión en Castilla. Según el historiador Gustav Bergenroth, su madre desheredó a Juana en su testamento porque no iba a misa ni quería confesarse.2​ Sin embargo, su padre, Fernando, la proclamó reina de Castilla y siguió él mismo gobernando el reino.

    Pero el marido de Juana, el archiduque Felipe, no estaba dispuesto a renunciar al poder, y en la concordia de Salamanca (1505) se acordó el gobierno conjunto de Felipe, Fernando el Católico y la propia Juana. Entretanto, Felipe y Juana permanecieron en la corte de Bruselas, donde el 15 de septiembre de 1505 ella dio a luz a su quinto hijo, una niña llamada María (llamada así en honor a su abuela paterna, María de Borgoña). Mientras tanto, se preparó una gran flota para transportar a la nueva familia real castellana a su reino.

    A finales de 1505, Felipe estaba impaciente por llegar a Castilla y por ello ordenó que zarpase la flota cuanto antes, a pesar del riesgo que suponía navegar en invierno. Partieron el 10 de enero de 1506, con 40 barcos. En el canal de la Mancha, una fuerte tormenta hundió varios navíos y dispersó al resto. Se temió por la vida de los reyes, que al final recalaron en Portland. La armada tuvo que permanecer durante tres meses en Inglaterra. En Londres, Juana pudo visitar durante un día a su hermana Catalina, a la que no veía desde hacía diez años.10​ Zarparon de nuevo en abril de 1506 y en vez de dirigirse a Laredo, donde se los esperaba, pusieron rumbo a La Coruña, probablemente para ganar tiempo y poder reunirse con nobles castellanos antes de presentarse ante Fernando.10​ Felipe consiguió el apoyo de la mayoría de la nobleza castellana, por lo que Fernando tuvo que firmar la concordia de Villafáfila (27 de junio de 1506) y retirarse a Aragón con una serie de compensaciones económicas.10​ Felipe fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Valladolid con el nombre de Felipe I.

    Juana la Loca (1836), por Charles de Steuben. Palais des Beaux-Arts (Lille).
    El 25 de septiembre de ese año murió Felipe I el Hermoso en el Palacio de los Condestables de Castilla; según algunos, envenenado, y entonces circularon rumores sobre una supuesta locura de Juana. En ese momento ella decidió trasladar el cuerpo de su esposo desde Burgos, donde había muerto y en el que ya había recibido sepultura, hasta Granada, tal como él mismo había dispuesto viéndose morir (excepto su corazón, que deseaba que se mandase a Bruselas, como así se hizo), viajando siempre de noche. Pero su padre se mostró reacio a permitir que su yerno estuviera enterrado en Granada antes que él mismo,14​ y los desplazamientos se limitaron en un espacio reducido en Castilla.15​ La reina Juana no se separaría ni un momento del féretro y este traslado se prolongaría durante ocho fríos meses por tierras castellanas. Acompañaron al féretro gran número de personas, entre las que se contaban religiosos, nobles, damas de compañía, soldados y sirvientes diversos. Ello hizo que las murmuraciones sobre la locura de la reina aumentasen cada día entre los habitantes de los pueblos que atravesaban. Después de unos meses, los nobles, «obligados» por su posición a seguir a la reina, se quejaron de estar perdiendo el tiempo en esa «locura» en lugar de ocuparse, como deberían, de sus tierras. En la ciudad de Torquemada (Palencia), el 14 de enero de 1507, Juana daba a luz a su sexto hijo y póstumo de su marido, una niña bautizada con el nombre de Catalina (llamada así en honor a su hermana pequeña, Catalina de Aragón).

    En cuanto al gobierno del reino, el 24 de septiembre,16​ la víspera de la muerte de Felipe I, los nobles acordaron formar un Consejo de Regencia interina para gobernar provisionalmente el reino17​ presidido por Cisneros y formado por el almirante de Castilla, el condestable de Castilla; Pedro Manrique de Lara y Sandoval, duque de Nájera; Diego Hurtado de Mendoza y Luna, duque del Infantado; Andrés del Burgo, embajador del emperador; y Filiberto de Vere, mayordomo mayor del rey Felipe.18​19​ La nobleza y las ciudades contendieron acerca de quién debía desempeñar la Regencia, pues por un lado estaban los que querían al emperador Maximiliano durante la minoría del príncipe Carlos, como los Manrique, Pacheco y Pimentel; y por otro lado, los que querían la regencia de Fernando el Católico tal y como quedó establecida en el testamento de Isabel la Católica y las cortes de Toro de 1505, como los Velasco, Enríquez, Mendoza y Álvarez de Toledo.20​21​ Sin embargo, la reina Juana trató de gobernar por sí misma, revocó e invalidó las mercedes otorgadas por su marido, para lo cual intentó restaurar el Consejo Real de la época de su madre.

    Sin consultar a Juana, Cisneros acudió a Fernando el Católico para que regresara a Castilla.23​ Pero a pesar de los intentos de Cisneros, nobles y prelados, la reina no reclamó a su padre para gobernar24​ y de hecho llegó a prohibir la entrada del arzobispo a palacio.25​ Para dar legalidad al nombramiento de regente a Fernando el Católico, el Consejo Real y Cisneros buscaron encauzar el vacío de poder con la convocatoria de Cortes, pero la reina se negó a convocarlas, y los procuradores abandonaron Burgos sin haberse constituido como tales.

    Tras regresar de tomar posesión del Reino de Nápoles, Fernando el Católico se entrevistó con su hija el 28 de agosto de 1507,23​ y volvió a asumir el gobierno de Castilla. En febrero de 1509, Fernando ordenó encerrar a Juana en Tordesillas para evitar que se formase un partido nobiliario en torno de su hija,27​ encierro que mantendría su hijo Carlos I más adelante. El encierro de Juana también estuvo motivado para impedir las apetencias del rey de Inglaterra y el emperador sobre el gobierno de Castilla. El rey Enrique VII de Inglaterra manifestó su interés en casarse con Juana, y Fernando tuvo que salvar diplomáticamente el asunto presentando a su nieto Carlos, príncipe de Asturias, como su hijo y sucesor, y planteando el matrimonio del príncipe con María Tudor, hija del rey inglés; Enrique VII murió en 1509 y su sucesor, Enrique VIII, se casó con la hija de Fernando, Catalina de Aragón, zanjando la oposición inglesa a la regencia de Fernando.28​ Solo quedaba la oposición del emperador Maximiliano I, que amenazó con traer a su nieto, el príncipe de Asturias, a Castilla y gobernar en su nombre, al temer que el segundo matrimonio de Fernando podría engendrar un hijo varón que podría poner en peligro la sucesión de su nieto, el príncipe Carlos.29​ Fernando aprovechó la debilidad del emperador en Italia frente a Venecia para asegurarse un acuerdo favorable en Blois en diciembre de 1509, que respetaba la voluntad de Isabel la Católica a cambio de unas no excesivas compensaciones económicas,30​ por lo que el emperador renunciaba a sus pretensiones de regencia en Castilla, y en las Cortes de 1510 ratificaron a Fernando como regente.

    Real acuñado en México con la leyenda «Carlos y Juana, de las Españas y las Indias».
    En 1515 Fernando incorporó a la Corona de Castilla el Reino de Navarra, que había conquistado tres años antes. En 1516 murió el rey y, por su testamento, Juana se convirtió en reina nominal también de Aragón. Sin embargo, varias instituciones de la Corona aragonesa no la reconocieron como tal en virtud de la complejidad institucional de los fueros. Ejercieron la regencia de Aragón el arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, y la de Castilla el cardenal Cisneros hasta la llegada del príncipe Carlos desde Flandes.

    Carlos se benefició de la coyuntura de la incapacidad de Juana para proclamarse reina, de forma que se apropió de los títulos reales que le correspondían a su madre. Así, oficialmente, ambos, Juana y Carlos, correinaron en Castilla y Aragón. De hecho, Juana nunca fue declarada incapaz por las Cortes de Castilla ni se le retiró el título de reina. Mientras vivió, en los documentos oficiales debía figurar en primer lugar el nombre de la reina Juana. Pero, en la práctica, Juana no tuvo ningún poder real porque Carlos mantuvo a su madre encerrada. De hecho, ordenó que la obligasen a asistir a misa y confesarse, empleando tortura si fuere necesario.

    Juana, la agonía de Castilla y los Comuneros

    Desde que su padre la recluyera, en 1509, la reina Juana permaneció cuarenta y seis años en una casona-palacio-cárcel de Tordesillas, vestida siempre de negro y con la única compañía de su última hija, Catalina, hasta que esta salió en 1525 para casarse con Juan III de Portugal. Murió el 12 de abril de 1555. Según algunos autores, Juana y su hija fueron ninguneadas y maltratadas física y psicológicamente por sus carceleros. Especialmente duros fueron los largos años de servicio de los segundos marqueses de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas y su esposa, Francisca Enríquez. El marqués cumplió su función con gran celo, como parecía jactarse en una carta dirigida al emperador en la que aseguraba que, aunque doña Juana se lamentaba constantemente diciendo que la tenía encerrada «como presa» y que quería ver a los grandes, «porque se quiere quejar de cómo la tienen», el rey debía estar tranquilo, porque él controlaba la situación y sabía dar largas a esas peticiones. El confinamiento de doña Juana, por su presunta incapacidad mental, era esencial para la legitimidad en el trono castellano, primero de su padre, Fernando, y después de su hijo, Carlos I. Ante cualquier sospecha de que la reina estaba, en realidad, mentalmente estable, los adversarios del nuevo rey podrían derrocarlo por usurpador. De ahí que la figura de doña Juana se convirtiera en una pieza clave para legitimar el movimiento de las Comunidades.

    Los reyes Fernando y Carlos trataron de borrar cualquier vestigio documental del encierro de la reina Juana. No existe rastro alguno de la correspondencia intercambiada entre Fernando y Luis Ferrer; y Carlos V parece haber tenido el mismo cuidado. Incluso Felipe II ordenó quemar ciertos papeles relativos a su abuela.31​ En la documentación conservada sobre su Casa Real, como son las cuentas tomadas por su tesorero, el vitoriano Ochoa de Landa, se puede encontrar valiosa información al respecto.​

    El levantamiento comunero (1520) la reconoció como soberana en su lucha contra Carlos I. Después del incendio de Medina del Campo, el gobierno del cardenal Adriano de Utrecht se tambaleó. Muchas ciudades y villas se sumaron a la causa comunera, y los vecinos de Tordesillas asaltaron el palacio de la reina obligando al marqués de Denia a aceptar que una comisión de los asaltantes hablara con doña Juana. Entonces se enteró la reina de la muerte de su padre y de los acontecimientos que se habían producido en Castilla desde ese momento. Días más tarde Juan de Padilla se entrevistó con ella, explicándole que la Junta de Ávila se proponía acabar con los abusos cometidos por los flamencos y proteger a la reina de Castilla, devolviéndole el poder que le había sido arrebatado, si es que ella lo deseaba. A lo cual doña Juana respondió: «Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos». El entusiasmo comunero, después de esas palabras, fue enorme. Su causa parecía legitimada por el apoyo de la reina.

    A partir de ahí el objetivo de los comuneros sería, en primer lugar, demostrar que doña Juana no estaba loca y que todo había sido un complot, iniciado en 1506, para apartarla del poder; y después, que la reina, además de con sus palabras, avalara con su firma los acuerdos que se fueran tomando. Para ello, la Junta de Ávila se trasladó a Tordesillas, que se convertiría por algún tiempo en centro de actuación de los comuneros. Después de estos cambios, todos, incluso el cardenal, afirmaban que doña Juana «parece otra» porque se interesaba por las cosas, salía, conversaba, cuidaba de su personal y, por si fuera poco, pronunciaba unas atinadas y elocuentes palabras ante los procuradores de la Junta; palabras que recogieron notarios y se comenzaron a difundir. Pero la Junta necesitaba algo más que palabras de la reina, necesitaba documentos, necesitaba la firma real para validar sus actuaciones. Una firma que podía suponer el final del reinado de Carlos, como recuerda a este el cardenal Adriano: «Si firmase su alteza, que sin duda alguna todo el Reino se perderá». Pero en esto los comuneros, como antes los partidarios del rey, tropezaron con la férrea negativa de doña Juana, a la que ni ruegos ni amenazas hicieron firmar papel alguno.

    A finales de 1520, el ejército imperial entró en Tordesillas, restableciendo en su cargo al marqués de Denia. Juana volvió a ser una reina cautiva, como aseguraba su hija Catalina, cuando comunicaba al emperador que a su madre no la dejaban siquiera pasear por el corredor que daba al río: «Y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna».

    La vida de doña Juana se deterioró progresivamente, como testimoniaron los pocos que consiguieron visitarla. Sobre todo cuando su hija menor, que procuró protegerla frente al despótico trato del marqués de Denia, tuvo que abandonarla en 1525 para contraer matrimonio con el rey de Portugal. Desde ese momento, los episodios depresivos se sucedieron cada vez con más intensidad.

    En los últimos años, a la presunta enfermedad mental se unía la física, completamente cierta. Tenía grandes dificultades en las piernas, las cuales finalmente se le paralizaron. Entonces volvió a ser objeto de discusión su indiferencia religiosa, sugiriendo algunos religiosos que podía estar endemoniada. Por ello, su nieto, Felipe II, pidió a un jesuita, el futuro san Francisco de Borja, que la visitara y averiguara qué había de cierto en todo ello. Después de hablar con ella, el jesuita aseguró que las acusaciones carecían de fundamento y que, dado su estado mental, quizá la reina no había sido tratada adecuadamente. Sin embargo, en su lecho de muerte se negó a confesarse al serle administrada la extremaunción.

    Controversia sobre su salud mental

    La versión oficial en el siglo xvi fue que la reina Juana había sido retirada del trono por su incapacidad debida a una enfermedad mental. Se ha escrito que pudo padecer de melancolía,33​trastorno depresivo severo,33​34​ psicosis,34​ esquizofrenia heredada33​34​ o, más recientemente, un trastorno esquizoafectivo.35​ Hay debate sobre el diagnóstico de su enfermedad mental, considerando que sus síntomas se agravaron por un confinamiento forzoso y el sometimiento a otras personas. También se ha especulado que pudo heredar alguna enfermedad mental de la familia de su madre, ya que su abuela materna, Isabel de Portugal, reina de Castilla, padeció por lo mismo durante su viudez después de que su hijastro la exiliara a Arévalo, en Ávila.

    Gustav Bergenroth fue el primero, en los años 1860, que halló documentos en Simancas y en otros archivos que mostraban que la hasta entonces llamada Juana «la Loca» en realidad había sido víctima de una confabulación tramada por su padre, Fernando el Católico, y luego confirmada por su hijo, Carlos I.

  • Gonzalo Núñez, primer señor de la Casa de Lara

    Gonzalo Núñez, primer señor de la Casa de Lara

    Gonzalo Núñeza​ (fl. 1059–1106) fue el primer personaje de la Casa de Lara, en el cual «coinciden historiadores y genealogistas antiguos y modernos pues con él se inicia la historia documentalmente probada del linaje».2​3​b​ La casa de Lara fue una de las principales de los reinos de Castilla y de León, y varios de sus miembros desempeñaron un papel de máxima relevancia en la historia de la España medieval. Posiblemente emparentado con los Salvadórez, hijos de Salvador González, y por matrimonio con el poderoso linaje de los Alfonso en Tierra de Campos y Liébana, así como los Álvarez, Gonzalo fue muy probablemente descendiente de los condes de Castilla.

    La genealogía propuesta por Luis de Salazar y Castro en su obra sobre la Casa de Lara ha sido aceptada durante siglos, aunque varios historiadores modernos la han puesto en duda. Según Salazar y Castro, Gonzalo, el tercero de su nombre, era descendiente de los condes de Castilla, hijo de un Nuño o Munio González quien sería, a su vez, hijo de Gonzalo Fernández, el primogénito del conde Fernán González. El autor, sin embargo, confunde a varios homónimos, asume que son la misma persona, y no aporta prueba documental para sostener esta filiación.​ Además, según consta en la documentación medieval, Gonzalo Fernández, hijo del conde Fernán González, aparece por última vez en la documentación el 29 de junio de 959 y en febrero de 984 su viuda Fronilde Gómez hace una donación al Monasterio de San Pedro de Cardeña en sufragio por el alma de su marido y en el documento consta que solamente tuvieron un hijo llamado Sancho.

    Ramón Menéndez Pidal en La España del Cid (1929) consideró a Gonzalo como hijo de Nuño o Munio Salvadórez, hermano de Gonzalo Salvadórez.​ La historiadora María del Carmen Carlé en «Gran Propiedad y grandes propietarios» (1973) sugirió la relación con los Salvadores. Según su hipótesis el parentesco vendría por Goto González, a quien hace hija de Gonzalo Salvadórez y esposa de Nuño Álvarez, quien, según la autora, sería el padre de Gonzalo Núñez de Lara. Sin embargo, según referencias documentales, Goto González Salvadórez fue la esposa del conde asturiano Fernando Díaz,​ hermano de Jimena Díaz la mujer de Rodrigo Díaz de Vivar. Nuño Álvarez, fallecido en 1065, probablemente fue teniente en Amaya y su familia tenía propiedades entre el Arlanzón y el Duero, lo cual explicaría el «poderío de los Lara en la región».

    Otra de las filiaciones propuestas sería la de la historiadora Julia Montenegro en su estudio sobre el Monasterio de Santa María la Real de Piasca, que demuestra la relación con los Alfonso,​ origen de los linajes Osorio, Villalobos y Froilaz.​ Según su teoría, el conde Gutierre Alfonso y su esposa Goto fueron padres de María Gutiérrez, quien contrajo matrimonio con Nuño Álvarez, y estos serían los padres de Gonzalo Núñez de Lara.​

    La medievalista Margarita Torres Sevilla-Quiñones de León concuerda que existió un parentesco con los Alfonso, no obstante, según esta historiadora, María Gutiérrez y Nuño Álvarez no fueron los padres de Gonzalo Núñez de Lara, sino de su esposa Goto Núñez,​ según se desprende de una donación en 1087 al Monasterio de San Millán de la Cogolla donde Gonzalo Núñez de Lara con su esposa Goto y su cuñada Urraca donan al monasterio dos terceras partes del Monasterio de San Martín de Marmellar.​ Un año más tarde, la Urraca mencionada en la donación anterior, ofreció al mismo monasterio una heredad que había sido de su tío, Munio Álvarez y de su madre María, hija del conde Gutierre Alfonso.​ En 1097 aparece otra vez Urraca donando otras propiedades al Monasterio de Sahagún, donación confirmada por Gonzalo Núñez, y en 1088, junto a su madre María Gutiérrez, hizo donación de una divisa en Villa Fitero al Monasterio de San Millán.

    Una de las hipótesis es la de Margarita Torres, quien opina que el padre de Gonzalo Núñez de Lara fue Munio González, hijo de Gonzalo García, hijo a su vez del conde de Castilla García Fernández.​ Munio González, probablemente conde en Álava en la década de 1030, era hermano de Salvador González, lo cual explicaría el parentesco entre los Lara y los Salvadórez.​ Ambos hermanos fueron vasallos del rey Sancho Garcés III de Pamplona.​ Munio González, el hermano de Salvador, aparece frecuentemente en la documentación junto con sus sobrinos, Gonzalo y Álvaro Salvadórez.

    Aunque «no cabe duda de que hubo vínculos estrechos entre esta familia (los Salvadórez) y los Lara a lo largo del siglo XII» no existe ningún documento que confirme la filiación paterna del primer señor de Lara. El historiador Carlos Estepa Díez también difiere y no comparte la filiación paterna propuesta por Margarita Torres. Sin embargo, Antonio Sánchez de Mora opina que, aunque «queda por definir la filiación de Gonzalo Núñez de Lara», la hipótesis de Margarita Torres según la cual Gonzalo era hijo de Munio González, hermano de Salvador González, es la «más certera». Lo único que se ha podido demostrar es que Goto Núñez, la esposa de Gonzalo, era del linaje de los Alfonso y de los Álvarez y, aunque «parece que existen estrechos lazos entre los Lara y los Salvadórez (…) aún faltan pruebas documentales para poder establecer la ascendencia precisa.»

    Semblanza biográfica

    Gonzalo Núñez gozó del favor real y «ascendió a grandes alturas gracias a las mercedes del rey». En 1098, Alfonso VI en una donación al Monasterio de San Millán de Suso se refiere a él como su «bien amado Gonzalo Núñez».​ Aunque no ostentó el título condal, figura frecuentemente en la documentación con el apelativo «senior», igual que otros magnates castellanos del siglo XI. Aparte de confirmar como senior Gondissalvo Munnioz, también aparece con el título de potestas y dominante Lara, topónimo que dio nombre a su linaje, aunque no fue hasta el siglo XII que sus miembros lo añadieron a respectivos patronímicos.

    Su presencia en la curia regia se constata desde 1059 cuando aparece en varias ocasiones confirmando diplomas reales, junto con Gonzalo Salvadórez, de los reyes Fernando I, Sancho II, y Alfonso VI,​ aunque en algunos casos, al no mencionar la tenencia que gobernaba, podría tratarse de un homónimo.

    Ejerció varias tenencias, incluyendo Carazo, Huerta, Osma y Lara, esta última gobernada durante catorce años desde 1081 hasta 1095. Sus propiedades se encontraban en Castilla la Vieja, Tierra de Campos y en Asturias, y tenía derechos en Hortigüela,​ así como en los pueblos de Duruelo de la Sierra, y Covadela.

    En 1067, acompañó a Gonzalo Salvadórez, al conde Fernando Ansúrez y a los obispos de León y de Astorga a la ciudad de Sevilla, siguiendo las órdenes del rey Fernando I, quien les había encomendado la misión de traer el cuerpo de santa Justa.

    Participó en una campaña en tierras portuguesas en 1093 y en 1095 desempeñó un papel relevante en la cerca de Huesca.​ Tres años más tarde, en 1096 acudió con sus mesnadas y otros nobles, tal como el conde García Ordóñez, al socorro de Huesca en la batalla de Alcoraz, que pertenecía al rey de la taifa de Zaragoza Al-Musta’in II y estaba siendo sitiada por Pedro I de Aragón. La ayuda castellana al rey musulmán fue infructuosa, pues Huesca fue conquistada el 15 de noviembre de ese año. En 1098 tuvo una intervención importante en la repoblación de Almazán y Medinaceli después que fuese conquistada en 1104 así como en Andaluz, esta última plaza posiblemente parte de su señorío.

    Fue patrono de varios monasterios a los que hizo donación y él y su esposa Goto estuvieron muy vinculados al Monasterio de Santa María la Real de Piasca, que había sido de la familia de Goto, los Alfonso. Su hijo Rodrigo en una donación efectuada en 1122 recordaba que había sido edificado por sus abuelos y que sus padres habían sido patronos del cenobio: edificaberunt abios et patronos atque parentes nostros.​

    Su última aparición en la documentación medieval fue el 12 de diciembre de 1105 en el Monasterio de San Salvador de Oña y probablemente falleció poco después.​ Sus hijos Pedro y Rodrigo «fueron los principales artífices del ascenso del linaje de Lara».

    Matrimonio y descendencia

    Gonzalo Núñez se casó con Goto Núñez, hija del magnate castellano Nuño Álvarez y de María Gutiérrez, hija de Gutierre Alfonso, conde en Grajal, y de la condesa Goto,​ De este matrimonio nacieron los siguientes hijos que están documentados:

    • Pedro González de Lara (m. 1130),​ uno de los magnates castellanos más poderosos de su tiempo y amante de la reina Urraca con quien, según el arzobispo de Santiago Diego Gelmírez, «mantuvo una relación escandalosa» a partir de 1112 y con quien tuvo descendencia.
    • Rodrigo González de Lara (m. después de 1144),​ conde y miembro destacado de la casa de Lara.
    • Teresa González de Lara. En 1095, sus padres ofrecieron a su hija Teresa al abad Domingo y al Monasterio de Sahagún y al de San Pedro de los Molinos y donaron varias propiedades, entre ellas, la parte que les correspondía en Melgar de Abduz, Gordaliza, Fonte Oria, Vecilla, y otras villas, todas relacionadas con el linaje de los Alfonso. Teresa profesó en el Monasterio de San Pedro de Los Molinos y llegó a ser abadesa en el de San Pedro de las Dueñas por lo menos entre 1126 y 1137.
    • María González de Lara (m. después de 1141), quien contrajo matrimonio con Íñigo Jiménez, señor de los Cameros y del valle de Arnedo antes de junio de 1109,​ año en que ambos otorgaron testamento. Aparece con su hijo, también señor de los Cameros, Jimeno Íñiguez confirmando una donación hecha por su hermano Rodrigo al Monasterio de San Pedro de Arlanza de la villa de Huérmeces.

    Pudo ser padre también de una Goto González, quien aparece con su sobrino, Manrique Pérez de Lara en 1143 cuando este otorgó fuero a Los Ausines. Algunos genealogistas opinan que estuvo casada con Rodrigo Muñoz, señor de Guzmán y de Roa, aunque según las fuentes medievales, Rodrigo Muñoz, cabeza del linaje de los Guzmán, estuvo casado con Mayor Díaz.

    Salazar y Castro añadió a otras hijas cuya existencia es dudosa, entre ellas Elvira González de Lara —que dice fue la esposa de Pedro Núñez de Fuentearmegil— y a una Sancha González, a quien casa con el conde Fernando Pérez de Traba, aunque la esposa documentada del conde gallego fue realmente hija de Gonzalo Ansúrez y de Urraca Bermúdez.

    Algunas apariciones en la documentación del monasterio de San Millán

    • 1086. Participa en la donación de Diego Gustioz y su mujer Elo y dona su cuarta parte en San Felices de Dávalos: Militer ego senior Gondissalvo Munioz, cum coniuge mea Goto donamus nostram quartam quam habemus in Sancti Felicis de Davalos cum quantum ad nos pertinet, ab omni integritate.
    • 1087: Gundissalvo Nunnez una cum uxore mea dompna Goto et mea cognata dompna Urraca et dompna Ariel Nunniz… donan al monasterio las dos terceras partes del Monasterio de San Martín de Marmellar.
    • 1089, noviembre 25: Alfonso VI confirma al monasterio la exención de fonsado. Entre los confirmantes, sennor Gonçalvo Nunnez de Lara.
    • 1089: Gonzalvo Nunnez dominante Lara ofrece a San Millán el monasterio de San Millán de Revenga con sus dependencias, donación confirmada por el rey Alfonso VI.
    • 1094, febrero 28: Confirma donación de Juliana Fortúnez domno Gundissalvo Nunnez regente Lara et Auxunia (Los Ausines).
    • 1095:Senior Gonzalvo Nunnez et uxor mea domna Goto, dominantes Lara dona a San Millán la iglesia de San Millán de Velilla con sus dependencias.
    • 1098, abril 7: Alfonso VI dona a San Millán la iglesia de Santa María de dos Ramas en Almazán. En este documento, el rey se refiere a Gonzalo como dilectus meus Gonzalvus Nunnez («mi muy amado Gonzalo Núñez»).
  • El conde Nuño Fernández: El legado y gobierno de Castilla

    El conde Nuño Fernández: El legado y gobierno de Castilla

    Nuño Fernández
    Conde de Castilla (c. 920 – 927)

    Nuño Fernández fue un conde de Castilla durante un breve pero significativo período a comienzos del siglo X. Aunque su mandato es relativamente corto y las fuentes históricas que detallan su vida son limitadas, se le reconoce como una figura influyente dentro del contexto de la reconquista cristiana de la Península Ibérica y la consolidación de los territorios castellanos.

    Contexto histórico

    El siglo X en la Península Ibérica fue una época marcada por las tensiones entre los reinos cristianos del norte y el Califato de Córdoba en el sur. Durante este tiempo, la figura de los condes de Castilla comenzó a ganar importancia, sirviendo como líderes de un territorio que aún estaba en proceso de formación y consolidación.

    Ascenso al condado de Castilla

    Nuño Fernández se convirtió en conde de Castilla alrededor del año 920. No existen muchos detalles acerca de su ascenso, pero se presume que pudo haber tenido apoyo de sectores nobiliarios o vínculos familiares con figuras de poder, dado que los títulos y territorios eran a menudo disputados y controlados por la nobleza.

    El rol de Nuño Fernández

    Como conde, Nuño Fernández tuvo que enfrentar los desafíos derivados del constante avance musulmán en la península y las disputas internas que caracterizaban a la nobleza cristiana. Si bien no se tienen registros de grandes campañas militares o acciones relevantes como las de otros condes más prominentes, su gobierno representó un periodo de transición y resistencia para mantener el control de la región. Es posible que estuviera implicado en la defensa de las fronteras castellanas y en asegurar alianzas con otras figuras políticas cercanas, aunque los detalles exactos son oscuros.

    Descendencia y sucesión

    Los registros históricos no son claros sobre si Nuño Fernández dejó descendencia directa ni sobre su familia, ya que muchas de las crónicas se centran más en sus sucesores inmediatos, quienes consolidaron aún más la autonomía de Castilla respecto a León y otras entidades. Su tiempo como conde terminó alrededor de 927, y es sucedido por otros nobles que continúan con el proceso de fortalecimiento de Castilla como una entidad política.

    Legado

    Aunque no es uno de los condes más destacados por sus logros específicos, Nuño Fernández representa el tipo de liderazgo que fue necesario para la supervivencia de los territorios cristianos en una época de gran fragilidad y constante lucha. Su mandato puede ser visto como parte de la evolución que llevaría a Castilla a convertirse en una fuerza dominante dentro de los reinos cristianos medievales.

    Fuentes y referencias:

    • Crónicas de los siglos IX y X
    • Documentación de la Reconquista
    • Estudios sobre la nobleza castellana en la Edad Media
  • Fernando Ansúrez: El Conde de Castilla que Marcó la Historia en el Siglo X

    Fernando Ansúrez: El Conde de Castilla que Marcó la Historia en el Siglo X

    Fernando Ansúrez (a. 917 – c. 920), Conde de Castilla: Contexto, Vida y Legado Histórico

    Fernando Ansúrez es una figura histórica que, aunque a menudo permanece en las sombras de los grandes relatos medievales, tuvo un papel fundamental en la consolidación temprana de Castilla como un bastión en la frontera contra al-Ándalus. Fue conde de Castilla a principios del siglo X, en un momento crucial para el territorio, cuando las pequeñas comunidades cristianas luchaban por resistir y expandirse frente al poder del Califato de Córdoba. Este artículo explorará en profundidad la vida de Fernando Ansúrez, su contexto histórico, su gobierno, así como su impacto en el desarrollo de Castilla.

    Contexto Histórico de Castilla en el Siglo X

    A inicios del siglo X, la Península Ibérica estaba dividida en varias entidades políticas. En el norte cristiano, emergían reinos como León, Asturias y Navarra, mientras que el sur estaba dominado por el Califato Omeya de Córdoba, uno de los estados islámicos más poderosos de su época. Castilla, que en ese momento aún no había adquirido el estatus de reino, era una región fronteriza del Reino de León, gobernada por condes que debían proteger el territorio de las incursiones musulmanas.

    La posición estratégica de Castilla, entre las montañas y el río Duero, convertía a la región en un área de constantes enfrentamientos. Los condes eran figuras de autoridad militar, pero también administradores locales con la misión de repoblar y organizar el territorio. En este contexto, surge Fernando Ansúrez como uno de los condes que desempeñaron un papel destacado.

    Origen y Familia de Fernando Ansúrez

    Fernando Ansúrez era miembro de la poderosa familia Ansúrez, que controlaba varias regiones dentro del Reino de León. Su padre, Ansur Fernández, también había sido un destacado conde de Castilla. La sucesión de Fernando Ansúrez al frente del condado estuvo influida tanto por las relaciones familiares como por la política de la época. Su linaje le permitía ser un hombre de relevancia en la corte leonesa, y su liderazgo en Castilla lo convirtió en una figura influyente en los acontecimientos que marcarían el destino de la región.

    Fernando Ansúrez como Conde de Castilla

    Fernando Ansúrez asumió el cargo de conde de Castilla en una etapa en la que el condado aún no poseía la autonomía y la fuerza que mostraría bajo líderes como Fernán González, su posterior y más famoso sucesor. Durante su gobierno, Castilla estaba inmersa en una lucha continua por la supervivencia y expansión, con constantes enfrentamientos con las fuerzas musulmanas que buscaban mantener su influencia sobre la frontera norte.

    Uno de los principales objetivos de Fernando Ansúrez como conde fue consolidar el control cristiano sobre las tierras al sur del río Ebro. Las incursiones y razias eran frecuentes, lo que requería una constante movilización militar. Además, Fernando debió lidiar con las intrigas políticas internas, tanto dentro del Reino de León como entre otros nobles castellanos, que buscaban ampliar su poder.

    Políticas de Gobierno

    Fernando Ansúrez no solo se destacó por su papel militar, sino también por su esfuerzo en consolidar las estructuras administrativas y sociales del condado. La repoblación de tierras desiertas y la creación de nuevas aldeas y villas eran aspectos cruciales de su mandato. A través de estos esfuerzos, buscó no solo fortalecer la defensa del territorio, sino también atraer pobladores para estabilizar y desarrollar la economía local.

    Se cree que Fernando promovió acuerdos de vasallaje y concesiones a los pobladores, garantizando privilegios y protección a cambio de su servicio militar y fidelidad al condado. Este tipo de políticas contribuyeron a la expansión de la influencia cristiana y al desarrollo de una identidad castellana cada vez más diferenciada.

    Relación con el Reino de León

    El condado de Castilla estaba subordinado al Reino de León, lo que implicaba que Fernando Ansúrez tenía que mantener buenas relaciones con el monarca leonés para conservar su posición y poder. Las crónicas mencionan que Fernando participó en las campañas militares organizadas por el rey contra el Califato de Córdoba y otras fuerzas musulmanas, contribuyendo con tropas y recursos para la causa común de la Reconquista.

    Sin embargo, las tensiones entre los condes castellanos y la autoridad real eran inevitables. Castilla se encontraba geográficamente alejada del centro del poder leonés y, debido a su constante estado de guerra, desarrollaba una cierta autonomía que desafiaba ocasionalmente la autoridad del rey. Este conflicto entre la lealtad al reino y la independencia del condado sería un tema recurrente en la historia de Castilla, y Fernando Ansúrez jugó un papel en este proceso inicial de búsqueda de autonomía.

    Conflictos y Enfrentamientos

    Durante el mandato de Fernando Ansúrez, Castilla enfrentó numerosas incursiones por parte de las fuerzas de al-Ándalus, que buscaban mantener el control sobre las zonas fronterizas. Las crónicas medievales mencionan batallas y escaramuzas constantes en las que el conde tuvo que liderar a sus fuerzas para proteger el territorio. La resistencia de Castilla y su habilidad para defenderse fueron factores clave que contribuyeron a la consolidación de la región como una frontera fuerte y resiliente.

    La habilidad militar de Fernando Ansúrez, combinada con su capacidad para forjar alianzas con otros nobles cristianos y coordinar con el Reino de León, permitió que el condado resistiera las presiones externas. Este legado militar sería uno de los pilares sobre los que construirían sus sucesores.

    El Legado de Fernando Ansúrez

    El gobierno de Fernando Ansúrez marcó un punto intermedio en la transición de Castilla hacia un territorio con una identidad más definida y un liderazgo más autónomo. Aunque su mandato fue breve y su figura ha quedado eclipsada por líderes posteriores como Fernán González, su contribución fue clave en el proceso de consolidación de Castilla como una entidad fuerte en la frontera cristiana.

    El linaje Ansúrez continuaría teniendo influencia en la política castellana y leonesa, y su esfuerzo en la defensa y repoblación del territorio allanó el camino para el fortalecimiento y crecimiento de la región en los siglos siguientes.

    Supervivencia y expansión

    Fernando Ansúrez, conde de Castilla entre los años 917 y 920, fue un líder cuya vida estuvo marcada por la lucha por la supervivencia y la expansión de un pequeño territorio fronterizo. Enfrentado a la amenaza constante del Califato de Córdoba y a las intrigas de la nobleza cristiana, supo dirigir a Castilla en un período turbulento, dejando un legado de resistencia, lealtad y consolidación territorial. Aunque su figura haya sido, en ocasiones, relegada a un segundo plano, su impacto en la historia temprana de Castilla merece ser reconocido como un testimonio del coraje y la determinación de los líderes que forjaron los cimientos de lo que más tarde sería una de las entidades más importantes de la Península Ibérica.

  • Munio Núñez, conde de Castilla

    Munio Núñez, conde de Castilla

    Munio Núñez, conde de Castilla (899-c. 901 y c. 904-c. 909),​ fue un noble que parece casi seguro que fuera hijo de un Nuño Muñoz, hijo a su vez de Munio Núñez quien, junto con su mujer Argilo, concedió la Carta Puebla de Brañosera en 824.

    Su primera aparición histórica en 882 está relacionada con la repoblación y defensa de la fortaleza de Castrogeriz desde Amaya. En ese año, el conde Diego Rodríguez Porcelos se encontraba defendiendo el desfiladero de Pancorbo de las fuerzas musulmanas mientras, según las crónicas, Munio estaba en Castrogeriz intentando fortificar el castillo. En la primera incursión del ejército emiral, tuvo que huir mientras que ya en la segunda ocasión, en el año 883, con las obras más adelantadas, pudo resistir tras los nuevos muros.

    La importancia del desfiladero hizo que la villa de Pancorbo haya tenido un importante papel en la historia de Castilla desde su incorporación al, entonces condado, en el siglo IX. Durante la invasión musulmana fue lugar de refugio de la población cristiana. En el año 803 el general Abd-al-Karim entra a tierras de Álava por aquí y poco después en el año 816 es derrotado en el propio desfiladero, dándose más batallas en el mismo en años posteriores

    En enero de 885, falleció el conde Diego Porcelos en Cornudilla sin que parezca que haya dejado a un hijo con edad para sucederle. No fue hasta el 1 de marzo de 899 cuando Munio Núñez aparece por primera vez como conde en Castilla mientras que el conde Gonzalo Fernández gobernaba Burgos.

    Desde sus bases de Castrogeriz y Muñó —cuyo castillo y comarca le deben su nombre—, en el bajo Arlanzón, Munio fue uno de los tres condes castellanos a los que el rey rey García de León encomendó la repoblación de la línea del Duero. Munio repobló Roa, Gonzalo Fernández se encargó de repoblar Burgos, Clunia y San Esteban de Gormaz, y el conde Gonzalo Téllez Osma.

    Según algunos autores, tuvo una hija, llamada Muniadona casada con el hijo primogénito del rey Alfonso III, García, el futuro García I de León. El historiador Manuel Carriedo Tejedo sugiere, que la esposa del rey García fue hija de Nuño Ordóñez, hermano de Alfonso III.

  • Diego Rodríguez Porcelos, Segundo Conde de Castilla y fundador de Burgos

    Diego Rodríguez Porcelos, Segundo Conde de Castilla y fundador de Burgos

    Diego Rodríguez, también conocido con el sobrenombre de Porcelos,​ fue conde de Castilla (873-885) tras la muerte de su padre, el conde Rodrigo.​ Fundó la ciudad de Burgos en el año 884.

    Diego fue el repoblador de Ubierna y Burgos entre los años 882 y 884 bajo mandato de Alfonso III. Así lo indican los Anales Castellanos Primeros:

    In era DCCCCXX · populavit Didacus commes Burgus et Auvirna · pro iussionem domno Adefonso. Regnavit Adefonsus rex annos XVI · et migravit a secculo in mense decembris· et suscepit ipso regno filio eius Garsea.
    En la era 920 (año 882) el conde Diego pobló Burgos y Ubierna por mandato del señor Alfonso. El rey Alfonso reinó dieciséis años y se fue por los siglos en el mes de diciembre y le sucedió en el reino su hijo García.

    y los Anales Castellanos Segundos:

    Sub era DCCCCXX populavit Didacus comes Burgus et Oiurna.
    Bajo la era 920 (año 882) el conde Diego pobló Burgos y Ubierna.

    Poco antes de 882 construyó el castillo de Pancorbo, donde resistió el ataque de un gran ejército árabe en las primaveras de 882 y 883. Con su resistencia desde su base de Pancorbo, logró afianzar la frontera en el valle del Ebro y creó una línea defensiva en el río Arlanzón. Además, parece que durante su gobierno se restauró la sede episcopal de Oca (antigua Auca) o al menos aparece cierta actividad.

    Al contrario que su padre, no tenía el gobierno sobre el condado de Álava, territorio que estaba en manos del conde Vela Jiménez.

    Según la Crónica najerense, «Didacus comes…et interfectus est in Cornuta era DCCCCXXIII, secundo kalendas febroarii»; es decir, el 31 de enero de 885 el conde cayó muerto en la localidad burgalesa de Cornudilla, probablemente en batalla contra las fuerzas musulmanas fieles a Muhammad ibn Lubb, miembro de los Banu Qasi. Según algunas fuentes, su cuerpo se encuentra enterrado en las ruinas de la ermita de San Felices de Oca (actual Villafranca Montes de Oca).

    Después de su muerte, el condado de Castilla se divide en varios condados entre los años 885 y 931, fecha en que toma el control de todos los condados el conde Fernán González.

    No se conoce el nombre de la madre de sus hijos, que probablemente eran pequeños cuando murió su padre y por eso ninguno fue conde de Castilla. Estos fueron:

    • Gómez Díaz, que no debe confundirse con su homónimo, Gómez Díaz, conde en Saldaña. Aparece en 932 como alférez del conde Fernán González. Pudo ser el padre de Fronilde Gómez, la mujer del conde Gonzalo Fernández, hijo primogénito del conde Fernán González.
    • Gonzalo Díaz, quien no alcanzó la dignidad condal, aparece el 3 de febrero de 921 con su esposa María en el monasterio de San Pedro de Cardeña cediendo al monasterio unos molinos en el río Arlanzón y declarándose hijo del conde Diego (Gundessalbus, Didaci comite filius).
    • Fernando Díaz, conde y tenente en Lantarón y Cerezo.

     

  • Rodrigo, El primer Conde de Castilla

    Rodrigo, El primer Conde de Castilla

    Rodrigo (murió en el año 873, se desconoce su nacimiento) fue un noble y primer conde de Castilla que gobernó entre los años 860-873. Algunos investigadores lo suponen hijo de Ramiro I de Asturias y Paterna, su segunda mujer, por lo que sería hermanastro de Ordoño I. Sin embargo, su filiación como hijo del rey Ramiro no consta en la documentación medieval y, además, es improbable que un hijo de un matrimonio que se celebró no antes de 842 haya repoblado Amaya en 860, aunque debido a las misiones que le fueron encomendadas, es muy probable que fuese una persona muy cercana a la familia real.

    Vida y gobierno

    El rey Ordoño le encomendó el gobierno de la marca oriental del reino de Asturias, el territorio que los árabes llamaban Al-Qila, «los Castillos», que anteriormente había sido conocido como Bardulia. misión que acometió con una gran libertad de acción unida a una fidelidad ejemplar al monarca.

    «Hasta este momento no conocemos el nombre de ningún conde de Castilla ni cual era la situación administrativa de esta parte importante del reino astur, si estaba vinculada a Álava constituyendo un condado formado por Álava y los Castillos o si Castilla era un condado y Álava otro.»

    En 860 repobló Amaya —la ciudad patricia, llamada así por haber sido la capital de una de las ocho provincias del reino visigodo de Toledo— que había sido conquistada en 711-12 por Táriq: In era DCCCLCLVIII populavit Rudericus comes Amaya et fregit Talamanca y construyó una muralla con torres alrededor de la ciudad.

    Luchó al lado de Ordoño I contra los musulmanes en distintas batallas, destacando la de Morcuera en 863 donde las tropas musulmanas resultaron victoriosas​.

    El rey Ordoño falleció el 27 de mayo de 866 y fue sucedido por su hijo Alfonso, que en esas fechas tenía unos dieciocho años de edad. Alfonso fue destronado y se refugió en Castilla. El conde Rodrigo entró con sus huestes en Asturias para apoyar al joven rey y permaneció ahí algún tiempo al lado de Alfonso.

    Entre los años 867 y 868 sofocó la rebelión del magnate alavés Egilón y obtuvo el gobierno del condado de Álava, territorio que rigió hasta en torno el 870. A partir de 880 aparece Vela Jiménez como conde de Álava. Tras su muerte le sucedió en el gobierno de Castilla su hijo Diego Rodríguez Porcelos.

    Territorio

    El señorío del conde Rodrigo, según fray Justo Pérez de Urbel, quedaba limitado al norte por las montañas de Santander y al sur por la línea de fortalezas levantadas sobre el Ebro, comprendiendo al occidente los montes de Brañosera, Reinosa y Campoo, «donde antes habíamos visto actuar a Munio Núñez»; en el centro, los valles de Bricia, Sotoscueva, Villarcayo y Valdivielso; y en el este, el valle de Tobalina hasta Larrate, hoy Puentelarrá. Esta zona protegía la entrada de los invasores sarracenos y estaba erizada de fortalezas. Incorpora al condado los valles de Mena y Losa.

    Documentación

    A pesar de la existencia de un documento fechado en 852 en el que aparece el nombre de Rodrigo como conde de Castilla, esta carta es una falsificación. Por ello se considera que el primer documento, más o menos fiable, en realidad es de 862.

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  • Los Jueces de Castilla

    Los Jueces de Castilla

    Los jueces de Castilla son dos figuras legendarias del Condado de Castilla, que los castellanos eligieron como jueces propios para resolver sus pleitos, evitando así acudir a la corte leonesa. Los castellanos se resistían a concurrir a León para solucionar sus conflictos conforme al Liber Iudiciorum, debido a la lejanía de esta y la complejidad del texto.

    En el año 920, cuando era rey de Galicia (910–924) y León (914–924), Ordoño II sufrió la derrota de Valdejunquera. El monarca atribuyó el desastre a la negativa de los magnates castellanos de acompañarle en la guerra de Navarra y se propuso castigarlos con máximo rigor. Los cuatro condes más poderosos de la época eran Nuño Fernández, Fernando Ansúrez, Abolmondar Albo y su hijo Diego. Sabedor Ordoño de que los cuatro se hallaban reunidos en Burgos, los invitó a una conferencia en Tejares, a orillas del río Carrión, adonde acudieron sin desconfianza. Allí los tomó presos y los condujo a León, donde los ejecutó.

    Indignados los castellanos por esta acción y no pudiendo levantarse en armas acordaron proveer por sí mismos su gobierno, eligiendo entre los nobles dos magistrados, uno civil y otro militar, con el nombre de Jueces, para recordarles que su misión era de hacer justicia y no la de oprimir a los pueblos con su autoridad, o menoscabar su libertad.

    Estos jueces ejercieron su oficio basándose en los usos y costumbres de Castilla (juicio o fuero del albedrío) y sus sentencias se denominaron fazañas. Juzgaban a la manera de los visigodos y en esta forma de semirrepública se erigió Castilla hasta que se convirtió en un condado independiente.

    Los Dos primeros jueces

    Para este honroso cargo fueron nombrados en el año 842 los dos primeros jueces castellanos: Nuño Rasura y Laín Calvo, quienes según la tradición, crónicas y obras literarias posteriores (como el Poema de Fernán González) eran antepasados directos de Fernán González (en el caso de Rasura) y del Cid Campeador (en el de Calvo). Tal parentesco está apoyado únicamente en documentos literarios y no tiene aval histórico cierto.

    Et los Castellanos que vivían en las montañas de Castiella, faciales muy grave de yr à Leon porque era muy luengo, è el camino era luengo, è avian de yr por las montañas, è quando allà llegagan asoverviavan los Leoneses, è por esta raçon ordenaron dos omes buenos entre si los quales fueron estos Muño Rasuella, è Laín Calvo, è estos que aviniesen los pleytos porque non oviesen de yr à Leon, que ellos no podian poner Jueçes sin mandado del Rey de Leon. Et ese Muñyo Rasuella era natural de Catalueña, è Laín Calvo de Burgos, è usaron asi fasta el tiempo del Conde Ferrant Gonçalvez que fue nieto de Nuño Rasuella.

    Quema del Liber

    Tras la independencia del condado, en tiempos de Fernán González, y la subsecuente liberación de la autoridad leonesa, los castellanos quemaron los ejemplares del Liber Iudiciorum en Burgos y designaron alcaldes en las diversas comarcas para que juzgaran conforme al sistema del albedrío (juicio del albedrío).

    Bisjueces

    La tardía tradición sitúa el estrado de los dos famosos y primeros jueces castellanos, Laín Calvo y Nuño Rasura en el paraje de Fuente Zapata, en la localidad de Bisjueces en la Merindad de Castilla la Vieja.

    En la antigua iglesia de San Andrés de Cigüenza se lee este epitafio: «Hic jacet Nunius, Rasura, judex Castellanorum».

     

  • Sancho II de Castilla, El Fuerte

    Sancho II de Castilla, El Fuerte

    Sancho II de Castilla, llamado «el Fuerte» (Zamora, 1038 o 1039-ibíd., 7 de octubre de 1072), fue el primer rey de Castilla, entre 1065 y 1072, y, por conquista, de Galicia (1071-1072) y de León (1072). Consiguió reunificar la herencia de su padre Fernando I de León y Castilla. Sin embargo, no disfrutó mucho tiempo de ello, puesto que murió meses después en el cerco de Zamora, heredando los tres reinos unidos su hermano Alfonso.

    Hijo varón primogénito del rey Fernando I de León y Castilla y de su esposa, la reina Sancha de León, fue el primer vástago nacido cuando sus padres eran ya reyes de León.​ Sus hermanos fueron Alfonso VI de León, las infantas Elvira de Toro y Urraca de Zamora, y el rey García de Galicia, a quien despojó del trono gallego. Pasó los primeros años en Castilla donde aparece confirmando documentos en varios monasterios.

    Su padre lo destinó a la frontera oriental del reino entre 1060 y 1065. En 1063 dirigió una expedición de ayuda al sultán de la Taifa de Zaragoza Al-Muqtadir en la batalla de Graus contra Ramiro I de Aragón, quien falleció en la batalla. Dos años más tarde participó junto a su padre en una batalla contra Zaragoza por su negativa a pagar las parias y, desde allí, partieron con el objetivo de sitiar Valencia, aunque la enfermedad de su padre Fernando les hizo regresar a León.

    El Rey

    Como hijo primogénito, le habría correspondido heredar la totalidad de los reinos de sus padres. Sin embargo, a finales de 1063, Fernando I convocó una Curia Regia para dar a conocer sus disposiciones testamentarias en las cuales, siguiendo la ley navarra, decidió repartir su patrimonio entre sus hijos:

    • A Sancho le correspondió el estado patrimonial de su padre, el Condado de Castilla, elevado a categoría de reino, y las parias sobre el reino taifa de Zaragoza.
    • A su hermano Alfonso, el favorito de su padre, le correspondió el Reino de León que llevaba incorporado el título de emperador y los derechos sobre el reino taifa de Toledo.
    • A su hermano García le correspondió el Reino de Galicia creado a tal efecto y los derechos sobre los reinos taifas de Sevilla y de Badajoz.
    • A sus hermanas Urraca y a Elvira les correspondió el infantazgo, o sea «el patronato y las rentas de todos los monasterios pertenecientes al patrimonio regio»​ con la condición de que no podrían contraer matrimonio.

     

    Tras acceder al trono castellano el 27 de diciembre de 1065, nombró alférez a Rodrigo Díaz el Campeador y una de sus primeras acciones fue renovar el vasallaje del rey de la taifa de Zaragoza, Al-Muqtadir, para lo cual puso sitio a la ciudad en 1067, acto que le llevaría en 1068 a participar en la conocida como Guerra de los tres Sanchos que le enfrentaría a sus primos Sancho Garcés IV de Pamplona y Sancho Ramírez de Aragón, y que le permitió recuperar parte de los territorios fronterizos con el Reino de Pamplona que habían sido conquistados por los navarros.

    El reparto de la herencia entre todos los hijos de Fernando I nunca satisfizo a Sancho, que siempre se consideró como el único heredero legítimo, por lo que inmediatamente se movilizó para intentar hacerse con los reinos que habían correspondido a sus hermanos en herencia. Se inicia así un periodo de siete años de guerras protagonizadas por los tres hijos varones de Fernando I.

    Al fallecer en 1067 la reina Sancha se iniciaron las disputas con su hermano Alfonso, al que se enfrentó el 19 de julio de 1068 en Llantada en un juicio de Dios, en el que ambos hermanos pactan que el que resultase victorioso obtendría el reino del derrotado. Aunque Sancho venció, Alfonso no cumplió con lo acordado, a pesar de lo cual las relaciones entre ambos se mantienen como demuestra el hecho de que Alfonso acudiera, el 26 de mayo de 1069, a la boda de Sancho con una noble inglesa llamada Alberta y donde ambos decidieron unirse para hacerse con el reino de Galicia que le había correspondido a García, el menor de los hijos de Fernando el Grande, contando con la aceptación de sus hermanas Urraca y Elvira, así como de la nobleza de ambos reinos.3​

    Con la complicidad de su hermano Alfonso, Sancho entró en Galicia y, tras derrotar a su hermano García, lo apresó en Santarém encarcelándolo el castillo de Burgos hasta que es exiliado a la taifa de Sevilla. Tras eliminar a su hermano, Alfonso y Sancho se titulan reyes de Galicia en 1071 y firman una tregua que se mantendrá durante tres años. La tregua se rompe cuando Sancho, que no renuncia al reino de León, que entre otras cosas llevaba aparejado el título imperial, marcha contra su hermano con un ejército al mando de su brazo derecho el Cid que derrota al ejército leonés en la batalla de Golpejera en 1072. Mientras que su hermano Alfonso es trasladado preso a Burgos, Sancho entra en León y es coronado como rey de León el 12 de enero de 1072, a pesar de la negativa del obispo de León y de la nobleza, con lo que vuelve a unificar en su persona el reino que su padre había dividido. Tras encarcelar a Alfonso, la mediación de su hermana Urraca hizo que le permitiera instalarse en el Monasterio de Sahagún, de donde el leonés huyó, temiendo por su vida, refugiándose en la corte de su vasallo el rey al-Mamún de Toledo. La nobleza leonesa estaba descontenta con el castellano, y su miembro más destacado, Pedro Ansúrez, siguió a Alfonso al exilio.3​

    En Zamora se reunieron numerosos nobles contrarios a Sancho que apoyaron a su hermana Urraca, propietaria de la ciudad. Consciente del peligro que esto suponía para su gobierno, Sancho reunió a su ejército y marchó hacia la ciudad, pasando por Carrión de los Condes donde se le negó acceso y ayuda para sus huestes.3​ Según el relato recogido en la Crónica najerense, que podría provenir de un cantar de gesta,8​ Sancho II fue asesinado por Vellido Dolfos mientras llevaba a cabo el cerco de Zamora, donde se hallaba su hermana la infanta Urraca de Zamora, el 7 de octubre de 1072.9​ El lugar del ataque regicida es señalado con una cruz de piedra en una pared y el de la muerte con la Cruz del Rey Don Sancho en un menhir.

    El 26 de agosto de 1066, Sancho había señalado al monasterio de San Salvador de Oña para su sepultura, otorgándole el derecho para poblar la villa de Piérnagas y para darle el fuero que quisiese, gozando de exención de derechos reales. Obedeciendo sus disposiciones, recibió sepultura en dicho monasterio. El sarcófago de madera que contiene sus restos está situado bajo el baldaquino del lado de la Epístola, en la iglesia del Monasterio de Oña, junto a los de sus abuelos paternos, el rey Sancho Garcés III el Mayor de Pamplona y su esposa, la reina Muniadona de Castilla, estando colocados los sarcófagos sobre una superficie decorada con motivos vegetales y animales exóticos.

    El sarcófago que contiene los restos del rey Sancho, es de forma rectangular, siendo su cubierta piramidal y de madera de nogal. En la base del arca hay un zócalo con decoración vegetal y animalística, y en los lados mayores aparecen sendos escudos, rodeados por círculos que enmarcan cuadrilóbulos. Las vertientes de la cubierta están ornamentadas con centauros, rodeados por abundante decoración, que recubre todo el sarcófago. En la zona correspondiente a la cabecera del sarcófago se encuentra colocado el escudo cuartelado de Castilla y León, entre tenantes que portan mazas en sus manos, y en el espacio existente sobre el escudo figura, en madera taraceada de distinto tono, la siguiente inscripción:

    aqui yaze el rey dõ ſãcho que matarõ ſobre zamora​ (aquí yace el rey don Sancho que mataron sobre Zamora).

     

  • Alfonso VII de León y Castilla

    Alfonso VII de León y Castilla

    Alfonso VII de León, llamado «el Emperador» (Caldas de Reyes, 1 de marzo de 1105–Santa Elena,​ 21 de agosto de 1157), fue rey de León entre 1126 y 1157. Hijo de la reina Urraca I de León y del conde Raimundo de Borgoña, fue el primer rey leonés miembro de la Casa de Borgoña, que se extinguió en la línea legítima con la muerte de Pedro I en 1369, quien fue sucedido por su hermano de padre Enrique, primer rey Trastámara.

    Retomando la vieja idea imperial de Alfonso III y Alfonso VI, el 26 de mayo de 1135 fue coronado Imperator totius Hispaniae (Emperador de toda España) en la Catedral de León,​ recibiendo homenaje, entre otros, de su cuñado Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.

    Origen y familia

    Alfonso era el segundo hijo de Urraca, hija de Alfonso VI de León, y de su primer esposo, Raimundo de Borgoña.​ Nació el 1 de marzo de 1105, apenas dos años antes de la muerte de su padre en septiembre del 1107. Tenía una hermana mayor, Sancha, que había nacido antes del 1095.

    Conflictos en Galicia

    Tras la muerte del padre de Alfonso, Raimundo de Borgoña en 1107, y de su abuelo Alfonso VI en 1109, su madre Urraca contrajo un nuevo matrimonio para poder acceder a los tronos del Reino de León y del Reino de Castilla.​ El elegido por Alfonso VI resultó ser el rey aragonés Alfonso I el Batallador y provocó el rechazo de amplios sectores de la nobleza.

    Entre los contrarios a este enlace matrimonial se destacaron los nobles gallegos, debido a la pérdida del entonces infante de cinco años Alfonso Raimúndez de los derechos al trono del Reino de León y Castilla tras el pacto matrimonial firmado entre Urraca y Alfonso I de Aragón, que estipulaba que los derechos de sucesión pasarían al hijo que pudieran tener. La nobleza gallega encabezada por el obispo de Santiago de Compostela, Diego Gelmírez, y el tutor del infante, Pedro Froilaz, el conde de Traba, se rebelaron y el ayo del joven príncipe proclamó a Alfonso Raimúndez con siete años de edad rey de Galicia el 17 de septiembre de 1111,​ lo que obligó a Alfonso el Batallador a intervenir para restablecer el orden. Es discutido el sentido de esta proclamación, sin que pueda dilucidarse si se pretendía con ello establecer un reino independiente o no; es más probable que simplemente se tratara de otorgar la categoría de correinante a Alfonso Raimúndez con un grado igual al de su madre.​ La inhábil política de Gelmírez al no facilitar la sumisión de Portugal, cerró el camino para el triunfo de la revuelta, que obtuvo apoyo entre la nobleza gallega, pero que también generó opositores entre los sectores partidarios de Alfonso el Batallador, como ocurrió en Lugo.​ El Batallador actuó en Galicia, pues estaba incorporada de derecho a su reino por las capitulaciones matrimoniales, que establecían que el hijo de Alfonso y Urraca podría reinar en la mayoría de los territorios de la España cristiana: Aragón, Pamplona, León y Castilla; a excepción solo del condado de Barcelona y otros condados pirenaicos, como el de Urgel, entre otros, que eran feudatarios del rey de Francia, no pasando a serlo del Reino de Aragón hasta la firma del Tratado de Corbeil en 1258.

    Alfonso I, finalmente, se dirigió contra los partidarios de Alfonso Raimúndez derrotándolos en Villadangos en octubre o noviembre de 1111 con la ayuda del conde de Portugal, Enrique de Borgoña, tío de Alfonso VII.​ Con esta victoria el Batallador desbarató el intento político del obispo de Santiago de Compostela y sus partidarios, capturó​ a Pedro Froilaz (que sería liberado poco después) y debilitó a sus oponentes. Sin embargo, Gelmírez y Alfonso Raimúndez consiguieron huir.​ La actitud de Urraca I en todo el conflicto es discutida, mientras que la Historia compostelana (que es una fuente parcial, pues se trata de una biografía dedicada a exaltar la política del obispo Gelmírez) señala que Urraca estuvo de acuerdo con la coronación de Alfonso Raimúndez (pese a que ello hubiera supuesto aceptar una corregencia dirigida por Gelmírez y sus colaboradores), existe un documento que manifiesta que el 2 de septiembre de 1111 (solo quince días antes del acto de la proclamación de su hijo como «rey de Galicia») Urraca firmaba en Burgos junto con su esposo Alfonso el Batallador una donación a favor del monasterio de Oña, y en octubre lo hacía del mismo modo en otra suscrita en Briviesca. Ambos documentos fueron redactados por el canónigo de Santiago de Compostela, cuyo cargo lo hace cercano al obispo, por lo que el juego de alianzas políticas dista de ser sencillo.

    Señor al sur del Duero

    En 1116 Urraca hizo una jugada maestra para debilitar tanto al rey aragonés como a sus opositores leoneses: cedió el gobierno de los territorios al sur del Duero, dominados en esencial por el Batallador, a su hijo.​ Alfonso marcharía a Toledo, donde quedaría bajo la tutela del fiel arzobispo Bernardo, se alejaría de sus problemáticos partidarios gallegos y disputaría la región al monarca aragonés. A finales de noviembre de ese año, Alfonso ya se hallaba al sur del Duero.​ El 16 de noviembre de 1117, entró en Toledo; la ciudad dejó de estar dominada por el Batallador y la zona volvió a someterse fundamentalmente a Urraca. El joven Alfonso, por su parte, comenzó a emplear el título de emperador.

    El 25 de mayo del 1124 se encontraba en Santiago de Compostela, donde el obispo Gelmírez le armó caballero, ceremonia mediante la cual alcanzó la mayoría de edad. Aunque su madre no estuvo presente, parece que el acto contó con su anuencia.

    Cuando su madre falleció el 8 de marzo del 1126 en Saldaña, Alfonso se encontraba en el cercano Sahagún. Al día siguiente, marchó a León para recibir la sumisión de la nobleza, el clero y el pueblo. Salvo en el caso del castillo leonés, que hubo de tomarse al asalto, el reconocimiento de la autoridad de Alfonso fue general y rápido.

    Rey de León y Castilla

    El 10 de marzo de 1126, tras la muerte de su madre, Alfonso VII fue coronado rey de León en la catedral de León y de inmediato emprendió la reclamación del Reino de Castilla, en el que su padrastro, Alfonso I de Aragón, contaba con importantes guarniciones militares que le aseguraban su dominio. Entre estas destacan Burgos y Carrión de los Condes, cuya población se decanta por el nuevo rey y en 1127 entregan las plazas a Alfonso VII.

    Alfonso el Batallador reacciona y se dirige contra Alfonso VII al frente de un numeroso ejército. Ambos se encuentran en el valle de Támara. Sin embargo no se produce un enfrentamiento entre los ejércitos debido a que los dos monarcas tienen situaciones más graves a las que hacer frente: Alfonso VII debe atender las veleidades territoriales de su tía Teresa de León y Alfonso I a las amenazas de los almorávides. Se llega entonces a un acuerdo que se plasma en un pacto conocido como las Paces de Támara, en el que se establecen las fronteras entre el reino leonés y el aragonés, volviendo a los límites fijados por Sancho III el Mayor, y se zanjan las disputas entre ambos firmatarios renunciando el monarca aragonés al título de emperador, que había utilizado entre 1109–1114 tras su matrimonio con Urraca I de León. Este matrimonio se había anulado al considerarse que no fue consumado, por lo que fue necesario esperar tres siglos para ver realizada la unión de los reinos hispánicos, aunque ya sin Portugal, en las figuras de los Reyes Católicos.

    Tras el pacto alcanzado con el rey de Aragón, Alfonso VII se dirige hacia Galicia desde donde se interna en el Condado Portucalense, que rige su tía Teresa, y tras arrasarlo vuelve a León para casarse con Berenguela, hija de Ramón Berenguer III en 1128.

    Ese mismo año logra que su tía Teresa de León reconociera su soberanía, aunque dicho reconocimiento sería efímero porque el 24 de junio Teresa se ve obligada a huir a Galicia cuando su hijo, Alfonso Enríquez, la derrota en la batalla de San Mamede, que será el origen de la futura independencia del reino portugués.

    En 1130 depone a los obispos de León, Salamanca y Oviedo que se habían mostrado opuestos a su matrimonio con Berenguela. Esto provoca el rechazo de parte de la nobleza encabezada por Pedro González de Lara, Beltrán de Risnel y Pedro Díaz de Aller que se rebelan contra el monarca y toman Palencia. Alfonso VII acude a la ciudad y restablece el orden apresando a los cabecillas.

    Aspiraciones territoriales

    Tras la muerte sin descendencia del rey de aragoneses y pamploneses Alfonso I el Batallador (1134), Alfonso VII reclamó el trono de su padrastro alegando para ello ser tataranieto de Sancho III el Mayor. La candidatura de Alfonso no fue aceptada, ni por los nobles aragoneses, que nombraron rey de Aragón al hermano de Alfonso I, Ramiro II el Monje, ni por los nobles pamploneses que eligieron como rey de Pamplona a García Ramírez.

    A pesar de ello Alfonso ocupa La Rioja y Zaragoza, ciudad que entregaría al recién nombrado rey aragonés a cambio de su juramento de vasallaje.

    Posteriormente, apoyado por nobles del norte de los Pirineos, controló amplios territorios del sur de Francia, llegando hasta el río Ródano, lo que le valió para retomar la vieja idea imperial de Alfonso III y, el 26 de mayo de 1135, se hace coronar, en la Catedral de León, Imperator totius Hispaniae (Emperador de toda España) por el obispo Arriano ante Guido de Vico, legado del papa Inocencio II. En dicha ceremonia recibirá el homenaje, entre otros, de su cuñado Ramón IV, conde de Barcelona, de su primo el rey García Ramírez de Pamplona, del conde Alfonso Jordán de Tolosa y otros señores y embajadores de Gascuña y del Mediodía francés, como el conde de Cominges,​ el conde de Foix y el señor de Montpellier, de Ermengol VI de Urgel, y de representantes de varios de los principales linajes musulmanes, como el caudillo ismaelita Sayf al-Dawla más conocido como Zafadola. No asisten su también primo Alfonso Enríquez ni el rey aragonés Ramiro II de Aragón con el que se encuentra enemistado por la ocupación de Zaragoza.

    La enemistad con el monarca aragonés se resuelve en 1136 cuando Alfonso VII desposee del señorío zaragozano al rey navarro y se lo ofrece a Ramiro II el Monje en el pacto por el que llegan tras acordar la boda de sus hijos Petronila y Sancho, aunque finalmente el matrimonio no se celebrará ya que Petronila se casa con el conde barcelonés Ramón Berenguer IV, lo que va a suponer la unión entre el condado de Barcelona y el reino de Aragón.

    Asegurado el flanco aragonés de su reino Alfonso centra su mirada en la reconquista de las tierras en manos de los musulmanes.

    Reconquista

    Desde 1138 Alfonso VII centra su atención en el sur peninsular ocupado por los almorávides y los almohades. Para ello intervino activamente en los enfrentamientos entre las dos dinastías bereberes y llevó a cabo expediciones y ataques de saqueo incitando a las poblaciones a sublevarse contra ellos, para lo cual contó con la ayuda de dos caudillos hispanomusulmanes: el ya citado Zafadola e Ibn Mardanish conocido como «el rey Lobo».

    En 1139 tomó la fortaleza de Oreja desde la que se amenazaba Toledo,​ en 1142 se hace con Coria,​ en 1144 con Jaén y Córdoba, aunque esta última volverá a caer ese mismo año en manos musulmanas.

    En 1146 se produce una invasión almohade que tras desembarcar en Algeciras se hace con importantes territorios, por lo que Alfonso VII se ve obligado a pactar con el caudillo almorávide Ibn Ganiya para organizar la resistencia. Se entrevista con Ramón Berenguer IV y con García Ramírez y acuerdan la conquista de Almería en poder de los almohades. Para ello cuentan además con el apoyo de la flota genovesa y con cruzados franceses que responden al llamamiento que ha realizado el papa Eugenio III. Almería es tomada en octubre de 1147.

    En 1150 falleció el monarca pamplonés García Ramírez y Alfonso VII firma, el 27 de enero de 1151, con Ramón Berenguer IV, princeps de Aragón, el Tratado de Tudilén, un acuerdo por el que ambos acuerdan repartirse el reino de Pamplona y se reconoce a Ramón Berenguer IV el derecho de conquista sobre Valencia, Denia y Murcia.

    En 1157, los almohades recuperaron el control de la ciudad de Almería y Alfonso VII parte para intentar reconquistarla. Fracasa en el intento y cuando regresaba a León, muere el 21 de agosto. Su hijo Fernando le sucedió en el trono de León mientras que su otro hijo Sancho ocupó el trono de Castilla.

    Lugar de fallecimiento

    El lugar exacto del fallecimiento de Alfonso VII está en duda, aunque existe constancia histórica de que acaeció en el paraje de «La Fresneda»​ a su regreso del sitio de Almería, el 21 de agosto de 1157. Así se puede leer en la versión que ofrece la Crónica de Castilla escrita hacia el año 1300:

    […] E tornóse el emperador para Baeça con grande onrra e dexó ý a su fijo, el ynfante don Sancho, por guarda de su tierra. E passó el puerto del Muradal e llegó a vn lugar que llaman las Feynedas. E ferióle ý el mal de la muerte, e morió ý so vna enzina. E leuáronlo a Toledo e enterráronlo aý muy honrradamente […]

    En coherencia con este texto, la tradición sostiene que se corresponde con el actual paraje conocido como «Fuente del Emperador» situado en el municipio de El Viso del Marqués (hasta el S.XVI, «Viso del Puerto», provincia de Ciudad Real) en cuyo extenso término municipal se halla el Puerto Muradal que nombran las crónicas y que ya había traspasado el rey antes de morir (antesala de Sierra Morena desde La Mancha y principal paso natural hacia el desfiladero de Despeñaperros, pero no parte integrante de este). Las aguas y torrentes de esta localidad confluyen en el río llamado Fresnedas (cabecera del Jándula en la vertiente Norte de Sierra Morena).

    Escritores posteriores renacentistas introdujeron elementos nuevos que modifican la historia. El talaverano Juan de Mariana en su Historia General de Castilla (1601) refiere que el emperador cae enfermo en el «bosque de Cazlona» (que se ha querido identificar con Cástulo), aunque no dice en absoluto que muriese allí. Sin embargo, esta referencia topográfica hacia la Alta Andalucía es aprovechada por el jienense Martín Ximena Jurado para redactar motu proprio en sus «Anales del municipio Albense Urgavonense o villa de Arjona» (1643) que la localización de la muerte tuvo lugar «en el término de Baeza (adonde bolviéndose con su ejército […]) le asaltó la muerte» en un paraje que se quiere hacer corresponder con el actual de «La Aliseda» en Santa Elena. Estas circunstancias (que reubican el emplazamiento decenas de leguas hacia el sur y nos hablan de un retroceso no justificado de las tropas alfonsinas) no están recogidas en la revisiones de los más importantes historiadores de la actualidad: no figuran en «Noticias y documentos para la historia de Baeza» (2007) de Fernando de Cózar Martínez, ni tampoco aparecen en ninguno de los ensayos acerca de Baeza de José Rodríguez Molina.

    Sepultura

    Después de su defunción en agosto de 1157, el cadáver de Alfonso VII el Emperador fue conducido a la ciudad de Toledo, donde recibió sepultura en la Catedral de la ciudad, siendo el primer soberano leonés en ser inhumado allí.

    Los restos mortales del rey fueron depositados en un sepulcro, que probablemente sería colocado en el presbiterio de la primitiva catedral toledana. Décadas más tarde, el rey Sancho IV de Castilla ordenó edificar en el interior de la Catedral de Toledo la Capilla de la Santa Cruz, a la que el 21 de noviembre de 1289 fueron trasladados los restos de los reyes Alfonso VII el Emperador, Sancho III de Castilla y Sancho II de Portugal, que se encontraban sepultados en la capilla del Espíritu Santo de la catedral.​ Posteriormente, en 1295, Sancho IV el Bravo fue sepultado en la Catedral de Toledo, en un sepulcro colocado junto al que contenía los restos de Alfonso VII.

    A finales del siglo XV, el cardenal Cisneros ordenó edificar la actual capilla mayor de la Catedral de Toledo, en el lugar que ocupaba la capilla de Santa Cruz. Una vez obtenido el consentimiento de los Reyes Católicos, la capilla de Santa Cruz fue demolida y, los restos de los reyes allí sepultados, fueron trasladados a los sepulcros que el Cardenal Cisneros ordenó labrar al escultor Diego Copín de Holanda, y que fueron colocados en el nuevo presbiterio de la catedral toledana. Debido a la nueva colocación de los mausoleos reales, Alfonso VII compartió mausoleo, en el lado del Evangelio del presbiterio, con el infante Pedro de Aguilar, hijo ilegítimo de Alfonso XI de Castilla, cuya estatua yacente aparece colocada por encima de la que representa a Alfonso VII el Emperador.

    La estatua yacente representa a Alfonso VII con barba, ceñida la frente con corona real y descansando la cabeza sobre dos almohadones recamados. El monarca aparece vestido con una túnica de amplios pliegues y cubierto por un manto real. Las manos aparecen cruzadas sobre el regazo y sus pies, que calzan chapines, se apoyan sobre una figura de león. La caja del sepulcro presenta dos escenas simétricas entre columnas, en las que se representan sendos ángeles afrontados sujetando entre sus manos el escudo de Castilla y el de León.

    Matrimonios y descendencia

    Entre finales de 1127 y principios de 1128​ contrajo matrimonio, en el Castillo de Saldaña, con Berenguela de Barcelona, hija del conde Ramón Berenguer III. Fruto del primer matrimonio del rey nacieron los siguientes hijos:

    • Ramón de Castilla, vivía en 1136 y falleció en la infancia.
    • Sancho III de Castilla (1133-1158). Sucedió a su padre como rey de Castilla.
    • Fernando II de León (1137–1188). Sucedió a su padre como rey de León.
    • Constanza de Castilla​ (ca. 1136/1141–1160). Contrajo matrimonio en 1154 con el rey Luis VII de Francia.
    • Sancha de Castilla (1137–1179), contrajo matrimonio con el rey Sancho VI el Sabio, rey de Navarra.
    • García de Castilla (1142–1146).
    • Alfonso de Castilla (1144/1146–c. 1149]). Fue sepultado en el monasterio de San Clemente en Toledo.

    Volvió a casarse en la ciudad de Soria​ en 1152​ con Riquilda de Polonia, hija del duque Vladislao II el Desterrado. Tuvieron dos hijos:

    • Fernando de Castilla (1153-1157), muerto a los cuatro años
    • Sancha de Castilla ​ (1154–1208). Contrajo matrimonio en la ciudad de Zaragoza en 1174 con Alfonso II de Aragón.

    De su relación extramatrimonial con Gontrodo Pérez​ nació:

    • Urraca Alfonso la Asturiana​ (1133–1189). Contrajo matrimonio en 1144 con el rey García Ramírez de Pamplona. 

    De su relación extramatrimonial con Urraca Fernández de Castro,​ hija de Fernando García de Hita y de Estefanía Armengol y viuda del conde Rodrigo Martínez, fue padre de:

    • Estefanía Alfonso la Desdichada, nacida entre 1139 y 1148 y fallecida en 1180. Contrajo matrimonio con Fernando Rodríguez de Castro el Castellano, quien la asesinó en 1180, hecho que inspiró la tragicomedia titulada La desdichada Estefanía, escrita por Félix Lope de Vega y Carpio en 1604.
  • María Pacheco

    María Pacheco

    María López de Mendoza y Pacheco (La Alhambra, Granada, c. 1496-Oporto, marzo de 1531), más conocida como María Pacheco, fue una noble castellana, esposa del general comunero Juan de Padilla. Tras la muerte de su marido, asumió desde Toledo el mando de la sublevación de las Comunidades de Castilla hasta que capituló ante el rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico en febrero de 1522.

    Infancia

    Hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, I marqués de Mondéjar y II conde de Tendilla,​ conocido como el Gran Tendilla y de Francisca Pacheco, hija de Juan Pacheco, I marqués de Villena. Nació en Granada donde su padre fue nombrado por los Reyes Católicos alcalde perpetuo de la Alhambra,​ en el palacio del sultán Yusuf III.

    Tuvo ocho hermanos, entre ellos Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondejar; Francisco de Mendoza, obispo de Jaén; Antonio de Mendoza y Pacheco, virrey en las Indias, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador y poeta.

    María adoptó el apellido materno para diferenciarse de otras dos hermanas, que se apellidaban Mendoza, con las que compartía el nombre. Se desconoce la fecha de su nacimiento, aunque hay documentación donde se declara que en la fecha de su boda en Granada, con Juan de Padilla, el 18 de agosto de 1511, tenía quince años.​

    Educada junto con otros de sus hermanos en el ambiente renacentista de la pequeña corte del Gran Tendilla, María era una mujer culta, con conocimientos de latín, griego, matemáticas, letras e historia. De niña presenció en 1500 los acontecimientos de la primera sublevación morisca desde su casa en el Albaicín.

    Casamiento

    Con catorce años de edad . el 10 de noviembre de 1510, se acuerdaron sus esponsales con Juan de Padilla, caballero toledano de rango inferior al de los Mondéjar.1​ En los escritos de la época, ella aparece como Doña María Pacheco, mientras que su marido recibe el trato de Juan de Padilla. En dicho acuerdo se le obligó a renunciar a sus derechos de herencia paterna a cambio de una dote de cuatro millones y medio de maravedíes.​

    En 1511 se celebró el matrimonio y en 1516 nació su único hijo, Pedro, que murió niño. Ese año falleció también el rey Fernando el Católico y fue nombrado rey de Castilla y Aragón el futuro emperador Carlos I.

    Guerra de las Comunidades de Castilla

    Al suceder Juan de Padilla a su padre en el cargo de capitán de gentes de armas, el matrimonio se trasladó a Toledo en 1518.1​ María Pacheco apoyó y quizá instigó a su no pacífico marido para que, en abril de 1520, tomase parte activa en el levantamiento de las Comunidades en Toledo. A continuación, Juan de Padilla acudió con las milicias toledanas más las madrileñas de Juan de Zapata en auxilio de Segovia para, junto a las milicias mandadas por Juan Bravo, regidor de Segovia, combatir las fuerzas realistas de Rodrigo Ronquillo. El 29 de julio de 1520 se constituyó en Ávila la Santa Junta y Padilla fue nombrado capitán general de las tropas comuneras.

    Sin embargo, las rivalidades entre los comuneros provocaron su sustitución por Pedro Girón y Velasco, ante lo cual Padilla regresó a Toledo. Cuando Girón desertó en diciembre al bando realista, Padilla volvió a Valladolid con un nuevo ejército toledano (31 de diciembre de 1520). Sus tropas tomaron Ampudia y Torrelobatón. Sin embargo, de nuevo surgieron disensiones dentro del ejército comunero. Todo ello provocó el debilitamiento de los sublevados, que fueron derrotados en una desigual contienda el 23 de abril de 1521, conocida como batalla de Villalar.

    Padilla fue hecho prisionero. Conducido al pueblo de Villalar, fue decapitado al día siguiente. Con él fueron ajusticiados Juan Bravo y Francisco Maldonado.

    Resistencia en Toledo

    En ausencia de Padilla, María gobiernó Toledo hasta la llegada el 29 de marzo de 1521 del obispo de Zamora Antonio de Acuña,​ cuando se vio obligada a compartir el poder con él. Al recibir las malas noticias sobre Villalar, María cayó enferma y se vistió de luto. Sin embargo, en vez de abandonar, María Pacheco va a liderar la última resistencia de las Comunidades en Toledo. Dirige, desde su casa primero y desde el alcázar de la ciudad después, la resistencia a las tropas realistas, estacionando defensores en las puertas de la ciudad y mandando traer la artillería desde Yepes, implantando contribuciones y nombrando capitanes de las tropas comuneras toledanas. Tras rendirse Madrid el 7 de mayo, solo resistía Toledo. Ante ello, el resto de los dirigentes comuneros de la ciudad se inclinan por capitular, pero ella logró evitar la rendición. Incluso el obispo Acuña huyó el 25 de mayo intentando llegar a Francia. Parte de la rivalidad con Acuña se debía a su intención de lograr la mitra toledana, primada de España, que María deseara para su hermano Francisco de Mendoza.​

    María Pacheco llegó a prolongar la resistencia nueve meses después de la batalla de Villalar aunque este hecho se deba, más que a la feroz resistencia, a que el ejército real tuvo que acudir a Navarra para neutralizar el intento de recuperación del Reino por parte de tropas navarras. Para mantener el orden en Toledo, María llegó a apuntar los cañones del Alcázar contra los toledanos. El 6 de octubre requisó, entrando de rodillas en el Sagrario de la catedral de Santa María, la plata que allí se contiene para poder pagar a las tropas.1​

    Mientras tanto las tropas realistas, con diversos combates de abril a agosto, cercaron finalmente Toledo. El 1 de septiembre de 1521 comenzó el bombardeo. El 25 de octubre de 1521 se firmó una tregua favorable para los sitiados, el llamado armisticio de la Sisla, de modo que los comuneros evacuaron el Alcázar, aunque conservando las armas y el control de la ciudad. Esta situación inestable culminó el 3 de febrero de 1522 con un nuevo alzamiento de la ciudad, en el que María Pacheco y sus fieles tomaron el alcázar y liberaron a los comuneros presos. No obstante, la sublevación fue sofocada por las tropas realistas al día siguiente. Gracias a la connivencia de algunos de sus familiares, entre ellos su cuñado, Gutierre López de Padilla, su hermana Maria de Mendoza, condesa consorte de Monteagudo de Mendoza, y su tío, Diego López Pacheco II marqués de Villena, María Pacheco logró huir disfrazada de aldeana de la ciudad en la noche con su hijo de corta edad y se exilió en Portugal.1​

    La huida de doña María se produjo mediante un pacto, que le permitía su fuga con la connivencia de uno de los guardias de la puerta del Cambrón. Con un pequeño séquito que la esperaba junto al Tajo, se dirigió a Escalona, donde su tío el marqués de Villena en Escalona se negó a hospedarla, si bien después su tío Alonso Téllez Girón la acogería en su villa de la Puebla de Montalbán hasta que su sentencia condenatoria la obligó a huir del reino. Mientras se dirigía a Portugal, contratando a diario guías distintos para salir de los caminos principales y evitar la delación, el alcalde toledano Zumel sembró de sal el solar de sus casas, levantando una columna con un letrero inculpatorio hacia María Pacheco y sus cómplices. Más adelante, su cuñado Gutierre, heredero del mayorazgo, conseguiría licencia real para reedificar las casas, pero jamás logró el perdón real para doña María ni permiso para el traslado de los restos de Juan Padilla a Toledo.

    Exilio

    Exceptuada en el perdón general del 1 de octubre de 1522 y condenada a muerte en rebeldía en 1524, María subsiste en Portugal con dificultades. Aunque Juan III de Portugal no responde a las peticiones de expulsión que le llegan desde la corte castellana, María no tiene más remedio que subsistir de la caridad, del arzobispo de Braga primero, y del obispo de Oporto, Pedro Álvarez de Acosta, después, en cuya casa vivió.

    A pesar de los intentos de sus hermanos, Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondéjar y III conde de Tendilla, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador de Carlos I, María Pacheco no logró el perdón real y vivió en Oporto hasta su muerte en marzo de 1531. Fue enterrada en la catedral de Oporto, ante la negativa de Carlos I a que sus restos se trasladasen a Olmedo, para que descansaran junto a los de Juan de Padilla, su esposo.

    Su hermano menor, el poeta Diego Hurtado de Mendoza, escribió este epitafio:

    Si preguntas mi nombre, fue María,
    Si mi tierra, Granada; mi apellido
    De Pacheco y Mendoza, conocido
    El uno y el otro más que el claro día
    Si mi vida, seguir a mi marido;
    Mi muerte en la opinión que él sostenía
    España te dirá mi cualidad
    Que nunca niega España la verdad.
  • Pedro de Estopiñán y Virués y la conquista de Melilla

    Pedro de Estopiñán y Virués y la conquista de Melilla

    Pedro de Estopiñán y Virués o simplemente Pedro Estopiñán y también conocido como Pedro de Estopiñán el Conquistador de Melilla (Jerez de la Frontera, ca. 1470-Monasterio de Guadalupe, 3 de septiembre de 1505) fue un militar castellano vinculado desde su juventud al servicio de la casa ducal de Medina Sidonia, y debe su fama a ser el comandante en jefe del ejército del duque Juan Pérez de Guzmán, que conquistó la ciudad de Melilla en el año 1497.

    Al ser encarcelados a finales de 1500 el virrey y gobernador general Cristóbal Colón y el adelantado Bartolomé Colón, quedarían vacantes los títulos citados, por lo cual, a principios de 1504 los Reyes Católicos lo nombraron como adelantado y gobernador general de las Indias pero al demorar su viaje para tomar el mando, falleció antes de pasar al Nuevo Mundo, y como los hermanos Colón fueron indultados por los soberanos, ambos conservarían sus títulos y cargos.

    Pedro de Estopiñán había nacido hacia 1470​ en la ciudad de Jerez de la Frontera que estaba en la jurisdicción del entonces Reino de Sevilla, el cual era uno de los tres cristianos de Andalucía, y que a su vez formaba parte de la Corona de Castilla. Era hijo del hidalgo Ramón Estopiñán y Vargas (n. Reino de Aragón, ca. 1450), jurado de Jerez de la Frontera, y de su esposa desde 1470, Mayor de Virués​ (n. Jerez de La Frontera, ca. 1450), de noble alcurnia. Fueron sus hermanos Francisco y Bartolomé de Estopiñán quien participara en la Guerra de Granada entre 1482 y 1492, y junto a Alonso Fernández de Lugo, en la conquista de las islas Canarias en 1495.

    El linaje de su familia paterna procedía del Alto Aragón, desde donde una rama pasó a establecerse en Andalucía durante la primera mitad del siglo XIV. Es frecuente que varios caballeros con ese apellido aparezcan en las narraciones de la época, sobre todo vinculados a otro linaje autóctono, los Guzmanes, condes de Niebla y posteriores duques de Medina Sidonia.

    A pesar de estas noticias de su familia, apenas se conoce nada de la infancia y juventud del conquistador,​ salvo su entrada al servicio de la casa ducal de Medina Sidonia. Era esta una de las más importantes de la época puesto que, tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492, la población musulmana que había abandonado la península se concentró en el norte de África, lugar desde donde efectuaban numerosos ataques a las costas peninsulares de Andalucía. Precisamente, en una de estas incursiones piratas, acontecida en junio de 1496, se halla la primera mención de Pedro de Estopiñán.

    Contador del duque de Medina Sidoña

    A temprana edad pasó a ser paje de la Casa de Medina Sidonia.​ Con ocasión de la pesca de almadrabas, buena parte de la comitiva cortesana de los duques, incluida la propia duquesa Leonor de Estúñiga, se había desplazado a Conil para asistir al espectáculo. Súbitamente, un barco de piratas berberiscos se introdujo entre los buques pesqueros y lograron abordar uno de ellos.

    Ante el peligro evidente, Pedro de Estopiñán, citado con el cargo de contador de la «Casa del duque don Juan»,​ zarpó en una pequeña embarcación para parlamentar con el jefe de los piratas, quien pidió una elevada cantidad de dinero por el rescate de los marinos prisioneros.

    Iniciado en actuaciones militares

    Con audacia, Pedro de Estopiñán abrazó por sorpresa al musulmán y cayó con él al agua, donde fue recogido por sus hombres, lo que, evidentemente, cambió el curso de las negociaciones: el jefe de los piratas fue canjeado por la tripulación y el buque, poniendo punto final al truculento episodio de las almadrabas.

    Los ecos de admiración por la valentía de Pedro no cesaron de proclamarse por todo el territorio, incluso llegaron a los anales históricos de Jerez, por lo que se puede situar esta fecha de 1496 como el primer hito de consideración en la carrera militar de Estopiñán.

    Conquista de Melilla

    Posiblemente gracias a esta demostración, cuando los Reyes Católicos autorizaron a la Santa Hermandad la dotación de un ejército para la conquista de Melilla, bajo la dirección del duque de Medina Sidonia, este eligió al valiente comendador para dirigirlo. Es posible también que facilitase la elección de Pedro el hecho de que las tropas, suministradas por los concejos de Jerez, Medina, Arcos y Sanlúcar de Barrameda, estuviesen organizadas por tres ilustres jerezanos como él, seguramente al tanto de su brillante actividad militar: el corregidor Juan Sánchez Montiel, Francisco de Vera (Provincial de la Santa Hermandad), y Manuel Riquelme (veinticuatro -regidor- de Jerez y capitán de la Hermandad concejil).

    Así pues, Pedro de Estopiñán, al frente de 5000 infantes y 250 jinetes, desembarcó en el norte de África y puso cerco a Melilla, que finalmente fue conquistada el 28 de septiembre de 1497. Tras la conquista, Estopiñán regresó a la península, no sin antes dejar una guarnición de 1500 hombres para la defensa de la plaza, así como un ingente número de canteros, carpinteros y albañiles con el expreso mandato de reparar las fortificaciones de la ciudad y construir nuevas murallas defensivas.

    La ausencia norteafricana de Estopiñán fue breve, puesto que al año siguiente los musulmanes redoblaron sus esfuerzos por recuperar la plaza perdida. Ante los nuevos ataques sufridos por la guarnición de Melilla, el duque Juan, de acuerdo con los Reyes Católicos, decidió enviar nuevas tropas de refresco, de nuevo encabezadas por Estopiñán, a quien esta vez acompañaba otro destacado caballero de la casa ducal, García León.

    Al dejar a los sitiadores entre dos fuegos, el triunfo fue total ya que, a instancias del comendador, se persiguió a todos los fugitivos hasta obligarlos a asentarse en la región de Orán, más lejana y con menos medios; igualmente, un número de musulmanes no inferior a 250 fueron apresados, como posible moneda de cambio en el futuro. Aunque en el propio año 1498 aún tuvo Estopiñán que regresar por dos veces a Melilla,​ se puede dar esta fecha como el inicio de la estabilidad de los cristianos en la plaza norteafricana.

    Ante la ausencia de noticias referentes a conflictos bélicos, la biografía del caballero jerezano vuelve a ser difícil en el período 1499-1503, del que no se sabe prácticamente nada aunque se puede suponer una estancia desahogada en Andalucía, dentro de la corte ducal o en su habitual residencia sevillana, situada en la actual calle Francos, donde se puede ver el escudo de armas de la familia y su lema In soli Deo honor et Gloria. Es bastante probable, igualmente, que para esta fecha ya estuviese casado con su mujer, doña Beatriz Cabeza de Vaca, emparentada con la familia del que sería gran explorador de las Américas, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, sobrino de Pedro y Beatriz.

    Campañas del Rosellón

    En 1503, empero, sus servicios militares fueron de nuevo requeridos por el propio Rey Católico, Fernando de Aragón, con objeto de que acudiese a Salces (Rosellón), puesto que las tropas del monarca francés Luis XII sometían a un severo cerco esta ciudad.

    De nuevo demostró su valía militar, puesto que dividió a sus tropas en dos grupos: el primero hostigaba la retaguardia de los sitiadores sin cesar, mientras que el segundo fue enviado al puerto para evitar que los refuerzos franceses, que habían embarcado en Colliure con destino al Rosellón catalán, pudiesen desembarcar y sumarse al resto. La maniobra fue efectiva, ya que la retirada de los invasores se produjo a finales del citado año.

    Títulos regios de adelantado y gobernador general de las Indias

    El rey Fernando, en recompensa a la efectiva labor de Pedro de Estopiñán, lo nombró a principios de 1504 como adelantado de Indias y capitán general de la isla de Santo Domingo y dependencias, con lo que parecía ponerse el colofón a su carrera militar si se tiene en cuenta al prestigio y valía de los citados puestos en el organigrama político-militar de la dominación española de América.

    Durante ese mismo año, Estopiñán comenzó los preparativos del viaje al Nuevo Mundo, a donde se iba a establecer con toda su progenie y familia, aunque también participó activamente en la preparación de una expedición a Mazalquivir en 1505, en la que, sin embargo, declinó participar por los citados preparativos.

    Imposibilidad de viajar al Nuevo Mundo y fallecimiento

    Pocos días más tarde, en el transcurso de una visita al monasterio de Guadalupe, el adelantado Pedro de Estopiñán falleció súbitamente el 3 de septiembre de 1505, y fue enterrado dos días más tarde en el propio monasterio.

  • Pero Niño, el marino castellano que doblegó a los ingleses en el siglo XIV

    Pero Niño, el marino castellano que doblegó a los ingleses en el siglo XIV

    Pero Niño, nació en Valladolid el año 1378 y murió en Cigales, Valladolid el año 1453) Fue señor de Cigales y de Valverde, I conde de Buelna,​ y un destacado militar, marino y corsario castellano al servicio del rey Enrique III el Doliente. También es conocido por ser el protagonista de El Victorial o Crónica de Pero Niño, una biografía escrita por el alférez bajo su mando Gutierre Díez de Games e importante obra de la literatura hispana medieval en su género.

    Como el almirante Bocanegra o Sánchez Tovar, como Pedro Mesía de la Cerda o Blas de Lezo y otros tantos innumerables marinos de talla única, el castellano Pero Niño, ya a muy temprana edad, apuntaba maneras.

    Con tan solo doce años, montado en un percherón, precoz regalo de su padre, con la ballesta de su progenitor, le atinó al trote a un olmo centenario, doce dardos uno tras de otro sin errar ni un solo tiro. La criatura era un espadachín consumado con quince tacos, participando en justas y, en ocasiones, metiendo en cintura a algún noble levantisco a las ordenes de su rey, Enrique III de Castilla. Era un fiera y había sido parido para arrear mandobles a destajo; era un chaval de una naturaleza formidable.

    Primeras andanzas

    El caso es que con la credencial de sus habilidades, el monarca castellano le había puesto un ojo encima. A raíz de esta simbiótica empatía, se convirtieron en inseparables y el coronado le enviaría a hacer algunos trabajillos por el Mediterráneo, a la sazón un mar proceloso y lleno de corsarios y piratas que vivían opíparamente del cuento y del saqueo.

    El Papa Benedicto XIII recordó al almirante castellano que de perseverar en su actitud hostil, sería excomulgado ‘ipso facto’.

    Así estaban las cosas cuando en comisión de servicio se bajó en una playa de Orán -nido sacrosanto de la piratería berberisca-, de una galera con treinta ballesteros, dando lugar a una épica escena en la que los pocos repartieron abundante estopa a los muchos. Aquel golpe de mano supuso un dolor de cabeza importante para el jerife local que estaba mas acostumbrado a dar que a recibir. Pero la cosa no acabó ahí, pues el castellano le cogería el tranquillo a lo de arrear a los del turbante, convirtiéndose en una pesadilla para los devotos de Allah que no ganaban para sustos.

    Fue entonces cuando nuestro héroe, aburrido de hacer siempre lo mismo en las costas de berbería, cambiaría de aires para fortuna de los abnegados moritos masoquistas. Así estaban las cosas, cuando en uno de sus eufóricos arrebatos quiso ponerles la mano encima a dos piratas de reconocido prestigio cuyas andanzas en el Mediterráneo habían sobrepasado todos los limites.

    Juan de Castrillo y Arnau Aymar eran dos prendas. Estos dos granujas trabajaban al alimón para la Corona de Aragón. Sucedió que un buen día de primavera, según cuentan las crónicas, allá por la altura de Menorca, estos dos colegas estaban dejando en paños menores a una embarcación mercante con el pabellón de Castilla. Alertado Pero Niño por unos pescadores que faenaban por la zona, se inició la memorable persecución de los rapiñadores, que a la postre se refugiarían en Marsella con los castellanos pisándoles los talones.

    La cosa se puso fea porque Pero Niño quería capturarlos en el mismo puerto y prender fuego a la ciudad por albergar a estos perillanes. El Papa Benedicto XIII, que hacía manitas con el rey de Aragón, envió a sus emisarios para recordarle al almirante castellano que había una cosa que se llamaba obediencia debida y que de perseverar en esa actitud hostil, sería excomulgado ‘ipso facto’. Ni que decir tiene que Pero Niño cogió un berrinche importante y que la cosa, para bien de las partes, no llegó a mayores.

    Saqueos en la costa británica

    Habida cuenta de las desbordantes energías del belicoso protegido y de la potencialidad de entrar en un conflicto internacional innecesario, Enrique III, con buen criterio, decidió darle otro hueso a su atómico almirante. Y lo envió al norte a aplicarles una terapia de choque a los subidos ingleses que no paraban de hacer de las suyas.

    Quiso el futuro, que un gran amigo de la infancia y cronista de sus gestas, Gutierre Díez de Games, volcara en ‘El Victorial’ –posiblemente la primera biografía española–, sus hazañas por los mares controlados por Castilla, que eran unos cuantos.

    El catecismo de Pero Niño era muy sencillo: se acercaba a la costa inglesa, los lugareños huían despavoridos, saqueaba e incendiaba la ciudad.

    La actividad principal de Pero Niño no era otra que la de estar abonado a poner en fuga a los despistados ingleses que pululaban por el Cantábrico y cercanías a la plataforma continental. Habituados los anglos a ser ellos los que cortaban el bacalao en materia de corso y piratería, disciplinas en las que estaban doctorados, quedaron ingratamente sorprendidos al ver que un marino del sur seco les disputaba la hegemonía que ellos creían que les pertenecía.

    La verdad es que tras la aparición en escena de Pero Niño, a Inglaterra parecía que le había mirado un tuerto. Como es sabido de largo, los ingleses han sido muy aficionados a lo ajeno desde tiempos inmemoriales; lo que les sorprendió enormemente es que en pleno siglo XIV alguien les discutiera la paternidad de su único arte digno de mención; la piratería.

    El catecismo de Pero Niño era muy sencillo. Se acercaba a la costa inglesa, los lugareños huían despavoridos, saqueaba, incendiaba y “hasta luego Lucas”. Todo ocurría en un abrir y cerrar de ojos. Obviamente el rey de Inglaterra estaba hasta la coronilla del almirante castellano.

    Tras saquear Cornualles y la isla de Portland y de pasaportar a más de cuatrocientos soldados de su majestad, arramplaron con las naos que había en el puerto y las cargaron con todo lo que de valor pudieron. Y así, suma y sigue, el prestigio de Pero Niño iba ‘in crescendo’ e Inglaterra se aprestaba para una defensa civil con milicias ya que el ejercito no daba abasto ante la osadía del castellano.

    Tiene títulos, honores, prestigio, bienes, poder, reconocimiento; pero no tiene sucesión y esto le obsesiona.

    Aprovechando el desconcierto de los insulares, y su sobrevenida afición de piromano, pegó fuego hasta los cimientos a las ciudades de Poole y Southampton.

    Pero Enrique III, llamado el doliente por sus innumerables goteras, compañero de juegos de infancia ambos, le llama a la Corte. En plena juventud, a los 27 años y cuando iba a encumbrar al almirante castellano para convertirlo en caballero, el frágil monarca desaparece entre las hebras de la oscuridad invisible.

    Finalmente, cuando parece darle esquinazo a la agitada vida de soldado, aparece en el escenario vital de este curtido marino una hermosa criatura llamada Beatriz de Portugal, a la que se abraza en cuerpo y alma tras un cortejo clásico y de un romanticismo increíble. Pero Beatriz muere al poco y Pero Niño se viene abajo. Tiene títulos, honores, prestigio, bienes, poder, reconocimiento; pero no tiene sucesión y esto le obsesiona. Lo intenta con la jovencísima Juana de Estúñiga sin resultados. A quien fue el terror de los mares, se le escapa lo mas tierno; una criaturita, un retoño, un vástago.

    En 1453, probablemente postrado por una depresión, deja su cuerpo e inicia el Gran Viaje.

    Pero Niño, un valiente sin espacio suficiente.

  • Alonso de Ojeda, conquistador Castellano

    Alonso de Ojeda, conquistador Castellano

    00Alonso de Ojeda, nación en Torrejoncillo del Rey (Cuenca, Corona de Castilla) en 1466; y murió en Santo Domingo en el año1515.

    Fue navegante, gobernador y conquistador castellano; recorrió las costas que luego serían de Guyana, Venezuela, Trinidad, Tobago, Curazao, Aruba y Colombia. Es famoso por haber dado el nombre Venezuela a la región que exploró en sus dos primeros viajes y por haber descubierto el Lago de Maracaibo y fundar Santa Cruz (La Guairita).

    Nació en una familia hidalga de pocos recursos. En su juventud estuvo al servicio del duque de Medinaceli, Luis de la Cerda, como paje. Alonso de Ojeda era pariente cercano de un alto miembro del Tribunal de la Inquisición, de su mismo nombre, quien le presentó al obispo de Badajoz, y mucho después de Burgos y presidente de la Junta de Indias, don Juan Rodríguez de Fonseca. si

    El joven Ojeda se ganó en breve la buena voluntad del obispo, quien ofreció dispensarle su protección a la primera oportunidad. Alonso tenía veintiséis años en 1494, era pequeño de estatura, ágil hasta causar sorpresa, y en todos los ejercicios de las armas, maestro consumado; tenía el genio pronto y la vista perspicaz; era valiente hasta la temeridad, vengativo hasta la crueldad, tierno de corazón con los débiles, y cortés con las damas; pendenciero y duelista, pero hondamente creyente y por extremo observante de sus deberes religiosos.

    El obispo supo distinguir en aquel joven un alma bien templada y un corazón generoso, pero también notó que su carácter tenía un fondo de ambición que podía servirle en los planes que por entonces maduraba para anular el poder de Cristóbal Colón.

    Llegada a La Española

    En septiembre de 1493, gracias a Rodríguez de Fonseca, se embarcó con Cristóbal Colón en su segundo viaje a América, llegando a la isla de La Española. En enero de 1494, Colón le encargó que buscara algunos tripulantes extraviados en el territorio de la isla. Pudo adentrarse con sólo quince hombres en la región del Cibao, donde dominaba el aguerrido cacique Caribe llamado Caonabo. Era Cibao, zona rica en minas de oro y Ojeda regresó a La Isabela para informar al Almirante, aquejado allí de unas fiebres.

    Colón partió para aquellas tierras en marzo de 1494 e hizo fundar la fortaleza de Santo Tomás, de la que nombró alcaide a Ojeda.

    Caonabo y sus guerreros atacaron el fuerte en cuanto tuvieron oportunidad y Ojeda los venció. La leyenda dice que logró apresar personalmente a Caonabó usando unos grilletes de oro y engañando al cacique haciéndole creer que eran prendas reales.

    También participó Alonso de Ojeda en la Batalla de la Vega Real o Batalla de Jáquimo, apodando a Ojeda como «El Centauro de Jaquimo», en la que, bajo su mando, los castellanos vencieron a los indígenas. Esta batalla habría enfrentado a un número de indígenas cifrado en diez mil por fray Bartolomé de las Casas frente a tan solo alrededor de cuatrocientos castellanos si bien es muy posible que estas cifras hayan sido exageradas. Posteriormente, en 1496, regresó a España.

    Primer viaje a Venezuela

    De regreso a España, capituló con los Reyes Católicos sin permiso de Colón. El viaje fue motivado por el deseo de los Reyes Católicos de comprobar la veracidad de los informes de Colón sobre las grandes riquezas del «nuevo mundo», debido a la desconfianza que Colón y sus partidarios habían inspirado entre los monarcas. La expedición zarpó el 18 de mayo de 1499, en asociación con el piloto y cartógrafo Juan de la Cosa y el navegante florentino Américo Vespucio. Cabe destacar que este fue el primero de la serie de «viajes menores» o «viajes andaluces» que se realizarían hacia el Nuevo Mundo.

    Recorriendo el litoral occidental de África hasta Cabo Verde, tomaron el mismo rumbo que realizó Colón un año antes en el tercer viaje, pero en dirección suroeste. Sin embargo, Vespucio decidió separarse de la flota y seguir su propio rumbo más al sur, hacia Brasil. La flota de Ojeda llegó a las bocas de los ríos Esequibo y Orinoco, así como al golfo de Paria, incluyendo las penínsulas de Paria y Araya, y a las islas de Trinidad y Margarita; continuando a lo largo de la tierra firme, en busca siempre de un pasaje hacia la India. Posteriormente recorrió la Península de Paraguaná y después avistó la isla Curaçao, a la cual llamó isla de los Gigantes porque creyó haber observado allí a indígenas de gran estatura; luego visitó la isla Aruba y también el archipiélago de Los Frailes.

    También recorrió una parte de la península de Paraguaná y se adentró en un golfo al que llamó Venezuela o Pequeña Venecia, pues había poblaciones en el fondo del golfo cuyas casas estaban construidas con troncos sobre el agua que se asemejaban a la ciudad de Venecia. Asimismo, logró ver la entrada del lago de Maracaibo, a la cual llamó San Bartolomé por haberla descubierto el día 24 de agosto de 1499, día de San Bartolomé, apóstol. También llegó a alcanzar el cabo de la Vela, en la actual península de la Guajira, a la que llamó Coquibacoa.

    Pocos días después, la expedición partió del cabo de la Vela a La Española con algunas perlas obtenidas en Paria, algo de oro y varios esclavos. La escasez de bienes y esclavos transportados era un rendimiento económico escaso, pero la importancia de este viaje radica en que fue el primer recorrido detallado y total hecho por los castellanos de las costas de Venezuela, debido al cual Ojeda goza del crédito de haber reconocido por vez primera toda la costa venezolana. La expedición dio también a Juan de la Cosa la oportunidad de trazar el primer mapa conocido de la actual Venezuela, además de ser el primer viaje que hizo Vespucio al Nuevo Mundo.​

    Sin embargo, cuando llegó la expedición a La Española el 5 de septiembre, fue mal recibida por seguidores de Colón quienes estaban enojados porque Ojeda no tenía derecho de explorar tierras descubiertas por aquel sin su autorización. Esto produjo reyertas y peleas entre ambos grupos, dejando algunos muertos y heridos; así tuvo que regresar a Cádiz con pocas riquezas, pero con muchos indígenas. La fecha de regreso es discutida: tradicionalmente se afirmaba que volvieron en junio de 1500 pero el historiador Demetrio Ramos ha señalado una fecha un poco más temprana, hacia noviembre de 1499.

    Segundo viaje a Venezuela

    Ojeda decidió hacer una nueva exploración y capituló nuevamente con los reyes de España el 8 de junio de 1501. Se le nombró gobernador de Coquibacoa por los resultados obtenidos en el primer viaje, y se le otorgó el derecho de fundar una colonia en ese territorio, aunque se le advirtió de que no visitara Paria. En esta ocasión se asoció con los mercaderes sevillanos Juan de Vergara y García de Campos, los cuales pudieron fletar cuatro carabelas.

    En enero de 1502, zarpó de España e hizo el mismo recorrido que en su primer viaje. En esta ocasión pasó de largo el golfo de Paria y llegó a la isla de Margarita (donde según algunas fuentes, intentó obtener oro y perlas de los indígenas por varios métodos). Luego recorrió las costas venezolanas desde Curiana hasta la península de Paraguaná e intentó fundar el 3 de mayo de 1502 una colonia en la península de la Guajira, exactamente en bahía Honda, a la que llamó Santa Cruz y que se convirtió en el primer poblado castellano en territorio colombiano y, por ende, el primero en tierra firme.

    Sin embargo, dicha colonia no prosperó luego de tres meses de fundada, debido a que Ojeda y sus hombres comenzaron a atacar las poblaciones indígenas de los alrededores, causando una constante guerra con éstos que se sumó a los problemas personales del mismo Ojeda con sus hombres. Así, fue en aquel momento cuando sus socios Vergara y Campos hicieron apresar a Ojeda para hacerse con el poco botín recaudado y abandonaron el poblado junto con los colonos, encarcelándolo en La Española en mayo de 1502. Ojeda estuvo preso hasta 1504, cuando fue liberado por el obispo Rodríguez de Fonseca, mediante una apelación; sin embargo tuvo que pagar una indemnización costosa que lo dejó bastante empobrecido.

    El resultado de este segundo viaje fue un fracaso ya que no se habían descubierto tierras nuevas y no se obtuvo un gran botín de parte de los exploradores, amasado en su mayoría por Vergara y Campos, sumado a que la colonia de Santa Cruz quedó abandonada y la gobernación de Coquibacoa fue abolida.

    El viaje a Nueva Andalucía

    Una vez conseguida la libertad, permaneció en La Española durante cuatro años sin mucho que hacer, hasta que en 1508 se enteró de que el rey Fernando el Católico había llamado a concurso la gobernación y colonización de Tierra Firme, y que abarcaba las tierras entre el cabo Gracias a Dios (entre Honduras y Nicaragua) y el cabo de la Vela (en Colombia). Juan de la Cosa fue a España y se presentó en representación de Ojeda, aunque también en dicho evento apareció Diego de Nicuesa, que rivalizaba con Ojeda por las tierras a colonizar. Como ambos candidatos poseían buena reputación y tenían simpatías en la Corte, la Corona prefirió dividir la región en dos gobernaciones: Veragua al oeste y Nueva Andalucía al este, con límites en el golfo de Urabá; así Ojeda recibía la gobernación de Nueva Andalucía y Nicuesa recibía Veragua. Esta capitulación fue firmada el 6 de junio de 1508.

    A Santo Domingo partieron los nuevos gobernadores para formar las flotas expedicionarias. Sin embargo, existía una disparidad entre la flota de ambos, destacando que Nicuesa poseía grandes riquezas y más crédito de parte de las autoridades coloniales, y que pudo atraer a más de 800 hombres, muchos caballos, cinco carabelas y dos bergantines; en cambio, Ojeda sólo reunió algo más de 300 hombres, dos bergantines y dos barcos pequeños. Debido a las disputas acerca de qué lugar exacto en el golfo de Urabá sería el límite de ambas gobernaciones, el asistente de Ojeda, Juan de la Cosa, señaló que el límite exacto sería el río Atrato, que desembocaba en dicho golfo.

    El 10 de noviembre de 1509 logró partir de Santo Domingo, unos días antes que Nicuesa, poco después de nombrar Alcalde Mayor al bachiller Martín Fernández de Enciso, un acaudalado abogado que tenía órdenes de fletar una embarcación con más provisiones para ayudar a Ojeda cuando fundara una colonia en Nueva Andalucía. El nuevo gobernante, procurando evitarse problemas con los indígenas de su región, pidió que se redactara una extensa y curiosa proclamación en la que invitaba a los indígenas a someterse la Corona de Castilla, que de lo contrario iban a ser sometidos a la fuerza; dicha proclamación fue hecha por el escritor Juan López de Palacios Rubios y contó con la aprobación de las autoridades españolas.

    Ojeda llegó a la bahía de Calamar, en la actual Cartagena (Colombia), ignorando los consejos de su subalterno De la Cosa de no establecerse en la zona. Después de desembarcar se encontró con varios indígenas y envió a unos misioneros a que recitaran la extensa proclama en voz alta junto con intérpretes que hablaban la lengua indígena. Sin embargo, los indígenas estaban bastante molestos por dicha proclama, así que Ojeda mostró baratijas a los indígenas, y esto provocó que se enojaran y comenzaran a luchar contra los castellanos. Combatió y venció a los indígenas de la costa; aprovechando esta ventaja decidió perseguir a algunos indígenas que se habían adentrado en la selva y llegó a la aldea de Turbaco: ahí sufrió la ira de los indígenas que tomaron desprevenidos a los castellanos. En esta contraofensiva murió Juan de la Cosa, que sacrificó su vida para que Ojeda escapara, y murieron también casi todos los que le acompañaban. Ojeda tuvo que huir para salvarse con un solo hombre apenas y llegar ileso a la orilla del mar, en donde pudo ser rescatado por la flotilla estacionada en la bahía.

    Poco después llegó la flota de Nicuesa, quien, preocupado por la pérdida que había tenido Ojeda, le cedió armas y hombres, y luego lo acompañó, olvidándose de las diferencias entre ambos gobernadores, para vengarse contra los indígenas de Turbaco, los cuales fueron masacrados en su totalidad.

    Gobernador de Nueva Andalucía y Urabá

    De vuelta en la bahía de Calamar, Nicuesa se separó de Ojeda en dirección mar adentro hacia el oeste rumbo a Veragua, mientras que Ojeda seguía recorriendo las costas de Nueva Andalucía hacia el suroeste, y llegaba al golfo de Urabá, donde fundó el asentamiento, en realidad un fuerte, de San Sebastián de Urabá el 20 de enero de 1510. Sin embargo, la expedición fue problemática: no habían pasado muchos días cuando dentro del fuerte crecía la escasez de alimentos, y se incrementaba el clima insalubre que afectaba a los colonos, además de la amenaza persistente de los indios urabaes, quienes atacaban a los castellanos con flechas envenenadas, de las cuales el mismo gobernador quedó herido en una pierna.

    Habían pasado ocho meses y medio desde que partió de Santo Domingo y haber fundado San Sebastián, y la prometida ayuda del bachiller Fernández de Enciso aún no llegaba. Entonces encargó a Francisco Pizarro, un joven soldado en ese entonces, que protegiera el sitio y se mantuviera con los habitantes durante cincuenta días hasta que Ojeda regresara, pidiéndoles que de lo contrario volvieran a Santo Domingo. Pero Ojeda jamás regresó a San Sebastián y, pasados los cincuenta días, Pizarro decidió regresar en los dos bergantines junto con 70 colonos. Poco después Fernández de Enciso, junto con Vasco Núñez de Balboa, socorrió a los pocos supervivientes del lugar; posteriormente, el fuerte fue incendiado por los indígenas de la región.

    Tras este fracaso, Alonso de Ojeda regresa a Santo Domingo en el bergantín de un pirata catellano llamado Bernardino de Talavera , que había huido de La Española y pasaba por el lugar.

    Un naufragio en Cuba

    Tratando de buscar ayuda, Ojeda se embarcó rumbo a Santo Domingo en el bergantín de Talavera con 70 hombres que lo acompañaban, pero el pirata apresó a Ojeda y no lo quiso liberar, esperando un rescate. Sin embargo, un violento huracán azotó la embarcación y Talavera tuvo que pedir ayuda a Ojeda, también marino. La tormenta arrastró la nave y ésta naufragó en Jagua, Sancti Spíritus, al sur de Cuba. Así, Ojeda y Talavera con sus hombres, decidieron recorrer la costa sur de la isla a pie, hasta punta Maisí, desde donde luego se trasladarían hasta La Española.

    Sin embargo, tuvieron dificultades y la mitad de los hombres murieron por el hambre, las enfermedades y las penurias que tuvieron que vivir en el camino. Ojeda cargaba con una imagen de la Virgen María que llevaba consigo desde la primera vez que se embarcó a América en 1493 e hizo una promesa a ésta de que le dedicaría un templo, que haría levantar en el primer poblado indígena que encontrara en su camino y que los recibiera con buenas intenciones.

    Poco después, con una docena de hombres y el pirata Talavera, llegaron a la comarca de Cueybá, donde el cacique Cacicaná trató amablemente y cuidó a Ojeda y a los demás hombres, que a los pocos días se habían recuperado. Ojeda cumplió su promesa y levantó una pequeña ermita de la Virgen en el poblado, ermita que sería venerada por los aborígenes de la comarca. Allí fue socorrido por Pánfilo de Narváez y fue a Jamaica, isla en la que Talavera fue apresado por piratería. Después llegó a La Española, donde muy exhausto se enteró que la ayuda de Fernández de Enciso había llegado a San Sebastián.

    Su ocaso y muerte

    Casado con una indí­gena llamada Guaricha, a la que puso el nombre de Isabel, con la que tuvo tres hijos. Tras el fracaso del viaje a Nueva Andalucía, Ojeda no volvió a dirigir ninguna otra expedición y renunció a su cargo de gobernador. Pasó los últimos cinco años de su vida en Santo Domingo donde vivió triste y deprimido. Luego se retiró al Monasterio de San Francisco, en donde murió poco después en 1515. Su última voluntad fue que lo sepultaran bajo la puerta mayor del monasterio, para que su tumba fuese pisada por todos los que llegaban a entrar a la iglesia, como pena por los errores que cometió en su vida. Y así­ se hizo. Su esposa Isabel fue hallada muerta sobre la tumba de Ojeda pocos dí­as después de la muerte de éste y fue enterrada junto con su marido. En 1892 cuando, debido al deterioro sufrido por el monasterio a través de los siglos, es exhumado el cadáver y trasladado al antiguo convento de los dominicos, convertido en Panteón Nacional.

    En 1942 el Monasterio de San Francisco se restaura y se declara monumento histórico nacional. Por esto las autoridades dominicanas entienden que deben trasladar sus restos de nuevo al sitio que había escogido para su sepultura, lo cual se hizo con honores de Estado.​

    Los restos de Ojeda y Guaricha desaparecieron de la tumba del monasterio en 1963.​ Al parecer los restos fueron sacados de República Dominicana en 1983, llevados a Ciudad Ojeda (Venezuela) por el sacerdote Fernando Campo del Pozo y entregados al Concejo municipal de la ciudad venezolana. Allí permanecieron en el olvido depositados en una urna hasta que en 2014 un grupo de historiadores locales consiguió dar con su paradero.​

    Escritores como Vicente Blasco Ibáñez, en su novela El caballero de la Virgen (1929), o Alberto Vázquez-Figueroa, en su obra Centauros (2007), han relatado la vida y obra del conquistador.

    Ciudad Ojeda, fundada en 1936 por decreto del presidente de Venezuela Eleazar López Contreras, recibe su nombre como homenaje al hombre que descubrió el lago de Maracaibo y puso nombre a Venezuela, lugar en el que actualmente se encuentran sus restos.

  • La Reina Berenguela de Castilla

    La Reina Berenguela de Castilla

    La historia de Berenguela no es un caso aislado, pues no fueron pocas, las mujeres que en algún momento dirigieron el destino de Castilla. Un reino mucho más igualitario en cuanto a derechos y libertades, así como en lo relativo al liderazgo de sus mujeres, que muchos otros reinos coheteanos e incluso muy posteriores no tenían. 

    Berenguela de Castilla (nació en Segovia en el año 1179 y murió en Burgos el ​8 de noviembre de 1246). Había nacido como hija primogénita del rey castellano Alfonso VIII y de su esposa, Leonor Plantagenet, bisnieta de otra Berenguela, la esposa de Alfonso VII de León, y hermana de Ramón Berenguer IV de Barcelona. Por línea materna era nieta de Enrique II de Inglaterra y de otra importante mujer de la época, Leonor de Aquitania.

    Durante los primeros años de su vida, Berenguela fue la heredera nominal al trono castellano, pues los infantes nacidos posteriormente no habían sobrevivido; esto la convierte en un partido muy deseado en toda Europa.

    El primer compromiso matrimonial de Berenguela se acordó en 1187 con Conrado, duque de Rothenburg y quinto hijo del emperador germánico Federico I Barbarroja.​ Al año siguiente, 1188, en Seligenstadt, se firmó el contrato matrimonial, incluyendo una dote de 42000 maravedíes, tras lo cual Conrado marchó a Castilla, donde celebraron los esponsales en Carrión de los Condes, en junio de 1188.​ El 29 de noviembre de 1189 nació el infante Fernando, hermano menor de Berenguela, que fue designado heredero al trono. El emperador Federico, viendo frustradas sus aspiraciones en Castilla perdió todo interés en mantener el compromiso de su hijo y los esponsales fueron cancelados, a pesar de la dote de 42 000 áureos de la infanta. Conrado y Berenguela jamás volverían a verse. Berenguela solicitó al papa la anulación del compromiso, seguramente influida por agentes externos, como su abuela Leonor de Aquitania, a quien no interesaba tener a un Hohenstaufen como vecino de sus feudos franceses. Pero estos temores se verían posteriormente neutralizados cuando el duque fue asesinado en 1196.

    En 1197, Berenguela se casó en la ciudad de Valladolid con el rey de León Alfonso IX, pariente suyo en tercer grado. De este matrimonio nacieron cinco hijos. Pero en 1204, el papa Inocencio III anuló el matrimonio alegando el parentesco de los cónyuges,​ a pesar de que Celestino III lo había permitido en su momento. Esta era la segunda anulación para Alfonso y ambos solicitaron vehementemente una dispensa para permanecer juntos. Pero este papa fue uno de los más duros en cuestiones matrimoniales, así que se les denegó, aunque consiguieron que su descendencia fuese considerada como legítima. Disuelto el lazo matrimonial, Berenguela regresó a Castilla al lado de sus padres,​ donde se dedicó al cuidado de sus hijos.

    Regente y Reina

    Al morir Alfonso VIII en 1214, heredó la corona el joven infante Enrique que tan solo contaba con diez años de edad, por lo que se abrió un período de regencia, primero bajo la madre de rey, que duró exactamente veinticuatro días, hasta su muerte; y luego bajo la de su hermana Berenguela. Comenzaron entonces disturbios internos ocasionados por la nobleza, principalmente por la casa de Lara y que obligaron a Berenguela a ceder la tutoría del rey y la regencia del reino al conde Álvaro Núñez de Lara​ para evitar conflictos civiles en el reino.

    En febrero de 1216, se celebró en Valladolid una curia extraordinaria a la que asistieron magnates castellanos como Lope Díaz de Haro, Gonzalo Rodríguez Girón, Álvaro Díaz de Cameros, Alfonso Téllez de Meneses y otros, que acordaron, con el apoyo de Berenguela, hacer frente común ante Álvaro Núñez de Lara. A finales de mayo de este mismo año, la situación se tornó peligrosa en Castilla para Berenguela que decidió refugiarse en el castillo de Autillo de Campos cuyo tenente era el noble Gonzalo Rodríguez Girón –uno de los fieles a la regente– y enviar a su hijo Fernando, el futuro rey, a la corte de León, con su padre, Alfonso IX. El 15 de agosto de 1216 se reunieron todos los magnates del reino de Castilla para intentar llegar a un acuerdo que evitase la guerra civil, pero las desavenencias llevaron a los Girón, los Téllez de Meneses y los Haro a alejarse definitivamente del Lara.

    Enrique falleció el 6 de junio de 1217 después de recibir una herida en la cabeza por una teja que se desprendió accidentalmente cuando se encontraba jugando con otros niños en el palacio del obispo de Palencia, quien en esas fechas era Tello Téllez de Meneses.​ El conde Álvaro Núñez de Lara se llevó el cadáver de Enrique al castillo de Tariego para ocultar su muerte, aunque la noticia llegó a Berenguela.​ Esto hizo que el trono de Castilla pasara a Berenguela, quien el 2 de julio hizo la cesión del trono en favor de su hijo Fernando.

    La Consejera Real 

    Pese a que no quiso ser reina, Berenguela estuvo siempre al lado de su hijo, como consejera, interviniendo en la política del reino, aunque de forma indirecta.

    Destacó la mediación de Berenguela en 1218 cuando la intrigante familia nobiliaria de los Lara con el antiguo regente, Álvaro Núñez de Lara, a la cabeza conspiró para que el padre de Fernando III y rey de León, Alfonso IX, penetrara en Castilla para hacerse con el trono de su hijo. Sin embargo, el fallecimiento del conde de Lara facilitó la intervención de Berenguela, que logró que padre e hijo firmaran el 26 de agosto de 1218 el pacto de Toro que pondría fin a los enfrentamientos castellano-leoneses.

    Concertó el matrimonio de su hijo con la princesa Beatriz de Suabia, hija del duque Felipe de Suabia, y nieta de dos emperadores: Federico Barbarroja e Isaac II Ángelo. Este matrimonio con una familia tan importante elevaba la alcurnia de los reyes de Castilla y abría la puerta para que Fernando participase en los asuntos europeos de forma activa. El matrimonio se celebró el 30 de noviembre de 1219 en la catedral de Burgos.

    En 1222, Berenguela intervino nuevamente a favor de su hijo, al conseguir la firma del Convenio de Zafra que puso fin al enfrentamiento con los Lara al concertarse el matrimonio entre Mafalda, hija y heredera del señor de Molina, Gonzalo Pérez de Lara, y su hijo y hermano de Fernando, Alfonso.

    En 1224 logró el matrimonio de su hija Berenguela con Juan de Brienne​ en una maniobra que acercaba a Fernando III al trono leonés, ya que Juan de Brienne era el candidato que Alfonso IX había pensado para que contrajera matrimonio con una de sus hijas. Al adelantarse Berenguela, evitaba que las hijas de su anterior esposo tuvieran un marido que pudiera reclamar el trono leonés.

    Pero quizás la intervención más decisiva de Berenguela a favor de su hijo Fernando se produjo en 1230 cuando falleció Alfonso IX y designó como herederas al trono a sus hijas Sancha y Dulce, frutos de su primer matrimonio con Teresa de Portugal, en detrimento de los derechos de Fernando III. Berenguela se reunió en Benavente con la madre de las infantas y consiguió la firma de la Concordia de Benavente, por la que éstas renunciaban al trono en favor de su hermanastro a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero y otras ventajas. De ese modo se unieron para siempre León y Castilla en la persona de Fernando III el Santo.

    Intervino también en el segundo matrimonio de Fernando III tras la muerte de Beatriz de Suabia, aunque habían tenido suficiente descendencia, pero «con el fin de que la virtud del rey no se menoscabase con relaciones ilícitas». En esta ocasión, la elegida fue una noble francesa, Juana de Danmartín, candidata de la tía del rey y hermana de Berenguela, Blanca de Castilla, reina de Francia por su matrimonio con Luis VIII de Francia.

    Berenguela ejerció como una auténtica reina mientras su hijo Fernando se encontraba en el sur, en sus largas campañas de reconquista de Al-Ándalus. Gobernó Castilla y León con la habilidad que siempre la caracterizó, asegurándole el tener las espaldas bien cubiertas. Se entrevistó por última vez con su hijo en Pozuelo de Calatrava en 1245, tras lo cual volvió a Castilla donde falleció al año siguiente.

    Se la retrata como una mujer virtuosa por los cronistas de la época. Fue protectora de monasterios y supervisó personalmente las obras de las catedrales de Burgos y Toledo. Del mismo modo, también se preocupó de la literatura, encargando al cronista Lucas de Tuy una crónica sobre los reyes de Castilla y León, siendo asimismo mencionada en las obras de Rodrigo Jiménez de Rada.

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  • Fernando I de León y Castilla

    Fernando I de León y Castilla

    03Fernando I de León, llamado «el Magno» o «el Grande» ( 1016-León, 27 de diciembre de 1065), fue conde de Castilla desde 1029 y rey de León desde el año 1037 hasta su muerte, siendo ungido como tal el 22 de junio de 1038.

    Era hijo de Sancho Garcés III de Pamplona, llamado «el Mayor», rey de Pamplona, y de Muniadona, hermana de García Sánchez de Castilla. Fue designado conde de Castilla en 1029,​ si bien no ejerció el gobierno efectivo hasta la muerte de su padre en 1035. Se convirtió en rey de León por su matrimonio con Sancha, hermana de su rey y señor, Bermudo III, contra el que se levantó en armas, el cual murió sin dejar descendencia luchando contra Fernando en la batalla de Tamarón.

    Sus primeros dieciséis años de reinado los pasó resolviendo conflictos internos y reorganizando su reino. En 1054, las disputas fronterizas con su hermano García III de Pamplona se tornaron en guerra abierta. Las tropas leonesas dieron muerte al monarca navarro en la batalla de Atapuerca.

    Llevó a cabo una enérgica actividad de Reconquista, tomando las plazas de Lamego (1057), Viseo (1058) y Coímbra (1064). Además sometió a varios de los reinos de taifas al pago de parias al reino leonés. Al morir dividió sus reinos entre sus hijos: al primogénito, Sancho, le correspondió el estado patrimonial de su padre, el condado de Castilla, elevado a categoría de reino, y las parias sobre el reino taifa de Zaragoza; a Alfonso, el favorito, le correspondió el Reino de León y el título imperial, así como los derechos sobre el reino taifa de Toledo; García recibió el Reino de Galicia, creado a tal efecto, y los derechos sobre los reinos taifas de Sevilla y Badajoz; a Urraca y a Elvira les correspondieron las ciudades de Zamora y Toro, respectivamente, también con título real, y unas rentas adecuadas.

    Tradicionalmente, se le ha considerado el primer rey de Castilla y fundador de la monarquía castellana, y aún hay historiadores que siguen manteniendo esta tesis. No obstante, buena parte de la historiografía más actual considera que Fernando no fue rey de Castilla y que el origen de este reino se sitúa a la muerte de este monarca, con la división de sus estados entre sus hijos y el legado de Castilla al primogénito Sancho con título real. En palabras de Gonzalo Martínez Diez:

    Podemos y debemos afirmar con absoluta certeza el hecho de que Fernando nunca fue rey de Castilla, y que esta nunca cambió su naturaleza de condado, subordinado al rey de León, para convertirse en un reino, hasta la muerte de Fernando I el año 1065.

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  • Sancho Fernández de Tejada

    Sancho Fernández de Tejada

    Sancho Fernández de Tejada (La Rioja, siglo IX), figura histórica y al mismo tiempo legendaria que encarna el fundador epónimo del linaje de Tejada, héroe de la Reconquista. Conde de Castilla y lugarteniente del rey Ramiro I en la batalla de Clavijo, el 23 de mayo del año 844.​ Sancho, sus trece hijos, más doce caballeros gallegos obtuvieron una gran victoria que liberó a los cristianos de pagar el ignominioso tributo de las cien doncellas.

    Familia y orígenes

    Cuenta la tradición que en el año 642, el Conde Don Gonzalo, Señor de los Rucones se casó con la Princesa Goda, hija de Suintila y hermana de Chindasvinto, Sancha. El hijo de ambos, Tello, según documentos guardados en el monasterio de San Millan llevó la frontera con los moros más allá de la ciudad de Oca. Su hija se casó con el Duque de Cantabria, Don Fruela, hermano del Rey Don Alfonso I, “El Católico”, que gobernó el reino de Asturias y Galicia entre 739 y el 757. Fueron padres de Ruy Floraz, Conde de Lantarón. Su nieto, Fernán Díaz contrajo nupcias con Doña Ximena, hija del Conde de la Bureba, padre y madre de Don Sancho, fundador de la Villa y Solar de Tejada.

    No se da fecha ni lugar de nacimiento, pero se le atribuye el matrimonio con María Onúñez Gundimara, de la Casa de Toral, madre de sus trece hijos.

    Por su heroísmo, se le dio por apellido Tejada, en recuerdo de la rama de tejo que utilizó cuando se le quebró su lanza en plena batalla.

    Ver artículo sobre la Batalla de Clavijo.

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  • Juan Bravo, Líder comunero

    Juan Bravo, Líder comunero

    Juan Bravo (Atienza, c. 1484-Villalar, 24 de abril de 1521) fue un noble castellano conocido por su participación en la Guerra de las Comunidades de Castilla.

    Juan Bravo pertenecía a la baja nobleza y nació en Atienza —en la actual provincia de Guadalajara—, donde su padre Gonzalo Bravo de Lagunas era alcaide de la fortaleza. Su madre, María de Mendoza, era hija del conde de Monteagudo de Mendoza, por lo que Juan Bravo era primo de María Pacheco, la esposa de Juan de Padilla y miembro de la notable familia Mendoza.​ Era también sobrino, por línea paterna, de Juan de Ortega Bravo de Lagunas, obispo de Ciudad Rodrigo, Calahorra y Coria. Tanto este tío Juan de Ortega como su padre Gonzalo procedían de la villa de Berlanga de Duero (Soria) en cuya colegiata se encuentran enterrados.

    Mediante su primer matrimonio en 1505 con Catalina del Río, hija de Diego del Río, regidor de Segovia, y de Isabel de Herrera,​ pasó a formar parte del patriciado urbano de la ciudad de Segovia, a donde se traslada a vivir. De este primer matrimonio nacieron seis hijos: Diego de Mendoza, Pedro González de Mendoza, Rui Díaz Bravo, Gonzalo Bravo del Río, Luis Bravo de Mendoza y del Río y María de Mendoza.

    Habiendo quedado viudo, en 1519 contrajo segundas nupcias en Bernardos (Segovia) con María Coronel,​ hija de Abraham Senior, regidor de Segovia y rico converso. De este segundo matrimonio nacieron dos hijos, Andrea Bravo de Mendoza, monja en Guadalajara, y Juan Bravo de Mendoza y Coronel.

    Guerra de las Comunidades de Castilla

    En octubre de 1519 fue designado regidor y jefe de las milicias de Segovia. Al conocerse la concesión del servicio al rey Carlos I en las Cortes de Santiago y La Coruña y su marcha a Alemania el 29 de mayo de 1520, dirigió una revuelta contra el procurador en Cortes Rodrigo de Tordesillas, que fue ahorcado. Los sublevados se hicieron con la ciudad y Juan Bravo organizó militarmente la ciudad y dirigió las operaciones que impidieron la entrada en Segovia de las tropas realistas de Rodrigo Ronquillo, enviadas por el cardenal Adriano de Utrecht, regente del rey.​ Sin embargo, las fuerzas realistas se hicieron fuertes en el Alcázar de Segovia y allí permanecieron hasta el final de la revuelta comunera.

    Bravo se encargó de mantener relaciones con el resto de las ciudades sublevadas y partícipes en la Guerra de las Comunidades y acudió a Tordesillas a parlamentar con la reina Juana para recabar su apoyo, que no consiguió. Conquistó Zaratán y Simancas en 1521, mientras que Juan de Padilla entraba en Torrelobatón el 25 de febrero.​ A continuación, juntó sus fuerzas con las de la Junta de Comuneros de Valladolid, sin poder evitar la derrota ante las tropas reales en la batalla de Villalar el 23 de abril. Hecho prisionero, fue decapitado junto a Juan de Padilla y Francisco Maldonado en Villalar un día después, el 24 de abril.

    Cuando su cuerpo fue trasladado a Segovia, las autoridades reales tuvieron dificultad para sofocar un gran tumulto de indignación. Ante el miedo de que los restos se pudieran profanar, se cree que se trasladaron al municipio de Muñoveros (Segovia), de donde era su esposa Catalina del Río.

    Legado

    Aparece en una Ejecución de los comuneros de Castilla, óleo de Antonio Gisbert Pérez (1860) y en La batalla de Villalar de Manuel Picolo López (1887). De 1822 existe un poema anónimo A los ilustres caudillos Comuneros D. Juan de Padilla, D. Juan Bravo, D. Francisco Maldonado y D. Antonio de Acuña, obispo de Zamora: oda. Los dramaturgos del Romanticismo Eusebio Asquerino y Gregorio Romero Larrañaga compusieron un Juan Bravo el comunero: drama en cuatro actos (Madrid: T. F. M. Ruano, 1849). El poeta posromántico Manuel del Palacio le consagró su Juan Bravo, el comunero: leyenda dramática (1521) escrita para acompañar a la música del Egmont de Beethoven, 1881; es uno de los personajes de Los comuneros, una tragedia escrita por Ana Diosdado (1974); Emilio Sola escribió una Acción, meditaciones y muerte de Juan Bravo (1978) y existe una novela histórica sobre este personaje, las Memorias de Juan Bravo (2001), de Tomás Calleja Guijarro. También es mencionado en el poema del poeta argentino Raúl González Tuñón La historia viva bajo el acueducto inmortal (1934). Asimismo, es una de las dos figuras centrales -junto a Juan de Padilla- del largo poema «A Padilla, Bravo y Maldonado», del poeta Juan Pablo Mañueco, publicado en el libro Castilla, este canto es tu canto de 2016.

    En recuerdo suyo lleva su nombre el Teatro Juan Bravo de Segovia, fundado en 1917.

     

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  • Fernando El Católico, como Regente de Castilla

    Fernando El Católico, como Regente de Castilla

    La guerra terminó con la derrota de Juana. Por el Tratado de Alcáçovas (1479), Juana renunció al trono en favor de Isabel y se recluyó en un convento de Coímbra, convirtiéndose Isabel I en reina indiscutida de Castilla. Ese mismo año, (20 de enero de 1479) Fernando sucedió a su padre como rey de Aragón. Pero fue en el año 1475 cuando puede fijarse la unión de ambas coronas según los términos de la Concordia de Segovia, un tratado firmado el 15 de enero de 1475 en el Alcázar de Segovia,16​ por los cuales Fernando fue nombrado rey de Castilla como Fernando V, reinando junto con su mujer la reina Isabel I, uniendo así ambas coronas. Y aún más importante serán las Cortes de Toledo de 1480, donde en su ley 111 se dice: «Pues por la gracia de Dios los nuestros Reynos de Castilla y de León y de Aragón son unidos, y tenemos esperanza que por su piedad de aquí en adelante estarán unidos, y permanecerán en una corona Real: E así es razón que todos los naturales de ellos traten y comuniquen en sus tratos y facimientos».

    Sin embargo, la reina Isabel I de Castilla no pudo ser nombrada de iure reina de Aragón, ya que al existir un varón legítimo (su esposo), ese sería el rey y por tanto Isabel sería reina consorte. Es antihistórico hablar de una ley sálica como la francesa en la Corona de Aragón, absolutamente inexistente en Código legal alguno en cualesquiera de los territorios de la Corona. El sistema de nombramiento era consuetudinario, entronando al varón legítimo de mayor edad, y el documento esencial era el testamento del rey. En cambio existía el llamado jure uxoris por el cual el varón consorte de la reina se convertía en rey por el imprescindible hecho del mando militar. Tampoco existió ley sálica en Castilla y León, como lo prueban Urraca y Berenguela.

    Tras dictar las primeras medidas de ordenamiento interno de sus reinos (a partir de 1480 extendió la figura del corregidor; en 1481 se crea la Inquisición en Castilla; se sanciona a los nobles rebeldes y se reorganiza la hacienda real), los reyes emprendieron en 1481 la conquista del Reino nazarí de Granada. A través de las dificultades de esta guerra (1481-1492), fundamentalmente de asedio, el rey Fernando fue revelando sus dotes diplomáticas y militares. La guerra terminó con la capitulación de Granada el 2 de enero de 1492. La conquista del último reducto musulmán en la península otorgó a los reyes un prestigio que ayudó a consolidar la autoridad real. En los reinos de la Corona de Aragón, Fernando no modificó el sistema político tradicional (que dificultaba la concentración de poder en manos del rey), y puso fin en sus Estados al problema de los remensas catalanes mediante la abolición de los malos usos y la consolidación de los contratos de enfiteusis (sentencia arbitral de Guadalupe, 1486). Introdujo en Castilla las instituciones aragonesas de los consulados (como el Consulado del Mar, de Burgos) y los gremios, favoreciendo de este modo el desarrollo económico castellano, especialmente el comercio de la lana.

    En el aspecto religioso, creó la Inquisición Española en 1478 (no directamente heredera de la que existió en la Corona de Aragón desde 1249), decretó la expulsión de los judíos el 3 de marzo de 1492 (salvo bautismo) y la Pragmática de 14 de febrero de 1502 que ordenaba la conversión o expulsión de todos los musulmanes del reino de Granada. Esta Pragmática supuso un quebrantamiento de los compromisos firmados por los Reyes Católicos con el rey Boabdil en las Capitulaciones para la entrega de Granada, en las que los vencedores garantizaban a los musulmanes granadinos la preservación de su lengua, religión y costumbres.

    Testamento y descendencia

    Su padre negoció en secreto el matrimonio de Fernando con Isabel, recién proclamada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Las conversaciones fueron secretas debido a que Fernando estaba prometido con la hija de Juan Pacheco, favorito del rey castellano Enrique IV. Isabel quería este matrimonio, pero había un problema canónico: los contrayentes eran primos (sus abuelos eran hermanos). Necesitaban, por tanto, una bula papal que autorizara los esponsales. El papa Paulo II, sin embargo, no llegó a firmar este documento, temeroso de las posibles consecuencias negativas que ese acto podría traerle (al atraerse las antipatías de los reinos de Castilla, Portugal y Francia, interesados todos ellos en desposar a la princesa Isabel con otro pretendiente).

    Sin embargo, el Papa era proclive a esta unión conyugal, por los beneficios que le podía traer el estar a bien con la princesa Isabel.[cita requerida] Por ese motivo, ordenó al cardenal Rodrigo de Borja dirigirse a España como legado papal para facilitar este enlace.

    Fernando, Isabel y sus consejeros dudaban en contraer matrimonio sin contar con la autorización papal. Finalmente, con la connivencia del cardenal Borja, presentaron una bula falsa, supuestamente emitida en junio de 1464 por el anterior papa, Pío II, a favor de Fernando, en el que se le permitía contraer matrimonio con cualquier princesa con la que le uniera un lazo de consanguinidad de hasta tercer grado.

    Isabel aceptó y se firmaron las capitulaciones matrimoniales de Cervera, el 5 de marzo de 1469. Ante el temor de que Enrique IV abortara estos planes, en el mes de mayo de 1469 y con la excusa de visitar la tumba de su hermano Alfonso, que reposaba en Ávila, Isabel escapó de Ocaña, donde era custodiada estrechamente por don Juan Pacheco. Por su parte, Fernando atravesó Castilla en secreto, disfrazado de mozo de mula de unos comerciantes.

    Isabel de Aragón, primogénita de los Reyes Católicos y reina de Portugal.
    Finalmente el 19 de octubre de 1469, Isabel contrajo matrimonio en el palacio de los Vivero de Valladolid con Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Gerona. Esto le valió el enfrentamiento con su hermanastro, que llegó a paralizar la bula papal de dispensa por parentesco entre Isabel y Fernando. Finalmente, el 1 de diciembre de 1471, Sixto IV emitió la bula que dispensaba al matrimonio de sus lazos de consanguinidad.

    Casado el 19 de octubre de 1469, con Isabel tuvo siete hijos documentados:

    Isabel (1 o 2 de octubre de 1470-1498), princesa de Asturias (1476-1480; 1498), contrajo matrimonio con el infante Alfonso, pero a su muerte se casó en 1495 con el tío del fallecido, Manuel, que fue rey de Portugal con el nombre de Manuel I, el Afortunado. Fue reina de Portugal entre 1495 y 1498, y murió en el parto de su primer hijo Miguel de Paz.
    Aborto de un niño (31 de mayo de 1475), acaecido en la localidad de Cebreros.
    Juan (30 de junio de 1478-1497), príncipe de Asturias (1480-1497). En 1497, contrajo matrimonio con Margarita de Austria (hija del emperador germánico Maximiliano I de Habsburgo); murió de tuberculosis poco después. Tuvo una hija póstuma que nació muerta. Margarita se fue de España y se encargó por un tiempo de su sobrino Carlos, futuro emperador Carlos V.
    Juana I de Castilla (6 de noviembre de 1479-1555), princesa de Asturias (1502-1504), reina de Castilla (1504-1555), popularmente conocida como Juana la Loca. En 1496, contrajo matrimonio con Felipe el Hermoso de Habsburgo (también hijo del emperador Maximiliano I). Con él entró una nueva dinastía en España, la de los Habsburgo, que formaban la Casa de Austria. Su primogénita fue Leonor de Austria (1498-1558). En 1500 Juana fue por segunda vez madre, esta vez de su primer hijo varón, el futuro Carlos I, quien la sucedería y sería también emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V. En 1503, dio a luz a Fernando, sucesor de Carlos en el Sacro Imperio como Fernando I, y restauró la rama austríaca imperial de la Casa de los Austrias. Mentalmente afectada por la muerte de su marido, fue recluida por su padre Fernando en Tordesillas, donde murió.
    María (29 de junio de 1482-1517), contrajo matrimonio en 1500 con el viudo de su hermana Isabel, Manuel I de Portugal, el Afortunado. Fue madre de diez hijos, entre ellos: Juan III, Enrique I de Portugal y la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V.
    ‘Bebé mortinato (29 de junio de 1482), gemelo o mellizo de María; las fuentes no son unánimes con respecto a su sexo.25​26​27​
    Catalina (16 de diciembre de 1485-1536), contrajo matrimonio con el príncipe Arturo de Gales en 1502, que murió pocos meses después de la boda. En 1509 se desposó con el hermano de su difunto marido, que sería Enrique VIII. Por lo tanto se convirtió en reina de Inglaterra; fue madre de la reina María I de Inglaterra, María Tudor.

    Juan (3 de mayo de 1509 – murió unas horas después de nacer).

    Con Aldonza Ruiz de Ivorra, noble catalana de Cervera, tuvo un hijo natural:

    Alonso (o Alfonso) (1470-1520) Prelado español, abad del Monasterio de Montearagón desde 1492 a 1520, arzobispo de Zaragoza y Valencia y virrey de Aragón.28​
    Con Juana Nicolás, una plebeya con la que tuvo un fugaz encuentro en la villa de Tárrega, tuvo una hija natural:

    Juana María (1471-1510),29​30​ segunda esposa de Bernardino Fernández de Velasco III conde de Haro y VII condestable de Castilla. Fueron padres de Juliana Ángela de Velasco y Aragón, I condesa de Castilnovo, casada con su primo hermano, Pedro Fernández de Velasco y Tovar, conde de Haro.31​ Juana María aparece referenciada, en varias fuentes no históricas, como posible hija de Aldonza de Ivorra, probablemente en un intento de ennoblecer su ascendencia, dado el origen plebeyo de su madre. Sin embargo, en el testamento que Fernando redactó en Tordesillas, en julio de 1475, queda muy clara la distinta maternidad de Juana y Alonso, puesto que encargaría a su padre, a su esposa y a su hija Isabel el cuidado de dichos hijos ilegítimos y de sus respectivas madres.

    Con Toda Larrea, noble vizcaína:

    María Esperanza (1477-1553), abadesa de Nuestra Señora de Gracia el Real de Madrigal (Ávila).
    Con Juana Pereira, una noble portuguesa:

    María Blanca (1483-1550), abadesa de Nuestra Señora de Gracia el Real de Madrigal, donde profesó y también fue abadesa su hermana María.33​
    Tras la muerte de su hijo Juan y la de Isabel la Católica los nobles de Aragón le presionaron a que tuviera un hijo varón (ley Sálica), lo que hizo que se tuviera que casar con Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia. A esta le dijo que si no llegaban a tener un heredero varón, el tan ansiado Nápoles sería para él (Luis XII).

     

  • Sancho IV de Castilla

    Sancho IV de Castilla

    Sancho IV de Castilla, llamado «el Bravo» (Valladolid, 12 de mayo de 1258-Toledo, 25 de abril de 1295), fue rey de Castilla entre 1284 y 1295. Era hijo del rey Alfonso X «el Sabio» y de su esposa, la reina Violante de Aragón, hija de Jaime I «el Conquistador», rey de Aragón.

    La llegada de Sancho IV al trono vino motivada, en parte, por el rechazo de un sector de la alta sociedad castellana a la política de su padre, Alfonso X, y a su admiración por la cultura árabe y judía.

    La sucesión de Alfonso X

    El hijo primogénito de Alfonso X y heredero al trono, don Fernando de la Cerda, murió en 1275 en Villa Real, cuando se dirigía a hacer frente a una invasión norteafricana en Andalucía. De acuerdo con el derecho consuetudinario castellano, en caso de muerte del primogénito en la sucesión a la Corona, los derechos debían recaer en el segundogénito, Sancho; sin embargo, el derecho romano privado introducido en el código de Las Siete Partidas establecía que la sucesión debía corresponder a los hijos de Fernando de la Cerda.

    El rey Alfonso se inclinó en principio por satisfacer las aspiraciones de don Sancho, que se había distinguido en la guerra contra los invasores islámicos en sustitución de su difunto hermano. Pero posteriormente, presionado por su esposa Violante de Aragón y por Felipe III de Francia, tío de los llamados «infantes de la Cerda» (hijos de don Fernando), se vio obligado a compensar a estos. Sancho se enfrentó a su padre cuando este pretendió crear un reino en Jaén para el mayor de los hijos del antiguo heredero, Alfonso de la Cerda.

    Finalmente, Sancho y buena parte de la nobleza del reino se rebelaron, llegando a desposeer a Alfonso X de sus poderes, aunque no del título de rey (1282). Solo Sevilla, Murcia y Badajoz permanecieron fieles al viejo monarca. Alfonso maldijo a su hijo, a quien desheredó en su testamento, y ayudado por sus antiguos enemigos los benimerines empezó a recuperar su posición. Cuando cada vez más nobles y ciudades rebeldes iban abandonando la facción de Sancho, murió el Rey Sabio en Sevilla, el 4 de abril de 1284.

    Reinado

    Sancho se alzó como rey sin respetar la voluntad de su padre y fue coronado en Toledo el 30 de abril de 1284. Fue reconocido por la mayoría de los pueblos y de los nobles, pero al mismo tiempo hubo un grupo bastante numeroso de partidarios de los Infantes de la Cerda que reclamaban el acatamiento del testamento en cuestión, el rey Alfonso III de Aragón hizo proclamar a Alfonso de la Cerda como rey de Castilla en Jaca en 1288, e hizo una breve campaña en Castilla (1289-1290).​

    Durante todo el reinado de Sancho IV hubo luchas internas y peleas por alcanzar el poder. Uno de los personajes que más discordias provocó fue su hermano el infante don Juan y a su causa se unió el noble don Lope Díaz III de Haro, VIII señor de Vizcaya. El rey Sancho hizo ejecutar al de Haro y mandó encarcelar al infante. También, según cuentan las crónicas, dio la orden de ejecutar a 4000 seguidores de los infantes de la Cerda, pasándolos a cuchillo en la ciudad de Badajoz, a 400 en Talavera y a otros muchos en Ávila y Toledo. En 1285 nombró a Pedro Álvarez de las Asturias mayordomo mayor del reino.

    Después de estos acontecimientos, perdonó a su hermano don Juan, quien al poco tiempo volvió a sublevarse, ocasionando el conflicto de Tarifa. Don Juan llamó en su ayuda a los benimerines del Norte de África y sitiaron la plaza que estaba defendida por su gobernador Guzmán el Bueno, señor de León. Allí ocurrió el famoso acto heroico y la muerte inocente del hijo de Guzmán. La plaza de Tarifa fue fielmente defendida y los benimerines regresaron a su lugar de origen. Se desbarataron de esta manera los planes del infante don Juan y los del sultán benimerín, que pretendía una invasión. Esta historia es narrada en la novela del Tormarher: Vikingo y Almogávar

    Cuando subió al trono de Aragón en 1291 Jaime II, hubo un acercamiento con Sancho IV plasmado en el Tratado de Monteagudo.​ Por otra parte, Sancho IV fue un gran amigo, además de tutor, del personaje histórico conocido como el Infante don Juan Manuel.

    Sancho murió en 1295, dejando como heredero a su hijo Fernando, de nueve años. Dejó también la herencia de las disputas y rivalidades con los infantes de la Cerda y sus partidarios.

    Cultura

    La época de Sancho IV fue casi tan activa en la composición de libros como la de su padre. Así, además del libro Castigos y documentos del rey don Sancho (colección de sentencias e historias para la educación del príncipe heredero), promueve la traducción de dos grandes enciclopedias: el Libro del Tesoro, versión casi literal de Li livres dou tresor, de Brunetto Latini y el Lucidario, traducción muy libre del Elucidarius de Honorio de Autun, en cuyo prólogo, compuesto por él mismo, afirma que un rey tiene que servir a Dios primero con sus hechos, y en segundo lugar con sus dichos.​ También se elaboró, entre 1284 y 1289, la denominada Versión sanchina de la Estoria de España de Alfonso X el Sabio.

    Sepultura

    A su muerte, el cadáver de Sancho IV recibió sepultura en la Capilla de Santa Cruz de la Catedral de Toledo, cumpliéndose así la voluntad del monarca, expresada en su testamento. ​ El monarca, años antes de su fallecimiento, ordenó la erección de la Capilla de Santa Cruz de la Catedral de Toledo, lugar al que hizo trasladar el 21 de noviembre de 1289 los restos de los reyes Alfonso VII el Emperador, Sancho III de Castilla y Sancho II de Portugal, que se encontraban sepultados en la capilla del Espíritu Santo de la catedral.​

    Al lado del sepulcro que contenía los restos de Alfonso VII, fue colocado el sepulcro en el que recibió sepultura el cadáver de Sancho IV, y que había sido labrado en vida de este último, aunque posteriormente, en 1308, la reina María de Molina, lo sustituyó por otro sepulcro más suntuoso.​ A finales del siglo XV, el cardenal Cisneros ordenó edificar la actual capilla mayor de la Catedral de Toledo, en el lugar que ocupaba la capilla de Santa Cruz. Una vez obtenido el consentimiento de los Reyes Católicos, la capilla de Santa Cruz fue demolida y, los restos de los reyes allí sepultados, fueron trasladados a los sepulcros que el Cardenal Cisneros ordenó labrar al escultor Diego Copín de Holanda, y que fueron colocados en el nuevo presbiterio de la catedral toledana.

    El mausoleo destinado a albergar los restos de Sancho IV y los de Sancho III de Castilla, se encuentra situado en el lado de la Epístola, y fue realizado por el escultor Diego Copín de Holanda. La disposición del mausoleo es similar al destinado a albergar los restos de Alfonso VII de León y del infante Pedro de Aguilar, hijo ilegítimo de Alfonso XI, situado enfrente de él.​ La estatua yacente que representa a Sancho IV se encuentra colocada por debajo de la que representa a Sancho III. La estatua representa a Sancho IV con aspecto juvenil, apoyando la cabeza sobre un almohadón, descalzo, y vistiendo un hábito franciscano, con cordón.

    En 1947, en el transcurso de una exploración arqueológica efectuada en el presbiterio de la Catedral de Toledo, a fin de localizar los restos del rey Sancho II de Portugal y de que fueran devueltos a su país, fueron encontrados los restos de Sancho IV. Los restos del rey se encontraban momificados, en buen estado, encontrándose el soberano desnudo de cintura para arriba, y llevando un hábito franciscano, sujeto a la cintura del monarca mediante un cordón franciscano.​El soberano, que en vida debió sobrepasar los dos metros de estatura, llevaba una corona de plata sobredorada sobre sus sienes, adornada con camafeos romanos y zafiros, y sujeta mediante un cordón que pasaba bajo el mentón del monarca. El cadáver empuñaba una espada, de empuñadura sobredorada, y en la hoja de la espada aparecía grabada una inscripción de la que solo se conservaban algunos fragmentos, encontrándose oxidada la hoja en algunas partes. La longitud de la espada, que no se corresponde con la elevada estatura del soberano, y alguna referencia documental sobre la corona de su abuelo Fernando III invitan a pensar que habría recibido ambas piezas por herencia.​

    Tras el examen de los restos, el cardenal Enrique Plá y Deniel, arzobispo de Toledo, ordenó que el cadáver de Sancho IV fuera vestido con un hábito franciscano, y depositado de nuevo en su mausoleo del presbiterio de la catedral toledana.

    Matrimonio y descendencia

    En 1281, Sancho IV contrajo matrimonio con su tía segunda María de Molina, hija del infante Alfonso de Molina y Mayor Alfonso de Meneses y nieta del rey Alfonso IX de León y Berenguela de Castilla. De este matrimonio nacieron siete hijos:

    • Isabel de Castilla (1283–1328), reina consorte de Jaime II de Aragón.
    • Fernando IV de Castilla (1285–1312).
    • Alfonso de Castilla (1286–1291), falleció a los cinco años de edad.
    • Enrique de Castilla (1288–1299), falleció a los once años de edad.
    • Pedro de Castilla (1290–1319), señor de los Cameros.
    • Felipe de Castilla (1292–1327), señor de Cabrera y Ribera y pertiguero mayor de Santiago.
    • Beatriz de Castilla (1293–1359). Reina consorte de Portugal entre 1325 y 1357 por su matrimonio con Alfonso IV de Portugal.

    Fruto de su relación extramatrimonial con María Alfonso Téllez de Meneses,​ señora de Ucero y prima segunda de la reina María de Molina nacieron los siguientes hijos:

    • Violante Sánchez de Castilla, contrajo matrimonio en 1293 con Fernando Rodríguez de Castro,​ señor de Lemos y Sarria. Fue sepultada en el monasterio de Sancti Spiritus de Salamanca.
    • Teresa Sánchez de Castilla, contrajo matrimonio con Juan Alfonso Téllez de Meneses, I conde de Barcelos y IV señor de Alburquerque,​ e hijo de Rodrigo Anes de Meneses, III señor de Alburquerque, y de Teresa Martínez de Soverosa esta última nieta de Gil Vázquez de Soverosa. Después de enviudar de su primer esposo, el conde de Barcelos, en mayo de 1304, Teresa contrajo un segundo matrimonio con Ruy Gil de Villalobos, ricohombre, y tuvo una hija llamada María Rodríguez de Villalobos, la segunda esposa de Lope Fernández Pacheco, y testamentaria de su sobrino Juan Alfonso de Alburquerque.

    De su relación con Marina Pérez nació:​

    • Alfonso Sánchez de Castilla, esposo de María de Salcedo, hija de Diego López de Salcedo. Falleció sin dejar descendencia.

    De otra mujer, cuyo nombre se desconoce, tuvo otro hijo:

    • Juan Sánchez.​

    Los comienzos del matrimonio con la reina María de Molina fueron dificultosos, pues el matrimonio no contaba con la imprescindible dispensa pontificia, debido a un doble motivo, ya que por un lado existían lazos de consanguinidad en tercer grado entre los contrayentes, y además existían unos esponsales previos del entonces infante Sancho, aunque nunca consumados, con una rica heredera catalana llamada Guillerma de Montcada. El matrimonio con María de Molina al principio fue considerado nulo y por tanto todos los hijos nacidos de él, se consideraban ilegítimos.

  • Juan II de Castilla

    Juan II de Castilla

    Juan II de Castilla (Toro, 6 de marzo de 1405-Valladolid, 21 de julio de 1454)​ fue rey de Castilla​ entre 1406 y 1454, hijo del rey Enrique III «el Doliente» y de la reina Catalina de Lancáster.

    Nació en Toro, en el palacio del Real Monasterio de San Ildefonso. Tenía solo un año de edad cuando murió su padre, en 1406. Los regentes fueron su madre, Catalina de Lancáster y su tío paterno, Fernando de Antequera, de acuerdo con el testamento de Enrique III que estableció que deberían «regir ambos a dos ayuntadamente». Sin embargo la educación y la custodia del rey niño, según los deseos de Enrique III, correría a cargo del camarero mayor Juan de Velasco, del justicia mayor Diego López de Estúñiga y de Pablo de Santa María, obispo de Cartagena.

    Durante su minoría de edad se reanudó la guerra contra el reino nazarí de Granada (de 1410 a 1411) y hubo acercamientos a Inglaterra en 1410 y con Portugal en el año 1411.

    Tras el Compromiso de Caspe (1412), el regente Fernando abandonó Castilla, pasando a ser el primer rey Trastámara de la Corona de Aragón con el nombre de Fernando I, dejando en su lugar a cuatro lugartenientes: el obispo Juan de Sigüenza, el obispo Pablo de Santa María de Cartagena, Enrique Manuel de Villena, conde de Montealegre de Campos, y Per Afán de Ribera el Viejo, adelantado mayor de Andalucía.​ Catalina de Lancaster moría el 1 de junio de 1418 y su desaparición fue aprovechada por los infantes de Aragón para conseguir, a través del arzobispo de Toledo Sancho de Rojas, que se concertara el matrimonio de uno de ellos, la infanta María, con el rey Juan II, ceremonia que se celebró en Medina del Campo el 20 de octubre de 1418, meses antes de que el 7 de marzo de 1419 fuera proclamada la mayoría de edad del rey por las Cortes de Castilla reunidas en Madrid. El enlace entre el rey y una infanta de Aragón, unido al fallecimiento de la regente la reina madre Catalina de Lancáster, afianzó el poderío en Castilla de los hijos de Fernando I que había muerto en 1416.

    En esta época fue suscrito un Concordato con la Santa Sede, siendo papa Martín V, concordato que está considerado el primero suscrito en la Historia de España.

    Reinado efectivo (1419-1454)

    El 14 de julio de 1420, el infante de Aragón don Enrique perpetró el llamado golpe de Tordesillas por el que se apoderó de la persona del joven rey. Su objetivo era hacerse con el poder destituyendo de sus cargos a los nobles de la facción de su hermano el infante de Aragón don Juan y arrancarle al rey la autorización del matrimonio entre él y la hermana del monarca, la infanta Catalina de Castilla. En Ávila, hizo celebrar allí un domingo del mes de agosto de 1420 la proyectada boda entre su hermana María y el rey. También reunió a las Cortes de Castilla consiguiendo que convalidaran el golpe de Tordesillas.

    Los planes de don Enrique se vinieron abajo cuando el rey ayudado por don Álvaro de Luna logró escapar de su cautiverio en Talavera el 29 de noviembre, refugiándose en el castillo de Montalbán. Don Enrique dirigió sus huestes hacia allí pero el 10 de diciembre levantó el cerco al no poder tomar al asalto el castillo y ante la amenaza de la llegada de las fuerzas comandadas por su hermano Juan quien desde Olmedo había cruzado la sierra de Guadarrama y establecido su campamento en Móstoles. Don Enrique se dirigió a Ocaña, una de las fortalezas de la Orden de Santiago, orden militar de la que era maestre, mientras su hermano don Juan se reunía con el rey poniéndose a su servicio contra cualquier tentativa de volver a limitar su libertad, «las faciendas e los cuerpos a todo peligro». Por su parte, el rey agradeció la ayuda prestada en su fuga por don Álvaro de Luna concediéndole el condado de Santisteban de Gormaz. Según Gregorio Marañón, el rey pudo haber tenido con don Álvaro una relación carnal.​

    A pesar de que le había dado garantías personales, el 14 de junio de 1423 ordenó la detención del infante de Aragón don Enrique siendo conducido al castillo de Mora. Su esposa y el resto de sus seguidores, avisados de lo que había ocurrido, pudieron escapar a Aragón. Todos ellos fueron desposeídos de sus bienes y títulos. Los de don Enrique pasaron a su hermano el infante Juan, excepto el maestrazgo de la Orden de Santiago que fue otorgado por el rey de forma provisional a don Gonzalo de Mejía. El título de condestable de Castilla —que detentaba uno de los huidos a Aragón— se lo concedió el rey a don Álvaro de Luna, quien así afianzaba su posición dominante en la corte.

    La detención de don Enrique provocó la intervención del rey de la Corona de Aragón Alfonso el Magnánimo, como hermano mayor de los infantes de Aragón. Este buscó aliados para la causa del infante entre la alta nobleza castellana y reclutó un ejército en Aragón que desplegó en la frontera con Castilla.​ También se puso en contacto con el infante don Juan, quien consiguió la autorización del rey Juan II para salir de Castilla y negociar un acuerdo con el rey aragonés. Las conversaciones culminaron con la firma del Tratado de Torre de Arciel el 3 de septiembre de 1425 que satisfizo todas las reclamaciones del rey Alfonso el Magnánimo, ya que no solo se acordó la puesta en libertad del infante don Enrique sino que recobró su cargo como maestre de la Orden de Santiago, además de los bienes patrimoniales y rentas que le fueron confiscados tras su detención.

    Tras la firma del tratado de Torre de Arciel, una parte de la alta nobleza castellana se unió en torno a los infantes de Aragón para hacer frente a don Álvaro de Luna y a su política de reforzamiento de la monarquía castellano-leonesa. Reunidos en Valladolid le exigieron al rey que desterrara de la corte a don Álvaro de Luna. La presión hizo efecto y el 5 de septiembre de 1427 Juan II ordenaba el destierro de don Álvaro y de sus partidarios durante año y medio. Sin embargo, el destierro de don Álvaro solo duró cinco de meses y el 6 de febrero de 1428 ya estaba de vuelta en la corte ―fue recibido clamorosamente en Segovia― ante las divisiones que habían surgido en la facción que encabezaban los infantes de Aragón lo que les había impedido llevar la gobernación del reino castellano-leonés. Pocos meses después, el 21 de junio, Juan II ordenaba a los infantes de Aragón don Enrique y don Juan, rey consorte de Navarra, que abandonaran la corte y se mostraba reacio a concertar el pacto de alianza y paz perpetua entre las coronas de Castilla, de Aragón y de Navarra firmado en Tordesillas el 12 de abril. A continuación, convocó a las Cortes de Castilla en Illescas para que aprobaran un tributo de cuarenta millones de maravedís con los que reclutar un ejército que hiciera frente a los infantes de Aragón. Los reyes de Navarra y de Aragón interpretaron estas decisiones como el paso previo para revocar lo acordado en el Tratado de Torre de Arciel y en junio comenzaba la guerra castellano-aragonesa de 1429-1430.

    En el trascurso de la guerra Juan II y su valido don Álvaro de Luna, contaron con el apoyo de toda la nobleza castellana, incluida la que había formado parte de la facción encabezada por los infantes de Aragón, lo que resultó decisivo en el desenlace de la misma. Los ejércitos castellanos lograron apoderarse de todas las posesiones que tenían los infantes de Aragón en Castilla, que fueron repartidas entre la alta nobleza castellana, empezando por el propio don Álvaro de Luna que obtuvo el cargo de administrador perpetuo de la Orden de Santiago, lo que le convirtió en el hombre más poderoso de Castilla. La corona únicamente se quedó el señorío de Medina del Campo, la localidad donde se había hecho efectivo el reparto el 17 de febrero de 1430.​

    El acuerdo que puso fin a las hostilidades, denominado treguas de Majano y que fue firmado en julio de 1430, supuso una completa derrota para los reyes de Aragón y de Navarra, pues no les serían devueltas sus posesiones a los infantes de Aragón ni percibirían una renta equivalente en metálico por las mismas, sino que solo se llegó al compromiso de que al finalizar la tregua que duraría cinco años ―período de tiempo durante el cual los infantes de Aragón no podrían entrar en Castilla― unos jueces resolverían las reclamaciones de los infantes. Estos términos tan duros fueron aceptados por los reyes de Aragón y de Navarra debido a su inferioridad militar, lo contrario de lo que había ocurrido cuando se negoció el Tratado de Torre de Arciel.16​ La paz definitiva se alcanzó seis años después con la firma de la Concordia de Toledo el 22 de septiembre de 1436 por los representantes de la Corona de Castilla, de la Corona de Aragón y del reino de Navarra. Como garantía del «contrato de paz y concordia» de Toledo se acordó el matrimonio del príncipe de Asturias don Enrique con la hija mayor del rey de Navarra doña Blanca.​

    En la guerra civil castellana de 1437-1445 tomó partido por la facción nobiliaria encabezada por su favorito el condestable de Castilla don Álvaro de Luna. Durante el transcurso de la misma fue obligado por la facción rival encabezada por el infante de Aragón y rey consorte de Navarra don Juan a desterrar de la corte a don Álvaro en dos ocasiones, la primera por seis meses (Acuerdo de Castronuño) y la segunda por seis años (Sentencia de Medina del Campo), y fue objeto de un secuestro instigado por don Juan conocido como el golpe de Rámaga. Esta facción, tras criticar duramente el gobierno de Álvaro de Luna a quien se llegó a acusar de homosexual, «lo que fue siempre más denostado en España que por alguna que hombre sepa», afirmó que había sido embrujado por el condestable: «el dicho condestable tiene ligadas e atadas todas vuestras potencias corporales e animales por mágicas e deavolicas encantaciones».​ Finalmente, la facción que él había apoyado y con la que había combatido ganó la guerra tras derrotar a la facción de los infantes de Aragón en la decisiva batalla de Olmedo de 1445. Sin embargo, como ha señalado el historiador Jaume Vicens Vives, la victoria en la guerra civil no sirvió para reforzar la monarquía castellana, aunque la «autoridad real recuperó gran parte de sus preeminencias en el país», sino que «sólo sirvió para una nueva distribución de prebendas y patrimonios», de la que los principales beneficiarios fueron el condestable don Álvaro y el príncipe de Asturias don Enrique.​

    En 1445, falleció María de Aragón y Juan, en segundas nupcias, se casó con Isabel de Portugal. El matrimonio se celebró en Madrigal de las Altas Torres el 17 de agosto de 1447.

    La reina infundió en Juan II un desapego creciente con el condestable Álvaro de Luna, quien fue arrestado, juzgado y ejecutado por degollamiento en la Plaza Mayor de Valladolid el 3 de junio de 1453. Muerto el condestable, fue sustituido en el gobierno por el obispo Barrientos.

    Juan II de Castilla falleció un año después, el 22 de julio de 1454, en la ciudad de Valladolid, diciendo en el momento de su muerte: «Naciera yo hijo de un labrador e fuera fraile del Abrojo, que no rey de Castilla». Fue sucedido en el trono por su hijo Enrique IV de Castilla.

    Sepultura

    Fue sepultado en la iglesia de San Pablo (Valladolid) hasta que sus restos fueron trasladados de este lugar a la Cartuja de Miraflores junto a su segunda esposa, Isabel de Portugal y su hijo el infante Alfonso de Castilla, por orden de su hija Isabel la Católica. El sepulcro de Juan II e Isabel de Portugal, realizado en alabastro, es obra del escultor Gil de Siloé.

    En el año 2006, con motivo de la restauración de la Cartuja de Miraflores, la Dirección General de Patrimonio y Bienes Culturales de la Junta de Castilla y León decidió realizar el estudio antropológico de los restos mortales de Juan II de Castilla y de su segunda esposa, quienes estaban enterrados en la cripta bajo el sepulcro real, así como el estudio de los restos depositados en el interior del sepulcro del infante Alfonso de Castilla, cuyo sepulcro está colocado en un lateral de la misma iglesia. El estudio antropológico fue realizado por Luis Caro Dobón y María Edén Fernández Suárez, investigadores del área de Antropología Física de la Universidad de León. El esqueleto del rey Juan II de Castilla estaba casi completo, a diferencia del de su esposa, la reina Isabel de Portugal, del que solamente quedaban varios huesos.

    Semblanza y personalidad

    Fué este ilustrísimo Rey de grande y hermoso cuerpo, blanco y colorado mesuradamente, de presencia muy real: tenía los cabellos de color de avellana mucho madura: la nariz un poco alta, los ojos entre verdes y azules, inclinaba un poco la cabeza, tenía piernas y pies y manos muy gentiles. Era hombre muy trayente, muy franco, é muy gracioso, muy devoto, muy esforzado, dábase mucho á leer libros de Filósofos é Poetas: era buen eclesiástico, asaz docto en la lengua latina, mucho honrador de las personas de sciencia: tenía muchas gracias naturales, era gran músico, tañía é cantaba é trovaba, é danzaba muy bien, dábase mucho á la caza,​ cavalgaba pocas veces en mula, salvo habiendo de caminar: traía siempre un gran bastón en la mano, el qual le parescía muy bien.
    Fernán Pérez de Guzmán, Crónica del Señor Rey don Juan

    El mismo Fernán Pérez de Guzmán valora así su personalidad y actitud para reinar:

    De aquesta virtud /el buen entendimiento/ fue ansí privado e menguado este rey, que aviendo todas las gracias suso dichas, nunca una ora sola quiso entender nin trabajar en el regimiento aunque en su tiempo fueron en Castilla tantas revueltas e movimientos e daños e males e peligros quantas no ovo en tiempo de reyes pasados por espacio de doscientos años, de lo qual a su persona e fama e reino venía asaz peligro.
  • Alfonso VIII de Castilla

    Alfonso VIII de Castilla

    Alfonso VIII de Castilla, llamado «el de Las Navas» o «el Noble» (Soria, 11 de noviembre de 1155 – Gutierre-Muñoz, del domingo 5 al lunes 6 de octubre de 1214​), fue rey de Castilla​ entre 1158 y 1214. Hijo y sucesor de Sancho III y de Blanca Garcés de Pamplona, derrotó a los almohades en la batalla de Las Navas de Tolosa, librada en 1212, y fue sucedido en el trono por su hijo Enrique.

    Orígenes familiares

    Por parte de padre era descendiente de los reyes de Castilla y de León de la Casa de Borgoña y de los Condes de Barcelona, y por parte de madre, de los reyes de Pamplona y de Rodrigo Díaz de Vivar.

    Minoría de edad

    Hijo de Sancho III «el Deseado», rey de Castilla, y de Blanca Garcés de Pamplona, a la muerte de su padre solo contaba tres años de edad, por lo que se designó como tutor a Gutierre Fernández de Castro y como regente a Manrique Pérez de Lara, para equilibrar a las poderosas familias Castro y Lara. Esta rivalidad derivó en una guerra civil y en un período de incertidumbre que fue aprovechado por los reinos vecinos y así, en 1159, el rey navarro Sancho VI se apoderó de Logroño y de amplias zonas de La Rioja, mientras que el tío del joven Alfonso, el rey leonés Fernando II, se apoderó de la ciudad de Burgos.

    En 1160, los partidarios de la Casa de Lara, capitaneados por Nuño Pérez de Lara, fueron derrotados por los miembros de la Casa de Castro, dirigidos por Fernando Rodríguez de Castro el Castellano, en la Batalla de Lobregal, librada en las cercanías de la localidad de Villabrágima, en la provincia de Valladolid.

    La proximidad de Fernando II, aliado de los Castro, al lugar donde los Lara custodian a Alfonso VIII hace que estos lo trasladen a Soria. Allí estuvo desde 1158 hasta 1162, cuando los Lara deciden entregárselo a Fernando II de León, que ya había conquistado las ciudades de Segovia y Toledo. Lo impide la intervención de un hidalgo, quien sacó al pequeño del palacio real, poniéndolo bajo la custodia de las villas leales del norte de Castilla, primero en el castillo de San Esteban de Gormaz y después en Atienza y Ávila, ciudad que desde entonces recibe el título honorífico de «Ávila del Rey» o «Ávila de los Leales» por la defensa que hizo del joven monarca. Así mismo, la estancia de Alfonso en Atienza dio origen al nacimiento de la popular celebración de La Caballada, que se celebra todos los años en esta villa el Domingo de Pentecostés.

    Primer período del reinado

    Al alcanzar la mayoría de edad en 1170, Alfonso VIII fue proclamado rey de Castilla en las Cortes que se convocaron en Burgos, tras lo cual se concertó su matrimonio con Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania, que aportó como dote el condado de Gascuña. El enlace real se celebró en la ciudad aragonesa de Tarazona.

    Su primer objetivo como monarca fue recuperar los territorios perdidos durante su minoría de edad. Para ello se alía con el rey Alfonso II el Casto. Junto al monarca aragonés, Alfonso VIII atacó al navarro Sancho VI en 1173, logrando arrebatarle los territorios que este había tomado durante su minoría de edad. Tras ello reforzó su alianza con Alfonso II al concertar el matrimonio de este con su tía, Sancha de Castilla.

     

    Presionado por los ataques almohades, desde 1174 tuvo que ceder a las órdenes militares algunos territorios hasta entonces de realengo para su mejor protección, como las villas de Maqueda y Zorita de los Canes a la Orden de Calatrava, o la villa de Uclés a la Orden de Santiago, siendo desde entonces Uclés la casa principal de esta última orden militar. Desde esta plaza inicia una ofensiva contra los musulmanes, que culmina con la reconquista de Cuenca en 1177. La ciudad se rindió el 21 de septiembre, festividad de San Mateo, celebrada desde entonces por los conquenses.

    Alfonso VIII fue el fundador del primer estudio general español, el Studium generale de Palencia (germen de la universidad), que decayó tras su fallecimiento. Además, su corte sería un importante instrumento cultural, que acogería trovadores y sabios, especialmente por la influencia de su esposa Leonor (hija de Leonor de Aquitania y hermana de Ricardo Corazón de León).

    En 1179 firma con su aliado el rey aragonés el Tratado de Cazola, por el que ambos monarcas se reparten sobre el papel, ya que no tuvo resultados reales, los territorios del reino navarro y además fijan las zonas de conquista de los territorios musulmanes que cada monarca puede emprender variando el hasta entonces vigente Tratado de Tudilén que habían firmado Alfonso VII de León y Ramón Berenguer IV de Barcelona. Por el nuevo Tratado de Cazola, el reino de Murcia —cuya conquista correspondía a Aragón— pasaba a Castilla y a cambio el rey aragonés Alfonso II se vio libre del vasallaje que debía a Alfonso VIII.

    El 12 de enero de 1180, el rey se encontraba en Carrión de los Condes, firmando el Fuero de Villasila y Villamelendro tras la petición efectuada por los clérigos​ de las citadas villas.​

    Tras fundar Plasencia en 1186, y con intención de unificar a la nobleza castellana, relanza la Reconquista, recupera parte de La Rioja que estaba en manos navarras y la reintegra a su reino. Establece una alianza con todos los reinos peninsulares cristianos –a la sazón, Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón– para proseguir ordenadamente conquistando las tierras ocupadas por los almohades.

    En 1188 se reúne en Carrión de los Condes con su primo Alfonso IX, que acababa de suceder a su padre Fernando II como rey de León. Ambos monarcas firman un pacto de buena voluntad que Alfonso VIII pronto romperá para, aprovechando la debilidad del nuevo rey leonés en su propio reino, invadir León y hacerse con varias poblaciones, entre las que destacan Valencia de Don Juan y Valderas, y que inició un período de hostilidades que finalizaría el 20 de abril de 1194 con la firma del Tratado de Tordehumos, en el que el rey castellano se comprometía a devolver los territorios conquistados y el leonés se comprometía a contraer matrimonio con la hija de Alfonso VIII, Berenguela y, si el leonés Alfonso IX moría sin descendencia, se pactó que el reino de León pasaría a ser anexionado por Castilla.

    Alfonso VIII se rodeó por entonces de prestigiosos intelectuales en su corte; tuvo por cancilleres al docto Diego García de Campos, quien le dedicó su Planeta, y al arzobispo de Toledo e historiador Rodrigo Jiménez de Rada.

    Batalla de Alarcos (1195)

    El acuerdo con el reino de León permite a Alfonso VIII romper la tregua que mantenía con los almohades desde 1190 e inicia incursiones que, de la mano del arzobispo de Toledo Martín López de Pisuerga, llegan hasta Sevilla.

    El califa almohade Abu Yaqub Yusuf al-Mansur, que se encontraba en el norte de África, cruza el Estrecho de Gibraltar y desembarca en Tarifa al frente de un poderoso ejército con el que se dirige hacia tierras castellanas. Alfonso VIII recibe la noticia y reúne a su ejército en Toledo y aunque consiguió el apoyo de los reyes de León, Navarra y Aragón para hacer frente a la amenaza almohade, no espera la llegada de dichas tropas y se dirige hacia Alarcos, una ciudad fortaleza en construcción situada a pocos kilómetros de la actual Ciudad Real, junto al río Guadiana, donde el 19 de julio de 1195 sufre una estruendosa derrota que supuso una importante pérdida de territorio y la fijación de la nueva frontera entre Castilla y el Imperio almohade en los Montes de Toledo. Los almohades incluso invadieron el valle del Tajo y asediarían Toledo, Madrid y Guadalajara en el verano de 1197.

    Batalla de las Navas de Tolosa

    Alfonso VIII se encontró en una peligrosa situación que le llevó a la posibilidad de perder Toledo y todo el valle del Tajo, por lo que el rey solicitó desde 1211 al papa Inocencio III la predicación de una cruzada a la que no solo respondieron sus súbditos castellanos, sino también los aragoneses con su rey, Pedro II el Católico, los navarros dirigidos por Sancho VII el Fuerte, las órdenes militares, como las de Calatrava, del Temple, de Santiago y de Malta, además de caballeros cruzados franceses, occitanos y de toda la Cristiandad.

    Con todos ellos y tras la recuperación de enclaves del valle del Guadiana (como el castillo de Calatrava) alcanzó la esperada victoria sobre el califa almohade Muhámmad an-Násir (llamado en las crónicas Miramamolín, que quiere decir Comendador de los creyentes) en la batalla de las Navas de Tolosa, librada el 16 de julio en las inmediaciones de Santa Elena (Provincia de Jaén), seguida inmediatamente por la batalla de Úbeda, que abrió definitivamente el valle del Guadalquivir al reino de Castilla. Un año más tarde, lograba lo propio en la plaza de Alcaraz, consolidando el poder castellano en toda la meseta manchega.

    Muerte y sepultura

    Alfonso VIII falleció del domingo 5 al lunes 6 de octubre de 1214​ en un pequeño pueblo del alfoz de la Comunidad de Villa y Tierra de Arévalo, Gutierre-Muñoz, dejando constancia de ello el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada en su obra De rebus Hispaniae:

    Habiendo cumplido LIII años en el Reyno el noble Rey Alfonso, llamó al Rey de Portugal su yerno para verse con él; y habiendo empezado su camino dirigido a Plasencia, última ciudad de su dominio, empezó a enfermar gravemente en cierta aldea de Arévalo que se llama Gutierre Muñoz, donde últimamente, agravado de una fiebre, terminó la vida y sepultó consigo la gloria de Castilla, habiéndose confesado antes con el arzobispo Rodrigo, y recibido el sumo Sacramento del Viático, asistiéndole Tello, obispo de Palencia, y Domingo, de Plasencia.

    El rey y su esposa Leonor recibieron sepultura en el Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas en Burgos que él mismo había fundado.

    Cancilleres y cultura en la época de Alfonso VIII

    Alfonso VIII tuvo por canciller al arzobispo de Toledo e historiador Rodrigo Jiménez de Rada desde 1163 hasta 1178 (salvo dos años, en 1168 y 1169, en que lo fue Martín Fernández). En 1178 lo fue en abril y mayo Guillermo de Hastaforte, arcediano de Toledo, y en los cuatro años de 1178 a 1182 lo fue Pedro de Cardona, arzobispo electo de Toledo, tempranamente fallecido,​ si bien el canciller ya había depositado bastante confianza en sus notarios reales subalternos, en especial en Pedro de la Cruz, quien ya había trabajado a las órdenes de Rodrigo y Guillermo. De 1182 hasta 1192 asumió el cargo de canciller Gutierre Rodríguez, hijo de Rodrigo Gutiérrez Girón, el que durante veinte años fuera mayordomo del rey (1173-1193), a cuyas órdenes estuvieron los notarios reales Geraldus, arcediano de Palencia, y Mica, este último provisto de un excelente estilo latino. Por último, de 1192 a 1214 fue canciller el docto escritor Diego García de Campos, autor del Planeta, quien también lo fue en parte del reinado de Enrique I de Castilla.

    Alfonso VIII protegió la cultura en general, como ha documentado Antonio Sánchez Jiménez; y la reina Leonor Plantagenet era aficionada a la poesía trovadoresca, de forma que en su Corte se hallaron los trovadores Peire d’Alvernha, Guillem de Bergadá, Giraut de Bornelh, Peire Vidal, Guillem de Cabestany, Guiraut de Calanson, Raimon Vidal de Besalú, Guilhem Ademar, Aimeric de Peguilhan. Raimon Vidal de Besalú describe así una velada poética ante los monarcas:

    Quiero contaros una historia que escuché recitar a un juglar en la corte del rey más sabio que nunca haya habido en cualquier religión, del rey Alfonso de Castilla, que era hospitalario y dulce, juicioso, valiente, cortés y experto en caballería. No había sido ungido ni consagrado, pero estaba coronado de méritos, de buen juicio, de lealtad, de valor y de arrojo. El rey hizo reunir en su corte a muchos nobles, caballeros y juglares. Cuando la corte estuvo completa, vino la reina Leonor, cuyo cuerpo nadie había visto antes. Venía ceñida en un manto de seda, bueno y bello, que se llama ciclatón; era rojo, con una banda de plata, en el cual estaba divisado un león de oro. Se inclinó ante el rey, y después se sentó en un aparte lejos de él. Entre tanto, he aquí que comparece un juglar, inadvertidamente, ante el franco rey, y con buen semblante le dice: -«Rey, emperador en mérito, vengo ante vos para suplicaros que, si os place, sea oído y escuchado lo que tengo que decir». Y el rey dice: -«Perderá mi amor el que hable de ahora en adelante hasta tanto no haya dicho todo lo que pensaba». Con esto, el avezado juglar dice: -«Franco rey, adornado de virtudes, he venido aquí desde mi morada hasta vos, para decir y recitar una aventura que acaeció, en la tierra de la que vengo, a un vasallo aragonés…»

    El canciller Rodrigo Jiménez de Rada compuso en latín obras tan importantes como Historia gotica o Rerum in Hispania Gestarum Libri IX, la Ostrogothorum Historia, la Historia Hunorum, Vandalorum, Sueuorum, Alanorum et Silingorum, la Historia Arabum y la Historia Romarorum; mandó además traducir el Corán al latín a Marcos de Toledo. Ya se ha mencionado el Planeta de Diego García de Campos; pero también la literatura en castellano progresó: en su reinado se escribió el Cantar de mio Cid, ejemplo maestro del llamado mester de juglaría, y el Libro de Alexandre, modelo que el mester de clerecía siguió y donde se propone de hecho un ideal cortesano y político o espejo de príncipes en la persona de Alejandro Magno, fuera de que su anónimo autor se había formado sin duda en los estudios generales de Palencia fundados por el rey. En todo caso, el reinado del gran monarca se cierra con un gran poema latino, el Planctus de morte Adefonsi VIII regis, conservado con su melodía en el Códice musical de las Huelgas.

    Matrimonio y descendencia

    El rey se casó en septiembre de 1170 en Tarazona con Leonor Plantagenet, hija de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. El matrimonio se efectuó cuando los contrayentes tenían 14 y 10 años, respectivamente.​ La influencia política y cultural de la reina fue notable.

    La pareja tuvo diez hijos de los que quede constancia documental, aunque es probable la existencia de otros hijos no documentados sobre todo dado que hay años en los cuales no se recoge ningún nacimiento teniendo en cuenta que los nacimientos de la pareja se produce cada poco tiempo.​La aparición de restos óseos en las tumbas reales pueden avalar esa tesis, en concreto al menos dos.

    • Berenguela (Segovia, 1 de junio de 1179 – Monasterio de las Huelgas, 8 de noviembre de 1246), reina de Castilla y esposa de Alfonso IX de León;
    • Sancho (5 de abril de 1181 – 9 de julio de 1181), el primer hijo varón que falleció con tres meses de edad;
    • Sancha (1182-1184). Su última aparición en la documentación fue en el año 1184. Está enterrada en el panteón familiar en el Monasterio de las Huelgas.​
    • Urraca (1186 – 2 de noviembre de 1220), reina consorte de Portugal por su matrimonio en 1211 con Alfonso II de Portugal;
    • Blanca (Palencia, 1188 – Melun, 1252), reina consorte de Francia por su matrimonio en 1200 con Luis VIII y fundadora del monasterio de monjas cistercienses de Maubuisson.
    • Fernando (Cuenca, 29 de noviembre de 1189 – Madrid, 14 de octubre de 1211), heredero;
    • Mafalda de Castilla (Plasencia, 1191 – Salamanca 1204);
    • Leonor ( 1190-1244), reina consorte de Aragón por su matrimonio en 1221 con Jaime I de Aragón;
    • Constanza de Castilla (m. 2 de enero de 1243), señora del monasterio cisterciense de Santa María la Real de Las Huelgas en Burgos;
    • Enrique (14 de abril de 1204 – Palencia, 1217), sucesor de Alfonso VIII, con el nombre de Enrique I.
  • Fernando Díaz conde de Castilla y Alava

    Fernando Díaz conde de Castilla y Alava

    Fernando Díaz (fl. 917-924), conde y tenente en Lantarón y Cerezo. Hijo de Diego Rodríguez, aparece gobernando Latarón y Cerezo en 923.

    En 917, después de la muerte del conde Gonzalo Fernández, aparece como conde en Castilla un Fernando, sin mencionar su patronímico. Este conde Fernando pudo haber sido o bien Fernando Díaz o el conde Fernando Ansúrez.2​ En enero de 918, Fernando Díaz también aparece suscribiendo un diploma en la Catedral de León como Fredinandus Didazi, comes.

    Acompañó a las tropas de los reyes Ordoño II de León y Sancho Garcés I de Pamplona en la conquista de La Rioja que fue definitiva en 924.

    Tuvo por lo menos dos hermanos: Gómez Díaz, alférez del conde Fernán González,​ y Gonzalo Díaz.

    Existe un documento datado el 28 de marzo de 913, reinando el rey Vermudo en León y el conde Fernando Díaz en Lantarón. Sin embargo, el año consignado es erróneo ya que en ese año no reinaba Bermudo II y en esas fechas, el conde todavía lo era Gonzalo Téllez. El historiador Gonzalo Martínez Díez corrige el año a 923.

    Hacia el Gobierno de Castilla

    En el año 919 aparece como conde de Álava Munio Vélaz, por lo que es factible que a partir de ese momento ya sólo fuera conde de Castilla. Acompañó al rey Ordoño II en su campaña de conquista de La Rioja en el verano del 923 en la que el rey leonés ocupó Nájera. En ese momento se produjo la fundación del monasterio de Santa Coloma en la que vuelve a aparecer el conde Fernando Díaz acompañando al rey y por delante de Álvaro Herramélliz, nuevo conde de Álava, el 20 de octubre del 923.5

    Su gobierno coincide prácticamente con el del rey Ordoño II y es posible que fuera destituido de sus cargos tras la muerte del rey Ordoño II (924) y que Fruela II nombrará nuevos condes. En Castilla y Burgos aparece Nuño Fernández, posible hermano del conde Gonzalo Fernández; en Álava, Lantarón y Cerezo gobierna el conde Álvaro Herramélliz.

  • Enrique I de Castilla

    Enrique I de Castilla

    Enrique I de Castilla (Valladolid, 14 de abril de 1204-Palencia, 6 de junio de 1217)1​ fue rey de Castilla​ entre 1214 y 1217, año en que falleció como consecuencia de un accidente en la ciudad de Palencia. Fue el décimo hijo de Alfonso VIII y de su esposa, la reina Leonor de Plantagenet. Le sucedió en el trono su hermana la reina Berenguela, quien después renunció en su hijo, el futuro rey Fernando III.

    Fue hijo de Alfonso VIII de Castilla y de su esposa,​ la reina Leonor de Plantagenet. Sus abuelos paternos fueron los reyes Sancho III de Castilla y su esposa Blanca Garcés de Pamplona y los maternos el rey Enrique II de Inglaterra y su esposa Leonor de Aquitania. Sus hermanos fueron, entre otros, la reina Berenguela de Castilla, la reina Blanca de Castilla, que contrajo matrimonio con Luis VIII de Francia, y la reina Urraca de Castilla, que se desposó con Alfonso II de Portugal.

    Su vida

    Hijo menor de Alfonso VIII y de Leonor de Plantagenet, la muerte de sus hermanos varones y la de su padre, Alfonso VIII, ocurrida en el año 1214, le llevó a heredar el trono paterno cuando contaba con diez años de edad.

    La minoría de edad del rey Enrique supuso la apertura de un período de regencia.​ Su padre, en su testamento redactado poco antes de morir, había confiado la tutela a la reina Leonor quien, sin embargo, falleció veinticuatro días después. Antes de fallecer, la reina había confiado la guarda y custodia del joven rey a su hija y hermana mayor de Enrique, la reina Berenguela,​ que residía en la corte castellana desde que su matrimonio con Alfonso IX de León había sido anulado en 1204 por el papa Inocencio III.

    La regencia de la infanta Berenguela fue importunada por los miembros de la Casa de Lara,​ familia de la alta nobleza castellana que ya se había destacado por su intervención política durante la minoría de edad del difunto Alfonso VIII de Castilla, período en el que fue combatida por la Casa de Castro. Encabezados por el conde Álvaro Núñez de Lara,​ los miembros de la Casa de Lara se negaron a apoyar a la infanta Berenguela como regente del reino y la obligaron a renunciar a la regencia de su hermano para evitar los conflictos que caracterizaron los primeros años del reinado de su padre Alfonso VIII, cuando llegaron a producirse choques armados como la batalla de Lobregal o la de Huete. En realidad, el corto reinado quedó marcado por la lucha entre dos facciones de la nobleza: la de los Lara y la que respaldaba a Berenguela, compuesta principalmente por los Girón, Téllez, Haro y Cameros. La disputa causó daños en diversas partes del reino, en especial, en la Tierra de Campos.​ La Casa de Lara alcanzó su apogeo político en Castilla durante el corto reinado de Enrique, si bien ya habían sido el linaje más favorecido en los últimos años de Alfonso VIII. La familia contaba no solo con estratégicas posesiones en la frontera castellano-leonesa, sino también amplias posesiones en León.

    La tutela del conde de Lara produjo desavenencias entre la nobleza castellana,​ puesto que sus miembros temían el poder que con ella obtenían los miembros de la Casa de Lara, que desde un primer momento maniobraron a fin de consolidar su posición, concertando para ello, en el año 1215, el matrimonio de Enrique I de Castilla con la infanta Mafalda de Portugal, hija del rey Sancho I de Portugal. El matrimonio del rey se celebró en la ciudad de Burgos antes del día 29 de agosto, aunque nunca fue consumado y fue anulado al año siguiente, en 1216, por el papa Inocencio III, debido al grado de parentesco que había entre ambos cónyuges. Los dos bandos nobiliarios enfrentados buscaron la colaboración del rey portugués; en el verano de 1216 Enrique firmó con él un tratado de paz que favorecía al bando de los Lara.

    La anulación del matrimonio del rey impulsó a Álvaro Núñez de Lara a concertar un nuevo matrimonio con Sancha, hija del rey Alfonso IX de León, pretendiendo con ello unir los reinos de Castilla y León y apartar de la línea sucesoria de ambos reinos al infante Fernando de León y Castilla, hijo de la reina Berenguela y de Alfonso IX de León. El matrimonio no llegó a celebrarse debido a la defunción de Enrique.

    Muerte y sepultura

    Enrique falleció a los trece años de edad de modo accidental, y como consecuencia de una herida recibida en el Palacio episcopal de Palencia mientras jugaba con otros niños. Los Anales Toledanos Primeros refieren del siguiente modo la muerte de Enrique I de Castilla, ocurrida el 6 de junio de 1217 cuando tenía trece años, un mes y veintitrés días de edad:

    El rey don Enric trevellaba con sus mozos e firiolo un mozo con una piedra en la cabeza non por su grado e murió ende VI días de junio en día de martes era MCCLV

    Después de su defunción, el cadáver del rey Enrique fue conducido por el conde Álvaro Núñez de Lara al municipio de Tariego de Cerrato, situado entre las ciudades de Burgos y Dueñas, a fin de ocultar su muerte. Su hermana Berenguela, que le sucedió en el trono castellano, sin embargo se apoderó de la ciudad de Dueñas y envió a los obispos de Palencia y de Burgos a hacerse cargo de los restos mortales del difunto rey y posteriormente los acompañó hasta el monasterio de las Huelgas de Burgos donde recibieron sepultura. El fallecimiento del rey agravó las luchas intestinas y la crisis del reino

  • Fernando IV de Castilla

    Fernando IV de Castilla

    Fernando IV de Castilla, llamado «el Emplazado»

    Nación en  Sevilla, el 6 de diciembre de 1285 y murió en Jaén, el 7 de septiembre de 1312), reinando la Corona de Castilla entre los años 1295 y 1312.

    Durante su minoría de edad, su crianza y la custodia de su persona fueron encomendadas a su madre, la reina María de Molina, mientras que su tutoría fue confiada al infante Enrique de Castilla el Senador, hijo de Fernando III de Castilla. En ese tiempo, y también durante el resto de su reinado, su madre procuró aplacar a la nobleza, se enfrentó a los enemigos de su hijo e impidió en varias ocasiones que Fernando IV fuese destronado.

    Hubo de enfrentarse a la insubordinación de la nobleza, capitaneada en numerosas ocasiones por su tío, el infante Juan de Castilla el de Tarifa, y por Juan Núñez II de Lara, quienes fueron apoyados en algunas ocasiones por Don Juan Manuel, nieto del rey Fernando III.

    Al igual que sus predecesores en el trono, Fernando IV prosiguió la empresa de la Reconquista y, aunque fracasó en su intento de conquistar Algeciras en 1309, se apoderó de la ciudad de Gibraltar ese mismo año, y en 1312 ocupó la plaza jienense de Alcaudete. Durante las Cortes de Valladolid de 1312, impulsó la reforma de la administración de justicia y la de todos los ámbitos de la administración, al tiempo que intentaba reforzar la autoridad real en detrimento del estamento nobiliario.

    Falleció en Jaén el 7 de septiembre de 1312, a los veintiséis años de edad, y sus restos mortales reposan en la actualidad en la iglesia de San Hipólito de Córdoba.

    Era hijo del rey Sancho IV de Castilla y de su esposa, la reina María de Molina. Por línea paterna era nieto de Alfonso X el Sabio y de la reina Violante de Aragón, hija de Jaime I de Aragón. Por parte materna era nieto del infante Alfonso de Molina, hijo del rey Alfonso IX de León, y de su esposa Mayor Alfonso de Meneses.

    Fue hermano, entre otros, del infante Pedro de Castilla, señor de los Cameros, del infante Felipe de Castilla y de Beatriz de Castilla, reina consorte de Portugal.

    Infancia del infante Fernando (1285-1295)

    El infante Fernando nació en la ciudad de Sevilla el 6 de diciembre de 1285. Fue bautizado en la Catedral de Sevilla por el arzobispo Raimundo de Losana e inmediatamente fue proclamado heredero de la Corona y recibió el homenaje de los notables del Reino.

    Su padre el rey encomendó a Fernán Pérez Ponce de León la crianza del infante, ya que había sido mayordomo mayor de Alfonso X. El infante y su ayo partieron hacia la ciudad de Zamora, donde residía la familia del tutor del infante. Asimismo el rey nombró a Isidro González y a Alfonso Godínez cancilleres del Infante, al tiempo que nombraba a Samuel de Belorado almojarife del príncipe. Fernán Pérez Ponce de León y su esposa, Urraca Gutiérrez de Meneses, influyeron notablemente en la formación del carácter del infante, y este último les demostraría, siendo ya rey, una profunda gratitud.

    Ya en su infancia se planteó la cuestión del matrimonio del infante, siendo deseo de Sancho IV elegir una esposa escogida de entre las princesas francesas, o bien de entre las portuguesas, decantándose por esta última casa reinante Sancho IV. En el acuerdo firmado por Sancho IV y el rey Dionisio I de Portugal en septiembre de 1291, se establecía el compromiso matrimonial entre el infante Fernando y la infanta Constanza de Portugal, hija del soberano portugués, que tenía aproximadamente dos años de edad. No obstante, a pesar del compromiso contraído con el monarca lusitano, en 1294, Sancho IV se planteó la posibilidad de desposar a su hijo con la infanta Blanca, hija de Felipe IV de Francia. La muerte de Sancho IV un año después puso fin a las negociaciones emprendidas con la corte francesa.

    Minoría de edad de Fernando IV (1295-1301)

    El 25 de abril de 1295 falleció el rey Sancho IV de Castilla en la ciudad de Toledo, dejando como heredero del trono al infante Fernando. Sepultado el rey en la Catedral de Toledo, la reina María de Molina se retiró al primitivo Alcázar de Toledo para guardar un luto de nueve días. La reina fue la encargada de ejercer la tutoría de su hijo, que solo contaba con nueve años de edad. A causa de la ilegitimidad de Fernando IV, debida al matrimonio deslegitimado de sus padres, la reina hubo de afrontar numerosos problemas para conseguir que su hijo permaneciera en el trono.

    A las luchas incesantes con la nobleza castellana, capitaneada por el infante Juan de Castilla el de Tarifa, que reclamaba el trono de su hermano Sancho IV de Castilla, y por el infante Enrique de Castilla el Senador, hijo de Fernando III y tío abuelo de Fernando IV, que reclamaba la tutoría del rey, se sumaba el pleito con los infantes de la Cerda, apoyados por Francia y Aragón y por su abuela la reina Violante de Aragón, viuda de Alfonso X. A ello se sumaron los problemas con Aragón, Portugal y Francia, que intentaron aprovechar la situación de inestabilidad que atravesaba la Corona de Castilla en su propio beneficio. Al mismo tiempo, Diego López V de Haro, señor de Vizcaya, Nuño González de Lara y Juan Núñez de Lara el Menor, entre otros muchos, sembraban la confusión y la anarquía en el reino.

    En las Cortes de Valladolid de 1295, el infante Enrique de Castilla el Senador fue nombrado tutor del rey, pero la reina María de Molina consiguió mediante el apoyo de las ciudades con voto en Cortes que la custodia de su hijo le fuera confiada a ella. Mientras se celebraban las Cortes de Valladolid de 1295, el infante Juan dejó la ciudad de Granada e intentó ocupar la ciudad de Badajoz, pero, al fracasar en su intento, se apoderó de Coria y del castillo de Alcántara. Pasó después al reino de Portugal, donde presionó al rey Dionisio I de Portugal para que declarase la guerra a la Corona de Castilla y, al mismo tiempo, para que apoyase sus pretensiones al trono.

    En el verano de 1295, terminadas las Cortes de Valladolid, la reina y el infante Enrique se entrevistaron en Ciudad Rodrigo con el rey Don Dionís de Portugal, al que la reina entregó varias plazas situadas junto a la frontera portuguesa. En la entrevista de Ciudad Rodrigo se acordó que Fernando IV contraería matrimonio con la infanta Constanza de Portugal, hija del rey de Portugal, y que la infanta Beatriz de Castilla, hermana de Fernando IV, se casaría con el infante Alfonso, heredero del trono portugués. Al mismo tiempo, a Diego López V de Haro se le confirmó la posesión del señorío de Vizcaya, y al infante Juan, que aceptó momentáneamente como soberano a Fernando IV en privado, se le restituyeron inmediatamente sus propiedades.​ Poco después, Jaime II de Aragón devolvió a la infanta Isabel de Castilla a la Corte castellana, sin haberse desposado con ella, y declaró la guerra a la Corona de Castilla.

    A principios de 1296, el infante Juan, que se había rebelado contra Fernando IV, tomó Astudillo, Paredes de Nava y Dueñas, al tiempo que su hijo Alfonso de Valencia se apoderaba de Mansilla de las Mulas. En abril de 1296 Alfonso de la Cerda inició la invasión de la Corona de Castilla apoyado por tropas aragonesas, y se dirigió a la ciudad de León, donde el infante Juan fue proclamado «rey de León, de Sevilla y de Galicia». Acto seguido, el infante Juan acompañó a Alfonso de la Cerda hasta Sahagún, donde fue proclamado «rey de Castilla, Toledo, Córdoba, Murcia y Jaén». Poco después de ser coronados Alfonso de la Cerda y el infante Juan, ambos cercaron el municipio vallisoletano de Mayorga, partiendo al mismo tiempo el infante Enrique al reino de Granada para concertar la paz entre el monarca granadino y Fernando IV, pues los granadinos atacaban en esos momentos en toda Andalucía las tierras del rey, que eran defendidas, entre otros, por Alonso Pérez de Guzmán. El 25 de agosto de 1296, falleció el infante Pedro de Aragón, víctima de la peste, mientras se encontraba al mando del ejército aragonés que sitiaba la ciudad de Mayorga, perdiendo con ello el infante Juan a uno de sus valedores. Debido a la mortalidad que se extendió entre los sitiadores de Mayorga, sus comandantes se vieron obligados a levantar el cerco.​

    Mientras el infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor aguardaban la llegada del rey de Portugal con sus tropas para unirse a ellos en el sitio al que proyectaban someter la ciudad de Valladolid, donde se encontraban la reina María de Molina y Fernando IV, el rey aragonés atacó Murcia y Soria, y el rey Dionisio de Portugal atacó a lo largo de la línea del río Duero, al tiempo que Diego López V de Haro sembraba el desorden en su señorío de Vizcaya.

    Ante esta situación, la reina María de Molina amenazó al rey de Portugal con romper los acuerdos del año anterior si persistían sus ataques y su apoyo al infante Juan ‘el Usurpador’ y a Alfonso de la Cerda. El soberano de Portugal, ante las amenazas de María de Molina, e informado de que Juan Núñez de Lara el Menor se negaba a sitiar Valladolid, así como de que numerosos magnates, nobles y prelados desertaban del bando del infante Juan, retornó junto con sus tropas a Portugal, habiéndose apoderado previamente de los castillos de Castelo Rodrigo, Alfaiates y Sabugal, territorios pertenecientes a Sancho de Castilla «el de la Paz», nieto de Alfonso X. Poco después de la retirada del rey de Portugal, el infante Juan se trasladó a León y Alfonso de la Cerda regresó al reino de Aragón. En octubre de 1296, las tropas de María de Molina, enferma de gravedad en esos momentos, cercaron Paredes de Nava, donde se hallaba María Díaz de Haro, esposa del infante Juan, acompañada por su madre y por su hijo Lope.

    Cuando el infante Enrique de Castilla el Senador, que estaba conferenciando con el rey de Granada, tuvo conocimiento de que los aragoneses y los portugueses habían abandonado la Corona de Castilla, y de que la reina se encontraba sitiando Paredes de Nava, decidió regresar a Castilla, temiendo que le privasen del cargo de tutor del rey Fernando. Sin embargo, presionado por Alonso Pérez de Guzmán y por otros caballeros, antes de emprender el regreso, atacó a los granadinos, que en esos momentos habían vuelto a atacar a los castellanos. A cuatro leguas de Arjona, se entabló una batalla con los granadinos, en la que hubiera perdido la vida el infante Enrique de no haberle salvado Alonso Pérez de Guzmán, pues la derrota castellano-leonesa fue completa, siendo saqueado el campamento cristiano. A su regreso a Castilla, el infante Enrique de Castilla persuadió a algunos caballeros y consiguió que se levantase el asedio a que se hallaba sometida Paredes de Nava, a pesar de la oposición de la reina, que volvió a Valladolid en enero de 1297 sin haber tomado la plaza.

    En 1297, durante las Cortes de Cuéllar de 1297, convocadas por la reina María de Molina, el infante Enrique presionó para que la plaza de Tarifa fuera devuelta al rey de Granada, no pudiendo lograr su objetivo por la oposición de María de Molina. En dichas Cortes el infante Enrique consiguió que a su sobrino Don Juan Manuel se le entregase el castillo de Alarcón en compensación por haberle arrebatado los aragoneses la villa de Elche, a pesar de la oposición de la reina, que no deseaba sentar ese tipo de precedentes entre los nobles y magnates castellano-leoneses. Poco antes de la firma del Tratado de Alcañices, Juan Núñez de Lara el Menor, que apoyaba a Alfonso de la Cerda y al infante Juan, fue sitiado en Ampudia, aunque pudo escapar del cerco.

    El Tratado de Alcañices (1297)

    En 1296, la reina María de Molina había amenazado al rey de Portugal con romper los acuerdos del año anterior si persistían sus ataques al territorio castellano, ante lo cual Dionisio I de Portugal aceptó regresar junto con sus tropas a Portugal.

    Mediante el tratado de Alcañices quedaron fijadas, entre otros puntos, las fronteras entre Castilla y Portugal, que recibió una serie de plazas fuertes y villas a cambio de romper sus acuerdos con Jaime II de Aragón, con Alfonso de la Cerda, con el infante Juan, y con Juan Núñez de Lara el Menor.​

    Al mismo tiempo, en el Tratado de Alcañices fue confirmado de nuevo el proyectado enlace entre Fernando IV y la infanta Constanza de Portugal, hija del monarca lusitano, al tiempo que se acordaban los esponsales entre el infante Alfonso de Portugal, heredero del trono lusitano, y la infanta Beatriz, hermana de Fernando IV. Por otra parte, el monarca portugués aportó un ejército de trescientos caballeros, puestos a las órdenes de Juan Alfonso de Alburquerque, para ayudar a la reina María de Molina en su lucha contra el infante Juan que hasta ese momento había recibido el apoyo del rey Dionisio I de Portugal.

    Además, se estipuló en el tratado que las villas y plazas de Campo Maior, Olivenza, Ouguela y San Felices de los Gallegos serían entregadas a Dionisio de Portugal como compensación por la pérdida por parte de Portugal, durante el reinado de Alfonso III de Portugal, de una serie de plazas que le fueron arrebatadas por Alfonso X el Sabio. Al mismo tiempo, le fueron entregadas al rey portugués las plazas de Almeida, Castelo Bom, Castelo Melhor, Castelo Rodrigo, Monforte, Sabugal, Sastres y Vilar Maior. Los monarcas castellano y portugués renunciaron a plantearse mutuamente reclamaciones territoriales en el futuro, y los prelados de los dos reinos acordaron el día 13 de septiembre de 1297 apoyarse mutuamente y defenderse de las posibles pretensiones, por parte de otros estamentos, de restarles libertades o privilegios. El tratado fue ratificado no solo por los dos monarcas de ambos reinos, sino también por una representación abundante de los brazos nobiliario y eclesiástico de ambos reinos, así como por la Hermandad de los concejos de Castilla y por su equivalente del Reino de León. A largo plazo, las consecuencias de este tratado fueron duraderas, ya que la frontera entre ambos reinos apenas fue modificada en el curso de los siglos posteriores, convirtiéndose de ese modo en una de las fronteras más longevas del continente europeo.

    Por otra parte, el tratado de Alcañices contribuyó a asegurar la posición en el trono de Fernando IV de Castilla, insegura a causa de las discordias internas y externas, y permitió que la reina María de Molina ampliase su libertad de movimientos al no existir ya disputas con el soberano portugués, que había pasado a apoyarla en su lucha contra el infante Juan, quien, en esos momentos, aún seguía controlando el territorio leonés.

    Última etapa de la minoría de edad (1297-1301)

    A finales de 1297, la reina envió a Alonso Pérez de Guzmán al reino de León para que combatiese al infante Juan, quien seguía controlando el territorio leonés.​ A comienzos de 1298, Alfonso de la Cerda y el infante Juan, apoyados por Juan Núñez de Lara el Menor, comenzaron a acuñar moneda falsa, puesto que contenía menos metal del que correspondía, con el propósito de desestabilizar la economía. En 1298 la ciudad de Sigüenza cayó en poder de Juan Núñez de Lara el Menor, pero tuvo que evacuarla al poco tiempo a causa de la resistencia de los defensores y, poco después, caían en manos del magnate castellano Almazán, que se convirtió en la plaza fuerte de Alfonso de la Cerda, y Deza, siéndole además devuelto a Juan Núñez de Lara el Menor el Albarracín por el rey Jaime II de Aragón. En las Cortes de Valladolid de 1298, el infante Enrique volvió a aconsejar la venta de la ciudad de Tarifa a los musulmanes, oponiéndose a ello la reina María de Molina.

    La reina María de Molina se entrevistó en 1298 con el rey de Portugal en Toro, y solicitó que le ayudase en la lucha contra el infante Juan. Sin embargo, el soberano portugués se negó a atacar al infante y, de común acuerdo con el infante Enrique, ambos planearon que Fernando IV llegase a un acuerdo de paz con el infante Juan, conservando este último el reino de Galicia, la ciudad de León, y todas las plazas que había conquistado mientras durase su vida. No obstante, todos esos territorios pasarían a su muerte a ser de Fernando IV de Castilla. No obstante, la reina María de Molina, que se oponía al proyecto de entregar dichos territorios al infante Juan, sobornó al infante Enrique, a quien entregó Écija, Roa y Medellín para que el proyecto no siguiera adelante, logrando al mismo tiempo que los representantes de los concejos rechazasen públicamente el proyecto del soberano portugués.

    Después de la entrevista con el monarca lusitano en 1298, la reina envió a su hijo, el infante Felipe de Castilla, que contaba con siete años de edad, al reino de Galicia, con el propósito de reforzar la autoridad real en aquella zona, en la que Juan Alfonso de Albuquerque y Fernando Rodríguez de Castro, señor de Lemos y Sarria, sembraban el desorden. En el mes de abril de 1299, una vez finalizadas las Cortes de Valladolid de ese año, la reina recuperó los castillos de Monzón y de Becerril de Campos, que se hallaban en poder de los partidarios de Alfonso de la Cerda. En 1299 Juan Alfonso de Haro, señor de los Cameros, capturó a Juan Núñez de Lara el Menor, partidario de Alfonso de la Cerda. Mientras tanto, la reina dispuso el envío de tropas para socorrer Lorca, sitiada por el rey de Aragón, al tiempo que, en agosto del mismo año, las tropas del rey castellano cercaban Palenzuela. Juan Núñez de Lara el Menor fue libertado en 1299 a condición de que su hermana Juana Núñez de Lara se desposase con el infante Enrique «el Senador», de que rindiese homenaje al rey Fernando IV y se comprometiese a no guerrear contra él, y a condición de que devolviese a la Corona las plazas de Osma, Palenzuela, Amaya, Dueñas, que le fue concedida al infante Enrique, Ampudia, Tordehumos, que le fue entregada a Diego López V de Haro, la Mota, y Lerma.

    En marzo de 1300, la reina María de Molina se entrevistó con Dionisio I de Portugal en Ciudad Rodrigo, donde el soberano portugués solicitó fondos para poder abonar el coste de las dispensas matrimoniales que el papa debería otorgar, a fin de que se llevasen a cabo los enlaces matrimoniales entre Fernando IV y Constanza de Portugal, y los de la infanta Beatriz de Castilla con el infante Alfonso de Portugal. En las Cortes de Valladolid de 1300 María de Molina, imponiendo su voluntad a las Cortes, consiguió reunir la cantidad necesaria de dinero con la que poder persuadir al Papa Bonifacio VIII para que este emitiera la bula que legitimara el matrimonio del difunto Sancho IV de Castilla con María de Molina.

    Durante las Cortes de Valladolid de 1300 el infante Juan renunció a sus pretensiones al trono, y prestó público juramento de fidelidad a Fernando IV y a sus sucesores, el día 26 de junio de 1300. A cambio de su renuncia a la posesión del señorío de Vizcaya, cuya posesión le fue confirmada a Diego López V de Haro, María Díaz de Haro y su esposo, el infante Juan, recibieron Mansilla de las Mulas, Paredes de Nava, Medina de Rioseco, Castronuño y Cabreros. Poco después, María de Molina y los infantes Enrique y Juan, acompañados por Diego López V de Haro, sitiaron la villa de Almazán, pero levantaron el asedio por la oposición del infante Enrique.​

    En 1301 Jaime II de Aragón sitió la villa de Lorca, perteneciente a Don Juan Manuel, quien entregó la villa al monarca aragonés, al tiempo que María de Molina, con el propósito de amortizar el desembolso realizado para proveer un ejército con el que liberar a la villa del cerco aragonés, ordenaba cercar los castillos de Alcalá y Mula, y sitiaba a continuación la ciudad de Murcia, donde se hallaba Jaime II, quien pudo haber sido capturado por las tropas castellano-leonesas, de no haber sido prevenido por los infantes Enrique y Juan, quienes se mostraban temerosos de una completa derrota del soberano aragonés, pues ambos deseaban mantener buenas relaciones con él.

    En las Cortes de Burgos de 1301 se aprobaron los subsidios demandados por la Corona para financiar la guerra contra el reino de Aragón, contra el reino de Granada, y contra Alfonso de la Cerda, al tiempo que se concedían subsidios para conseguir la legitimación del matrimonio de la reina con Sancho IV, enviándose a continuación 10 000 marcos de plata al Papa para este propósito, a pesar de la hambruna que asolaba los reinos de la Corona de Castilla.

    En el mes de junio de 1301, durante las Cortes de Zamora de 1301, el infante Juan y los ricoshombres de Léon, Galicia y Asturias, partidarios en su mayoría del infante Juan, aprobaron los subsidios demandados por la Corona.

    Reinado de Fernando IV (1301-1312)

    En noviembre de 1301, hallándose la corte en la ciudad de Burgos, se hizo pública la bula por la que el papa Bonifacio VIII legitimaba el matrimonio de la reina María de Molina con el difunto rey Sancho IV, siendo por tanto sus hijos legítimos a partir de ese momento. Al mismo tiempo, se declaró la mayoría de edad de Fernando IV. Con ello, el infante Juan de Castilla y los infantes de la Cerda perdieron uno de sus principales argumentos a la hora de reclamar el trono, no pudiendo esgrimir en adelante la ilegitimidad del monarca castellano. También se recibió la dispensa pontificia que permitía la celebración del matrimonio de Fernando IV con Constanza de Portugal.

    Relieve que representa al Papa Bonifacio VIII, quien legitimó en 1301 el matrimonio de Sancho IV de Castilla con la reina María de Molina, padres de Fernando IV.

    El infante Enrique, molesto por la legitimación de Fernando IV por el papa Bonifacio VIII, se alió con Juan Núñez de Lara el Menor a fin de indisponer y enemistar a Fernando IV con su madre, la reina María de Molina. A ambos magnates se les unió el infante Juan de Castilla, quien continuaba reclamando el señorío de Vizcaya en nombre de su esposa, María Díaz de Haro.

    En 1301, mientras la reina se encontraba en Vitoria con el infante Enrique respondiendo a las quejas presentadas por el reino de Navarra en relación con los ataques castellanos a sus tierras, el infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor indispusieron al rey con su madre y procuraron su diversión en tierras de León por medio de la caza, a la que el rey se mostraba aficionado desde su infancia. Estando la reina en Vitoria, los nobles aragoneses sublevados contra su rey le ofrecieron su apoyo para conseguir que Jaime II de Aragón devolviera a Castilla las plazas de las que se había apoderado en el reino de Murcia. Ese mismo año el infante Enrique, aliado con Diego López V de Haro, reclamó al rey Fernando IV, en compensación por abandonar el cargo de tutor del rey, y habiendo chantajeado previamente a la reina con declarar la guerra a su hijo si no accedían a sus deseos, la posesión de las localidades de Atienza y de San Esteban de Gormaz, que le fueron concedidas por el rey.

    El día 23 de enero de 1302 Fernando IV contrajo matrimonio en Valladolid con Constanza de Portugal, hija del rey Dionisio I de Portugal. En las Cortes de Medina del Campo de 1302, celebradas en el mes de mayo de ese año, los infantes Enrique y Juan y Juan Núñez II de Lara intentaron indisponer al rey con su madre, acusándola de haber regalado las joyas que le diera Sancho IV, y posteriormente, cuando se demostró la falsedad de dicha acusación, la acusaron de haberse apropiado de los subsidios concedidos a la Corona en las Cortes de años anteriores, acusación que se demostró era falsa cuando Nuño, abad de Santander y canciller de la reina revisó e hizo público el estado de cuentas de la reina, quien no solo no se había apropiado de los fondos de la Corona, sino que había contribuido con sus propias rentas al sostén de la monarquía. Mientras se celebraban las Cortes de Medina del Campo de 1302, a las que acudió una representación del reino de Castilla, falleció el rey Muhammad II de Granada y fue sucedido en el trono por su hijo, Muhammad III de Granada, quien atacó la Corona de Castilla y conquistó el municipio de Bedmar.

    En julio de 1302 Fernando IV acudió a las Cortes de Burgos de 1302 junto con su madre, con quien había restablecido las buenas relaciones, y con el infante Enrique de Castilla el Senador. Fernando IV, a pesar de hallarse bajo la influencia de su privado Samuel de Belorado, de origen judío, quien intentaba apartar al rey de su madre, había decidido prescindir de la presencia del infante Juan y de Juan Núñez de Lara el Menor en las Cortes de Burgos. Terminadas las Cortes, el rey se dirigió a la ciudad de Palencia, donde se celebró el matrimonio de Alfonso de Valencia, hijo del infante Juan de Castilla, con Teresa Núñez de Lara y Haro, hija de Juan Núñez I de Lara, y hermana de Juan Núñez de Lara el Menor.

    En esos momentos se acentuaba la rivalidad existente entre el infante Enrique de Castilla el Senador, María de Molina y Diego López V de Haro de un lado, y el infante Juan de Castilla y Juan Núñez de Lara el Menor del otro. El infante Enrique amenazó a la reina con declarar la guerra a Fernando IV y a ella misma si no se accedía a sus demandas, al tiempo que los magnates procuraban eliminar la influencia que María de Molina ejercía en su hijo, a quien el pueblo comenzó a dejar de estimar, debido a la influencia que los ricoshombres ejercían sobre él. En los meses finales de 1302, la reina, que se hallaba en Valladolid, se vio obligada a aplacar a los ricoshombres y a los miembros de la nobleza, que planeaban levantarse en armas contra Fernando IV, quien pasó las navidades de 1302 en tierras del reino de León, acompañado por el infante Juan y por Juan Núñez de Lara el Menor.

    A comienzos de 1303 había una entrevista prevista entre el rey Dionisio I de Portugal y Fernando IV, confiando este último en que su primo el rey de Portugal le devolvería algunos territorios. Por su parte, el infante Enrique de Castilla el Senador, Diego López V de Haro y la reina María de Molina se excusaron de asistir a dicha entrevista. El propósito de la reina al negarse a asistir era vigilar al infante Enrique y al señor de Vizcaya, cuyas relaciones con Fernando IV eran tensas debido a la amistad que el monarca dispensaba al infante Juan y a Juan Núñez de Lara el Menor. En mayo de 1303 se celebró la entrevista entre Dionisio I de Portugal y Fernando IV en la ciudad de Badajoz. El infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor predispusieron a Fernando IV en contra del infante Enrique y del señor de Vizcaya, al tiempo que las concesiones ofrecidas por el soberano portugués, quien se ofreció a ayudarle si fuera preciso contra el infante Enrique de Castilla el Senador, decepcionaron a Fernando IV.

    Vistas de Ariza y muerte del infante Enrique de Castilla «el Senador» (1303)

    En 1303, mientras el rey se encontraba en Badajoz, se reunieron en Roa el infante Enrique, Diego López V de Haro y don Juan Manuel, y acordaron que don Juan Manuel se entrevistaría con el rey de Aragón. Este último acordó con don Juan Manuel que los tres magnates y él mismo deberían reunirse el día de San Juan Bautista en el municipio de Ariza. Después, el infante Enrique comunicó sus planes a María de Molina, que se encontraba en Valladolid, con el propósito de que ella se uniera a ellos. El plan del infante Enrique consistía, en que Alfonso de la Cerda se convirtiese en rey de León y se desposase con la infanta Isabel, hija de María de Molina, al tiempo que el infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV, sería proclamado rey de Castilla y se desposaría con una hija de Jaime II de Aragón. El infante Enrique manifestó que su intención era lograr la paz en el reino y eliminar la influencia del infante Juan y de Juan Núñez de Lara el Menor.

    Dicho plan, que hubiera supuesto la disgregación de los territorios de la Corona de Castilla, así como la renuncia al mismo, forzosa u obligada, de Fernando IV, fue rechazado por la reina María de Molina, que se negó a secundar el proyecto y a entrevistarse con el soberano aragonés en Ariza. Fernando IV, mientras tanto, suplicaba a su madre que pusiese paz entre él y los magnates que apoyaban al infante Enrique, quienes volvieron a suplicar a la reina que apoyase el plan del infante, a lo que ella se negó. Mientras se celebraban las Vistas de Ariza, la reina recordó al infante Enrique y a sus acompañantes la lealtad que debían a su hijo, así como los grandes heredamientos con que les había dotado, consiguiendo con ello que algunos caballeros abandonasen Ariza, sin secundar el plan del infante Enrique. Sin embargo, el infante Enrique, don Juan Manuel y otros caballeros se comprometieron a hacer la guerra al rey Fernando IV, así como a que le fuera devuelto el reino de Murcia al reino de Aragón, y a que el reino de Jaén le fuese entregado a Alfonso de la Cerda. Sin embargo, mientras la reina María de Molina reunía los Concejos y estorbaba los propósitos del infante Enrique de Castilla el Senador, este enfermó de gravedad y hubo de ser trasladado a su villa de Roa. Ante la enfermedad del infante Enrique, la reina, temerosa de que sus señoríos y castillos pasasen a ser de Don Juan Manuel y de Lope Díaz de Haro, a quienes el infante planeaba legar sus posesiones a su muerte, persuadió al confesor del infante, así como a sus acompañantes, de que le convencieran para que a su muerte sus bienes revirtieran a la Corona, a lo que el infante se negó, pues no deseaba que sus bienes pasasen a poder de Fernando IV.

    Cuando don Juan Manuel, sobrino carnal del infante Enrique, llegó a Roa, le encontró sin habla y, tomándole por muerto, se apropió de todos los objetos valiosos que allí había, como refiere la Crónica de Fernando IV:
    E desque vio á D. Enrique fallolo sin fabla, é cuydando que era muerto, tomóle quanto le falló en la casa, plata é bestias é cartas que tenia blancas del sello del rey, é salió fuera de la villa é levó consigo quanto y falló de D. Enrique, é fuese para Peñafiel, que era deste D. Juan Manuel.

    La reina envió entonces órdenes a todas las fortalezas del infante moribundo, en las que se disponía que si el infante Enrique falleciese, no entregasen los castillos sino a las tropas del rey, a quien pertenecían. El día 8 de agosto de 1303 falleció el infante Enrique, siendo sepultado en el desaparecido Monasterio de San Francisco de Valladolid. Sus vasallos dieron escasas muestras de duelo por él y, cuando tuvo conocimiento de ello la reina, ordenó que se colocase sobre el ataúd un paño de brocado, así como que a los funerales asistiesen todos los clérigos y nobles presentes en Valladolid.

    Mientras el infante Enrique agonizaba, Fernando IV hizo un pacto con el rey Muhammad III de Granada, en el que se estipulaba que el soberano granadino conservaría Alcaudete, Quesada y Bedmar, mientras que Fernando IV conservaría la plaza de Tarifa. El soberano nazarita se declaró vasallo de Fernando IV y se comprometió a pagarle las parias correspondientes. Al saber que había fallecido el infante Enrique, Fernando IV se mostró complacido y concedió la mayoría de sus tierras a Juan Núñez de Lara el Menor, a quien también concedió el cargo de Adelantado mayor de la frontera de Andalucía, y a los hombres que se hallaban con él, al tiempo que devolvía Écija a María de Molina, por haber sido suya antes de que ella se la entregara al infante Enrique. En noviembre de 1303 el rey se encontraba en Valladolid junto a la reina, y solicitó su consejo, pues deseaba poner fin al pleito que sostenían el infante Juan de Castilla «el de Tarifa» y Diego López V de Haro por la posesión del señorío de Vizcaya, que en esos momentos era propiedad de Diego López V de Haro. La reina le manifestó que le ayudaría a resolver dicho pleito, al tiempo que el rey le hacía importantes donaciones, pues las buenas relaciones entre el rey y su madre se habían restablecido totalmente.

    En enero de 1304, hallándose el rey en Carrión de los Condes, el infante Juan reclamó de nuevo, en nombre de su esposa, y apoyado por Juan Núñez de Lara el Menor, el señorío de Vizcaya, aunque el monarca en un primer momento resolvió que la esposa del infante se conformase con recibir Paredes de Nava y Villalón de Campos como compensación, a lo que el infante Juan se negó, argumentando que su esposa no lo aceptaría por estar en desacuerdo con los anteriores pactos establecidos por su esposo en relación con el señorío. En vista de la situación, el rey propuso que Diego López V de Haro entregase a María Díaz de Haro, a cambio del señorío de Vizcaya, Tordehumos, Íscar, Santa Olalla, además de sus posesiones en Cuéllar, Córdoba, Murcia, Valdetorio, y el señorío de Valdecorneja. Por su parte, Diego López V de Haro conservaría el señorío de Vizcaya, Orduña, Valmaseda, las Encartaciones, y Durango. El infante Juan aceptó la oferta del rey, por lo que este último hizo llamar a Diego López V de Haro a Carrión de los Condes. No obstante, el señor de Vizcaya no aceptó la proposición del soberano y le amenazó con la rebelión antes de partir. El rey hizo entonces que su madre se reconciliase con Juan Núñez de Lara el Menor, al tiempo que se iniciaban las maniobras previas a la Sentencia Arbitral de Torrellas, rubricada en 1304, en las que no tomó parte Diego López V de Haro, por hallarse enemistado con Fernando IV, quien prometió al infante Juan entregarle el señorío de Vizcaya, y a Juan Núñez de Lara el Menor la Bureba y las posesiones de Diego López de Haro en La Rioja, si ambos resolvían las gestiones diplomáticas con Aragón a satisfacción del monarca.

    En abril de 1304, el infante Juan comenzó las negociaciones con el reino de Aragón, comprometiéndose Fernando IV a aceptar las decisiones que establecieran los árbitros de los reinos de Portugal y Aragón, que se reunirían en los meses siguientes, respecto a las demandas de Alfonso de la Cerda y respecto a sus disputas con el reino de Aragón. Al mismo tiempo, el rey confiscó las tierras de Diego López V de Haro y de Juan Alfonso de Haro, señor de los Cameros, y las repartió entre los ricoshombres. A pesar de ello, ambos magnates no se sublevaron contra el rey.

    Mientras tanto, en Galicia, el infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, derrotó en una batalla a su cuñado Fernando Rodríguez de Castro, quien perdió la vida en dicha batalla.

    La Sentencia Arbitral de Torrellas (1304)

    Uno de los acontecimientos más importantes del reinado de Fernando IV, una vez alcanzada su mayoría de edad, fue el acuerdo de fronteras establecido con Jaime II de Aragón en 1304, y conocido en la historia como la Sentencia Arbitral de Torrellas. Con el acuerdo también se intentó poner fin a las reclamaciones de Alfonso de la Cerda, pretendiente al trono castellano-leonés.

    Retrato que se supone representa a don Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla, quien mediante la Sentencia Arbitral de Torrellas continuó en posesión del señorío de Villena, aunque dicho señorío pasó a ser feudatario del reino de Aragón. (Catedral de Murcia).

    El día 8 de agosto de 1304, en la villa zaragozana de Torrellas, el rey Dionisio I de Portugal, el Arzobispo de Zaragoza, Jimeno de Luna, en representación del Reino de Aragón, y el infante Juan de Castilla el de Tarifa, representando a Castilla, hicieron públicas las cláusulas de la Sentencia Arbitral de Torrellas. El propósito de la negociación era poner fin a las disputas existentes entre la Corona de Castilla y el reino de Aragón con respecto a la posesión del Reino de Murcia. Muhammad III de Granada participó en las conversaciones a petición de Fernando IV, quien dispuso que en el tratado de paz y alianza entre los reinos cristianos de la península interviniera el rey de Granada, pues tenía interés en conservar la amistad, la sumisión y las parias que cada año se veía obligado a abonar al rey de Castilla el monarca granadino, y que constituían un preciado recurso para la Corona de Castilla. Por ello, Jaime II de Aragón y el rey Dionisio I de Portugal se avinieron a mantener buenas relaciones con el rey de Granada.​

    Según lo dispuesto en la Sentencia, el reino de Murcia, que entonces se hallaba en manos de Jaime II de Aragón, sería repartido entre las Coronas de Aragón y de Castilla, y a lo largo del río Segura sería establecida la frontera meridional de Aragón. Las ciudades de Alicante, Elche, Orihuela, Novelda, y Elda, y también las poblaciones de Abanilla, Petrel, Crevillente, y Sax, continuarían en poder del monarca aragonés. En la Sentencia Arbitral se reconocía la posesión por parte del la Corona de Castilla y León de las ciudades de Murcia, Monteagudo, Alhama, Lorca y Molina de Segura. Los ciudadanos afectados por el cambio de soberanía tendrían libertad para permanecer en sus ciudades y villas si lo deseaban, o bien podrían abandonar libremente el territorio. Al mismo tiempo, los dos reinos acordaron conceder la libertad a los prisioneros de guerra, así como ser enemigos ambos de los enemigos de cada uno de ellos, exceptuando a la Santa Sede y al Reino de Francia. El señorío de Villena continuó siendo propiedad de don Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla y nieto de Fernando III, pero las tierras en las que se asentaba permanecerían bajo soberanía aragonesa.

    El día 8 de agosto de 1304, los reyes de Portugal y Aragón se pronunciaron, en presencia del infante Juan de Castilla, sobre las reclamaciones de los infantes de la Cerda. A Alfonso de la Cerda, apoyado por Jaime II de Aragón, le fueron concedidos como compensación por su renuncia al trono de Castilla una serie de señoríos y posesiones, dispersos por todo el territorio castellano-leonés a fin de evitar la conformación de un microestado, entre los que figuraban los de Alba de Tormes, Valdecorneja, Gibraleón, Béjar y el Real de Manzanares, además del castillo de Monzón de Campos, Gatón de Campos, la Algaba, y Lemos. Además, se concedieron a Alfonso de la Cerda numerosas rentas y posesiones en Medina del Campo, Córdoba, Toledo, Bonilla y Madrid. Fernando IV de Castilla, que deseaba que su pariente Alfonso de la Cerda disfrutase de una renta anual de 400.000 maravedíes, dispuso que si las rentas de las posesiones que le habían sido donadas no alcanzaban esa cantidad le entregaría otros territorios hasta que las rentas alcanzasen dicha cifra. Al mismo tiempo se dispuso que, en prueba de que el monarca castellano entregaría dichos señoríos a Alfonso de la Cerda, los castillos de Alfaro, Cervera, Curiel de los Ajos y Gumiel serían entregados a cuatro ricoshombres durante treinta años.

    Por su parte, Alfonso de la Cerda renunció a sus derechos al trono, a utilizar los títulos regios, y a usar el sello real. Al mismo tiempo, se comprometía a devolver al rey las plazas de Almazán, Soria, Deza, Serón, Alcalá, y Almenara. No obstante, al poco tiempo volvió a usar los símbolos de la realeza, contraviniendo lo acordado en Torrellas. La cuestión de los derechos al trono de Alfonso de la Cerda se resolvió definitivamente en vida del hijo y sucesor de Fernando IV, Alfonso XI, cuando en 1331, en Burguillos, Alfonso de la Cerda rindió homenaje al rey de Castilla y León. De ese modo se resolvió el problema originado en 1275 a la muerte del infante Fernando de la Cerda, padre de Alfonso de la Cerda e hijo y heredero de Alfonso X, cuyos derechos al trono habían sido ignorados por Sancho IV, padre de Fernando IV de Castilla.

    Fernando IV se comprometió a que las cláusulas de la Sentencia Arbitral deberían ser juradas y acatadas por los ricoshombres, los magnates, los Maestres de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Temple y Hospital, y por los concejos de sus reinos. En el invierno de 1305, hallándose Fernando IV en la ciudad de Guadalajara, el monarca recibió el homenaje de su primo Fernando de la Cerda, quien actuaba en nombre de su hermano, Alfonso de la Cerda. Este último manifestó por medio de su hermano que había recibido los castillos y señoríos que le fueron adjudicados en la Sentencia Arbitral de Torrellas, y rindió por primera vez homenaje a Fernando IV.

    En enero de 1305, hallándose en Guadalajara el rey, María de Molina, el infante Juan de Castilla, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro y Juan Alfonso de Haro, Fernando IV solicitó de nuevo a Diego López V de Haro que devolviese el señorío de Vizcaya a María Díaz de Haro, a lo que no accedió el señor de Vizcaya.

    El Tratado de Elche (1305)

    Para dar solución a los inconvenientes derivados del reparto del territorio murciano, y a otras cuestiones menores, se acordó la entrevista de Fernando IV y Jaime II de Aragón en el monasterio de Santa María de Huerta, localizado en la provincia de Soria.

    Castillo de Alarcón, Cuenca. Según lo acordado en el tratado de Elche, Fernando IV confirmó la posesión de la villa de Alarcón a don Juan Manuel a cambio de la renuncia de este a la posesión de Elche.

    Dicha entrevista tuvo lugar el día 26 de febrero de 1305, y a ella asistieron los reyes de Castilla y Aragón, el infante Juan de Castilla el de Tarifa, Juan Núñez de Lara el Menor, Don Juan Manuel, Violante Manuel y su esposo el infante Alfonso de Portugal, el arzobispo de Toledo y los obispos de Sigüenza y Oporto, entre otros. A cambio de la cesión de los señoríos de Elda y Novelda, que pasarían a ser del reino de Aragón, Violante Manuel, hermana de Don Juan Manuel, recibió los señoríos de Arroyo del Puerco y de Medellín de manos de Fernando IV de Castilla, quien cedió al mismo tiempo a Don Juan Manuel el señorío y el Castillo de Alarcón como compensación por su renuncia a la posesión de Elche. Don Juan Manuel tomó posesión de la villa de Alarcón el día 25 de marzo de 1305.

    Por su parte, Jaime II de Aragón, a pesar de la insistencia de Fernando IV, se negó a entregar el señorío de Albarracín a Juan Núñez de Lara el Menor, quien culpó de ello a la escasa influencia ejercida por su hasta entonces aliado, el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», de quien comenzó a distanciarse. Por otra parte, Fernando IV y Jaime II otorgaron poderes a Diego García de Toledo, canciller del sello de la Puridad, y a Gonzalo García, consejero del monarca aragonés, respectivamente, a fin de que ambos personajes concluyesen el reparto del Reino de Murcia entre ambos reinos, según lo dispuesto por la Sentencia Arbitral de Torrellas.

    Finalmente, los delegados de ambos monarcas llegaron a un acuerdo que fue plasmado en el tratado de Elche, suscrito el día 19 de mayo de 1305, y en el que se fijó de manera definitiva la frontera del Reino de Murcia, que había sido dividido entre Castilla y Aragón. La línea divisoria entre los dos reinos se estableció entre Pechín y Almansa, pertenecientes a Fernando IV, y Caudete, que correspondería a Aragón. La línea divisoria establecida entre los dos reinos en el territorio de Murcia seguiría el curso del río Segura desde Cieza, correspondiéndole a Castilla la posesión de Murcia, Molina de Segura y Blanca, así como la ciudad de Cartagena, a la que Jaime II renunció por estar situada demasiado al sur del río Segura, y que pasó a pertenecer definitivamente a la Corona de Castilla. No obstante, la cesión de la ciudad de Cartagena a Castilla fue realizada a condición de que Fernando IV respetase la propiedad de Don Juan Manuel sobre el señorío de Alarcón, a lo que el rey Fernando no se opuso. Al mismo tiempo, en el tratado de Elche se dispuso que el municipio de Yecla continuaría en poder de don Juan Manuel, y su jurisdicción correspondería a Castilla.

    La partición del reino de Murcia, en la que no se tuvieron en cuenta los vínculos históricos de la región, significó que la parte norte y este correspondería al reino de Valencia, dentro de la Corona de Aragón, que procuró asimilarla inmediatamente al resto de sus dominios, al tiempo que la parte sur y oeste del reino, incluyendo Cartagena y la propia ciudad de Murcia, pasaban a manos castellanas definitivamente, constituyendo el reino de Murcia.

    Conflictos por la posesión del señorío de Vizcaya (1305-1307)

    María Díaz de Haro, hija de Lope Díaz III de Haro y esposa del infante Juan de Castilla, reclamó durante el reinado de Fernando IV la posesión del señorío de Vizcaya, que se hallaba en manos de su tío, Diego López V de Haro.

    En 1305 Diego López V de Haro fue llamado a comparecer en las Cortes de Medina del Campo de 1305, aunque no acudió sino después de ser llamado varias veces, para responder a las demandas de María Díaz de Haro, que reclamaba, valiéndose de la influencia de su esposo, el infante Juan, la posesión del señorío de Vizcaya.

    Ante la ausencia del señor de Vizcaya, el infante Juan interpuso una demanda contra él ante Fernando IV, comprometiéndose a probar que el señorío de Vizcaya fue ocupado ilegalmente por Sancho IV de Castilla, razón por la cual era ahora de Diego López V de Haro, tío carnal de María Díaz de Haro. Sin embargo, mientras el infante Juan presentaba las pruebas a los representantes del rey, compareció Diego López V de Haro, acompañado por trescientos caballeros. El señor de Vizcaya se negó a renunciar a su señorío, argumentando que el infante y su esposa habían renunciado al mismo, mediante un juramento solemne, prestado en el año 1300.

    Al no conseguir alcanzar un acuerdo, debido a los argumentos presentados por ambas partes, Diego López V de Haro retornó a su señorío, a pesar de que aún no habían finalizado las Cortes de Medina del Campo, que terminaron a mediados de junio de 1305. A mediados de 1305, hallándose la corte en la ciudad de Burgos, y mientras Diego López V de Haro se proponía apelar al Papa, debido al solemne juramento de renuncia al señorío efectuado por el infante Juan y su esposa en 1300, el rey ofreció a María Díaz de Haro la posesión de varias ciudades del señorío de Vizcaya, entre ellas San Sebastián, Salvatierra, Fuenterrabía y Guipúzcoa, a lo que no accedió ella, por hallarse aconsejada por Juan Núñez de Lara el Menor, quien se hallaba enemistado con su esposo, a pesar de las presiones del infante. Poco después, el infante Juan y Diego López V de Haro firmaron una tregua, válida por dos años, durante los que el rey confiaba en que Diego López de Haro rompería su alianza con Juan Núñez de Lara el Menor. Posteriormente, durante las navidades de 1305, Fernando IV se entrevistó con Diego López V de Haro en Valladolid, quien acudió acompañado por Juan Núñez de Lara el Menor, a quien el rey, pues se hallaba enemistado con él, hizo abandonar la ciudad, pues deseaba que el señor de Vizcaya rompiese su alianza con él, aunque no lo consiguió, ya que Diego López V de Haro estaba convencido de que el infante Juan no cejaría en sus reclamaciones.

    A comienzos de 1306, Lope Díaz de Haro, hijo y heredero de Diego López V de Haro, se hallaba enemistado con Juan Núñez de Lara el Menor e intentaba persuadir a su padre de que aceptase la solución propuesta por el rey. Ese mismo año, el rey dio el cargo de Mayordomo mayor a Lope Díaz de Haro, entrevistándose su padre poco después con el rey, y acudiendo a la entrevista acompañado por Juan Núñez de Lara el Menor, a pesar del enojo que con ello ocasionó al monarca. Durante la entrevista, Diego López V de Haro intentó reconciliar a Juan Núñez de Lara con el soberano, al tiempo que este último intentaba que su interlocutor rompiese sus relaciones con quien él defendía. Persuadido por Juan Núñez de Lara el Menor, el señor de Vizcaya partió sin despedirse del rey, al tiempo que llegaban embajadores procedentes del reino de Francia, solicitando una alianza entre ambos países, y pidiendo además la mano de la infanta Isabel de Castilla, hermana de Fernando IV.

    En abril de 1306, el infante Juan, a pesar de la oposición de la reina María de Molina, indujo al rey a que declarase la guerra a Juan Núñez de Lara el Menor, sabiendo que Diego López V de Haro le defendería, y aconsejó al soberano que sitiase Aranda de Duero, donde se hallaba Juan Núñez de Lara el Menor, quien, en vista de la situación, rompió su vínculo vasallático con el rey. Después de una batalla campal, Juan Núñez de Lara el Menor consiguió escapar del cerco al que se pretendía someter Aranda de Duero, y se reunió con Diego López V de Haro y con el hijo de este último, y acordaron hacer la guerra al rey Fernando IV por separado, y cada uno en su territorio. Las huestes del rey exigieron concesiones al monarca, quien hubo de concedérselas a pesar de que no se mostraban diligentes en hacer la guerra, por lo que el soberano ordenó al infante Juan que entablase negociaciones con Diego López V de Haro y sus partidarios, a lo que el infante Juan accedió, pues sus vasallos tampoco se mostraban partidarios de la guerra.

    Las negociaciones no llegaron a iniciarse y la guerra continuó, a pesar de que el infante Juan aconsejaba al soberano que firmase la paz si ello era viable. El soberano solicitó la intervención de su madre, quien, después de las negociaciones mantenidas con los rebeldes a través de Alonso Pérez de Guzmán, logró en una reunión mantenida con ellos en Pancorbo, que los tres magnates sublevados concediesen castillos como rehenes al rey, al que deberían rendir pleitesía, conservando sus propiedades, al tiempo que el rey se comprometía a abonarles sus soldadas. El acuerdo no satisfizo al infante Juan, quien volvió a reclamar al rey la posesión del señorío de Vizcaya en nombre de su esposa, al tiempo que Fernando IV, con el propósito de complacer al infante, arrebataba la merindad de Galicia a su hermano el infante Felipe de Castilla, y se la concedía a Diego García de Toledo, privado del infante Juan.

    Fernando IV, deseoso de complacer a su tío el infante Juan, envió a Alonso Pérez de Guzmán y a Juan Núñez de Lara el Menor a parlamentar con Diego López V de Haro, quien se negó a ceder el señorío de Vizcaya al infante y a su esposa, María II Díaz de Haro. Cuando el infante Juan tuvo conocimiento de ello, convocó a don Juan Manuel y a sus vasallos para que le apoyasen en sus pretensiones, al tiempo que el rey y la reina María de Molina parlamentaban con Juan Núñez de Lara el Menor para que persuadiese al señor de Vizcaya de que devolviese el señorío. En septiembre de 1306 se entrevistó el rey con Diego López V de Haro en Burgos. El soberano le propuso que en tanto que viviese podría conservar la propiedad sobre el señorío de Vizcaya, pero que, a su muerte, el señorío debería ser entregado a María II Díaz de Haro, a excepción de los municipios de Orduña y Valmaseda, que serían entregados a Lope Díaz de Haro, su hijo. Sin embargo, la propuesta no fue aceptada por Diego López V de Haro, a quien, en vista de su obstinación, el rey volvió a intentar enemistar con Juan Núñez de Lara el Menor. Poco después, el señor de Vizcaya volvió a apelar al Papa.

    A principios de 1307, mientras el rey, la reina María de Molina, y el infante Juan Alfonso de Borgoña se dirigían a Valladolid, tuvieron conocimiento de que el papa Clemente V reconocía la validez del juramento prestado por el infante Juan y por su esposa en 1300 de renunciar al señorío de Vizcaya, por lo que el infante debería atenerse a él, o bien responder al pleito interpuesto contra él por el señor de Vizcaya. En febrero de 1307 se intentó resolver el pleito sobre el señorío de Vizcaya, acordando que Diego López V de Haro conservase la propiedad del señorío de Vizcaya en tanto durase su vida, pero que a su muerte, el señorío pasase a ser de María Díaz de Haro, a excepción de Orduña y Valmaseda, que serían entregadas a Lope Díaz de Haro, su hijo, quien también recibiría Miranda y Villalba de Losa de manos del rey. Sin embargo, el acuerdo no fue aceptado por el señor de Vizcaya. Poco después fueron convocadas Cortes en la ciudad de Valladolid.

    En las Cortes de Valladolid de 1307, viendo María de Molina que los ricoshombres, encabezados por el infante Juan, protestaban contra las medidas adoptadas por los privados del rey, intentó, para complacer al infante, poner fin al pleito existente sobre el señorío de Vizcaya. Para ello, la reina contó con la colaboración de su hermanastra Juana Alfonso de Molina, quien persuadió a su hija María Díaz de Haro para que aceptase el acuerdo propuesto por el rey en febrero de ese mismo año. Diego López V de Haro y su hijo Lope Díaz de Haro se avinieron a firmar el acuerdo, por el que se establecía que Diego López V de Haro conservaría la propiedad del señorío de Vizcaya en tanto durase su vida, pero que a su muerte, el señorío pasaría a ser de María II Díaz de Haro, a excepción de Orduña y Valmaseda, que serían entregadas a Lope Díaz de Haro, su hijo, quien también recibiría Miranda y Villalba de Losa de manos de Fernando IV.

    Ante el acuerdo alcanzado respecto a la posesión del señorío de Vizcaya, Juan Núñez de Lara el Menor se sintió menospreciado por el rey y por su madre, por lo que se retiró de las Cortes, antes de que éstas hubiesen finalizado. Por ello, el rey concedió el cargo de Mayordomo mayor a Diego López V de Haro, lo que provocó que el infante Juan abandonase la corte, advirtiendo al rey que no contaría con su ayuda hasta que los alcaides de los castillos de Diego López de Haro rindiesen homenaje a su esposa, María Díaz de Haro. Sin embargo, poco después se reunieron en Lerma, donde se hallaba María Díaz de Haro, el infante Juan, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro, y Lope Díaz de Haro, hijo de este último, acordándose que prestasen homenaje en Vizcaya como futura señora a María Díaz de Haro, al tiempo que se hacía lo mismo en los castillos que recibiría Lope Díaz de Haro.

    Conflictos internos en Castilla y Vistas de Grijota (1307-1308)

    En 1307, por consejo del infante Juan y de Diego López V de Haro, ambos reconciliados ya, el rey ordenó a Juan Núñez de Lara el Menor que abandonase el reino de Castilla y que le devolviese los castillos de Moya y Cañete, situados en la provincia de Cuenca, y que el rey le había concedido en el pasado. El rey fue a Palencia, donde se hallaba su madre, quien le aconsejó que, puesto que había expulsado a Juan Núñez de Lara del reino, si deseaba conservar el respeto de los ricoshombres y la nobleza, debería mostrarse inflexible. El rey se dirigió entonces a Tordehumos, donde se hallaba el magnate rebelde, y puso cerco a la villa a finales de octubre de 1307, hallándose acompañado por numerosos ricoshombres con sus tropas, y también por las del Maestre de Santiago. Poco después se unieron a ellos el infante Juan, repuesto de una enfermedad, y su hijo, Alfonso de Valencia, con sus mesnadas.

    Estando el rey en el sitio de Tordehumos, recibió la orden del papa Clemente V de apoderarse de los castillos y posesiones de la Orden del Temple, y de que los conservase en su poder hasta que el pontífice dispusiese lo que habría de hacerse con ellos. Al mismo tiempo, el infante Juan presentó al rey una propuesta de paz, procedente de los sitiados en Tordehumos, que Fernando IV no aceptó. Durante el asedio el rey, viéndose en dificultades para pagar a sus tropas, envió a su esposa y a su hija recién nacida, la infanta Leonor de Castilla, a que solicitasen un empréstito en su nombre a su suegro, el rey de Portugal. Al mismo tiempo, el infante Juan, resentido, aconsejó al monarca que abandonase el cerco y que él lo terminaría, o bien que tomaría Íscar, o bien que acudiría a la entrevista que Fernando IV debía mantener en Tarazona con el rey de Aragón en su lugar. Sin embargo, el rey, receloso de su tío el infante, desoyó sus propuestas y procuró contentarle por otros medios.

    A causa de las deserciones de algunos ricoshombres, entre ellos Alfonso de Valencia, hijo del infante Juan, Rodrigo Álvarez de las Asturias IV y García Fernández de Villamayor, y también a causa de la enfermedad de la reina madre, que no podía aconsejarle, el rey decidió pactar con Juan Núñez de Lara el Menor la rendición de este último. Después que rindió la villa de Tordehumos, a comienzos de 1308, Juan Núñez de Lara se comprometió a entregar todas sus tierras al rey, excepto las que tenía en La Bureba y La Rioja, por tenerlas Diego López V de Haro, al tiempo que rendía pleitesía al rey, quien firmó este acuerdo a espaldas de la reina madre, enferma de gravedad en esos momentos.

    Terminado el cerco de Tordehumos, numerosos magnates y caballeros intentaron enemistar al rey con Juan Núñez de Lara el Menor y con su tío el infante Juan, diciéndoles a cada uno de ellos por separado que el rey deseaba la muerte de ambos, por lo que los dos se aliaron, temiendo que el rey desease sus muertes, aunque sin contar con el apoyo de Diego López V de Haro. Sin embargo, fueron persuadidos por María de Molina de que el rey no les deseaba ningún mal, algo que después les fue confirmado por el propio rey. Sin embargo, el infante Juan y sus acompañantes solicitaron presentar sus peticiones a la reina y no a él, a lo que el soberano accedió. Las reclamaciones, presentadas por los demandantes en las Vistas de Grijota, pasaban porque el soberano concediese la merindad de Galicia a Rodrigo Álvarez de las Asturias IV y la merindad de Castilla a Fernán Ruiz de Saldaña, al tiempo que debía expulsar de la corte a sus privados, Sancho Sánchez de Velasco, Diego García, y Fernán Gómez de Toledo. Las demandas presentadas por los magnates fueron aceptadas por el monarca.

    En 1308, Rodrigo Yáñez, Maestre de la Orden del Temple en los reinos de Castilla y de León, se dispuso a entregar a María de Molina las fortalezas de la Orden en el reino, mas la reina no aceptó tomarlas sin el consentimiento de su hijo el rey, que este último concedió. Sin embargo, el maestre no entregó los castillos a la reina madre, sino que ofreció al infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, entregárselos a él, a condición de que el infante suplicase al rey, en su nombre, que el monarca atendiese las demandas de los templarios a los prelados de su reino.

    En las Cortes de Burgos de 1308 estuvieron presentes, además del rey, la reina María de Molina, el infante Juan de Castilla, el infante Pedro de Castilla, don Juan Manuel y la mayoría de los ricoshombres y magnates. Fernando IV intentó poner orden en los asuntos de sus reinos, así como alcanzar un equilibrio presupuestario y reorganizar la administración de la Corte, al tiempo que intentaba recortar las atribuciones del infante Juan, aspecto este último no conseguido por el monarca.

    El infante Juan entabló un pleito con el infante Felipe de Castilla por la posesión del castillo de Ponferrada, del que este último se había apropiado, así como de los de Alcañices, San Pedro de Latarce y Haro, y que aquel hubo de entregar al rey, al tiempo que el Maestre de la Orden del Temple se comprometía a entregar al rey los castillos que aún tenía en su poder.

    El Tratado de Alcalá de Henares (1308)

    En marzo de 1306 Fernando IV había solicitado entrevistarse con Jaime II de Aragón, y desde ese momento los embajadores de las dos monarquías intentaron fijar una fecha para el encuentro de los dos soberanos, que hubo de ser aplazado varias veces debido a los conflictos internos existentes en ambos reinos. Las cláusulas del tratado de Alcalá de Henares, firmado el día 19 de diciembre de 1308, tuvieron su origen en los encuentros mantenidos por los reyes de Castilla y Aragón en el monasterio de Santa María de Huerta y en Monreal de Ariza en el mes de diciembre de 1308. Los temas discutidos en las entrevistas fueron el relanzamiento de la empresa bélica de la Reconquista, deseado por ambos reyes, y el matrimonio de la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita y heredera de Fernando IV, con el infante Jaime de Aragón, hijo y heredero de Jaime II de Aragón y, por último, la satisfacción de los compromisos contraídos con Alfonso de la Cerda, que aún no habían sido satisfechos en su totalidad.

    Respecto al matrimonio entre la infanta Leonor y el infante Jaime, aunque fue celebrado nunca fue consumado, ya que el infante Jaime huyó de la ceremonia de esponsales, renunció poco después a sus derechos al trono, e ingresó en la Orden de San Juan de Jerusalén. La infanta Leonor contrajo matrimonio años más tarde con Alfonso IV de Aragón, hijo y sucesor de Jaime II de Aragón. Respecto al segundo asunto debatido en las entrevistas de los soberanos, Fernando IV entregó a Alfonso de la Cerda 220.000 maravedíes que aún no le habían sido entregados y este último devolvió al rey las villas de Deza, Serón y Alcalá. La idea de emprender de nuevo la lucha contra el Reino de Granada fue acogida con entusiasmo por ambos soberanos, que contaban con el apoyo del rey de Marruecos, quien se hallaba en guerra contra el rey Muhammad III de Granada.

    Tras las entrevistas mantenidas entre ambos soberanos, Fernando IV se reunió en la villa de Almazán con su madre y ambos acordaron limpiar de malhechores la zona entre Almazán y Atienza, y destruir las fortalezas que les servían de refugio, labor en la que tomó parte el infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV. Por su parte, la reina María de Molina se mostró complacida ante los acuerdos alcanzados entre Fernando IV y el rey de Aragón. A continuación, el rey se dirigió a Alcalá de Henares.

    El día 19 de diciembre de 1308, en Alcalá de Henares, Fernando IV de Castilla y los embajadores aragoneses Bernaldo de Sarriá y Gonzalo García rubricaron el tratado de Alcalá de Henares. Fernando IV, que contaba con el apoyo de su hermano, el infante Pedro, de Diego López V de Haro, del arzobispo de Toledo y del obispo de Zamora, acordó iniciar la guerra contra el Reino de Granada el día 24 de junio de 1309 y se comprometió, al igual que el monarca aragonés, a no firmar una paz por separado con el monarca granadino. El rey castellano aportaría diez galeras a la expedición y otras tantas el rey aragonés. Se aprobó con la anuencia de ambas partes que las tropas castellanas atacarían las plazas de Algeciras y Gibraltar, mientras que los aragoneses conquistarían la ciudad de Almería.

    Fernando IV se comprometió a ceder una sexta parte del reino de Granada al rey aragonés, y le concedió el reino de Almería en su totalidad como adelanto por el mismo, excepto las plazas de Bedmar, Locubin, Alcaudete, Quesada y Arenas, que habían formado parte de la Corona de Castilla en el pasado. Fernando IV estableció que si se daba la circunstancia de que el reino de Almería no se correspondiese con la sexta parte del Reino de Granada el arzobispo de Toledo por parte de Castilla y el Obispo de Valencia por parte de los aragoneses serían los encargados de resolver las posibles deficiencias del cálculo. La concesión al reino de Aragón de una parte tan extensa del reino nazarita de Granada motivó que el infante Juan de Castilla el de Tarifa y don Juan Manuel protestasen contra la ratificación del tratado, aunque dicha protesta no tuvo consecuencias.

    La entrada en vigor de las cláusulas del tratado de Alcalá de Henares supuso una notable ampliación de los futuros límites del reino de Aragón, que alcanzó unos límites mayores que los previstos en los tratados de Cazorla y Almizra, en los que se habían establecido las futuras áreas de expansión de los reinos de Castilla y Aragón en el pasado. Además, Fernando IV otorgó su consentimiento para que Jaime II de Aragón negociase una alianza con el rey de Marruecos, a fin de combatir al Reino de Granada.

    Tras la firma del tratado de Alcalá de Henares, los reyes de Castilla y Aragón enviaron embajadores a la Corte de Aviñón, a fin de solicitar al Papa Clemente V que concediese la condición de cruzada a la lucha contra los musulmanes del sur de la península ibérica, y para que concediese la necesaria dispensa para la celebración del matrimonio entre la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita y heredera de Fernando IV, y el infante Jaime de Aragón, hijo y heredero de Jaime II de Aragón, a lo que el Papa accedió, pues la dispensa necesaria para celebrar dicho matrimonio fue otorgada antes de la llegada de los embajadores a Aviñón. El día 24 de abril de 1309 el Papa Clemente V, mediante la bula «Indesinentis cure», autorizó la predicación de la cruzada en los dominios del rey Jaime II de Aragón, y otorgó a la empresa los diezmos que habían sido destinados a la conquista de Córcega y Cerdeña.

    En las Cortes de Madrid de 1309, las primeras celebradas en la actual capital de España, el rey manifestó su deseo de ir a la guerra contra el Reino de Granada, al tiempo que demandaba subsidios para poder hacer la guerra. En dichas Cortes estuvieron presentes el rey Fernando IV y su esposa, su madre, la reina María de Molina, los infantes Pedro, Felipe y Juan, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro, Alfonso Téllez de Molina, hermano de la reina María de Molina, el arzobispo de Toledo, los Maestres de las Órdenes Militares de Santiago y Calatrava, los representantes de las ciudades y concejos, y otros nobles y prelados. Las Cortes aprobaron la concesión de cinco servicios, destinados a pagar las soldadas de los ricoshombres e hidalgos.

    Numerosos magnates del reino, encabezados por el infante Juan de Castilla el de Tarifa y por don Juan Manuel, se opusieron al proyecto de tomar la ciudad de Algeciras, pues preferían realizar una campaña de saqueo y devastación en la Vega de Granada. Además, el infante Juan se hallaba resentido con el rey debido a la negativa de este último a entregarle el municipio de Ponferrada, y Don Juan Manuel, a pesar de que deseaba hacer la guerra al reino de Granada desde sus tierras murcianas, fue obligado por Fernando IV a participar junto a sus mesnadas en el cerco de Algeciras.

    En esos momentos, el Maestre de la Orden de Calatrava realizó una incursión en la frontera y obtuvo un considerable botín, y el día 13 de marzo de 1309 el obispo de Cartagena, contando con la aprobación del cabildo catedralicio de Cartagena, se apoderó de la villa y del castillo de Lubrín, que posteriormente le serían donados por Fernando IV. Terminadas las Cortes de Madrid, Fernando IV se dirigió a Toledo, donde aguardó a que se le uniesen sus tropas, al tiempo que dejaba a su madre, la reina María de Molina, a cargo del gobierno del reino, confiándole la custodia de los sellos reales.

    La conquista de Gibraltar y el sitio de Algeciras (1309)

    En la campaña intervinieron el infante Juan de Castilla el de Tarifa, don Juan Manuel, Diego López V de Haro, señor de Vizcaya, Juan Núñez de Lara el Menor, Alonso Pérez de Guzmán, Fernán Ruiz de Saldaña, y otros magnates y ricoshombres castellanos. También tomaron parte en la empresa las milicias concejiles de Salamanca, Segovia, Sevilla, y de otras ciudades. Por su parte, el rey Dionisio I de Portugal, suegro de Fernando IV de Castilla, envió un contingente de 700 caballeros a las órdenes de Martín Gil de Sousa, Alférez del rey de Portugal, y Jaime II de Aragón aportó a la expedición contra Algeciras diez galeras. El Papa Clemente V, mediante la bula «Prioribus, decanis», emitida el día 29 de abril de 1309 en la ciudad de Aviñón, concedió a Fernando IV de Castilla la décima parte de todas las rentas eclesiásticas de sus reinos durante tres años, a fin de contribuir al sostenimiento de la guerra contra el Reino de Granada.

    Desde la ciudad de Toledo, Fernando IV se dirigió a Córdoba, donde los emisarios del rey de Aragón le anunciaron que Jaime II de Aragón estaba dispuesto para comenzar el sitio de Almería. En la ciudad de Córdoba el rey Fernando IV discutió de nuevo el plan de campaña, pues su hermano el infante Pedro, su tío el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», don Juan Manuel y Diego López V de Haro, entre otros, se oponían al proyecto de cercar la ciudad de Algeciras, ya que todos ellos preferían saquear y devastar la Vega de Granada mediante una serie de ataques sucesivos que desmoralizarían a los musulmanes granadinos. No obstante, la voluntad de Fernando IV prevaleció y las tropas castellano-leonesas se prepararon para sitiar Algeciras. Los últimos preparativos de la campaña fueron realizados en la ciudad de Sevilla, a la que Fernando IV llegó a principios de julio de 1309. Los víveres y suministros acumulados en la ciudad de Sevilla por el ejército castellano-leonés fueron trasladados por el río Guadalquivir, y posteriormente por mar hasta Algeciras.

    El día 27 de julio de 1309 una parte del ejército castellano-leonés se encontraba ante los muros de la ciudad de Algeciras, y tres días después, el día 30 de julio, llegaron el rey Fernando IV de Castilla y su tío el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», acompañados por numerosos ricoshombres. Por su parte, el rey Jaime II de Aragón comenzó a sitiar la ciudad de Almería el día 15 de agosto, y el asedio se prolongó hasta el día 26 de enero de 1310. Mientras la ciudad de Algeciras permanecía sitiada por las tropas cristianas, la ciudad de Gibraltar capituló ante las tropas de Fernando IV de Castilla el día 12 de septiembre de 1309. Pocos días después de poner cerco a la ciudad de Algeciras, el rey envió a Juan Núñez de Lara el Menor, a Alonso Pérez de Guzmán, al arzobispo de Sevilla, al concejo de la ciudad de Sevilla y al Maestre de la Orden de Calatrava a que sitiasen Gibraltar, que capituló ante las tropas de Fernando IV de Castilla el día 12 de septiembre de 1309, después de un breve y duro asedio.

    A mediados de octubre de 1309, el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», su hijo Alfonso de Valencia, don Juan Manuel y Fernán Ruiz de Saldaña, desertaron y abandonaron el campamento cristiano emplazado ante Algeciras, siendo acompañados en su huida por otros quinientos caballeros. Tal acción, motivada porque Fernando IV les debía ciertas cantidades de dinero correspondientes a sus soldadas, provocó la indignación de las Cortes europeas y la protesta de Jaime II de Aragón, quien intentó persuadir a los desertores, aunque infructuosamente, para que regresasen al sitio de Algeciras. Sin embargo, el rey Fernando IV, que contaba con el apoyo de su hermano el infante Pedro, de Juan Núñez de Lara el Menor y de Diego López V de Haro, persistió en su intento de apoderarse de Algeciras.

    La escasez y la pobreza de medios en el campamento cristiano llegaron a ser tan alarmantes que el rey Fernando IV se vio obligado a empeñar las joyas y coronas de su esposa, la reina Constanza de Portugal, a fin de poder pagar las soldadas de los caballeros y de las tripulaciones de las galeras. Poco después llegaron al campamento cristiano las tropas del infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, y las del arzobispo de Santiago de Compostela, quien llegó acompañado de 400 caballeros y buen número de peones. A finales de 1309, Diego López V de Haro enfermó de gravedad como consecuencia de un ataque de gota, lo que vino a sumarse a la defunción de Alonso Pérez de Guzmán, señor de Sanlúcar de Barrameda, al temporal de lluvias que inundaron el campamento cristiano, y a la deserción del infante Juan y de don Juan Manuel. No obstante, a pesar de dichas adversidades, Fernando IV de Castilla persistió hasta el último momento en su objetivo de apoderarse de Algeciras, aunque al final abandonó su propósito.

    En enero de 1310 el rey Fernando IV decidió negociar con los granadinos, quienes habían enviado como emisario al campamento cristiano al arráez de Andarax. Alcanzado un acuerdo, en el que se estipulaba que a cambio de levantar el asedio de Algeciras Fernando IV recibiría Quesada y Bedmar, además de 50.000 doblas de oro, el rey ordenó levantar el asedio a finales de enero de 1310. Tras la firma del acuerdo preliminar falleció Diego López V de Haro, y María Díaz de Haro, esposa del infante Juan, tomó posesión del señorío de Vizcaya. A continuación, el infante Juan de Castilla el de Tarifa devolvió al rey las villas de Paredes de Nava, Cabreros, Medina de Rioseco, Castronuño y Mansilla. A finales de enero de 1310, al mismo tiempo que Fernando IV ordenaba levantar el cerco de Algeciras, Jaime II de Aragón ordenó el levantamiento del asedio de Almería, sin haber conseguido apoderarse de la ciudad.

    En conjunto, la campaña del año 1309 resultó más provechosa para las armas castellanas que para las de Aragón, ya que Fernando IV pudo incorporar Gibraltar a sus dominios. La traición y deserción de los dos familiares del rey, Don Juan Manuel y el infante Juan de Castilla fue mal considerada por todas las Cortes europeas, que no ahorraron calificativos a la hora de definir a los dos magnates castellanos.

    Última etapa del reinado y muerte del rey (1310-1312)

    Conflictos con el infante Juan y con don Juan Manuel (1310-1311)

    En 1310, una vez levantado el asedio de Algeciras, el rey Fernando IV envió a Juan Núñez de Lara el Menor a conferenciar con el papa Clemente V, a quien el rey suplicaba, de común acuerdo con el rey de Aragón, que no permitiese que se procesase a su antecesor en la silla de San Pedro, el papa Bonifacio VIII, quien había legitimado el matrimonio de los padres de Fernando IV en 1301, legitimando con ello al propio Fernando IV. Juan Núñez de Lara el Menor debía informar además a Clemente V sobre las causas que habían motivado el levantamiento del sitio de Algeciras, y debía solicitar al Papa, en nombre de Fernando IV, subsidios para poder proseguir en el futuro la guerra contra el Reino de Granada. El Papa Clemente V procuró suavizar la animadversión que Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, sentía hacia su predecesor, el papa Bonifacio VIII, reprochó al infante Juan y a don Juan Manuel su conducta durante el asedio de Algeciras, concedió al rey los diezmos recaudados en su reino durante un año, y envió diversas cartas a los prelados de los reinos de Castilla y de León en las que se les ordenaba reprender severamente a los que no colaborasen con el rey en la empresa de la Reconquista.

    Mientras tanto, Fernando IV emprendió de nuevo la guerra contra el Reino de Granada. El infante Pedro, su hermano, conquistó el castillo de Tempul y posteriormente se dirigió a Sevilla, donde se hallaba su hermano el rey. En noviembre de 1310, ambos hermanos se dirigieron a Córdoba, donde se había producido un levantamiento popular en contra de varios caballeros de la ciudad. Mientras tanto, la reina María de Molina, que se encontraba en Valladolid, suplicó a su hijo que se reuniese con ella allí, a fin de que el monarca estuviese presente en la boda de su hermana, la infanta Isabel de Castilla, que iba a contraer matrimonio con Juan III de Bretaña, duque de Bretaña y bisnieto de Enrique III de Inglaterra. De camino a Burgos, Fernando IV se detuvo en la ciudad de Toledo y confesó a Juan Núñez de Lara el Menor que planeaba prender o asesinar al infante Juan, pues pensaba el rey que mientras el infante viviese, le perjudicaría y estorbaría en todos sus propósitos. Sin embargo, Juan Núñez de Lara el Menor, a pesar del odio que sentía hacia el infante, se dio cuenta de que el rey no lo hacía por afecto hacia él, y que si ayudaba al rey a deshacerse del infante, labraría su propia ruina. Fernando IV llegó a Burgos en enero de 1311.

    Después de la boda de la infanta Isabel, hermana de Fernando IV, este último planeó asesinar al infante Juan de Castilla «el de Tarifa» en la ciudad de Burgos, en enero de 1311, para vengarse de ese modo por la deserción del infante del cerco de Algeciras y, al mismo tiempo, para someter a la nobleza, que volvía a rebelarse contra el poder de la Corona. Sin embargo, la reina María de Molina avisó al infante Juan de los propósitos de su hijo y el infante pudo ponerse a salvo. Fernando IV, acompañado por su hermano el infante Pedro, por Lope Díaz de Haro, y por las mesnadas del concejo de Burgos persiguió al infante Juan y a sus partidarios, que se refugiaron en la villa palentina de Saldaña.

    El rey privó entonces al infante Juan del Adelantamiento de la frontera y se lo concedió a Juan Núñez de Lara el Menor, al tiempo que ordenó la confiscación de las tierras y señoríos que le había entregado al infante, a sus hijos, Alfonso de Valencia y Juan el Tuerto, e idéntica suerte corrió Sancho de Castilla «el de la Paz», primo de Fernando IV y partidario del infante Juan. Al mismo tiempo, don Juan Manuel se reconcilió con el rey y le solicitó que le concediese el cargo de Mayordomo mayor del rey, por lo que el monarca, que deseaba atraerse a Don Juan Manuel, creyendo que este último rompería su amistad con el infante Juan, despojó al infante Pedro del cargo de Mayordomo mayor y se lo concedió, dando a cambio a su hermano las villas de Almazán y Berlanga de Duero, que le había prometido anteriormente.

    A principios de febrero de 1311, y a pesar de que se había reconciliado con Fernando IV, Don Juan Manuel abandonó la ciudad de Burgos y se dirigió a Peñafiel, encontrándose poco después con el infante Juan en Dueñas. Los partidarios y vasallos del infante Juan, temiendo al rey, se aprestaron a defenderle, entre ellos Sancho de Castilla «el de la Paz» y Juan Alfonso de Haro. En vista de la situación, Fernando IV, que no deseaba una rebelión abierta de los partidarios del infante Juan, además de querer dedicarse en exclusiva a la guerra contra el Reino de Granada, envió a la reina María de Molina a conferenciar con el infante Juan, con sus hijos, y con sus partidarios en Villamuriel de Cerrato. Las conversaciones duraron quince días y la reina María de Molina estuvo acompañada por el arzobispo de Santiago de Compostela, y por los obispos de León, Lugo, Mondoñedo y Palencia. Las conversaciones concluyeron con la concordia entre el infante Juan, quien se mostraba preocupado por su seguridad personal, y el rey Fernando IV. Dicha concordia incomodó a la reina Constanza de Portugal, esposa de Fernando IV, y a Juan Núñez de Lara el Menor, quien continuaba enemistado con el infante Juan. Poco después, Fernando IV se entrevistó con el infante Juan de Castilla el de Tarifa en el municipio de Grijota, y ambos ratificaron lo acordado entre el infante Juan y la reina María de Molina en Villamuriel de Cerrato.

    El día 20 de marzo de 1311, durante una asamblea de prelados en la ciudad de Palencia, Fernando IV confirmó y concedió nuevos privilegios a las iglesias y prelados de sus reinos, y respondió a sus demandas. En abril de 1311, hallándose en Palencia, Fernando IV enfermó de gravedad y hubo de ser trasladado a Valladolid, a pesar de la oposición de la reina Constanza, su esposa, que deseaba trasladarlo a Carrión de los Condes, a fin de poder controlar al monarca junto con su aliado, Juan Núñez de Lara el Menor. Durante la enfermedad del rey surgieron discrepancias entre el infante Pedro, Juan Núñez de Lara el Menor, el infante Juan, y don Juan Manuel. Mientras el rey se encontraba en Toro, la reina Constanza dio a luz en Salamanca el día 13 de agosto de 1311 a un hijo varón, que llegaría a reinar en Castilla a la muerte de su padre como Alfonso XI de Castilla. El infante Alfonso, heredero de Fernando IV, fue bautizado en la Catedral Vieja de Salamanca, y a pesar de los deseos del rey, quien deseaba encomendar la crianza del niño a su abuela, la reina María de Molina, prevaleció la voluntad de la reina Constanza, quien deseaba, contando para ello con el apoyo de Juan Núñez de Lara el Menor y de Lope Díaz de Haro, que la custodia del niño fuese encomendada al infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV.

    En el otoño de 1311 surgió una conspiración que pretendía el destronamiento de Fernando IV de Castilla y colocar en el trono a su hermano, el infante Pedro de Castilla. La conjura se hallaba protagonizada por el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», por Juan Núñez de Lara el Menor y por Lope Díaz de Haro, hijo del fallecido Diego López V de Haro. Sin embargo, el proyecto de destronamiento fracasó debido a la rotunda negativa de la reina María de Molina.

    Concordia de Palencia y Vistas de Calatayud (1311-1312)

    El infante Juan y los principales magnates del reino amenazaron a Fernando IV con dejar de servirle, a mediados de 1311, si el monarca no satisfacía sus peticiones. El infante Juan y sus seguidores exigieron que reemplazase a sus consejeros y privados por el propio infante Juan, la reina María de Molina, el infante Pedro, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, y por los obispos de Astorga, Zamora, Orense y Palencia, quienes deberían ser los nuevos consejeros del rey. Don Juan Manuel permaneció leal a Fernando IV, debido a que el día 15 de octubre el rey le había cedido todos los pechos y derechos reales de Valdemoro y de Rabrido, a excepción de la moneda forera de ambos lugares y de la martiniega de Rabrido, que había sido entregada a Alfonso de la Cerda.

    Con el deseo de alcanzar la paz y de que ningún obstáculo se interpusiese en el relanzamiento de la Reconquista, Fernando IV se avino a firmar la concordia de Palencia, rubricada el día 28 de octubre de 1311, con el infante Juan y el resto de los magnates, y cuyas cláusulas fueron ratificadas en las Cortes de Valladolid de 1312. El rey se comprometió a respetar los usos, fueros y privilegios de los nobles, prelados, y los hombres buenos de las villas, y a no intentar despojar a los nobles de las rentas y tierras que tenían pertenecientes a la Corona. Fernando IV ratificó que la crianza de su hijo, el infante Alfonso, sería encomendada a su hermano, el infante Pedro, a quien cedió además la villa de Santander. El rey cedió al infante Juan el municipio de Ponferrada, a condición de que no estableciese ningún tipo de acuerdo con Juan Núñez de Lara el Menor, aunque el infante incumplió su palabra antes de haber transcurrido ocho días.

    En diciembre de 1311 Fernando IV se entrevistó en Calatayud con el rey Jaime II de Aragón. En ese momento se llevó a cabo el enlace matrimonial entre el infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV, y la infanta María de Aragón, hija de Jaime II de Aragón, aunque algunos autores señalan que el matrimonio se celebró en el mes de enero de 1312.20​ Al mismo tiempo, Fernando IV le entregó al soberano aragonés su hija primogénita, la infanta Leonor de Castilla para que fuese criada en la corte aragonesa hasta que tuviera la edad adecuada para contraer matrimonio con el infante Jaime de Aragón, hijo primogénito y heredero del rey aragonés.

    En la entrevista de Calatayud de 1311 también se acordó reanudar la guerra contra el Reino de Granada, pero se decidió que cada reino la hiciera por separado, al tiempo que Jaime II se comprometía a mediar entre Fernando IV y el rey de Portugal en el conflicto que ambos mantenían acerca de la posesión de algunas poblaciones de las que Dionisio I de Portugal se había apoderado durante la minoría de edad de Fernando IV. Sin embargo, la muerte de Fernando IV en septiembre de 1312 puso fin a dichas negociaciones entre los soberanos de Aragón y Portugal. El día 3 de abril de 1312, poco después de la entrevista de Calatayud, don Juan Manuel contrajo matrimonio en la ciudad de Játiva con la infanta Constanza de Aragón, hija de Jaime II de Aragón.

    Último período de la vida del rey (1312)

    Tras su estancia en la ciudad de Calatayud, Fernando IV se dirigió a la ciudad de Valladolid, donde iban a reunirse las Cortes. En las Cortes de Valladolid de 1312, las últimas del reinado de Fernando IV, se recaudaron fondos para mantener el ejército que se emplearía en la siguiente campaña contra el reino de Granada, se reorganizó la administración de justicia, la administración territorial y la administración local, mostrando con ello el deseo del rey de realizar profundas reformas en todos los ámbitos de la administración, al tiempo que intentaba reforzar la autoridad de la Corona en detrimento de la autoridad nobiliaria. Las Cortes aprobaron la concesión de cinco servicios y una moneda forera, destinados al pago de las soldadas de los vasallos del rey, a excepción de Juan Núñez de Lara el Menor, que se había convertido en vasallo del rey Dionisio I de Portugal.

    Ya en octubre de 1311, Fernando IV había solicitado un préstamo al rey Eduardo II de Inglaterra, a fin de poder proseguir la guerra contra el reino de Granada, aunque el soberano inglés se negó a concedérselo, argumentando que había tenido que afrontar numerosos gastos debido a su guerra contra los escoceses. En julio de 1312, Fernando IV empeñó los castillos templarios de Burguillos del Cerro y de Alconchel a cambió de un préstamo de 3600 marcos del rey Dionisio I de Portugal, que necesitaba para proseguir la guerra contra el reino de Granada. A finales de abril de 1312, una vez terminadas las Cortes, el rey abandonó la ciudad de Valladolid. En 1312 falleció Sancho de Castilla «el de la Paz», hijo del infante Pedro de Castilla y primo hermano de Fernando IV, quien se dirigió a Ledesma, que hacía las veces de capital de los señoríos de su primo, e incorporó los dominios de su difunto primo al patrimonio real, después de haberse comprobado que el difunto carecía de hijos legítimos. Fernando IV se dirigió después a Salamanca, y arrebató a su primo Alfonso de la Cerda, que se había sublevado nuevamente contra él, los municipios de Béjar y Alba de Tormes.

    El día 13 de julio de 1312 el rey llegó a Toledo, después de haber dejado al infante Alfonso, heredero del trono, en la ciudad de Ávila, y se dirigió a la provincia de Jaén, donde su hermano, el infante Pedro de Castilla, se encontraba sitiando la localidad de Alcaudete. El rey, después de una corta estancia en la ciudad de Jaén, se dirigió a la localidad jienense de Martos, donde ordenó que se ejecutase a los hermanos Carvajal, acusados de haber asesinado en Palencia a Juan Alonso de Benavides, privado del rey. Según la leyenda, pues ello no figura en la Crónica de Fernando IV, los hermanos fueron condenados a ser introducidos en una jaula de hierro con puntas afiladas en su interior y, posteriormente, a ser arrojados desde la cumbre de la Peña de Martos, introducidos en dicha jaula. La Crónica de Fernando IV refiere que antes de morir, los hermanos emplazaron al rey a comparecer ante el Tribunal de Dios en el plazo de treinta días.​

    Después de su estancia en Martos, el rey se dirigió a Alcaudete, donde esperaba al infante Juan de Castilla «el de Tarifa», quien debería unirse junto con sus tropas al cerco de la localidad. Sin embargo, el infante Juan no acudió por temor de que Fernando IV ordenase su muerte. Enfermo de gravedad, Fernando IV abandonó el cerco de Alcaudete y se dirigió a la ciudad de Jaén, a finales de agosto de 1312.

    El día 5 de septiembre de 1312 se rindió la guarnición de Alcaudete, después de tres meses de asedio, y el infante Pedro se dirigió a la ciudad de Jaén, donde le aguardaba su hermano el rey. El día 7 de septiembre, día de la muerte de Fernando IV, acordaron ambos hermanos socorrer a Nasr, rey de Granada, con quien se había pactado una tregua, y ayudarle en su lucha contra su cuñado Ferrachén, arráez de Málaga, quien se había rebelado contra el rey de Granada.

    Diferentes versiones de la muerte del rey

    Fernando IV de Castilla falleció el día 7 de septiembre de 1312 en la ciudad de Jaén, sin que nadie le viera morir. La historia y la leyenda se han entrelazado indisolublemente en lo concerniente a la defunción del monarca, que recibió a su muerte el sobrenombre de «el Emplazado», a causa de las circunstancias misteriosas en que se produjo la misma. Fernando IV falleció a los veintiséis años de edad, y al morir dejaba como futuro heredero a su único hijo varón, el infante Alfonso, que reinaría como Alfonso XI de Castilla, y que a la muerte de su padre contaba con un año de edad.

    La Crónica de Fernando IV, escrita alrededor del año 1340, casi treinta años después de la defunción del rey, describe así la muerte del monarca castellano-leonés, en el capítulo XVIII de la obra, y la de los hermanos Carvajal, ocurrida treinta días antes de la de Fernando IV, aunque no especifica de qué modo murieron estos últimos:

    É el Rey salió de Jaén, é fuese á Martos, é estando y mandó matar dos cavalleros que andavan en su casa, que vinieran y á riepto que les fasían por la muerte de un cavallero que desían que mataron quando el Rey era en Palencia, saliendo de casa del Rey una noche, al qual desían Juan Alonso de Benavides. É estos cavalleros, quando los el Rey mandó matar, veyendo que los matavan con tuerto, dixeron que emplasavan al Rey que paresciesse ante Dios con ellos a juisio sobre esta muerte que él les mandava dar con tuerto, de aquel día en que ellos morían á treynta días. É ellos muertos, otro día fuese el Rey para la hueste de Alcaudete, e cada día esperava al infante Don Juan, segund lo havía puesto con él…É el Rey estando en está cerca de Alcaudete, tomóle una dolencia muy grande, e affincóle en tal manera, que non pudo y estar, e vínose para Jaén con la dolencia, e no se queriendo guardar, comía carne cada día, e bebía vino…E otro día jueves, siete días de setiembre, víspera de Sancta María, echóse el Rey a dormir, e un poco después de medio día falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. É este jueves se cumplieron los treynta días del emplazamiento de los cavalleros que mandó matar en Martos…

    En el capítulo III de la Crónica de Alfonso XI, la muerte de Fernando IV es descrita de idéntico modo a como se describe en la Crónica de Fernando IV. Y el historiador Diego Rodríguez de Almela, en su obra Valerio de las historias escolásticas y de los hechos de España, que fue escrita alrededor del año 1472, relató del siguiente modo la defunción del monarca:

    Estando el rey Don Fernando IV de Castilla, que tomó a Gibraltar, en Martos, acussaron ante él a dos escuderos, llamados el uno Pedro Carbajal y el otro Juan Alfonso de Carbajal, su hermano, que ambos andaban en su corte, oponiéndoles que una noche, estando el Rey en Palencia, mataron a un caballero llamado Gómez de Benavides, que quería mucho el Rey, dando muchos indicios y presunciones porque parescía que ellos le havían muerto. El rey Don Fernando, usando de rigurosa justicia, fizo prender a ambos hermanos, y despeñar de la Peña de Martos; antes que los despeñasen dixeron que Dios era testigo y sabía la verdad que no eran culpantes en aquella muerte que les oponían, y que pues el Rey los mandaba despeñar y matar a sin razón, que lo emplazaban de aquel día que ellos morían en treinta días que paresciesse con ellos a juicio ante Dios. Los escuderos fueron despeñados y muertos, y el rey Don Fernando vino a Jaén. Eacaesció que dos días antes que se compliese el plazo se sintió enojado, comió carne y bebió vino. Como el día del plazo de los treinta días que los escuderos que mató le emplazaron se compliesse, queriendo partir para Alcaudete, que su hermano el Infante Don Pedro havía a los Moros tomado, comió temprano, y acostosse a dormir en la siesta, que era en verano; acaesció assí que quando fueron para le despertar, halláronlo muerto en la cama, que ninguno no le vido morir. Mucho se deben atentar los Jueces antes que procedan a executar justicia, mayormente de sangre, hasta saber verdaderamente el hecho por que la justicia se deba executar. Ca como en el Génesis se lee: quién saccare sangre sin pecado, Dios lo demandará. Este Rey no tuvo la manera que convenía a execución de justicia, y por tanto acabó como dicho es.

    Martín Ximena Jurado, historiador y cronista jienense del siglo XVII, en su obra Catálogo de los Obispos de las Iglesias Catedrales de Jaén y Anales eclesiásticos de este Obispado, describió la Real Iglesia de Santa Marta de la ciudad de Martos, donde yacen sepultados los restos de los hermanos Carvajal, ejecutados por orden de Fernando IV. Al tiempo que describió la tumba de los dos hermanos, aportó algunos datos sobre la defunción del monarca.

    El padre Juan de Mariana, escritor e historiador del siglo XVII, describió la condena y ejecución de los hermanos Carvajal en la ciudad de Martos, y estableció por primera vez la posible relación existente entre la leyenda del emplazamiento ante el Tribunal de Dios de Fernando IV, y los emplazamientos sufridos por el papa Clemente V, y el rey de Francia Felipe IV el Hermoso, ambos ocurridos en 1314, dos años después de la muerte de Fernando IV. El último Gran Maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay, fue quemado en la hoguera en París en marzo de 1314, y antes de morir, según refiere la tradición, conminó a comparecer ante Dios, en el plazo de un año, al papa Clemente V, al rey Felipe IV de Francia y a Guillermo de Nogaret, responsables de la supresión de la Orden del Temple y de la muerte de muchos de sus miembros:​

    El Rey muy descuidado de los hecho se partió para Alcaudete donde su exército aloxaba: allí le sobrevino una enfermedad tan grande, que fue forzado dar la vuelta à Jaén, bien que los Moros movían prática de entregar la villa. Aumentábase el mal de cada día, y agravábase la dolencia de suerte que el Rey no podía por sí negociar. Todavía alegre por la nueva que le vino que la villa era tomada, resolvía en su pensamiento nuevas conquistas, quando un Jueves que se contaron siete días del mes de Setiembre, como después de comer se retirase à dormir, à cabo de rato le hallaron muerto. Falleció en la flor de su edad que era de veinte y quatro años y nueve meses, en sazón que sus negocios se encaminaban prósperamente. Tuvo el Reyno por espacio de diez y siete años, quatro meses y diez y nueve días y fue el Quarto de su nombre. Entendióse que su poco orden en el comer y beber le acarreáron la muerte: otros decían que era castigo de Dios porque desde el día que fue citado, hasta la hora de su muerte (cosa maravillosa y extraordinaria) se contaban precisamente treinta días. Por esto entre los Reyes de Castilla fue llamado D. Fernando el Emplazado. Su cuerpo depositaron en Córdova, porque a causa de los calores que todavía duraban, no pudo ser llevado à Sevilla ni à Toledo do tenían los enterramientos Reales. Acrecentóse la fama y la opinión susodicha, concebida en los ánimos del vulgo, por la muerte de dos grandes príncipes que por semejante razón: fallecieron en los dos años próximos siguientes: estos fueron Philipo Rey de Francia y el Papa Clemente, ambos citados por los Templarios para delante el divino tribunal al tiempo que con fuego y todo género de tormentos los mandaban castigar y perseguían toda aquella religión. Tal era la fama que corría, si verdadera si falsa, no se sabe, mas es de creer que fuese falsa: en lo que sucedió al Rey D. Fernando nadie pone duda…

    El historiador y arqueólogo palentino Francisco Simón y Nieto, señaló en su obra Una página del reinado de Fernando IV. Pleito seguido en Valladolid ante el rey y su corte en una sesión, por los personeros de Palencia contra el Obispo D. Álvaro Carrillo, 28 de mayo de 1298, publicada en 1912, que la causa última de la muerte de Fernando IV pudo ser una trombosis coronaria, aunque sin descartar otras, como hemorragia cerebral, edema agudo de pulmón, angina de pecho, infarto de miocardio, embolia, síncope u otras.

    Sepultura

    En septiembre de 1312, poco después de su defunción, los restos mortales de Fernando IV de Castilla fueron trasladados a la ciudad de Córdoba, y el día 13 de septiembre fueron sepultados en una capilla de la Mezquita-Catedral de Córdoba, a pesar de que su cadáver debería haber recibido sepultura en la Catedral de Toledo junto a su padre, el rey Sancho IV, o bien en la catedral de Sevilla junto a su abuelo paterno, Alfonso X, y su bisabuelo paterno, Fernando III.

    No obstante, debido a las altas temperaturas que se dieron en el mes de septiembre del año 1312, la reina Constanza de Portugal, viuda de Fernando IV, y el infante Pedro de Castilla, hermano del difunto rey, decidieron dar sepultura a los restos mortales de Fernando IV en la Mezquita-Catedral de Córdoba. La reina Constanza de Portugal fundó además seis capellanías y dispuso que en el mes de septiembre se celebrase el aniversario perpetuo en memoria del difunto rey. Hasta que transcurrió un año desde la defunción del monarca, cuatro cirios ardieron permanentemente junto a su sepultura y, diariamente, durante ese año, el obispo de la ciudad y el cabildo catedralicio entonaron responsos una vez al día por el alma del difunto rey junto a su sepultura. En 1371, los restos mortales de Fernando IV y los de su hijo, Alfonso XI de Castilla, fueron depositados en la Capilla Real de la Mezquita-Catedral de Córdoba, cuya construcción había finalizado ese mismo año.

    En 1728, el Papa Benedicto XIII expidió una bula por la que la Capilla Real de la Mezquita-catedral de Córdoba quedaba adscrita a la iglesia de San Hipólito de Córdoba, y ese mismo año, después de varias rogativas por parte de los canónigos de la iglesia de San Hipólito de Córdoba, que habían solicitado a Felipe V que los restos de Fernando IV y de Alfonso XI fueran trasladados a su colegiata, el rey autorizó el traslado de los restos de los dos monarcas, que estaban sepultados en la Capilla Real de la Mezquita-Catedral de Córdoba.

    En 1729 se iniciaron las obras para la terminación de la iglesia de San Hipólito, que se dieron por finalizadas en 1736, y en la noche del día 8 de agosto de 1736, con todos los honores, los restos mortales de Fernando IV y de Alfonso XI fueron trasladados a la iglesia de San Hipólito de Córdoba, en la que reposan desde entonces. Al mismo tiempo, los canónigos de San Hipólito trasladaron a su colegiata todos los bienes muebles de la Capilla Real de la Mezquita-Catedral.

    En el tramo primero del presbiterio de la iglesia de San Hipólito de Córdoba, alojados en sendos arcosolios, se encuentran los sepulcros que contienen los restos mortales de Fernando IV, ubicado en el lado de la Epístola, y el que contiene los restos de su hijo Alfonso XI, que se encuentra en el lado del Evangelio. Los restos mortales de ambos monarcas se hallan depositados en el interior de sendas urnas de mármol rojo, construidas con mármoles procedentes del desaparecido monasterio de San Jerónimo de Córdoba, y ambas fueron realizadas en 1846, por encargo de la Comisión de Monumentos.

    Hasta ese momento, los restos de ambos monarcas se hallaban colocados en sendos ataúdes de madera en el presbiterio de la iglesia, donde eran mostrados a los visitantes distinguidos. Sobre las cubiertas de ambos sepulcros se encuentran colocados sendos almohadones sobre los que se hallan depositados una corona y un cetro, símbolos de la realeza.

    Matrimonio y descendencia

    Fernando IV contrajo matrimonio en la ciudad de Valladolid, el 23 de enero de 1302, con Constanza de Portugal, hija del rey Dionisio I de Portugal, y fruto de ese matrimonio nacieron tres hijos:

    • Leonor de Castilla (1307-1359). Contrajo matrimonio con Alfonso IV de Aragón, y fue asesinada en 1359 en el municipio burgalés de Castrojeriz por orden de su sobrino, Pedro I de Castilla.
    • Constanza de Castilla (1308-1310). Falleció en la infancia y fue sepultada en el desaparecido monasterio de Santo Domingo el Real de Madrid, aunque en 1869 sus restos mortales fueron trasladados a la cripta de la iglesia de San Antonio de los Alemanes de la misma ciudad, donde reposan en la actualidad.
    • Alfonso XI de Castilla (1311-1350). Sucedió a su padre en el trono de Castilla y falleció en 1350 a causa de la peste negra mientras asediaba Gibraltar.
  • Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla

    Isabel I de Castilla, nació en Madrigal de las Altas Torres, 22 de abril de 1451  y murió en Medina del Campo, (Real Palacio Testamentario), el 26 de noviembre de 1504.

    Fue reina de la Corona de Castilla​ desde 1474 hasta 1504, reina consorte de Sicilia desde 1469 y de Aragón desde 1479,​ por su matrimonio con Fernando de Aragón. También ejerció como señora de Vizcaya. Se la conoce también como Isabel la Católica, título que le fue otorgado a ella y a su marido por el papa Alejandro VI mediante la bula Si convenit, el 19 de diciembre de 1496. Es por lo que se conoce a la pareja real con el nombre de Reyes Católicos, título que usarían en adelante prácticamente todos los futuros reyes de las Españas.

    Se casó el 19 de octubre de 1469 con el príncipe Fernando de Aragón. Por el hecho de ser primos segundos necesitaban una bula papal de dispensa que solo consiguieron de Sixto IV a través de su enviado el cardenal Rodrigo Borgia en 1472. Ella y su esposo Fernando conquistaron el Reino nazarí de Granada y participaron en una red de alianzas matrimoniales que hicieron que su nieto, Carlos, heredase las coronas de Castilla y de Aragón, así como otros territorios europeos, y se convirtiese en emperador del Sacro Imperio Romano.

    Isabel y Fernando se hicieron con el trono tras una larga lucha, primero contra el rey Enrique IV (véase Conflicto por la sucesión de Enrique IV de Castilla) y de 1475 a 1479 en la guerra de Sucesión castellana contra los partidarios de la otra pretendiente al trono, Juana. Isabel reorganizó el sistema de gobierno y la administración, centralizando competencias que antes ostentaban los nobles; reformó el sistema de seguridad ciudadana y llevó a cabo una reforma económica para reducir la deuda que el reino había heredado de su hermanastro y predecesor en el trono, Enrique IV. Tras ganar la guerra de Granada los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de sus reinos.

    Concedió apoyo a Cristóbal Colón en la búsqueda de las Indias Occidentales, lo que llevó al descubrimiento de América.​ Dicho acontecimiento tendría como consecuencia la conquista de las tierras descubiertas y la creación del Imperio español.

    Vivió cincuenta y tres años, de los cuales gobernó treinta como reina de Castilla y veintiséis como reina consorte de Aragón al lado de Fernando II. Desde 1974 es considerada sierva de Dios por la Iglesia católica, y su causa de beatificación está abierta.

    Isabel y sus Conquistas

    Fuerte, orgullosa y decidida, pero también dulce, cariñosa e, incluso, inocente en algunos ámbitos de la vida. Durante más de un cuarto de siglo, fue reina de Castilla y consorte de Aragón: Isabel «la Católica». Sin embargo, y además de la multitud de intrigas políticas que se muestran en la pequeña pantalla, esta serena joven también expulsó a sangre y sable a los musulmanes de Granada e, incluso, combatió en Toro contra las tropas que pretendían arrebatarle la corona

    Una dura infancia

    Isabel nació en 1451 en –según afirman varios historiadores- Madrigal de las Altas Torres, un pequeño y pintoresco pueblo ubicado al norte de Ávila. Hija de reyes, su alumbramiento no supuso, en principio, ningún cambio en la línea de sucesión al trono de Castilla. Esto se hizo patente cuando, unos pocos años después, su madre dio a luz a un bebé –Alfonso– que, por el hecho de ser varón, adelantaría a la joven en la carrera por la corona convirtiéndose en el sucesor del también hermano de ambos, Enrique IV –entonces rey de Castilla-.

    Pero, para que Alfonso o Isabel pudieran optar al trono, debía cumplirse una sencilla norma: Enrique tenía que morir sin descendencia -algo que no parecía difícil pues, durante varios años, no había sido capaz de tener un hijo-. De esta forma, la joven sólo quedaba para su familia como una interesante moneda de cambio que podía ser usada en un futuro matrimonio de conveniencia.

    Todo cambió cuando, repentinamente, Enrique IV dejó embarazada a su mujer, la portuguesa Juana de Avis. De inmediato, el rey llamó a la corte a sus dos hermanos hasta que se produjo el nacimiento de su hija, a la que llamaría Juana. En cambio, la pequeña pronto recibió un sobrenombre que su padre odiaría hasta el día en que murió: Juana la Beltraneja. Y es que, como el pueblo sabía de la impotencia de su monarca, comenzó a expandirse la sospecha de que la niña era realmente hija de Beltrán de la Cueva, amigo personal del soberano.

    La lucha por el trono

    A partir de entonces comenzó una lucha por el trono que, más de 500 años después, ha dado lugar a una serie de televisión. La cuestionable paternidad de Juana terminó de motivar a varios nobles que, alegando que el pequeño Alfonso debía ser el rey, iniciaron una guerra contra Enrique. Con todo, el joven aspirante al trono murió al poco en extrañas circunstancias, un hecho que sumió a Isabel en un profundo dolor. Acababa de recibir uno de los muchos reveses que tendría que soportar durante su vida.

    «Fue una reina poderosa, una madre entregada y una mujer desgraciada»Tras este aciago suceso, Isabel consiguió a base de su fortaleza moral hacer que Enrique IV la nombrara sucesora al trono por delante de su hija Juana, algo que el monarca aceptó a regañadientes para detener la guerra que se cernía sobre Castilla. A su vez, prometió que no combatiría más contra su hermano y respetaría su corona hasta el día de su muerte.

    «Isabel tuvo un carácter fuerte y decidido, pero me gusta definirla como una reina poderosa, una madre entregada y, sobre todo, una mujer profundamente desgraciada. Y, cuando digo esto, me fundamento en que creció en soledad entre cortesanos intrigantes y ambiciosos, que vio morir a su hermano menor, enterró a dos de sus hijos, y murió viendo a su heredera, Juana, sumida en la demencia».

    Fernando… ¿una historia de amor?

    Sin embargo, y como plan alternativo, el rey trató por todos los medios de casar a Isabel con multitud de pretendientes para garantizarse desde una alianza con Portugal hasta la marcha de su hermana a París. No sirvió de nada, pues la joven reina, con una mentalidad adelantada a su tiempo, rechazó a todos los hombres que propuso su cruel hermano y dejó claras sus intenciones: únicamente se casaría con quien ella decidiera.

    Por ello, en un intento de detener los ambiciosos planes del rey, Isabel decidió contraer matrimonio en secreto con Fernando, príncipe del reino de Aragón. Con las nupcias, sus territorio quedarían unidos una vez muerto Enrique IV. No obstante, y tras rechazar a multitud de pretendientes, la duda de si este matrimonio fue o no por amor todavía se cierne sobre la Historia.

    No hay que considerar el matrimonio con Fernando de Aragón como una boda por amor ni como un acto de rebeldía hacia la imposición de la razón de estado. Fue, simplemente, una decisión política tomada por ella, ciertamente, pero siguiendo las recomendaciones de sus consejeros. No aceptó los enlaces francés o portugués que proponía Enrique IV, cierto, pero escogió al heredero de Aragón por considerar que éste significaba una alianza política más provechosa para Castilla. Es decir, de alguna forma también aceptó lo que era el destino común de las infantas de Castilla: casarse por razones de estado. Pero lo hizo siguiendo su criterio y no el de la corona», destaca la experta.

    Así, años después -y tras la muerte de Enrique-, Castilla y Aragón quedaron por fin unidas gracias al matrimonio entre Isabel y Fernando quienes, debido a su defensa de la fe cristiana, recibieron el título de «Reyes Católicos». Pero, aunque todo había salido bien a la tenaz reina, todavía quedaban multitud de enemigos por combatir.

    Portugal en armas

    Una de las primeras contiendas que tuvo que acometer Isabel como reina de Castilla se sucedió en 1475 cuando Alfonso V –rey de Portugal- y los seguidores de Juana la Beltraneja –de tan solo 13 años de edad- se levantaron en armas por la corona. Concretamente, esta coalición reclamaba que el trono debía ser de la que consideraban la legítima heredera de Enrique. Además, para reforzar la alianza entre ambos bandos, se decidió casar a la pequeña con el monarca luso, el que, además de ser su tío, tenía nada menos que una treintena de años más que ella. El conflicto estaba servido, y sólo podría solucionarse mediante las armas.

    Sin dudarlo, Alfonso avanzó con un ejército formado por 20.000 soldados portugueses sobre Castilla sabiendo, además, que contaba con el beneplácito de Francia. En principio, el luso pretendía llegar con sus tropas hasta Burgos y acosar desde allí a los Reyes Católicos pero, finalmente, el miedo a adentrarse hasta el corazón del territorio enemigo en solitario le llevó a asegurar las ciudades que se declararon a favor de la Beltraneja. Al poco tiempo, los portugueses decidieron asentarse en Toro (una pequeña ciudad zamorana fácilmente defendible).

    Toro, Fernando demostró su ingenio y capacidad de improvisación. Por su parte, los Reyes Católicos iniciaron una recluta urgente con la que poder hacer frente a sus enemigos. «No se amedrentaron ni Fernando ni Isabel, que sólo contaban con unos 500 hombres. Él marchó al Norte a alistar soldados para tan menguante ejército. Ella, incansable, recorrió toda Castilla reclutando gentes. Ordenando, persuadiendo, siempre infatigable».

    Primer contacto

    Tres meses después, en julio de 1475, los Reyes Católicos contaban ya con más de 35.000 hombres dispuestos a matar y morir por sus legítimos monarcas. Pero, aunque cada soldado llevaba en su interior a un ardiente y valeroso guerrero castellano, lo cierto era que la mayoría carecían de entrenamiento militar, de disciplina y, sobre todo, de armamento. Con todo, Fernando se equipó con su mejor armadura y, en nombre de su matrimonio y de Isabel, dispuso a sus combatientes frente a la ciudad de Toro.

    Sin embargo, y a pesar de que el Rey Católico hizo todo lo posible por presentar batalla, el portugués no abandonó su ventajosa posición defensiva sabedor de que un ejército improvisado como el de su enemigo no tendría la disciplina suficiente para mantener un sitio durante largo tiempo. «Fernando estaba frente a Toro, dándole la cara al portugués. Isabel, en Tordesillas, con unos pocos labriegos y unos cuantos presos liberados por la recluta. […] Fernando le presentó batalla; muy hábil el portugués, la esquivó», añade en su obra Serrano.

    No estaba equivocado Alfonso V pues, al poco, a Fernando no le quedó más remedio que disolver su gran ejército y afrontar una guerra de larga duración contra los partidarios de la Beltraneja. De hecho, pasaron semanas hasta que los Reyes Católicos iniciaron una nueva recluta de soldados, aunque, esta vez, profesionales.

    De nuevo en Toro

    En febrero del año siguiente la situación se recrudeció para los Reyes Católicos, pues a Toro llegó Juan -el heredero de la corona portuguesa- con 20.000 hombres para socorrer a su padre. Sin duda, Fernando –ubicado junto a sus tropas en la cercana Zamora- tendría que hacer uso de todo su ingenio militar para lograr la victoria frente a las fuerzas lusas.

    Todo parecía perfecto para los portugueses que, animados por su número y ansiosos por hacer sangrar a los castellanos, salieron al fin de su escondite. «A mediados de febrero, Alfonso V salió de Toro y, tras diversos amagos sobre las fortalezas isabelinas próximas, puso cerco a Zamora, donde Fernando quedó encerrado […]. A pesar de ello, su posición era sólida y cómoda, mientras las tropas portuguesas habían de soportar en su campamento la dureza del invierno; además, Fernando, estaba a punto de recibir importantes refuerzos. El monarca portugués había de tomar la ciudad, lo que parecía imposible, o retirarse para no quedar encerrado entre la ciudad y las tropas que llegaban»

    Pero, en este caso, Alfonso se tragó su orgullo. Con un ejército debilitado y cansado debido a las inclemencias del tiempo, no tuvo más remedio que retirarse hasta la fortaleza de Toro, cosa que quiso hacer lo más rápido posible. Pero no contaba con la capacidad de reacción de Fernando quien, a pesar de lo que le aconsejaban los nobles aliados, ordenó a voz en grito a sus tropas coger la espada, salir de Zamora y perseguir al enemigo. Sólo había una oportunidad, y el Rey Católico sabía que no podía desperdiciarla, era el momento de arriesgar la vida por Castilla, por Aragón, y por su amada Isabel.

    Finalmente, cuando Alfonso observó con temor que la retaguardia de sus tropas iba a ser atacada por el ejército de Fernando, decidió disponer a sus hombres para la batalla. El calendario se había detenido en el 1 de marzo, día en que, al fin, ambos ejércitos combatirían por la supremacía en Castilla. «Las fuerzas se dispusieron para un choque absolutamente frontal. El centro portugués lo mandaba el rey. El ala derecha, apoyada en el río Duero, iba al mando del arzobispo Carrillo y el conde de Haro. El príncipe don Juan, con las mejores tropas, arcabuceros y artilleros, llevaba el mando del ala izquierda», destaca Serrano en su obra.

    Por su parte, los castellanos de Fernando formaron con las tropas de élite en el centro bajo el mando del propio rey. El flanco izquierdo lo ocupó la caballería pesada, temida debido a su ferocidad y su poderosa armadura. Para terminar, el ala derecha estaba defendida por varias unidades de infantería y caballería ligera. La contienda, a pesar de todo, se planteaba peliaguda para los defensores de Isabel pues, al parecer, una considerable parte de su infantería se había quedado atrás en la persecución.

    La lucha comenzó bajo una intensa lluvia que rebotaba contra las armaduras de los soldados. Los primeros en asaltar al enemigo fueron los infantes castellanos del flanco derecho. Sin embargo, su fuerte embestida fue detenida a base de una incesante lluvia de plomo y saetas portuguesas. La derrota no fue admitida fácilmente por los oficiales del ejército isabelino quienes, ávidos de venganza, lanzaron -espada y lanza en ristre- a la caballería pesada en contra de las líneas enemigas.

    No sirvió de nada, pues la estoica defensa lusa volvió a rechazar la acometida castellana. De hecho, tal fue el desastre para los soldados de Fernando, que fue necesario desplazar varias unidades hasta ese punto para evitar que los portugueses pusieran en riesgo a todo el ejército isabelino. Mientras, y para suerte de Castilla, el Rey Católico había conseguido doblegar con sus tropas el centro dirigido por Alfonso V.

    Una victoria incierta

    Tras seis horas de combate, el campo de batalla presentaba una cruel estampa de muerte y destrucción en la que era imposible discernir qué bando sería el vencedor. Y es que, mientras que uno de los flancos había sido tomado por el heredero de Portugal, en el centro, las tropas de Alfonso V se batían en retirada ante el ímpetu de los soldados de Fernando.

    En ese momento, cuando la victoria no pertenecía a ninguno de los dos contendientes, Fernando demostró todo su ingenio al enviar velozmente decenas de emisarios a multitud de ciudades informando del triunfo isabelino.

    «En esta batalla se demostró sobradamente el genio militar y estratégico de Fernando de Aragón. Es más, la decisión del rey Católico de anunciar con tanta precipitación la victoria de Toro aún sin estar asegurada, hizo que muchas ciudades castellanas abandonaran el bando de la Beltraneja y apoyaran a las fuerzas isabelinas con el resultado que todos conocemos», determina Queralt.

    Tan efectiva fue la estrategia, que finalmente los partidarios de Juana la Beltraneja capitularon –aunque con algunas condiciones- y reconocieron a Isabel como reina de Castilla. De esta forma, y después de que los campos castellanos se tiñeran de rojo con la sangre de los soldados, los Reyes Católicos superaron una prueba de fuego que podría haber acabado con su gobierno.

    Granada, el reto de la reina

    A pesar de que la batalla de Toro fue determinante para la legitimación de Isabel como reina de Castilla, la guerra que hizo las delicias de la Reina Católica fue la de Granada, una contienda mediante la que se pretendía reconquistar el último reducto musulmán que aún quedaba en la Península. Y es que, como bien señala Queralt en su libro, la monarca siempre fue una ferviente católica deseosa de servir a Dios y a la fe cristiana.

    Granda fue el gran reto de la reina, una ferviente católica Isabel, decidida como estaba a retomar el sur de la Península, puso esta tarea en manos de Fernando, quien ya había demostrado en decenas de contiendas que estaba dispuesto a sangrar y morir por su esposa. «Isabel estaba decidida a unificar el territorio peninsular y a acabar con el último reducto musulmán en Andalucía. Fue, sin duda, la inspiradora de la campaña en cuanto al espíritu de ésta, pero el brazo armado y la estrategia política fueron cosa de Fernando», destaca la historiadora.

    En este matrimonio, cada cónyuge sabía cuál era su papel y lo representó a la perfección. «Mientras ella actuó como una madre para sus súbditos -cuidó de su espiritualidad, fomentó la cultura y el arte, procuró por su seguridad mediante instituciones como la Santa Hermandad…-, dejó la política exterior y la milicia en manos de Fernando. Formaron así un tándem perfecto»,

    La campaña

    La campaña comenzó en 1482, una vez que Isabel y Fernando sintieron que su posición en el trono no corría peligro. A su vez, las fuertes luchas internas que protagonizaron los líderes musulmanes dentro del reino nazarí de Granada terminaron de convencer a los Reyes Católicos: era hora de llamar al combate y tomar por las armas el territorio que se había perdido hacía siete siglos.

    Isabel fundó los primeros hospitales de campaña de la historia. En los primeros años, Isabel y Fernando se dedicaron a conquistar los alrededores de Granada hasta que, a partir de 1490, comenzó el difícil asedio a la ciudad, el bastión definitivo de los musulmanes en aquella Castilla. En el tiempo que duró la guerra, y aunque Isabel no luchó personalmente lanza en mano contra los moros, si solía visitar a las tropas en el campo de batalla para elevar su moral.

    Además, la Reina Católica favoreció de forma pionera el tratamiento de los heridos en el campo de batalla. «A ella se debe el enorme mérito de haber fundado los primeros hospitales de campaña de la historia que se instituyeron, precisamente, durante las guerras de Granada», completa la autora de «Isabel de Castilla. Reina, mujer y madre»

    La rendición llegaría aproximadamente un año después en las que fueron conocidas como las «Capitulaciones de Granada». En las mismas, y ante la imposibilidad de mantener su reino ante el fuerte empuje católico, Muhamed Abú Abdallah (más conocido por el bando cristiano como Boabdil «el Chico»), llegó a un acuerdo con Isabely Fernando para entregar la ciudad. El pacto se hizo definitivo en 1492, año en que la Alhambra rindió pleitesía a sus majestades.

    Gonzalo Fernández, al servicio de la reina

    Miles fueron los soldados que combatieron a las órdenes de los Reyes Católicos en Granada, pero muy pocos destacaron tanto como un valeroso joven que, según se decía, era el primero en atacar y el último en retirarse. Este maestro de la espada era Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido también como el «Gran Capitán» 

    Leal hasta su último aliento a los Reyes Católicos, este militar mandó durante la guerra de Granada una unidad de caballería que se lanzaba valerosamente contra las formaciones musulmanas. Además, también demostró su capacidad estratégica al fomentar en secreto la división entre las diversas facciones nazaríes en Granada y al negociar con Boabdil la rendición de la ciudad.

    «Isabel conoció al Gran Capitán cuando éste era paje de su hermano, pero realmente Gonzalo Fernández de Córdoba fue, en lo militar, la mano derecha de Fernando el Católico quien le dio plenos poderes en sus sucesivas campañas bélicas»

    Sin embargo, y según la experta, la historia de Gonzalo que se cuenta en la conocida serie de televisión no es del todo correcta: «Sinceramente la serie me ha gustado. Evidentemente hay cosas que habría corregido -por ejemplo las falsas localizaciones de exteriores o el presunto romance juvenil entre la reina y Gonzalo Fernández de Córdoba-, posiblemente más ficción que realidad.

     

     

     

  • Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, militar y génio estratega castellano. 

    Nació en Montilla, el 1 de septiembre de 1453, y murió el 2 de diciembre de 1515, fue un noble y militar castellano, duque de Santángelo, Terranova, Andría, Montalto y Sessa, llamado por su excelencia en la guerra el Gran Capitán. En su honor, el tercio de la Legión Española acuartelado en Melilla lleva su nombre.​ También fue caballero y comendador de la Orden de Santiago.

    Capitán castellano nacido en el castillo de Montilla, a la sazón perteneciente al Señorío de Aguilar, al servicio de los Reyes Católicos. Pariente de Fernando el Católico y miembro de la nobleza andaluza (perteneciente a la Casa de Aguilar), hijo segundo del noble caballero Pedro Fernández de Aguilar, V señor de Aguilar de la Frontera y de Priego de Córdoba, que murió muy mozo, y de Elvira de Herrera y Enríquez, prima de Juana Enríquez, reina consorte de Aragón, ya que era hija de Pedro Núñez de Herrera, señor de Pedraza y de Blanca Enríquez de Mendoza, que fue hija del almirante Alfonso Enríquez (hijo de Fadrique Alfonso de Castilla) y de Juana de Mendoza «la Ricahembra».

    Gonzalo y su hermano mayor Alfonso Fernández de Córdoba se criaron en Córdoba al cuidado del prudente y discreto caballero Pedro de Cárcamo. Siendo niño fue incorporado como paje al servicio del príncipe Alfonso de Castilla, hermano de la luego reina Isabel I de Castilla, y a la muerte de este, pasó al séquito de la princesa Isabel. La hermana de ambos, conocida con el nombre de Leonor de Arellano y Fernández de Córdoba, se casaría con Martín Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles.

    Su historia

    Gonzalo Fernández de Córdoba, «Gran Capitán». El eco de sus proezas aún retumban en los manuales de historia militar. En Europa y allende los mares, donde los «herederos» de sus Tercios fraguaron el Imperio en el que se estaba convirtiendo la unión de Castilla y Aragón. Cuando muchos nombran tan alegremente a Sun Tzu, Clausewitz, Napoleón, Patton o Schawrzkopf, olvidan que fue este genio militar español quien cambiaría para siempre el «arte de la guerra»: de la pesadez medieval (caballería pesada) a la agilidad moderna (infantería).

    Reconquista de Granada, victoria sin igual frente al francés en Nápoles, conquista de un nuevo Reino para sus «Señores», virrey, precursor de una nueva estrategia militar fundamentada en la infantería y visionario de un Ejército español cuyas reformas impulsaron un cambio de mentalidad que posteriormente derivó en la creación de los populares tercios españoles que acabarían dominando buena parte del mundo e invictos desde 1503 hasta el desastre de Rocroi en 1643.

    Sin embargo, y a pesar de sus proezas, este cordobés nunca dejó de ser un oficial cercano a sus hombres, con sentido del honor para con el contrario, estoico y, ante todo, súbdito leal hacia unos Reyes Católicos que iniciaban en sus hombros la aventura de una nueva nación. Aunque no fueron pocas las desaveniencias acaecidas con sus «Señores», llegando a ser apartado de la «res publica» y «res militaris» de la siempre desagradecido Fernando, esposo de la reina, en en poca estima y envidia tenía al militar castellano. 

    «Hacia 1497, tras una breve estancia en la Corte, los Reyes Católicos le nombran «adalid de la Frontera», un grado que equivalía a capitán»

    La Reconquista de Granada

    Pero donde realmente comenzó a mostrar su ingenio militar fue durante la «Guerra de Granada», una campaña militar que se sucedió a partir de 1482 y en la cual los españoles pretendían expulsar a Boabdil del último estado musulmán en la Península Ibérica. «La guerra se produjo por la firme decisión de los Reyes Católicos, que querían acabar de una vez por todas con el enclave musulmán de Granada, el único territorio que quedaba para completar la unidad cristiana peninsular».

    Gonzalo tomó parte en esta contienda al mando de una unidad de «lanzas» (caballería pesada con una gruesa armadura) de la casa de Aguilar, de la que su hermano era señor. «Fue una guerra larga, que duró casi diez años, y se libró a base de incursiones, asedios, golpes de mano y escaramuzas persistentes, sin grandes batallas campales», determina el escritor.

    «El Gran Capitán tuvo un papel muy destacado a lo largo de toda la campaña, en especial en los ataques a Álora, la fortaleza de Setenil, Loja y el asalto al castillo de Montefrío, cercano a Granada». De hecho, algunos cronistas como Hernán Pérez afirman que, durante esta guerra. «Gonzalo era siempre el primero en atacar y el último en retirarse».

    «Pronto, su valerosa actitud y dotes de mando llamaron la atención de los Reyes Católicos, que le recompensaron con la tenencia (jefatura militar) de Antequera, el señorío de Órgiva y una encomienda», prosigue Laínez.

    Primera guerra de Italia

    Sin embargo, parece que los grandes honores que recibió no fueron suficientes para Gonzalo, pues en 1495 se embarcó hacia otra gran campaña esta vez en Nápoles. Su misión era clara: detener el avance de los franceses, deseosos de expandirse militarmente con la toma de algunos territorios. «La primera campaña italiana se inició cuando el rey francés Carlos VIII invadió el reino de Nápoles (Reame) con una gran ejército. Al poco tiempo se retiró, pero dejando la mayor parte del Reame ocupado».

    «Utilizando las tácticas aprendidas en la Guerra de Granada, Fernández de Córdoba, limpió Calabria de enemigos, conquistó la provincia de Basilicata y tras derrotar a los franceses en Atella entró triunfante en Nápoles en 1496», destaca el escritor. Fue tras el asalto a esta ciudad cuando se empezó a conocer a Gonzalo como «Gran Capitán». Tras tomar el lugar, volvió a Castilla como un héroe.

    Segunda contienda en Nápoles

    A pesar de que se firmó un tratado con Francia para que cesaran las hostilidades, la paz no duró demasiado. El rey francés Luis XII había firmado un tratado con Fernando el Católico para repartirse el reino napolitano. Los franceses ocupan la mitad norte y el sur queda en poder de las tropas españolas que manda el Gran Capitán.

    Pero pronto se iniciaron las discrepancias entre españoles y franceses por cuestiones fronterizas, lo que provocó que en 1502 se reiniciara la guerra después de que los franceses trataran de nuevo de tomar Reame. El «Gran Capitán» no lo dudó y se dispuso a enfrentarse a los enemigos de Castilla. Una de las primeras batallas de esta guerra fue la de Ceriñola (Cerignola), en la que Gonzalo tendría que hacer uso de toda su experiencia militar para lograr salir victorioso.

    La batalla que revolucionó la Historia

    La batalla de Ceriñola sin duda cambió la historia, y es que, si hasta ese momento la fuerza de los ejércitos se medía en base a la cantidad de caballería pesada de la que disponía, tras esta lid la mentalidad militar evolucionó y comenzó a primar la infantería.

    La batalla se desarrolló en un diminuto punto de la Apulia italiana situado en lo alto de una colina cubierta de viñedos y olivos. En ella, las tropas del «Gran Capitán» se defendieron de los atacantes franceses, tras verse obligados a retirarse en varios enfrentamientos.

    Obligó a los caballeros a llevar infantes en la grupa de sus monturas

    De hecho, el «Gran Capitán» demostró antes de la batalla su mentalidad innovadora y revolucionara. Y es que, para llegar a la ciudad Ceriñola y poder preparar las defensas concienzudamente antes del ataque de los franceses, Gonzalo forzó a sus caballeros a hacer algo nunca antes visto y que suponía una afrenta a su honor.

    «El Gran Capitán obligó a los caballeros de su ejército a llevar infantería en la grupa de sus monturas en la marcha hacia Ceriñola, por terreno arenoso y próximo a la costa, lo que hacía muy fatigosa la marcha. Eso era algo que no se hacía nunca, pero mejoró la movilidad y la moral de la tropa y le permitió ganar tiempo. Fue una muestra más de su ingenio táctico», explica el experto.

    Este acto hizo que los españoles ganaran tiempo y les permitió preparar las defensas de la ciudad, que consistieron en cavar un foso y una pared de tierra alrededor de Ceriñola, lo que les permitía aprovechar la situación elevada del enclave. Además, el «Gran Capitán» pudo establecer una estrategia que más tarde sería reconocida como un preludio de la guerra moderna.

    Una reforma militar

    Los franceses no se hicieron esperar y, a los pocos días, su comandante, Luis de Armagnac, dejó ver a sus tropas. «Por el lado francés, aunque varió según avanzaba la guerra, se contaban unos 1.000 hombres de armas (caballeros con armadura), 2.000 jinetes ligeros, 6.000 infantes, 2.000 piqueros suizos y 26 cañones». Por el contrario, Gonzalo tenía a sus órdenes un ejército formado principalmente por infantería: «Del lado español había solo 600 hombres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones, más un refuerzo de 2.000 mercenarios alemanes», señala Laínez.

    «En esta batalla las fuerzas estaban bastante equilibradas en cuanto a números, pero los franceses tenían mucha superioridad en caballería pesada y su artillería doblaba a la española. Por el contrario, los españoles contaban con un mayor número de arcabuceros, una fuerza que se revelaría decisiva», explica el escritor.

    Para detener la fuerza arrolladora de la caballería francesa se planteó una estrategia novedosa: situar las tropas de disparo delante de las defensas. «El Gran Capitán colocó en primera línea a los arcabuceros y espingarderos (hombres armados con una escopeta de chispa muy larga), detrás a la infantería alemana y española, y más retrasada a la caballería. Él se situó en el centro del dispositivo y revisó con detalle el despliegue de toda la tropa».

    Todo quedó preparado para un duro combate. Pero, antes siquiera de desenvainar una espada, el «Gran Capitán» volvió a demostrar su arrojo. Concretamente, Gonzalo se quitó el casco en los momentos previos a la batalla y, cuando uno de sus capitanes le preguntó la causa, él contestó: «Los que mandan ejército en un día como hoy no debe ocultar el rostro».

    Comienza la batalla

    La batalla se inició con la caballería francesa cargando orgullosa contra las tropas españolas. Hasta ese momento, una de las cosas más terribles que podía ver un enemigo de Francia era a los majestuosos jinetes en marcha con las armas en ristre. Sin embargo, fueron recibidos con una salva de fuego que hizo caer a un gran número de soldados.

    «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total»

    «Cuando se inició el fuego, las balas de los arcabuceros españoles hicieron estragos en la caballería pesada francesa, impedida de avanzar ante el foso erizado de estacas y pinchos», explica el autor. Al no poder avanzar, los jinetes, desesperados, trataron al galope de encontrar alguna fisura en las defensas del «Gran Capitán», pero su intentó fue en vano y costó la vida a Luis de Armagnac, alcanzado por varios disparos.

    Tras la derrota de la caballería pesada, la infantería francesa se dispuso a avanzar, pero sufrió grandes bajas debido al fuego español. Además, justo antes de que los soldados alcanzaran la primera línea de arcabuceros y acabaran con ellos, el «Gran Capitán» ordenó retirarse a estas tropas de disparo para evitar bajas.

    Después de esta estratagema, el «Gran Capitán» cargó con todos sus infantes contra las diezmadas tropas del fallecido Armagnac que, ahora, no tenían objetivos contra los que luchar al haberse retirado los arcabuceros españoles. Sin apenas dificultad, las unidades de Gonzalo dieron buena cuenta de los restos del ejército francés.

    Se adelantó a Napoleón en cuatro siglos

    Ni siquiera la caballería ligera francesa pudo ayudar a sus compañeros, pues fueron arrollados por los jinetes españoles. «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total. Además, quedó como un ejemplo de arte táctico, y de la importancia de la fortificación y elección del terreno para el buen resultado de cualquier combate», destaca Laínez.

    Otro escritor, Juan Granados, autor de la novela histórica «El Gran Capitán» (Ed. Edhasa) explica que «esencialmente demostró que en adelante las batallas se ganarían con la infantería. Utilizando para ello compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros, generalmente lasquenetes alemanes, enemigos acérrimos de los cuadros mercenarios suizos que solía emplear Francia. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal yutilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería».

    «Triunfador absoluto, desempeñó funciones de virrey en Nápoles»

    A finales de 1503 españoles y franceses volverían a medir sus fuerzas en el río Garellano -que por cierto da nombre a uno de los regimientos del Ejército con más solera y cuya sede se encuentra en Vizacaya- donde el «Gran Capitán» dio cuenta de las huestes del marqués de Saluzzo. «El sur de Italia quedó durante más de dos siglos en poder de Castilla y más tarde de España. El Gran Capitán, triunfador absoluto de estas guerras, desempeñó funciones de virrey en Nápoles, donde fue querido y respetado, pero pronto las envidias y maledicencias cortesanas empezaron a actuar en su contra», señala Laínez.

    Pero parece que esa nueva nación que se estaba formando, España, no podía soportar a los héroes, pues Gonzalo terminaría siendo relevado de su puesto. El escritor Juan Granados sentencia: «Tal era la popularidad de Gonzalo de Córdoba entre sus hombres, que llegaron a desear proclamarle rey de Nápoles. Algo que él nunca deseó, se hubiese conformado con ser comendador de su querida orden de Santiago. Pero Fernando el Católico era suspicaz, desconfiaba de tanto éxito, el mismo rey de Francia, a quien había derrotado, le había ofrecido el generalato de su ejército. Por otra parte, sí es cierto que Gonzalo era descuidado en sus informes a su rey, tardaba en escribirle, pero nunca había pensado en suplantarle».

    El monarca pidió entonces al «Gran Capitán» un registro de gastos para asegurarse de que no había malgastado fondos reales. Fernando el Católico le reclamó claridad en las cuentas de sus gastos militares en Nápoles, algo que Fernández de Córdoba consideró humillante. Como respuesta a lo que Gonzalo consideraba una gran ofensa personal, el entonces virrey dirigió a la monarquía un memorial conocido como las «Cuentas del Gran Capitán».

    Unas cuentas curiosas

    Irónicamente las cuentas incluían en el capítulo de gastos cantidades tales como:

    Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas. Cien millones en picos, palas y azadones. Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres enemigos, cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas un día de combate, ciento setenta mil ducados en renovar campanas destruidas por el uso de repicar cada día por las victorias conseguidas… y lo mejor: «Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino».

    Esto no debió de sentar muy bien al monarca que, a sabiendas de lo que «Gran Capitán» representaba prefirió evitar el enfrentamiento directo con él, pero no perdonó la ofensa. «El monarca decidió alejar a Gonzalo de Nápoles. A partir de entonces el Gran Captán tuvo que adaptarse a una vida más sedentaria en sus posesiones de castellanas. Es el destino de casi todos los héroes, una vez que han cumplido con su cometido en la guerra y llega la paz», finaliza Martínez Laínez. Sin embargo, lo que sí dejó este guerrero fue una reforma militar que duraría siglos.

    La reforma militar

    La herencia del «Gran Capitán» revolucionó la forma de combatir a nivel mundial hasta la llegada de las armas de destrucción masiva. Ente otros elementos destacables se sitúan la formación de la tropa en compañías (que luego serían la unidad fundamental de los tercios) al mando de un capitán, y el experto manejo de las armas de fuego individuales del combatiente de a pie, señala Martínez Laínez.

    Además, el «Gran Capitán» creó también un nuevo tipo de unidad, la coronelía. Es el antecedente más inmediato de los tercios. Tenía unos 6.000 hombres y era capaz de combatir en cualquier terreno. Otra de sus innovaciones fue armar con espadas cortas, rodelas y jabalinas a una parte de los soldados. «La finalidad era que se introdujeran entre las formaciones compactas enemigas, causando en ellas terribles destrozos», sentencia el escritor.

    Enseñanzas que fueron adquiridas por el «Gran Capitán» en la guerra de guerrillas que supuso la reconquista de Granada, con unos Reyes Católicos que depositaron en los hombros del «Gran Capitán» sus primeros pasos militares de la heredera de Castilla, su hija España.

     

     

     

  • Hernán Cortés, conquistador castellano

    Hernán Cortés, conquistador castellano

    En ese afán de las élites y las oligarquías de borrar la identidad castellana y de mezclar lo español que no es otra cosa que una unión de reinos, bajo una corona imperial, con lo castellano, la figura del gran conquistador Hernán Cortés ha quedado diluida en esa mezcla para muchos incomprensible de lo español y lo castellano. Mezcla interesada y partidista, en ese afán siempre destructivo de destruir la memoria y la grandeza de Castilla. Por tanto, el caso de este extremeño universal, súbdito de la Corona de Castilla no iba a ser menos.

    Cortés era un personaje de transición, que realizó su conquista coincidiendo con los alzamientos comuneros en su patria natal, por tanto, su figura corresponde más a la de esa Castilla ya vasalla del emperador déspota, al servicio del imperio de la Casa de los Habsburgo, que los reyes posteriores modelarían como el reino de España. Un hombre audaz y aventurero, que supo buscar fortuna y jugarse la vida con una valentía indiscutible, pero que forma parte de ese periodo de transición indiscutible entre lo castellano y lo español, que tanta confusión genera.

    Hoy hablaremos de ese castellano universal, de una figura incomprendida por la historia y muchas veces maltratada por intereses políticos modernos, que en nada hacen justicia a la historia y a la buena memoria de los pueblos.

    Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, I marqués del Valle de Oaxaca (nación en Medellín, Corona de Castilla, 1485 – y murió en Castilleja de la Cuesta, Corona de Castilla,  de diciembre de 1547), fue un conquistador castellano que, a principios del siglo xvi, lideró la expedición que inició la conquista de México que significó el fin del imperio azteca, poniéndolo bajo dominio de la Corona de Castilla, creándose a partir de ello la denominada Nueva España.

    Nació en la ciudad extremeña de Medellín, en el seno de una familia de menor hidalguía.​ Decidió buscar fortuna en el Nuevo Mundo viajando a La Española y Cuba, donde por un corto período de tiempo fue alcalde de la segunda ciudad fundada por los españoles durante la tercera expedición a tierra firme, la cual financió parcialmente. Su enemistad con el gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, provocó la cancelación del viaje a última hora, una orden que Cortés ignoró.

    Llegando al continente, Cortés realizó una exitosa estrategia de aliarse con determinados grupos indígenas para derrotar a otros. También se enamoró una mujer nativa, doña Marina (la Malinche), que le ayudó como intérprete y con quien tuvo un hijo llamado Martín. Cuando el gobernador de Cuba mandó emisarios para apresar a Cortés, este los enfrentó y derrotó, al tiempo que enroló a la tropa que iba a arrestarlo como refuerzos para su expedición. Cortés mandó varias cartas al rey Carlos I a fin de que fuese reconocido su éxito de conquista en lugar de ser penalizado por su amotinamiento. Finalmente le fue concedido el título de marqués del Valle de Oaxaca, si bien el más prestigioso título de virrey le fue dado a un aristócrata de alto rango, Antonio de Mendoza y Pacheco. En 1541, Cortés retornó a España, donde falleció seis años después.

    Hernán Cortés es considerado por sus revisionistas como un hombre de complejos matices, combinaba criterio y audacia, poseía gran resistencia ante la adversidad, valiente, astuto e inteligente, con un liderazgo fuerte y predominante entre sus huestes, carismático y seductor en el habla y que provocaba entre sus iguales un velado antagonismo.

    Cortés tenía fama de mujeriego, tuvo 11 hijos de 6 mujeres, 4 de ellas eran nativas de Mesoamérica, entre estas La Malinche. La muerte en extrañas circunstancias de Catalina Juárez, su primera mujer a quien consideraba débil de salud e inútil, le adjudicó una negativa impronta que le perseguiría.

    Durante la conquista supo demostrar crueldad ante la evidencia de traición amparándose con la fe cristiana de la manera más radical y no dudaba en aplicar los peores castigos a amigos y enemigos; pero a su vez, era benevolente con los vencidos. ​Gobernado por una gran ambición, aspiraba no sólo a ser considerado como parte de la nobleza española; sino a erigirse como un virrey en Mesoamérica y eso motivó su afán de conquista para ganar reconocimiento del rey déspota, rey Carlos V.

  • Ramiro II de León

    Ramiro II de León

    Ramiro II de León, llamado el Grande ( 898-León, enero de 951), fue un rey de León entre 931 y 951. Sus enemigos musulmanes le llamaban el Diablo por su ferocidad y energía.

    Hijo de Ordoño II, a la muerte de su padre y tras ayudar a su hermano Alfonso a llegar al trono deponiendo a su primo Alfonso Froilaz, hijo de su tío Fruela II, se hizo con el dominio del norte de Portugal (926), al que añadió el de Galicia cuando murió su hermano Sancho en 929.

    Luchó activamente contra los musulmanes. Derrotó a las huestes del califa omeya Abderramán III en la batalla de Simancas (939).

    Juventud

    Tercer hijo de Ordoño II y Elvira Menéndez. Siendo niño se encomendó su crianza y educación a Diego Fernández y a su esposa Onega,​ un poderoso matrimonio residente en las tierras del Duero y más tarde en las del valle del río Mondego —centro de un núcleo de repoblación agrupado en torno al infante Bermudo Ordóñez, hermano de Alfonso el Magno, de quien Onega pudo ser sobrina—. Ramiro se ganó en pocos años la admiración entusiasta de las gentes de guerra, creando en torno a su persona la imagen del caudillo inteligente y atrevido a cuyo espontáneo homenaje se fueron sumando romances, coplas, leyendas y relatos populares.

    En 924 muere Ordoño II y hereda el trono su hermano Fruela II, que desplaza a los hijos de Ordoño II. Sin embargo, Fruela muere de lepra al cabo de un año, provocando un grave problema sucesorio que enfrentó a su propio hijo, Alfonso, con los hijos de Ordoño II.​ Alfonso Froilaz contaba con el apoyo de los nobles asturianos, mientras que Sancho, Alfonso y el propio Ramiro, los hijos de Ordoño II, tenían el respaldo de los magnates gallegos y portugueses, amén del apoyo del rey pamplonés Sancho I Garcés.

    La victoria correspondió a estos últimos, dividiéndose el reino:​

    León, para Alfonso, segundogénito del rey Ordoño, que reinaría como Alfonso IV de León y disfrutaría de la primacía jerárquica sobre sus hermanos.
    Galicia, hasta el Miño, para el mayor, Sancho Ordóñez, con el título de rey.
    La zona entre los ríos Miño y Mondego, en el norte del actual Portugal, para Ramiro, también con título regio.

    Bermudo Ordóñez y Diego Fernández murieron poco antes de 928, pero ya desde 926 el infante Ramiro se hacía cargo de la provincia, cuya frontera sur avanzó constantemente hasta llegar a la vista del Tajo desde sus centros principales de Viseo y Coímbra. Este territorio del norte del actual Portugal, con título de reino, fue adjudicado al joven Ramiro al finalizar la contienda sucesoria entre los Froilaz y los Ordóñez. El infante, que debía de contar por estos días los 25 años, estaba ya casado con Adosinda Gutiérrez, hija del conde Gutierre Osorio y Aldonza Menéndez, hermana del conde Osorio Gutiérrez.

    Alfonso, el futuro monje, se coronó solemnemente en León el 12 de febrero de 926. Once días después Ramiro, su hermano, se hallaba ya en Viseo, capital de su pequeño reino, donde quiso dar el primer testimonio de su realeza y el primer reconocimiento público de su deuda de gratitud y afecto a sus padres nutricios, Diego Fernández y Onega, ahora representados por su hija Muniadona Díaz y Hermenegildo González, esposo de esta, a quienes donó la villa de Creximir próxima a Guimarães, solemnizando el acto con la presencia y suscripción de dieciséis personajes que debieron ser el selecto grupo de su séquito oficial.

    En 929 muere su hermano Sancho y Ramiro es coronado rey de Galicia en Zamora, ciudad que inmediatamente convierte en su capital.

    En junio de 931, la muerte de Oneca, esposa de Alfonso IV, sumió a este en una gran depresión, por lo que llamó a su hermano Ramiro para que se hiciera cargo del trono leonés, manifestando su intención de retirarse al monasterio de Sahagún para practicar la oración.

    Comienzo del reinado

    Ramiro se hizo coronar en León, según la Nómina leonesa, el 6 de noviembre de 931. En 932 el nuevo rey se trasladó a Zamora con objeto de armar un gran ejército para socorrer a la ciudad de Toledo que le había pedido ayuda contra Abderramán III.3​ Sin embargo, por entonces Alfonso IV ya se había arrepentido de su renuncia al trono.​ A finales del 933 o principios del año siguiente, Alfonso se apoderó de León en ausencia de su hermano, con la colaboración de los nobles de Castilla y los tres hijos del difunto rey Fruela.​ Enterado Ramiro II de tales movimientos por mensaje del obispo Oveco, a quien había encomendado el gobierno en su ausencia, marchó sobre León con sus tropas y partidarios e hizo detener y encerrar en un calabozo a su hermano.

    La situación fue aprovechada por su primo Alfonso Froilaz y sus hermanos, los hijos del rey Fruela II el Leproso, para intentar acceder al poder. Sin embargo, el enérgico e inflexible Ramiro II contaba con el valioso auxilio del conde de Castilla, Fernán González, así como del rey navarro Sancho I Garcés. En pocos días dominó la situación y persiguió a sus enemigos hasta Oviedo, donde los derrotó. Tras capturarlos, ordenó que les sacaran los ojos a todos, incluido a su hermano, y los confinaran en el monasterio de Ruiforco de Torío.

    Ilustración idealizada del asalto y toma de Madrid por Ramiro II, publicada en el primer tomo de Historia de la Villa y Corte de Madrid (1860).

    Una vez afianzado en el trono, Ramiro prosiguió el proceso de conquista territorial en el sur del reino. Comenzó conquistando la fortaleza omeya de Margerit, la actual Madrid, a mediados de 932, en su idea de liberar a Toledo. Pero ya ocupadas por al-Nasir, tiempo antes, las fortalezas de la margen derecha del Tajo, Ramiro solo pudo desmantelar las fortificaciones de Madrid y depredar sus tierras más próximas, de donde trajo numerosas gentes, mientras Abderramán entraba triunfalmente en Toledo el 2 de agosto.

    Campañas militares

    Al comienzos del verano del año 933, el propio califa se presentaba con su ejército frente a San Esteban de Gormaz o Castromoros, de lo que Ramiro tuvo noticia por correos que le envió Fernán González. Una vez oído lo cual, según el cronista Sampiro, el rey puso en movimiento su ejército y salió contra ellos en un lugar llamado Osma, e invocando el nombre del Señor, mandó ordenar sus huestes y dispuso que todos los hombres se preparasen para el combate. El Señor le dio gran victoria, pues matando a buena parte de ellos y haciendo muchos miles de prisioneros trájolos consigo y regresó a su ciudad con señalado triunfo.

    El verano de 934, otra poderosa aceifa cordobesa marchó sobre Osma. Avanzando por el corazón de Castilla, llegó hasta Pamplona, donde obtuvo la sumisión de la reina Toda Aznárez de Pamplona. Volvió luego sobre Álava, Burgos y el monasterio de Cardeña —donde dio muerte a 200 monjes—, comenzando a retroceder desde Hacinas acosado por guerrillas y emboscadas. Ramiro llegó al Duero cuando el ejército cordobés ya había alcanzado Burgos y Pamplona. Tomó sin gran esfuerzo la fortaleza de Osma y esperó allí el regreso de su enemigo, que marchaba por el mismo camino de entrada. Los Anales Castellanos Primeros resumen la acción que subsiguió: Segunda vez vinieron los moros a Burgos, en la era 972 (año 934). Pero nuestro rey Ramiro les salió al encuentro en Osma y mató a muchos millares de ellos.

    Tres años después veremos al rey leonés actuando en apoyo de Abu Yahya o Aboyaia, rey de Zaragoza, a quien el califa acusaba de traidor y culpable principal del desastre en Osma. El cronista Sampiro abrevia así los hechos:

    Ramiro reuniendo su ejército se dirigió a Zaragoza. Entonces el rey de los sarracenos, Aboyaia, se sometió al gran rey Ramiro y puso toda su tierra bajo la soberanía de nuestro rey. Engañando a Abdarrahmán, su soberano, se entregó con todos sus dominios al rey católico. Y nuestro rey, como era fuerte y poderoso, sometió los castillos de Aboyaia, que se le habían sublevado, y se los entregó regresando a León con gran triunfo.

    Sampiro omite que el monarca leonés dejó guarniciones navarras en estos castillos, pues Ramiro contaba con el concurso y alianza del rey de Pamplona.

    La gran ofensiva cordobesa

    Después de la pérdida de la estratégica Zaragoza, es fácil comprender la airada reacción del envanecido Abderramán III, tantas veces humillado y castigado por un rey cristiano tan notable como escaso en recursos. Tras cercar y conquistar Calatayud, Abderramán se apoderó uno tras otro de todos los castillos de la zona. Al llegar a las puertas de Zaragoza, Abu Yahya capituló, acción que el califa aprovechó para emplearlo en una ofensiva contra Navarra que concluyó en la capitulación de la reina Toda que se declaró vasalla del califa.​ La vuelta a Córdoba la realizó el califa por tierras castellanas, que arrasó sin que Ramiro, que junto los condes de Carrión acudió en auxilio del conde Fernán González, pudiese impedirlo.

    En abril de 936, firmó una corta tregua con los cordobeses en la que se comprometía a no colaborar con el gobernador rebelde de Zaragoza, un tuyibí, y que rompió pocos meses después.

    A comienzos de 939, penetró en territorio andalusí, quizás para socorrer a la plaza rebelde de Santarém, que las fuerzas califales habían tomado el 20 de enero, pero sus huestes fueron derrotadas por un caíd.

    El califa Omeya concibió entonces un proyecto gigantesco para acabar de una vez por todas con el reino leonés, al que denominó gazat al-kudra o campaña del supremo poder. El Omeya reunió a más de cien mil hombres alentados por la llamada a la yihad. Desde la salida de Córdoba se dispuso que todos los días se entonase en la mezquita mayor la oración de la campaña, no con sentido deprecatorio, sino como anticipado agradecimiento de lo que no podía menos de ser un éxito incontrovertible.

    A la cabeza de tan imponente fuerza militar, el califa cruzó el sistema Central, adentrándose en territorio leonés en el verano de 939. Ramiro II reunió una coalición navarra, leonesa y aragonesa que aniquiló a los ejércitos del califa en agosto de 939 en la batalla de Simancas, una de las más destacadas de todo el siglo X.

    Abderramán III «escapó semivivo» dejando en poder de los cristianos un precioso ejemplar del Corán, venido de Oriente, con sus valiosas guardas y su maravillosa encuadernación, y hasta su inestimable cota de malla, tejida con hilos de oro, que el sobresalto del suceso no le dejó tiempo a vestir.​ Del campamento mahometano «trajeron los cristianos muchas riquezas con las que medraron Galicia, Castilla y Álava, así como Pamplona y su rey García Sánchez».

    Esta victoria permitió avanzar la frontera leonesa del Duero al Tormes, repoblando lugares como Ledesma, Salamanca, Peñaranda de Bracamonte, Sepúlveda y Guadramiro. En los años 940 y 941, los leoneses firmaron dos treguas con los cordobeses, que habían reforzado a su vez las defensas de la Marca Media.​ Los pactos, sin embargo, no acabaron por completo con los choques entre los dos Estados.​ En 942 sus fuerzas acudieron a colaborar con el rey de Pamplona, recientemente batido por el gobernador tuyibí de Zaragoza —liberado el año anterior por los leoneses tras dos años de cautiverio—. El primer choque favoreció a los cristianos, pero el segundo, librado cerca de Tudela el 3 de abril, les fue adverso.7​ En agosto el gobernador cordobés de Calatayud corrió tierras castellanas.

    La labor de gobierno

    Además de obtener tan señeras victorias y extender las fronteras del reino desde el Duero hasta las cercanías del Tajo, Ramiro II estabilizó y fortaleció el entramado administrativo, completando la tarea de asentamientos mozárabes y su organización, que, en algunas comarcas, como la cuenca del Cea, fue dirigida personalmente por el rey.

    Engrandeció la Corte con la creación del nuevo palacio real, la restauración del monasterio de San Claudio y la nueva implantación de los de San Marcelo y de San Salvador, contiguo al palacio real, todo ello bajo el patrocinio del monarca. Asimismo, se erigieron y dotaron convenientemente otros muchos monasterios en todo el territorio del reino.

    Normalizó el desarrollo de las funciones administrativa y jurisdiccional, planificando los cuadros personales de la curia regia y de otras instituciones subordinadas. Veló incluso por la autenticidad de la vida cristiana. Con tal finalidad se celebró en los primeros días de septiembre de 946, por iniciativa del obispo Salomón de Astorga y bajo la presidencia personal del rey, la gran asamblea de Santa María de Monte Irago.

    El conflicto con Fernán González

    En los últimos años de su reinado, Ramiro II tuvo que hacer frente a los afanes independentistas del condado de Castilla. Fernán González, que hasta entonces había sido la mano derecha del monarca, incurrió en la ira del soberano al violar la tregua con el califato omeya y hacer una incursión de saqueo.

    Tras encargar la repoblación de Peñafiel y Cuéllar al conde Assur Fernández, distinguiéndole con la merced de conde de Monzón, Fernán González se sintió agraviado, porque tal condado taponaba la expansión de su territorio hacia el sur. Junto con el conde Diego Muñoz de Saldaña, se declararon en abierta rebeldía en 943.

    Según Sampiro, «Fernán González y Diego Muñoz ejercieron tiranía contra el rey Ramiro, y aun prepararon la guerra. Mas el rey, como era fuerte y previsor, cogiólos, y uno en León y otro en Gordón, presos con hierros, los echó en la cárcel.» Efectivamente, al año siguiente Fernán González estaba ya encarcelado​ y en Castilla había sido reemplazado por su rival, Assur Fernández y por el segundogénito del rey, el infante Sancho, a quien Assur Fernández serviría de ayo y consejero. Tras este descabezamiento, las aguas volvieron a su cauce en Castilla y se impuso la autoridad regia.

    La prisión de Diego Muñoz, conde de Saldaña, pudo durar solo unos meses, mientras que la del conde de Castilla, Fernán González, debió de durar algún tiempo más, hasta la Pascua de 945. Ramiro II liberó al traidor, no sin antes hacerle jurar fidelidad y obligarle a renunciar a sus bienes.​ Para dar solemnidad a lo pactado, poco después se celebró la boda entre la hija del conde, Urraca Fernández, y su propio hijo y heredero, Ordoño.​

    Sin embargo, ya en libertad, Fernán González siguió proclamando su título condal, refugiado en la parte oriental de Castilla. Estas disensiones internas debilitaron el reino leonés, lo cual fue aprovechado por los mahometanos para lanzar varias aceifas de castigo con destino al reino cristiano. El arabista francés Lévi-Provençal sospechaba que durante estos años Fernán González pudo establecer algún tipo de amistad o de alianza con el califa de Córdoba. Las aceifas dejaron en paz a Castilla y se dirigieron hacia la zona occidental del reino. La de 940, capitaneada por Ahmed ben Yala, fue hacia la llanura leonesa; la de 944, mandada por Ahmed Muhammad ibn Alyar, penetró en el corazón de Galicia; la de 947 bajo el mando de Kand, un cliente del Califa, llevaba la misma dirección, aunque no logró pasar de Zamora; y la de 948 penetró hasta Ortigueira.

    Con tantas expediciones en contra, tan pertinazmente dirigidas hacia el núcleo del reino, Ramiro II hubo de concentrarse en el Occidente de su reino, descuidando mucho las tierras castellanas, lo que fue aprovechado por Fernán González para recuperar todo lo perdido. Tanto recuperó que las |relaciones no tuvieron otra opción que la de «mejorar», incluso hasta restituirle los viejos honores con el título de conde. El infante Sancho regresó a León y Assur Fernández volvió a su condado de Monzón.

    El ocaso del rey

    Sobrevinieron unos años de relativa tranquilidad, únicamente salpicados por las continuas aceifas musulmanas. En 950 el monarca leonés partió desde Zamora hacia su última aventura en tierras mahometanas, realizando una expedición de saqueo por el valle del Tajo en la que derrotó una vez más a las tropas califales en Talavera de la Reina, matando según Sampiro a doce mil musulmanes y apresando otros siete mil, además de obtener un rico botín.

    El rey de León, físicamente decaído, fue sustituido por su hijo, el futuro Ordoño III, quien prácticamente se hizo cargo de los asuntos del reino. Al regreso de un viaje a Oviedo se vio aquejado de una grave enfermedad de la que no conseguiría recuperarse.

    El último acto público de su vida fue su abdicación voluntaria en León, la tarde del día 5 de enero de 951, cuando el rey debía de contar unos 53 años. Creyéndose próximo a la muerte se hizo llevar a la iglesia de San Salvador de Palat del Rey, contigua al palacio. En presencia de todos se despojó de sus vestiduras y vertió sobre su cabeza la ceniza ritual, uniendo en el mismo acto la renuncia solemne al trono y la práctica de la penitencia pública in extremis con la misma fórmula que en su día pronunciara san Isidoro de Sevilla.

    Falleció ese mismo mes, reinando ya su hijo Ordoño III de León.

    Sepultura

    Recibió sepultura en la iglesia de San Salvador de Palat del Rey de la ciudad de León que formaba parte de un monasterio, hoy desaparecido, fundado durante el reinado de Ramiro II por su hija, la infanta Elvira Ramírez, que deseaba ser religiosa.9​ En el mismo templo recibieron sepultura posteriormente los reyes Ordoño III y Sancho I de León.

    Los restos mortales de los tres soberanos leoneses sepultados en la iglesia de San Salvador de Palat del Rey fueron trasladados posteriormente a la basílica de San Isidoro de León y colocados en un rincón de una de las capillas del lado del Evangelio, donde también yacían los restos de otros reyes, como Alfonso IV, y no en el panteón de Reyes de San Isidoro de León.​

    Matrimonios y descendencia

    Ramiro había casado primeramente con su prima hermana Adosinda Gutiérrez, hija del conde Gutierre Osorio y de Aldonza Menéndez, hija a su vez del conde Hermenegildo Gutiérrez y hermana de Elvira Menéndez, la madre del rey Ramiro.​ Ramiro y Adosinda fueron padres de:

    • Bermudo, muerto en su niñez, poco antes de enero de 941.
    • Ordoño, que le sucedió en el trono como Ordoño III de León.
    • Teresa Ramírez, la segunda esposa del rey García Sánchez I de Pamplona.

    Repudiada Adosinda, seguramente por imposición de la ley canónica, el rey contrajo un segundo matrimonio entre 933 y 934​ con Urraca Sánchez,​ hija de Sancho Garcés y de Toda Aznar de quien tuvo otros dos hijos documentados:

    • Sancho,​ que sucedió a su hermano Ordoño III en el trono titulándose Sancho I de León.
    • Elvira Ramírez,​ que profesó a temprana edad en el monasterio de San Salvador de Palat del Rey. Fallecida cerca de 986.

    Semblanza del monarca

    La personalidad histórica de este príncipe, una de las más destacadas y atrayentes figuras de la Edad Media, se nos presenta bajo el signo de un incesante quehacer: el mismo rasgo –labori nescius cedere: «no sabía descansar»- que, según la Historia silense, había caracterizado a Ordoño II, su padre.

    Pese a su carácter temperamental, Ramiro II fue un hombre de una profunda religiosidad, que en documento de 21 de febrero de 934, con ocasión de confirmar a la sede compostelana los privilegios otorgados por sus predecesores, se expresaba así: De qué modo el amor de Dios y de su santo Apóstol me abrasa el pecho, es preciso pregonarlo a plena voz ante todo el pueblo católico.

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