Categoría: Corona de Castilla

  • Rodrigo Ponce de León, Duque de Cadiz

    Rodrigo Ponce de León, Duque de Cadiz

    Rodrigo Ponce de León (Mairena del Alcor, 1443 – Sevilla, agosto de 1492) no fue solo un noble andaluz o un capitán más en las guerras de su tiempo.

    Fue el azote de los infieles, la lanza del Reino de Castilla en el corazón de Al-Ándalus, y una de las figuras más brillantes, valientes y resueltas del glorioso esfuerzo de la Reconquista. Su nombre resuena aún como un trueno en las montañas de Granada, como una oración recitada en voz de mando por los capitanes de Castilla.

    Nacido en una tierra de frontera, heredero de una casa de linaje antiguo y orgulloso, Rodrigo fue formado en la disciplina de la guerra y en el arte de la política. Desde su juventud demostró ser más que un noble de su tiempo: era un castellano templado en acero, con la voluntad de hierro de su tierra. El título de marqués de Cádiz, recibido en vida de su padre, fue solo el inicio de una carrera marcada por la gloria y la fidelidad al destino imperial de Castilla.

    Se hizo señor de Cádiz con su espada, reprimiendo rebeliones y sometiendo villas bajo el estandarte de la Corona. Cuando otros nobles dudaban, Rodrigo se mantenía firme; cuando los enemigos acechaban, era su estandarte el que encabezaba la carga. En la toma de Alhama en 1482, su genio militar prendió la mecha de la última gran cruzada del medievo. Con cada batalla librada, con cada ciudad ganada, la causa castellana avanzaba imparable hacia la unidad de los reinos peninsulares.

    Sufrió derrotas, como en la jornada trágica de la Ajarquía, pero nunca dobló la rodilla. Cuando muchos habrían caído en la desesperación, Rodrigo interpretó la desgracia como castigo divino, renovó su fervor y redobló su esfuerzo. A su lado cayeron hermanos y sobrinos, mártires de la causa castellana. Y sin embargo, Rodrigo resurgió más fuerte, consiguiendo la captura de Boabdil, emir de Granada, en Lucena, dando un golpe certero al corazón del enemigo.

    Fue pieza esencial en las campañas de Málaga y de Granada, comandando ejércitos, alentando tropas y abriendo los muros de las fortalezas moras. Su presencia en la rendición de Granada, junto a los Reyes Católicos, no fue solo un acto político: fue la consagración de un guerrero que había entregado su vida a la gloria de Castilla.

    Murió en el mismo año en que cayó el último bastión del islam en la Península, como si su vida hubiera estado unida por juramento secreto a la misión sagrada de completar la Reconquista. Su testamento dejaba en manos de su esposa Beatriz Pacheco el mayorazgo y el encargo de preservar su legado. En sus hijas, legitimadas con orgullo, perdura el linaje que tanto luchó por Castilla.

    Rodrigo Ponce de León fue más que un hombre: fue una espada alzada en nombre de Dios y de Castilla, un símbolo de la unidad que nacería con la Monarquía Hispánica. Su memoria debe ocupar un lugar de honor entre los héroes de la patria, pues encarna lo mejor del temple castellano: fe, honor, coraje y victoria.

  • Siglo XII, La Leyenda y el Cristo de la Luz de Toledo

    Siglo XII, La Leyenda y el Cristo de la Luz de Toledo

    Remontándonos al momento de la reconquista de Toledo, cuentan que cuando los ejércitos entraron en la ciudad, el caballo del rey Alfonso cayó de rodillas al llegar a la altura de mezquita, donde actualmente vemos marcada con una piedra blanca el pavimento. El rey intentaba que su corcel se alzara pero al resultar imposible se interpretó como una clarividencia divina, de ahí que se excavara el interior del edificio donde se encontró la imagen de un Cristo Crucificado junto a una lamparilla de aceite que había permanecido encendida durante más de 300 años ya que en este lugar los cristianos toledanos habrían escondido la imagen sagrada para evitar su profanación por parte los musulmanes durante su ocupación.

    Cuenta la tradición que allá por la mitad del siglo VI, reinando en España Atanagildo, había en Toledo un grupo fanático de judíos, los cuales sentían un gran aborrecimiento y odio hacia las imágenes de Cristo crucificado. Tenían una especial animadversión hacia un pequeño Cristo que era muy venerado por los cristianos toledanos y que se hallaba en una reducida iglesia visigoda junto a la puerta de la Conquista o Agilana (así denominada por creerse que fue construida, en tiempos de Agila) y posteriormente reconstruida y rebautizada con el nombre de Bab-alMardum.

    Su odio llegó a tal extremo que idearon un plan diabólico: untar con un potentísimo veneno los pies del Cristo, y como era costumbre de los cristianos rezarle, pedirle un favor y después besarle los pies para alcanzar la concesión de la súplica, creyeron que con su acción lograrían un doble propósito: matar a un número indeterminado de cristianos y que estos llegasen a aborrecer a la hasta el momento venerada imagen, tambaleándose su fe. Así que pusieron en ejecución su malvado designio aprovechando la soledad de la iglesia y la oscuridad de una noche de luna nueva. Sin embargo obtuvieron como resultado todo lo contrario del plan ideado, porque ocurrió que, a la mañana siguiente, cuando la primera devota llegó a rezar ante el Cristo y después intentó besar, como de costumbre, sus pies, se produjo el milagro: el Cristo retiró el pie, desclavándolo de la cruz, permitiendo que los labios de la mujer llegasen a rozarle. El estupor aumentó cuando el mismo hecho se repitió una serie de veces y con distintas personas. Se conocía el milagro, pero no se sabía el motivo. Por fin el sacerdote, advertido del suceso, fue hacia el crucifijo y observó una mancha amarillento-verdosa sobre el pie desclavado, delatando el veneno.

    En contra de la intención de los judíos no murió ningún cristiano y la fama y popularidad del Cristo aumentó en toda la ciudad, reafirmándose la fe de muchos incrédulos o tibios creyentes.

    Uno de los más fanáticos e intolerantes de aquellos judíos era Abisaín, el cual vivía en la plaza de Valdecaleros. Fue él quien llevó a cabo el proyecto que le propuso su amigo Sacao, y fue el mismo amigo quien le llevó la noticia del milagro acontecido, lo que le llenó de ira y deseos de venganza.

    Aquella noche, Abisaín no pudo dormir y cuando el cansancio le hizo cerrar los ojos fue para verse atormentado por visiones aterradoras: el rostro del Cristo se dirigía hacia él hasta estallarle en el suyo y a continuación, un tropel de gente le perseguía con feroces miradas y los brazos estirados tratando de cogerle para destrozarle. Otra vez, el Cristo se desprendía de la cruz y con los brazos abiertos se adelantaba hacia él pareciendo quererle estrechar contra su pecho. Se despertó y se levantó con el cuerpo y el alma doloridos. El desasosiego le continuó durante el día y para relajarse fue a dar un paseo por las afueras de la ciudad.

    Una tormenta se avecinaba. El cielo se oscurecía, los relámpagos iluminaban la atmósfera y los truenos retumbaban cada vez más cercanos. Volvió apresuradamente Abisaín de su paseo con mayor malestar interior que el que le invadía al iniciarle y sin darse cuenta entró en la ciudad por la puerta Agilana. La pequeña iglesia se hallaba solitaria y oscura; sólo una débil lamparilla lucía ante la imagen del Crucificado. Abisaín penetró en el recinto sagrado a pesar del temor que sentía y. se aproximó al Cristo. Observó con estupor y rabia cómo el Crucificado tenía un pie desclavado y separado del madero, tal y como le había contado su amigo Sacao. A tal grado llegó su cólera que, tomando en su mano un puñalillo que llevaba al cinto, se lo clavó en el pecho al Crucificado. Por efecto del fuerte impacto, la imagen cayó al suelo al tiempo que un grito de dolor rasgó el aire y la lamparilla se apagaba. Muerto de miedo, pensó en huir, pero su odio pudo más y recogió el Cristo pensando en destruirlo. Lo escondió entre sus ropas y, tras comprobar que no había nadie por los alrededores, salió corriendo con la imagen al tiempo que caía un fuerte aguacero.

    Llegó a su casa de Valdecaleros, después de subir la cuesta y atravesar las desiertas callejas de las Tendillas y San Román.

    Empezaba a amanecer y él seguía durmiendo, descansando de las pasadas emociones, cuando un fuerte rumor de voces airadas se comenzó a escuchar. Una turba de gentes furiosas y amenazadoras se situó ante su vivienda. Entre las voces, se escuchaba nítidamente su nombre. Lo acusaban de herir al Cristo y robarle. ¿Cómo podía ser? Nadie le había visto. Pronto comprobó lo que le había delatado. Las ropas en donde había traído escondida la imagen se hallaban chorreando sangre y ésta había dejado un reguero por todo el camino, a pesar de la lluvia torrencial que había barrido la ciudad, hasta llegar a la puerta de su casa.

    El Cristo fue rescatado y repuesto en el altar de su pequena ermita y el judío Abisaín apresado. Tras un breve juicio fue condenado como autor del sacrílego crimen y apedreado públicamente.

    La Otra Leyenda

    La tradición nos cuenta que el rey Alfonso VI entró en la ciudad en 1085 por la puerta antigua de Bisagra, que en la actualidad lleva su nombre, acompañado de un gran séquito de importantes personajes. Cogió el camino natural y más directo, aunque más difícil: la cuesta del Cristo de la Luz. Atravesó la puerta de Valmardón y cuando su caballo pasaba frente a la mezquita, se arrodilló negándose a avanzar. El caso se tuvo por muy insólito y ante la persistencia del animal en su actitud se pensó que era un aviso del cielo.

    Buscando la explicación de este sorprendente hecho, se penetra en el templo y se observa que de uno de los muros sale un potente resplandor que ilumina el recinto. Se ordenó excavar en el lugar y se encontró oculto tras el muro el crucifijo que, a pesar de los casi cuatro siglos transcurridos en su encierro, mantenía viva la llama de una lamparilla. Gran contento y alborozo produjo en los conquistadores este milagroso hallazgo, quienes tomaron al Cristo, y encabezados por él, llegaron a Zocodover.

    El crucifijo se colocó posteriormente en la antigua mezquita cuando ésta fue consagrada y dispuesta para el culto al cristianismo, tomando desde ese momento el nombre de Ermita del Cristo de la Luz.

    La Inscripción

    La inscripción epigráfica de la fachada sureste está realizada en ladrillo rojo al igual que el resto de la construcción, y fue descubierta en el año 1889. Además de la fecha, informa de los arquitectos que realizaron la reconstrucción, Musa ibn Alí y Saas, que parece que pertenecían a la corriente sufí.

    Ha dado origen a distintas interpretaciones: una afirma que el templo es anterior a la fecha dada por la inscripción, dato que corroboran las recietes investigaciones arqueológicas, que indican que puedo haber un edificio de origen romano en el mismo solar.

    Según los expertos, la mezquita fue mandada construir por Ahmad Ibn Hadidi, del que no conocemos nada, y realizada por el arquitecto Musa Ibn Alí a finales del año 999. Él mismo hizo un proyecto de restauración del conjunto completo, incluso de la Casa de Oración árabe, que según él sería la parte más antigua que se conserva, ya que anteriormente habría sido reconstruida a partir de una iglesia visigoda en la que se sustituiría el ábside y el transepto mudéjares por una cabecera formada por tres ábsides semicirculares, poco probables en una iglesia visigoda que se completaría con un patio porticado y naves laterales.

  • ¿Conoces el secreto del acero toledano?: ¿Por qué las espadas castellanas fueron las mejores del mundo?

    ¿Conoces el secreto del acero toledano?: ¿Por qué las espadas castellanas fueron las mejores del mundo?

    Desde tiempos remotos, el acero toledano ha sido sinónimo de calidad, prestigio y poder. Las tierras de Castilla, especialmente Toledo, se convirtieron en el epicentro de una tradición metalúrgica que trascendió fronteras y épocas, transformándose en leyenda.

    Los orígenes históricos del acero toledano

    La tradición del acero en Toledo se remonta a la época prerromana, aunque fueron los romanos quienes identificaron las ventajas estratégicas de esta región para la forja de armas. Gracias a la abundancia de hierro y la presencia del río Tajo, esencial para el enfriamiento y templado de las hojas, Toledo comenzó a destacar ya desde el siglo II a.C.

    Los visigodos, tras la caída del Imperio romano, adoptaron y perfeccionaron estas técnicas, incrementando el prestigio de Toledo. Sin embargo, fue durante la dominación musulmana (711-1085) cuando la técnica de forja alcanzó niveles excepcionales, mezclando conocimientos orientales con tradiciones ibéricas que dieron nacimiento a la legendaria calidad del acero toledano.

    La forja: arte y secreto castellano

    El proceso exacto de creación del acero toledano era un secreto celosamente guardado, transmitido oralmente entre maestros y aprendices. Las espadas eran creadas combinando capas alternadas de acero duro y blando, lo que confería resistencia, flexibilidad y un filo extraordinario.

    Cada hoja pasaba por complejos rituales: se calentaba hasta temperaturas extremas para luego ser enfriada bruscamente en agua o aceite. El proceso podía repetirse decenas de veces, lo que garantizaba un arma prácticamente indestructible. Las espadas terminadas a menudo llevaban inscripciones religiosas o frases de protección, reflejando la profunda espiritualidad de los artesanos castellanos.

    Anécdotas históricas y espadas legendarias

    Entre las espadas más famosas destaca la Tizona del Cid Campeador, Rodrigo Díaz de Vivar (siglo XI). Según la leyenda, fue forjada en Toledo y se decía que poseía virtudes sobrenaturales, proporcionando al guerrero castellano una invencibilidad casi mágica en batalla. La Tizona acompañó al Cid en numerosas victorias hasta su muerte en 1099.

    Otro personaje histórico que contribuyó a la fama del acero toledano fue Alfonso X el Sabio (1221-1284), rey de Castilla y León. Alfonso no solo estableció talleres reales en Toledo, sino que encargó armas especiales para su guardia personal. Bajo su reinado, Toledo se consolidó como capital mundial de la fabricación de espadas, atrayendo a nobles y guerreros de toda Europa.

    Durante las Cruzadas (1096-1291), el rey Ricardo Corazón de León de Inglaterra (1157-1199) poseía una espada toledana, cuyo filo, según cronistas de la época, era capaz de atravesar armaduras enemigas sin perder su agudeza. Esta espada le acompañó en sus campañas en Tierra Santa y contribuyó a fortalecer la reputación internacional de Toledo.

    La expansión global del acero toledano

    Las espadas toledanas llegaron a encontrarse en rincones insospechados del mundo medieval. Existen registros de espadas castellanas en manos de vikingos en Escandinavia durante los siglos IX y X, adquiridas posiblemente por comercio o botines de guerra. Asimismo, en Asia Central, varias hojas toledanas han sido encontradas en tumbas de guerreros mongoles del siglo XIII, evidencia de la vasta difusión y prestigio de estas armas castellanas.

    Mitos y leyendas del acero toledano

    La fama de estas espadas generó numerosas leyendas. Una de ellas aseguraba que la espada castellana perfecta debía cortar en pleno vuelo un pañuelo de seda flotando en el aire o partir por la mitad un bloque de acero sin perder su filo. Estas pruebas, aunque exageradas en la literatura, se realizaron realmente ante la nobleza para demostrar la calidad incomparable del acero castellano.

    Otra leyenda habla de alquimistas y magos que trabajaban secretamente junto a los maestros forjadores. Se decía que estos hechiceros empleaban polvo de meteoritos o minerales mágicos procedentes de tierras lejanas para potenciar el acero, dotándolo de propiedades sobrenaturales como protección contra el mal o la capacidad de advertir peligros al portador.

    La importancia real y estratégica del acero castellano

    La monarquía castellana comprendía plenamente la importancia estratégica y simbólica de estas armas. Reyes como Fernando III el Santo (1199-1252) y posteriormente los Reyes Católicos, Isabel de Castilla (1451-1504) y Fernando de Aragón (1452-1516), mantuvieron talleres exclusivos en Toledo para fabricar armas de la más alta calidad destinadas a ejércitos reales y nobles aliados.

    Felipe II (1527-1598), consciente del valor simbólico y político del acero toledano, obsequiaba regularmente espadas de Toledo como regalos diplomáticos a monarcas extranjeros, consolidando así su reputación en toda Europa.

    Supervivencia del acero toledano en la modernidad

    A pesar del paso de los siglos y el avance tecnológico, ninguna técnica contemporánea ha replicado exactamente la calidad original del acero toledano medieval. El secreto exacto, aún perdido parcialmente, continúa siendo objeto de fascinación y estudio.

    Actualmente, Toledo preserva orgullosamente esta herencia, ofreciendo al visitante la posibilidad de adquirir espadas elaboradas siguiendo métodos ancestrales. Museos y talleres exhiben piezas históricas auténticas, permitiendo apreciar el legado de una tradición que continúa viva.

    Conclusión: legado inmortal del acero castellano

    El acero toledano no es solo una muestra de la excelencia técnica castellana, sino también un símbolo de identidad nacional. Sus espadas han sido embajadoras silenciosas de la historia castellana en el mundo, representando la fuerza, el valor y la habilidad artesanal única de una cultura que, a través del acero, alcanzó la inmortalidad histórica.

    La historia del acero toledano, impregnada de leyendas, reyes y batallas, es el reflejo de una Castilla orgullosa y eterna cuyo legado continúa inspirando admiración y respeto en todo el mundo.

  • La Gran Batalla del Salado

    La Gran Batalla del Salado

    La batalla del Salado (librada el lunes 30 de octubre de 1340, en la actual provincia de Cádiz) fue una de las batallas más importantes del último periodo de la Reconquista. En ella, las fuerzas de Castilla, con apoyo de Portugal, en la que derrotaron decisivamente a los benimerines, último reino magrebí que trataría de invadir la península ibérica.

    Tras la decisiva victoria de las Navas de Tolosa en 1212, los almohades perdieron el control sobre el sur de la península ibérica y se replegaron al norte de África, dejando tras de sí un conjunto de desorganizadas taifas que fueron ocupadas por los reinos cristianos entre 1230 y 1264. Tan solo el reino de Granada logró mantenerse independiente, aunque fue forzado a pagar un elevado tributo en oro a Castilla cada año. Por aquel entonces, el reino de Granada comprendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el istmo y peñón de Gibraltar.

    Camino hacia la Batalla

    En 1269, la debilitada dinastía almohade sucumbió ante otra tribu bereber emergente, los Banu Marin («benimerines» para los castellanos). Desde su capital en Fez, esta tribu originaria del sur de Marruecos pronto dominó la mayor parte del Magreb, llegando por el este hasta la actual frontera entre Argelia y Túnez. A partir de 1275 dirigieron su atención hacia Granada, donde desembarcaron tropas e influyeron decisivamente en su gobierno ante el recelo de los cristianos del norte. El choque no tardó en llegar, y así, a finales del siglo XIII, los benimerines ya habían declarado la guerra santa a los cristianos y realizado varias incursiones en el Campo de Gibraltar, con el fin de asegurarse el dominio sobre el tráfico marítimo en el Estrecho. En 1288, a instancias del rey Yusuf I de Granada, firmaron una alianza formal con los nazaríes con el objetivo final de tomar Cádiz. Sin embargo, una serie de rebeliones en el Rif retrasaron la campaña contra Castilla hasta 1294, año en que los benimerines asediaron Tarifa sin éxito debido a la tenaz resistencia ofrecida por Guzmán el Bueno.

    En 1329 los benimerines y sus aliados granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron y tomaron Algeciras.

    En agosto de 1330 Castilla se impondría a Granada en la batalla de Teba, conocida en otros países por haber fallecido en ella el noble escocés Sir James Douglas. Como consecuencia de la derrota granadina, el 19 de febrero de 1331, se firmó la Paz de Teba por la que los monarcas castellano, aragonés y nazarí se comprometían a una tregua de cuatro años y a la entrega de parias al rey castellano por parte del emir granadino.

    A pesar de ello, desde su base en Algeciras, los musulmanes sitiaron Gibraltar (ocupada por los cristianos en 1309, precisamente como medida preventiva ante las invasiones meriníes) y la reconquistaron en 1333. La flota castellana del Estrecho, capitaneada por el almirante Alonso Jofre Tenorio, no era lo suficientemente poderosa como para detener el constante flujo de tropas musulmanas hacia la Península, por lo que Alfonso XI de Castilla solicitó apoyo naval a la Corona de Aragón. Esta accedió a enviar en 1339 una flota de guerra mandada por Jofre Gilabert, pero tras una operación en Algeciras, el almirante aragonés resultó herido por una flecha y su flota se dispersó. Siguió entonces un ataque de los benimerines contra la escuadra castellana, con un resultado catastrófico para esta: todos los barcos, excepto cinco que pudieron refugiarse en Cartagena, fueron destruidos por los musulmanes y Tenorio hecho prisionero y decapitado. Castilla quedaba así abierta de par en par a una nueva invasión norteafricana.

    Al conocer el desastre, Alfonso XI decidió entonces jugar su última carta enviando a su mujer, María de Portugal, para que pidiera ayuda al padre de esta. No obstante, el rey Alfonso IV de Portugal, que entonces se encontraba algo rencoroso con su yerno por el abandono al que tenía sometida a su hija en favor de su amante Leonor de Guzmán, declinó inicialmente la propuesta, exigiendo que si el monarca castellano necesitaba ayuda, fuera él quien se la pidiera personalmente. Ante la situación, Alfonso XI no pudo hacer otra cosa que tragarse su orgullo y enviar una carta de su puño y letra a Lisboa. Alfonso IV respondió entonces positivamente y mandó una flota a Cádiz a las órdenes del marino genovés Manuel Pezagno, que se unió a un contingente de 12 naves aragonesas que ya se encontraban ancladas allí. El único monumento que conmemora la victoria en la batalla, el Padrão do Salado, lo mandó construir el rey Alfonso IV de Portugal en la ciudad de Guimarães, frente a la iglesia de Nuestra Señora de Oliveira.

    Efectivos durante la Batalla

    La delantera estaba al mando del Don Juan Manuel con las siguientes fuerzas:

    • Mesnada de Don Juan Manuel, Príncipe de Villena.
    • Caballería de la Orden de Santiago, maestre Alonso Meléndez de Guzmán.
    • Mesnadas del señor de Vizcaya, Juan Núñez de Lara; señor de Villalobos, Fernando Rodríguez; de los ricoshombres Juan Alfonso de Guzmán, Juan García Manrique y Diego López de Haro.
    • Milicias Concejiles de Écija, al mando de Fernán González de Aguilar; de Sevilla, Juan Rodríguez de Cisneros; de Jerez, Garci Fernández Manrique; y de Carmona, Alvar Rodríguez Daza.

    El Cuerpo de Batalla lo mandaba personalmente el rey de Castilla que contaba con:

    • Pendón y mesnada real.
    • Pendón de Cruzada.
    • Contino de Donceles de la Real Casa, armados a la jineta y mandados por su Alcaide Alfonso Fernández (o Fernando Alonso) de Córdoba, señor de Cañete.
    • Caballería ligera de Fronteras.
    • Mesnadas de los prelados de Toledo, Santiago de Compostela, Sevilla, Palencia y Mondoñedo.
    • Pendón y vasallos de don Fadrique (Fadrique Alfonso de Castilla), hijo bastardo del rey, mandados por Garcilaso de la Vega.
    • Pendón y vasallos de don Fernando (Fernando Alfonso), hijo bastardo del rey, mandados por Gonzalo Ruiz.
    • Mesnadas de los hijosdalgos. Los principales eran Alvar Pérez de Guzmán, Garci Menéndez de Sotomayor, Juan Ruiz de Beira y Ruy Pérez Ponce de León.
    • Compañas de los Concejos de Castilla.

    Al mando de la Zaga estaba Alonso de Aguilar con las siguientes fuerzas:

    • Mesnadas de Alonso de Aguilar.
    • Compañas concegiles de Córdoba.

    Pero Niño, ricohombre de León estaba al frente de la Costanera derecha.

    • Tropeles montañeses de las provincias Vascongadas, de las Asturias de Oviedo y de Santillana, y de las Tierras de Órdenes Militares.

    Alonso Ortiz Calderón, prior de San Juan al frente de la armada guarnecía la Costanera izquierda:

    • Armada de Castilla, mandada por el prior de la Orden de San Juan con 3 galeras y 12 naves.
    • Armada de Aragón, al mando de Pedro de Moncada, con 12 naves

     

    La batalla

    Los ejércitos de ambos reyes se encontraron en Sevilla, de donde salieron las fuerzas de los dos monarcas en camino a Tarifa, llegando ocho días después a la Peña del Ciervo, desde donde vieron frente a ellos la extensión del campo de las fuerzas musulmanas. El 29 de septiembre, en consejo de guerra se decidió que Alfonso XI de Castilla luchara contra el rey benimerí Abu Al-Hassan Alí, y Alfonso IV de Portugal contra el de Granada, Yusuf I.

    En los campos de los cristianos y de los musulmanes todo estaba listo para la batalla. La caballería castellana cruzó el río Salado, un afluente del río Jara o quizás este mismo, y la batalla comenzó.​ Cuando la élite de la caballería musulmana fue incapaz de detener el ataque, acudió inmediatamente Alfonso XI con el grueso de sus tropas a hacer frente a las fuerzas islámicas y, aunque fue temporalmente sitiado en el sector, tras una lucha feroz, en la que el monarca acudió a los puntos de mayor peligro, acabó por derrotar a las fuerzas árabes a las que se enfrentaba.

    En ese momento la guarnición de la plaza de Tarifa hizo una salida inesperada para los moros y cayó sobre la parte trasera para atacar el campamento de Abul-Hassan en el que causaron grandes estragos. En la zona de combate de las fuerzas portuguesas, las dificultades eran mayores, porque los moros de Granada, más disciplinados, luchaban por su ciudad bajo el mando de Yusef Abul-Hagiag y veían su reino en peligro. Alfonso IV, al mando de sus jinetes, logró romper la barrera de las filas enemigas, lo que desató el pánico y causó la derrota del bando granadino.

    El 1 de noviembre por la tarde, los ejércitos vencedores abandonaron el campo de batalla con un gran botín en dirección a Sevilla, donde el rey de Portugal se quedó poco tiempo para regresar de inmediato a su país. El rey de Portugal, Alfonso IV, en un raro gesto de desinterés, y solo después de mucho insistir el marido de la hija, la reina María, eligió como recuerdo una cimitarra enjoyada y, entre los presos, a un sobrino del rey Abul-Hassan.

    Consecuencias

    La victoria de los cristianos en la batalla del Salado desmoralizó al mundo musulmán y extendió un gran entusiasmo entre el cristianismo europeo. Después de seis siglos, era como una renovación de la victoria de Carlos Martel en la batalla de Poitiers.

    Alfonso XI para exteriorizar su alegría se apresuró a enviar al papa Benedicto XII una pomposa embajada, portadora de muy valiosos regalos procedentes de parte del botín conquistado a los moros, además de veinticuatro presos que portaban las banderas que habían caído en manos de los vencedores.

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  • La Derrota de Sagrajas

    La Derrota de Sagrajas

    La batalla de Sagrajas comenzó al amanecer de un viernes, con el ataque del rey Alfonso. Yusuf ibn Tasufin dividió su ejército en tres divisiones: la primera la dirigía Abbad III al-Mu’tamid y era la más numerosa; la segunda estaba al mando del mismo Yusuf y la tercera división eran guerreros negros africanos con espadas indias y largas jabalinas.

    Es sin duda, un momento clave en la historia de la Reconquista cristiana de la península ibérica.

    Un año antes, Alfonso VI había tomado Toledo, lo que alarmó a los reyes de algunas taifas de la península ibérica, quienes solicitaron la ayuda militar de Yusuf ibn Tasufin. Desembarcó en Algeciras al mando de un ejército de musulmanes (los almorávides) con el que se dirigió hacia el norte. El monarca leonés, apoyado por el rey de Aragón, salió a su encuentro, que tuvo lugar en Sagrajas, cerca de Badajoz. Tras un primer empuje de las fuerzas leonesas y castellanas mandadas por Álvar Fáñez, los senegaleses de Yusuf destrozaron el ejército cristiano. Alfonso VI salvó la vida con la huida.

    La historiografía moderna considera exageradas cifras de 60 000 combatientes para esta época. Las estimaciones de Bernard F. Reilly hablan de un ejército cristiano compuesto por 2500 hombres aproximadamente, de los que 750 corresponderían a la caballería pesada (las tropas de élite de los reinos cristianos, compuestas por nobles y acaudilladas por grandes magnates), otros 750 jinetes de caballería ligera y unos mil infantes de toda condición. Por su parte, el ejército de Yusuf contaría con unos 7500 soldados, la mayoría de infantería y caballería ligera.

    Yusuf ibn Tasufin cruzó Andalucía con su ejército y marchó al norte de al-Ándalus hasta llegar a az-Zallaqah. Los dos líderes intercambiaron mensajes antes de la batalla: Yusuf ibn Tasufin ofreció tres posibilidades al enemigo: convertirse al Islam, pagar tributo (jizyah) o luchar. Alfonso VI decidió luchar contra los almorávides.

    La Batalla

    La primera división, la dirigida por Abbad III al-Mu’tamid, luchó sola contra Alfonso VI hasta entrada la tarde, y después se unieron a ellos Yusuf ibn Tasufin y su segunda división, para rodear las tropas de Alfonso VI. Las tropas castellano-leonesas comenzaron a perder terreno. Entonces Yusuf ordenó a la tercera división atacar y terminar la batalla. Según los relatos de la época, las bajas en el ejército de Alfonso fueron considerables, la mitad del ejército según Reilly. Alfonso VI, por su parte, sobrevivió a la batalla, pero fue herido en una pierna.

    El rey y la mayoría de los nobles sobrevivieron, si bien algunos cayeron en el combate, incluyendo a los condes Rodrigo Muñoz y Vela Ovéquez. También hubo importantes bajas en el otro bando, especialmente para las huestes al mando de Dawud ibn Aysa, cuyo campo incluso fue saqueado en las primeras horas de la batalla, y por el rey taifa de Badajoz, al-Mutawakkil ibn al-Aftas. El rey taifa de Sevilla, al-Mu’tamid, fue herido en el primer encuentro, pero mantuvo unidas a las fuerzas de al-Ándalus en los momentos más difíciles de la carga cristiana, dirigida por Álvar Fáñez. Entre los muertos se encontraba un imán de Córdoba muy popular, Abu-l-Abbas Ahmad ibn Rumayla. Se dice que Yusuf por su parte se vio muy afectado por la carnicería.

    Yusuf tuvo que volver prematuramente a África, por la muerte de su heredero, por lo que Alfonso VI no perdió mucho territorio, a pesar de la aniquilación de la mayor parte de su ejército.

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  • La historia de la Casa de la Contratación de Indias

    La historia de la Casa de la Contratación de Indias

    La Casa de la Contratación de Indias fue una institución de la Corona de Castilla que se estableció en 1503. Fue creada para fomentar la navegación con los territorios de la Corona de Castilla en ultramar.

    Estableció un asiento que dio como fruto un monopolio de comercio español con las Indias. Algunos períodos entre el siglo xvi y el xviii llegó a recibir 270.000 kg de plata y 40.000 kg de oro.

    Creación y funciones

    En noviembre de 1552 se dio autorización a Andrés de Carvajal para imprimir las ordenanzas a cambio de que entregara 50 a la Casa de la Contratación y a sus subalternos. En 1553 el sevillano Martín de Montesdoca realizó una tirada muy elevada de la que se conservan pocos ejemplares. Esta es la portada de la edición de 1553.

    Desde el segundo viaje de Colón en 1493 todos los asuntos concernientes al Nuevo Mundo habían estado en manos de Juan Rodríguez Fonseca, arcediano de la catedral de Sevilla, capellán y hombre de confianza de Isabel la Católica. Este clérigo más tarde sería promovido a las sedes episcopales de Badajoz, Palencia y Burgos. Sin embargo, diez años después se hacía patente que no podían estar en manos de una sola persona todos estos asuntos, por lo que se decide crear una institución colegiada que es la Casa de Contratación. Aunque Fonseca perdería ese poder unipersonal como superintendente se mantendría en la corte con un cargo equivalente al de Ministro de las colonias, como dice el historiador Clarence H. Haring, hasta que se crea el Consejo de Indias en 1524.

    Desde mediados de 1502 existe constancia documental del proceso de creación de una Casa de Contratación y el historiador Ernesto Schaffër cree que pudo ser promovida en origen por el genovés Francisco Pinelo, por ser un vecino de Sevilla muy conocedor de los asuntos indianos.

    El 20 de enero de 1503 Fernando e Isabel firman una Real Provisión en Alcalá de Henares por la que se aprueban las primeras 20 Ordenanzas para la Casa de Contratación de Sevilla, para las Indias, las islas Canarias y el África atlántica.​ Entre sus finalidades se especifica:

    recoger y tener en ella, todo el tiempo necesario, cuantas mercaderías, mantenimientos y otros aparejos fuesen menester para proveer todas las cosas necesarias para la contratación de las Indias; para enviar allá todo lo que conviniera; para recibir todas las mercaderías y otras cosas que de allí se vendiese, de ello todo lo que hubiese que vender o se enviase a vender e contratar a otras partes donde fuese necesario.
    El gobierno de la Casa estaría a cargo de tres oficiales reales: el factor, el tesorero y el contador-escribano, que fueron nombrados por Isabel la Católica por Real Cédula el 14 de febrero de 1503, firmada también en Alcalá de Henares. Tenían la misión saber cuántas mercancías y barcos enviar a las Indias, y para ello debían mantener comunicación con otros oficiales reales que ya se encontraban allí y conocer las necesidades de los colonos, elegir a los capitanes y escribanos para los viajes, entregarles instrucciones por escrito y decidir qué mercancías comprar para llevar allí.​

    Para el cargo de tesorero fue nombrado el doctor Sancho Ortiz de Matienzo, natural del Valle de Mena, Burgos, letrado, buen jurista, canónigo de la catedral de Sevilla y que fue primer abad de Jamaica desde 1512 a propuesta de Fernando el Católico y que ejerció de su labor en la Casa hasta diciembre de 1521. El contador-escribano fue Jimeno de Briviesca, que era gran conocedor de los asuntos indianos por haber participado en los preparativos de los viajes de Colón, y que ocupó el cargo durante 7 años. El primer factor sería Francisco Pinelo, amigo personal de Colón y colaborador suyo y que ocupó el cargo hasta su muerte en 1509.

    Se decide que, aunque se pueden utilizar también barcos de la Corona, estos se pueden obtener también mediante requisa y arriendo a particulares. La Casa de Contratación tenía también una labor fiscalizadora, porque debía comprobar que las mercancías que llegaban a Sevilla eran las mismas que se habían embarcado en las Indias. A esos tres oficiales reales se les conocería posteriormente como jueces oficiales, para diferenciarse de los llamados jueces letrados que entrarían posteriormente. En 1508 se crea la figura del piloto mayor de las Indias, nombrando Fernando el Católico como primero con este cargo a Américo Vespucio.​ El piloto mayor debía ser un auténtico experto en navegación, ya que su misión consistía en la preparación y resultado de las expediciones, examinar y graduar a los pilotos y censurar las cartas e instrumentos de navegación. Para realizar sus funciones contaba con la ayuda de otros pilotos así como del cosmógrafo de la Casa. Américo Vespucio fue sucedido más tarde por Juan Díaz de Solís y Sebastián Cabot.

    En 1509 Fernando el Católico pidió un informe detallado de todas las ordenanzas, instrucciones especiales, aranceles, etcétera, que operaban en la Casa para disponer de la redacción de unas nuevas ordenanzas. Las nuevas ordenanzas, de 36 capítulos, fueron expedidas en Monzón el 15 de junio de 1510 y se completaron en 1511 con 17 artículos más.

    Las Ordenanzas de 1510 son más extensas y minuciosas que las de 1503. Se especifican las horas de trabajo; se determinan los libros de registro que hay que llevar; se regula la emigración; se trata de las relaciones con mercaderes y navegantes; se dispone lo relativo a los bienes de los muertos en Indias (que a partir de 1550 serán administrados por el llamado Juzgado general de bienes de difuntos, presente en todas las Reales Audiencias indianas); y se le incorpora el matiz científico al incluirse dentro de la Casa de la Contratación al piloto mayor ―creado en 1508―, encargado de examinar a los pilotos que desean hacer la carrera, y de trazar los mapas o cartas de navegación y el padrón real o mapa modelo del Nuevo Mundo donde se iban registrando todos los descubrimientos, hasta 1519 en que se crea el puesto de cartógrafo. La Casa custodiaba la información náutica y la cartografía de manera secreta para evitar que la información cayera en manos de potencias extranjeras.

    A mediados del siglo la Casa del Océano ―como le gustaba llamarla a Mártir de Anglería ― era un organismo bien reglamentado, con capilla y cárcel propia. En 1557 se creó el cargo de presidente, al que estuvieron subordinados el contable, el factor y el tesorero.

    El cronista oficial de la Casa escribía la historia de la América española y de su desarrollo tecnológico y científico. Los que violaban el reglamento de la Casa, caían bajo su jurisdicción y para ello se creó un tribunal especial en 1583.

    Además de estos cargos, la Casa de la Contratación fue aumentando el número de sus funcionarios, a medida que fue incrementándose también la importancia del tráfico americano. Los oficiales de contaduría, numerosos escribanos, hicieron de esta institución una de las más complejas de todas las existentes.

    Por la estructura que se da a la Casa se adivina una estrecha relación con la Hacienda Real. Difícilmente hubiera podido ser de otra forma ya que el tesoro de la Corona ocupaba una parte esencial de los asuntos indianos. Por una parte, servía para financiar la compra y transporte de la mayoría de los bastimentos y pertrechos que eran llevados a Indias. Muchos de los colonizadores gozaban de salario a cargo del tesoro. Por la otra, los asientos para la formación de toda nueva expedición incluían expresamente cláusulas mediante las cuales se aseguraba el interés de la Hacienda Real en los beneficios económicos del viaje. Al efecto, eran comisionados funcionarios que acompañarían a los descubridores en sus andanzas y velarían por la adecuada satisfacción de los derechos reales.

    En 1539 y 1552 se volvieron a reunir todas las leyes y disposiciones existentes en relación con la Casa de Contratación para ser publicadas. De la misma forma se volvieron a imprimir en 1585 y se convirtieron en la base del Libro Noveno de las Leyes de Indias.

    El regreso de Juan Sebastián Elcano desde las islas de las especias en 1522, después de haber dado la vuelta al mundo, trajo consigo que Carlos I planease una nueva expedición a estas islas y que crease ese mismo año una institución específica: la Casa de Contratación de la Especiería. Esta tuvo su sede en La Coruña, por su cercanía geográfica con Flandes, para la distribución en los mercados de Inglaterra, Francia, Alemania, Escocia, Dinamarca y Noruega. La siguiente expedición a las islas de las especias tuvo lugar en 1525, siendo Juan Sebastián Elcano piloto mayor y con Jofre de Loaisa como capitán general de la Armada y gobernador general de las islas Molucas.

    No obstante, tras el Tratado de Zaragoza de 1529 la Casa de la Especiería dejó de existir al haberse perdido ese mercado, que quedó en manos de Portugal por un acuerdo con respecto al Tratado de Tordesillas de 1494.6​ Ese mismo año Carlos I permitió que los puertos La Coruña, Bayona, Avilés, Laredo, Bilbao, San Sebastián, Cartagena y Málaga podían exportar productos a las Indias, aunque los barcos de regreso debían pasar por Sevilla. En el reinado de Felipe II esos territorios de las Indias Orientales pasaron de nuevo a control español. En 1561 Felipe II ratificó a esos puertos su privilegio con la salvedad de que no podían transportar viajeros. En 1573 Felipe II revocó el permiso ya que los barcos que regresaban no pasaban por la Casa de Contratación de Sevilla, sino que pasaban por puertos portugueses o por otros.

    Sede

    Plano con los elementos mencionados sobre la Casa de la Contratación en Sevilla.
    La elección de Sevilla como primera sede de la Casa de la Contratación durante 214 años no fue casual. 8​ Cádiz era prácticamente una ciudad-isla, que entonces estaba demasiado poco desarrollada y, además, era extremadamente insegura por dar al mar.8​ De hecho Cádiz sería atacada repetidas veces: en 1587, 1596, 1625 y 1797. Llegar a Sevilla en barco, sin embargo, era un recorrido a través del Guadalquivir y la ciudad podía guardarse mejor, y tenía mejores comunicaciones por tierra, además de ciertas infraestructuras. La elección de Sevilla como ciudad con monopolio en el comercio con las Indias posibilitó que en torno a 1540 Sevilla desbancara a Amberes como centro financiero de Europa.8​ Sevilla, además, ya desde el siglo XIII era un foco comercial y financiero de gran importancia, que encauzaba los flujos mercantiles que venían del Norte de África, recibiendo parte del oro de Sudán que salía al Mediterráneo, comerciaba con plazas italianas y del Atlántico Norte y disponía de focos financieros que respaldaban ese comercio.

    Su primera sede fueron las Atarazanas Reales de Sevilla, pero como era un lugar expuesto a las arriadas y dañino para las mercancías, pronto fue trasladada a las dependencias del Real Alcázar, donde quedó instalada, al oeste del palacio de Pedro I, en la zona denominada de los Almirantes, local «sano, y alegre», con buen patio y una puerta orientada hacia el río. Entre 1503 y 1506 se derribó la parte del cuarto del Almirante y se volvió a levantar, con una fachada principal hacia el río. Posteriormente se construyeron almacenes y casas en la zona de la actual plaza de la Contratación.

    La primera fase de las obras, que tuvo lugar entre 1503 y 1506, fue realizada por el maestro mayor de obras y carpintería del Alcázar Juan de Limpias, y se creó una portada de piedra labrada por Alonso Rozas, maestro mayor de la catedral.

    Detalle de un plano de Sevilla de 1771 mandado a realizar por el asistente de la ciudad, Pablo de Olavide, en el que se muestra el entorno urbano de donde estuvo la Casa de la Contratación.
    Cuando se realizó la obra la Corona pidió que se realizara una edificación simple, sin gran suntuosidad, porque ya daría tiempo de ampliarla o mejorarla en el futuro. Tras la primera fase hubo una segunda, entre 1506 y 1515 donde se creó una segunda planta y se ampliaron las instalaciones hacia una zona que era conocida como cuarto de los Cuatro Palacios.​ En 1553 se amplió la superficie disponible comprando un edificio contiguo llamado Hospital de Santa Isabel.

    Patio de la Casa de la Contratación

    Lo cierto es que, desde el comienzo el edificio se quedó pequeño, y aunque la instalación completa tenía una extensión de 600 metros cuadrados, Américo Vespucio, cuando fue nombrado piloto mayor en 1508, tuvo que dar clases en su domicilio particular y cuando se creó en la institución la cátedra de Cosmografía tuvo que asignarse como aula la capilla.

    Además, existió otra razón para llevar la Casa al Alcázar. Hasta entonces el cuarto del Almirante había albergado una institución de gran tradición histórica en la Andalucía bajomedieval: el Almirantazgo de Castilla y su Tribunal, establecido en Sevilla desde el siglo XIII, que tenía competencia jurisdiccional en asuntos marítimos.

    Anexo al Alcázar existe un patio almohade que era parte del complejo de la Casa de la Contratación, sin embargo los inmuebles de ese entorno fueron derribados en la segunda mitad del siglo XX y fue levantado un edificio historicista en 1973 que respetaba el patio y algunas partes de los muros. Se realizaron excavaciones y obras de restauración del patio en 1992.11​ El inmueble ahora sirve de oficinas de la Delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía, por lo que no se encuentra abierto al público salvo visitas concertadas. Sin embargo, el cuarto del Almirante y la capilla de la Casa de Contratación, así como el patio de la Montería, sí están dentro del recorrido turístico del Real Alcázar y pueden visitarse.

    La entrada al cuarto del Almirante, en el patio de la Montería del Alcázar sevillano, es de los pocos vestigios que quedan de lo que fue la Casa de la Contratación de Sevilla. El cuarto es una habitación rectangular que actualmente alberga varios cuadros en las paredes y que sirve para realizar algunos actos protocolarios.

    Como una habitación abierta al cuarto del Almirante se encuentra la sala de Audiencias, que fue reconvertida en capilla de la Casa de la Contratación en 1526. Para adornarla, se colocó una imagen de la Virgen de los Navegantes, que hoy constituye un importante documento gráfico, ya que en una parte del retablo existe un retrato de Colón del siglo XVI. Dicha sala está hoy adornada, además de con el valioso altar, con un techo dorado y unas paredes tapizadas que muestran varios escudos, los de los almirantes de la flota española con el de Cristóbal Colón en el centro. A ambos lados del retablo se encuentran un arcón y una maqueta de un navío.

  • El idioma actual tagalo de Filipinas y el Castellano

    El idioma actual tagalo de Filipinas y el Castellano

    El idioma castellano comenzó a predominar sobre las muchas lenguas nativas de Filipinas a partir de 1565, fecha en que la expedición de Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta, procedente de la Nueva España (hoy México), llega a Cebú y funda el primer asentamiento castellano en el archipiélago.

    Al principio, el aprendizaje del castellano era opcional, no obligatorio. Como en algunos lugares de América, los misioneros predicaron el catolicismo a los nativos en lenguas locales. En 1593 se fundó la primera imprenta local. En 1595 se establece la primera institución académica del país, el Colegio de San Ildefonso, fundado por los jesuitas en Cebú y que más tarde se convertiría en la Universidad de San Carlos. En Manila se funda la Universidad de Santo Tomás por los dominicos en 1611. Ambas universidades se disputan el reconocimiento de universidad más antigua de Asia.

    En 1863, la reina Isabel II de España decreta la creación de un sistema escolar público en todos los territorios castellanos. Esto da lugar a la creación de escuelas públicas con enseñanza en castellano en la mayoría de pueblos y ciudades de Filipinas. A principios del siglo XX, el castellano se mantiene como la lengua franca del país y el idioma de la educación, prensa, comercio, política y justicia.

    En Manila, el castellano se había generalizado hasta estimarse alrededor del 50 % la población de la capital con capacidad para comunicarse en castellano a finales del siglo XIX.​ En 1898, se calcula que alrededor del 15 o 20 % de la población del archipiélago sabría hablar castellano. Unos años antes el porcentaje sería bastante menor, siendo en 1870 en torno al 2 o 3 % según datos del estadista Agustín de la Cavada y Méndez de Vigo. Incluso después de la ocupación norteamericana y la introducción del inglés como lengua de instrucción en colegios públicos, y a pesar de la muerte de un 15 % de toda la población filipina en la Guerra Filipino-estadounidense, la gran mayoría de ellos instruidos subversivos y antiguos militares – y, por tanto, seguramente en su mayoría capaces de hablar en castellano – sigue predominando en las principales ciudades como vehículo principal de comunicación entre filipinos, hasta por lo menos, la segunda década del siglo XX, cuando se prohíbe la educación en otra lengua que no sea inglés.

    El idioma oficial de todos los tribunales y sus registros será el castellano hasta el 1 de enero de 1913. Después de esa fecha, el inglés será el idioma oficial, pero en asuntos judiciales se podrá utilizar el idioma castellano, disponiéndose de intérpretes y en los casos en que todas las partes o abogados lo estipulen por escrito, las actuaciones se llevarán a cabo en castellano. ​Los argumentos eran claros:

    «… No se afirma la superioridad del idioma inglés a través de otros que poseen la Literatura y la Historia, con la excepción, tal vez, que cada vez es tan rápido que el lenguaje de los negocios del mundo, sobre todo en el Lejano Oriente, que los países líderes en el esfuerzo comercial y científico tienen casi universalmente hecho su estudio una parte de su sistema de escuelas públicas.

    Es el único lenguaje que era posible enseñar general en todo el Archipiélago. Desgraciadamente, la política de la soberanía anterior aquí no permitía la enseñanza general de la lengua castellanoa, por lo que era conocido por los comparativamente pocos. Puesto que la capacidad de utilizar un lenguaje común es uno de los elementos esenciales para la realización de las aspiraciones políticas del pueblo filipino, es importante ver hasta qué punto hemos avanzado en esta dirección…»

    Message of the Governor-General to the Third Philippine Legislature.

    El 31 de diciembre de 1916 se crea el Boletín Oficial (Official Gazette) que se publicará semanalmente y por separado, tanto en los idiomas castellano e inglés.​

    El predominio del castellano sobre el inglés se prolonga en un constante declive hasta aproximadamente el final de la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, con ya dos generaciones educadas en inglés, el castellano pierde relevancia. Además, la destrucción del barrio de Intramuros y La Ermita por la aviación norteamericana durante la Batalla de Manila acaba con el principal núcleo de cultura hispánica y lengua castellanoa de Filipinas (unos 300.000 hispanohablantes tan sólo en Intramuros). Aunque haya algunas excepciones familiares y personales, se suele considerar a la generación nacida en la posguerra mundial (hasta 1950 aproximadamente) la última generación hispanoparlante, momento en el cual, tras la masacre de la fallida guerra de independencia, la represión lingüística y los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad hispanohablante se considera diluida y no vuelve a haber relevo generacional hispanohablante.

    Actualmente, los filipinos hispanoparlantes plenamente competentes, al menos a nivel oral, no son monolingües de castellano y sólo en casos excepcionales tienen una edad inferior a los 55 años, por la no continuidad del relevo generacional en el uso del idioma.

    Hay aproximadamente 8.000 raíces castellanoas en tagalo, y alrededor de 6.000 raíces castellanoas en lenguas bisayas y otros dialectos filipinos. El sistema numérico en castellano, el calendario, el tiempo, etc., siguen siendo usados con leves modificaciones.

    Miles de palabras castellanoas se han preservado en tagalo y otras lenguas locales, tales como:

    • bapór (‘vapor’, barco),
    • baka, (‘vaca’),
    • kastilà se utilizaba para referirse a los castellanoes (castellanos) y a su idioma.
    • kuwarta (‘cuarta’),
    • pera (‘perra’ o ‘monedas’),
    • relós (‘reloj’, originalmente con el sonido francés de la j),
    • sabón, ‘jabón’ (la j se pronunciaba como el francés je),
    • baraha (‘baraja’, baraja de naipes),
    • lamesa/mesa (‘mesa’),
    • kaldereta (‘caldereta’, guiso de carne),
    • tinidór (‘tenedor’),
    • silya (‘silla’),
    • baso (‘vaso’),
    • bangkito (‘banqueta’ silla pequeña),

    El chabacano, también llamado zamboangueño (en la ciudad de Zamboanga) o chavacano, es una lengua criolla lexificada por el castellano de las Filipinas. El chabacano se concentraba en varias zonas muy concretas, de las que únicamente se mantiene con vitalidad en la ciudad de Zamboanga. Otras zonas donde se habló chabacano incluyen Isabela (Basilán) y partes de Dávao, en el sur, y en la isla norteña de Luzón, Ternate y otras partes de la Provincia de Cavite.

    A principios del siglo XVII el impresor tagalo Tomás Pinpin emprendió la tarea de escribir un libro en tagalo con caracteres latinos a fin de enseñar el castellano a los tagalos. Su libro, publicado por la prensa dominica donde él trabajaba, apareció en 1610, el mismo año en que el Padre Blancas de San José publicaba la primera Gramática del tagalo.

    El texto de Pinpin, por su parte, utilizaba el tagalo para disertar sobre el castellano. Con el libro, Pinpin fue el primer filipino nativo en ser escritor y publicista. Como tal, resulta instructivo cuando explica el interés que le animaba a traducir del tagalo a principios de la época virreinal. Pinpin elabora su traducción más bien eludiendo que no rechazando las normas de acentuación del idioma castellano.

  • Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla

    Juana I de Castilla, llamada «la Loca» (Toledo, 6 de noviembre de 1479-Tordesillas, 12 de abril de 1555), fue reina de Castilla de 1504 a 1555, y de Aragón y Navarra, desde 1516 hasta 1555, si bien desde 1506 no ejerció ningún poder efectivo y a partir de 1509 vivió encerrada en Tordesillas, primero por orden de su padre, Fernando el Católico, y después por orden de su hijo, el rey Carlos I.

    Por nacimiento, fue infanta de Castilla y Aragón. Desde joven, mostró signos de indiferencia religiosa que su madre trató de mantener en secreto. En 1496, contrajo matrimonio con su primo tercero Felipe el Hermoso, archiduque de Austria, duque de Borgoña, Brabante y conde de Flandes. Tuvo con él seis hijos. Por muerte de sus hermanos Juan e Isabel y de su sobrino Miguel de la Paz, se convirtió en heredera de las coronas de Castilla y de Aragón, así como en señora de Vizcaya, título que ya entonces iba unido a la corona de Castilla y que Juana heredó de su madre Isabel I de Castilla. A la muerte de su madre, Isabel la Católica, en 1504 fue proclamada reina de Castilla junto a su esposo; y a la de su padre, Fernando el Católico, en 1516 pasó a ser la nominal reina de Navarra y soberana de la corona de Aragón. Por lo tanto, el 25 de enero de 1516, se convirtió –en teoría– en la primera reina de las coronas que conformaron la actual España; sin embargo, desde 1506 su poder solo fue nominal, fue su hijo Carlos el rey efectivo de Castilla y de Aragón. El levantamiento comunero de 1520 la sacó de su cárcel y le pidió encabezar la revuelta, pero ella se negó, y cuando su hijo Carlos derrotó a los comuneros volvió a encerrarla. Más adelante Carlos ordenaría que la obligasen a recibir los sacramentos, aunque fuese mediante tortura.

    Fue apodada «la Loca» por una supuesta enfermedad mental alegada por su padre y por su hijo para apartarla del trono y mantenerla encerrada en Tordesillas de por vida. Se ha escrito que la enfermedad podría haber sido causada por los celos hacia su marido y por el dolor que sintió tras su muerte. Esta visión de su figura fue popularizada en el Romanticismo, tanto en pintura como en literatura.

    La aceptación de la «locura» de doña Juana se ha mantenido en mayor o menor medida durante el xx, pero está siendo revisada en el xxi, sobre todo a raíz de los estudios de la investigadora estadounidense Bethany Aram y de los españoles Segura Graíño y Zalama que han sacado a la luz nuevos datos sobre su figura.

    La vida de una princesa; De Castilla a Flandes

    La reina Juana fue la tercera de los hijos de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla. Nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479 y fue bautizada con el nombre del santo patrón de su familia, al igual que su hermano mayor, Juan.

    Desde pequeña, recibió la educación propia de una infanta e improbable heredera al trono, basada en la obediencia más que en el gobierno, a diferencia de la exposición pública y las enseñanzas del gobierno requeridos en la instrucción de un príncipe heredero. En el estricto e itinerante ambiente de la corte castellano-aragonesa de su época, Juana estudió comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras propias de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, el entrenamiento como amazona y el conocimiento de lenguas romances propias de la península ibérica, además del francés y del latín. Entre sus principales preceptores se encontraban el sacerdote dominico Andrés de Miranda, Beatriz Galindo y su madre, la reina, que trató de moldearla a su «hechura devocional».

    El manejo de la casa de la infanta y, por ende, de su ambiente inmediato estaba totalmente dominado por sus padres. La casa incluía personal religioso, oficiales administrativos, personal encargado de la alimentación, criadas y esclavas,6​ todos seleccionados por sus padres sin intervención de ella misma. A diferencia de Juana, su hermano Juan, príncipe de Asturias y de Gerona, comenzó a hacerse cargo de su casa y de posesiones territoriales como entrenamiento en el dominio de sus futuros reinos.

    Ya en 1495 Juana daba muestras de escepticismo religioso y poca devoción por el culto y los ritos cristianos. Este hecho alarmaba a su madre, que ordenó que se mantuviese en secreto.

    Como era costumbre en la Europa de esos siglos, Isabel y Fernando negociaron los matrimonios de todos sus hijos con el fin de asegurar objetivos diplomáticos y estratégicos. A fin de reforzar los lazos con el emperador Maximiliano I de Habsburgo contra los monarcas franceses de la dinastía Valois, ofrecieron a Juana en matrimonio a su hijo, Felipe, archiduque de Austria. A cambio de este enlace, los Reyes Católicos pedían la mano de la hija de Maximiliano, Margarita de Austria, como esposa para el príncipe Juan. Con anterioridad, Juana había sido considerada para el delfín Carlos, heredero del trono francés, y en 1489 pedida en matrimonio por el rey Jacobo IV de Escocia, de la dinastía Estuardo.

    En agosto de 1496, la futura archiduquesa partió de Laredo en una de las carracas genovesas al mando del capitán Juan Pérez. La flota también incluía, para demostrar el esplendor de la corona castellano-aragonesa a las tierras del norte y su poderío al hostil rey francés, otros diecinueve buques, desde naos a carabelas, con una tripulación de 3500 hombres, al mando del almirante Fadrique Enríquez de Velasco,9​ y pilotada por Sancho de Bazán. Se le unieron asimismo unos sesenta navíos mercantes que transportaban la lana exportada cada año desde Castilla. Era la mayor flota en misión de paz montada hasta entonces en Castilla.10​ Juana fue despedida por su madre y hermanos, e inició su rumbo hacia Flandes, hogar de su futuro esposo.

    La travesía tuvo algunos contratiempos que, en primer lugar, la obligaron a tomar refugio en Portland, Inglaterra, el 31 de agosto. Cuando finalmente la flota pudo acercarse a Middelburg, Zelanda, una carraca genovesa que transportaba a 700 hombres, las vestimentas de Juana y muchos de sus efectos personales, encalló en un banco de piedras y arena y tuvo que ser abandonada.11​10​

    Juana, por fin en las tierras del norte, no fue recibida por su prometido. Ello se debía a la oposición de los consejeros francófilos de Felipe a las alianzas de matrimonio pactadas por su padre el emperador. Aún en 1496, los consejeros albergaban la posibilidad de convencer a Maximiliano de la inconveniencia de una alianza con los Reyes Católicos y las virtudes de una alianza con Francia.

    Contrato matrimonial entre Juana y Felipe el Hermoso (1495). Archivo General de Simancas.
    La boda se celebró formalmente, por fin, el 20 de octubre de 1496 en la iglesia colegiata de San Gumaro de la pequeña ciudad de Lier, gracias a la influencia de la familia Berghes. El obispo de Cambrai, que posteriormente sería el líder de la facción españolista, Enrique de Bergen, realizó la ceremonia oficial de la boda. El ambiente de la corte con el que se encontró Juana era radicalmente opuesto al que vivió en su España natal. Por un lado, la sobria, religiosa y familiar corte de Fernando e Isabel contrastaba con la desinhibida y muy individualista corte borgoñona-flamenca, muy festiva y opulenta gracias al comercio de tejidos que sus mercados dominaban desde hacía un siglo y medio. En efecto, a la muerte de María de Borgoña, la casa de Felipe, de cuatro años, había sido rápidamente dominada por los grandes nobles borgoñones, principalmente a través de consejeros adeptos y fieles a sus intereses.

    Aunque los futuros esposos no se conocían, se enamoraron al verse. No obstante, Felipe pronto perdió el interés en la relación, lo cual hizo nacer en Juana unos celos que han sido considerados patológicos por varios autores.

    Al poco tiempo llegaron los hijos, con periodos de abstinencia conyugal que agudizaron los celos de Juana. El 15 de noviembre de 1498, en la ciudad de Lovaina (cerca de Bruselas), nació su primogénita, Leonor, llamada así en honor de la abuela paterna de Felipe, Leonor de Portugal. Juana vigilaba a su esposo todo el tiempo y, pese al avanzado estado de gestación de su segundo embarazo, del que nacería Carlos (llamado así en honor al abuelo materno de Felipe, Carlos el Temerario), el 24 de febrero de 1500, asistió a una fiesta en el palacio de Gante. Aquel mismo día tuvo a su hijo, según se dice, en un retrete del palacio. Al año siguiente, el 18 de julio de 1501, en Bruselas, nació una hija, llamada Isabel en honor de la madre de Juana, Isabel la Católica.

    Varios sacerdotes enviados a Flandes por los Reyes Católicos informaron en este tiempo de que Juana seguía resistiéndose a confesarse y a asistir a misa.

    Reina de Castilla

    Muertos sus hermanos Juan (1497) e Isabel (1498), así como el hijo de esta, el infante portugués Miguel de Paz (1500), Juana se convirtió en heredera de Castilla y Aragón. En noviembre de 1501 Felipe y Juana, dejando a sus hijos en Flandes, emprendieron camino hacia Castilla por tierra desde Bruselas. Tardaron seis meses en llegar a Toledo, 10​ donde prestaron juramento como herederos ante las cortes castellanas en la catedral de Toledo el 22 de mayo de 1502.

    En 1503 el marido de Juana, Felipe, regresó a Flandes a fin de resolver unos asuntos mientras que Juana, embarazada, permanecía en España a petición de sus padres, quienes deseaban que ella conociera a sus futuros súbditos. Estar alejada de su marido e hijos la sumió en una gran tristeza.10​ El 10 de marzo de 1503, en la ciudad de Alcalá de Henares, dio a luz un hijo al que llamó Fernando en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico. Tras el parto, y con sus tres hijos mayores en Bruselas, Juana volvió a pedir autorización para regresar a Flandes, pero su madre se opuso. La guerra con Francia convertía en inviable el camino por tierra. Ante la insistencia de Juana, Isabel ordenó al obispo Fonseca que recluyera a su hija en el castillo de la Mota. Madre e hija terminaron en disputa y, al final, Isabel consintió que Juana regresase a Flandes, donde llegó en junio de 1504.10​ El episodio del castillo de la Mota, en el que la hija incurrió en desacato, había causado tanto disgusto a la reina que se vio obligada a justificarla delante de distintas personalidades. Rogó a su esposo que, cuando Juana llegara a Flandes, la vigilara gente de su confianza para evitar nuevos desacatos, aunque esperaba que la reunión con el esposo produjera un efecto beneficioso en el carácter de su hija.4

    La reina Isabel murió el 26 de noviembre de 1504, planteándose el problema de la sucesión en Castilla. Según el historiador Gustav Bergenroth, su madre desheredó a Juana en su testamento porque no iba a misa ni quería confesarse.2​ Sin embargo, su padre, Fernando, la proclamó reina de Castilla y siguió él mismo gobernando el reino.

    Pero el marido de Juana, el archiduque Felipe, no estaba dispuesto a renunciar al poder, y en la concordia de Salamanca (1505) se acordó el gobierno conjunto de Felipe, Fernando el Católico y la propia Juana. Entretanto, Felipe y Juana permanecieron en la corte de Bruselas, donde el 15 de septiembre de 1505 ella dio a luz a su quinto hijo, una niña llamada María (llamada así en honor a su abuela paterna, María de Borgoña). Mientras tanto, se preparó una gran flota para transportar a la nueva familia real castellana a su reino.

    A finales de 1505, Felipe estaba impaciente por llegar a Castilla y por ello ordenó que zarpase la flota cuanto antes, a pesar del riesgo que suponía navegar en invierno. Partieron el 10 de enero de 1506, con 40 barcos. En el canal de la Mancha, una fuerte tormenta hundió varios navíos y dispersó al resto. Se temió por la vida de los reyes, que al final recalaron en Portland. La armada tuvo que permanecer durante tres meses en Inglaterra. En Londres, Juana pudo visitar durante un día a su hermana Catalina, a la que no veía desde hacía diez años.10​ Zarparon de nuevo en abril de 1506 y en vez de dirigirse a Laredo, donde se los esperaba, pusieron rumbo a La Coruña, probablemente para ganar tiempo y poder reunirse con nobles castellanos antes de presentarse ante Fernando.10​ Felipe consiguió el apoyo de la mayoría de la nobleza castellana, por lo que Fernando tuvo que firmar la concordia de Villafáfila (27 de junio de 1506) y retirarse a Aragón con una serie de compensaciones económicas.10​ Felipe fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Valladolid con el nombre de Felipe I.

    Juana la Loca (1836), por Charles de Steuben. Palais des Beaux-Arts (Lille).
    El 25 de septiembre de ese año murió Felipe I el Hermoso en el Palacio de los Condestables de Castilla; según algunos, envenenado, y entonces circularon rumores sobre una supuesta locura de Juana. En ese momento ella decidió trasladar el cuerpo de su esposo desde Burgos, donde había muerto y en el que ya había recibido sepultura, hasta Granada, tal como él mismo había dispuesto viéndose morir (excepto su corazón, que deseaba que se mandase a Bruselas, como así se hizo), viajando siempre de noche. Pero su padre se mostró reacio a permitir que su yerno estuviera enterrado en Granada antes que él mismo,14​ y los desplazamientos se limitaron en un espacio reducido en Castilla.15​ La reina Juana no se separaría ni un momento del féretro y este traslado se prolongaría durante ocho fríos meses por tierras castellanas. Acompañaron al féretro gran número de personas, entre las que se contaban religiosos, nobles, damas de compañía, soldados y sirvientes diversos. Ello hizo que las murmuraciones sobre la locura de la reina aumentasen cada día entre los habitantes de los pueblos que atravesaban. Después de unos meses, los nobles, «obligados» por su posición a seguir a la reina, se quejaron de estar perdiendo el tiempo en esa «locura» en lugar de ocuparse, como deberían, de sus tierras. En la ciudad de Torquemada (Palencia), el 14 de enero de 1507, Juana daba a luz a su sexto hijo y póstumo de su marido, una niña bautizada con el nombre de Catalina (llamada así en honor a su hermana pequeña, Catalina de Aragón).

    En cuanto al gobierno del reino, el 24 de septiembre,16​ la víspera de la muerte de Felipe I, los nobles acordaron formar un Consejo de Regencia interina para gobernar provisionalmente el reino17​ presidido por Cisneros y formado por el almirante de Castilla, el condestable de Castilla; Pedro Manrique de Lara y Sandoval, duque de Nájera; Diego Hurtado de Mendoza y Luna, duque del Infantado; Andrés del Burgo, embajador del emperador; y Filiberto de Vere, mayordomo mayor del rey Felipe.18​19​ La nobleza y las ciudades contendieron acerca de quién debía desempeñar la Regencia, pues por un lado estaban los que querían al emperador Maximiliano durante la minoría del príncipe Carlos, como los Manrique, Pacheco y Pimentel; y por otro lado, los que querían la regencia de Fernando el Católico tal y como quedó establecida en el testamento de Isabel la Católica y las cortes de Toro de 1505, como los Velasco, Enríquez, Mendoza y Álvarez de Toledo.20​21​ Sin embargo, la reina Juana trató de gobernar por sí misma, revocó e invalidó las mercedes otorgadas por su marido, para lo cual intentó restaurar el Consejo Real de la época de su madre.

    Sin consultar a Juana, Cisneros acudió a Fernando el Católico para que regresara a Castilla.23​ Pero a pesar de los intentos de Cisneros, nobles y prelados, la reina no reclamó a su padre para gobernar24​ y de hecho llegó a prohibir la entrada del arzobispo a palacio.25​ Para dar legalidad al nombramiento de regente a Fernando el Católico, el Consejo Real y Cisneros buscaron encauzar el vacío de poder con la convocatoria de Cortes, pero la reina se negó a convocarlas, y los procuradores abandonaron Burgos sin haberse constituido como tales.

    Tras regresar de tomar posesión del Reino de Nápoles, Fernando el Católico se entrevistó con su hija el 28 de agosto de 1507,23​ y volvió a asumir el gobierno de Castilla. En febrero de 1509, Fernando ordenó encerrar a Juana en Tordesillas para evitar que se formase un partido nobiliario en torno de su hija,27​ encierro que mantendría su hijo Carlos I más adelante. El encierro de Juana también estuvo motivado para impedir las apetencias del rey de Inglaterra y el emperador sobre el gobierno de Castilla. El rey Enrique VII de Inglaterra manifestó su interés en casarse con Juana, y Fernando tuvo que salvar diplomáticamente el asunto presentando a su nieto Carlos, príncipe de Asturias, como su hijo y sucesor, y planteando el matrimonio del príncipe con María Tudor, hija del rey inglés; Enrique VII murió en 1509 y su sucesor, Enrique VIII, se casó con la hija de Fernando, Catalina de Aragón, zanjando la oposición inglesa a la regencia de Fernando.28​ Solo quedaba la oposición del emperador Maximiliano I, que amenazó con traer a su nieto, el príncipe de Asturias, a Castilla y gobernar en su nombre, al temer que el segundo matrimonio de Fernando podría engendrar un hijo varón que podría poner en peligro la sucesión de su nieto, el príncipe Carlos.29​ Fernando aprovechó la debilidad del emperador en Italia frente a Venecia para asegurarse un acuerdo favorable en Blois en diciembre de 1509, que respetaba la voluntad de Isabel la Católica a cambio de unas no excesivas compensaciones económicas,30​ por lo que el emperador renunciaba a sus pretensiones de regencia en Castilla, y en las Cortes de 1510 ratificaron a Fernando como regente.

    Real acuñado en México con la leyenda «Carlos y Juana, de las Españas y las Indias».
    En 1515 Fernando incorporó a la Corona de Castilla el Reino de Navarra, que había conquistado tres años antes. En 1516 murió el rey y, por su testamento, Juana se convirtió en reina nominal también de Aragón. Sin embargo, varias instituciones de la Corona aragonesa no la reconocieron como tal en virtud de la complejidad institucional de los fueros. Ejercieron la regencia de Aragón el arzobispo de Zaragoza, Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico, y la de Castilla el cardenal Cisneros hasta la llegada del príncipe Carlos desde Flandes.

    Carlos se benefició de la coyuntura de la incapacidad de Juana para proclamarse reina, de forma que se apropió de los títulos reales que le correspondían a su madre. Así, oficialmente, ambos, Juana y Carlos, correinaron en Castilla y Aragón. De hecho, Juana nunca fue declarada incapaz por las Cortes de Castilla ni se le retiró el título de reina. Mientras vivió, en los documentos oficiales debía figurar en primer lugar el nombre de la reina Juana. Pero, en la práctica, Juana no tuvo ningún poder real porque Carlos mantuvo a su madre encerrada. De hecho, ordenó que la obligasen a asistir a misa y confesarse, empleando tortura si fuere necesario.

    Juana, la agonía de Castilla y los Comuneros

    Desde que su padre la recluyera, en 1509, la reina Juana permaneció cuarenta y seis años en una casona-palacio-cárcel de Tordesillas, vestida siempre de negro y con la única compañía de su última hija, Catalina, hasta que esta salió en 1525 para casarse con Juan III de Portugal. Murió el 12 de abril de 1555. Según algunos autores, Juana y su hija fueron ninguneadas y maltratadas física y psicológicamente por sus carceleros. Especialmente duros fueron los largos años de servicio de los segundos marqueses de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas y su esposa, Francisca Enríquez. El marqués cumplió su función con gran celo, como parecía jactarse en una carta dirigida al emperador en la que aseguraba que, aunque doña Juana se lamentaba constantemente diciendo que la tenía encerrada «como presa» y que quería ver a los grandes, «porque se quiere quejar de cómo la tienen», el rey debía estar tranquilo, porque él controlaba la situación y sabía dar largas a esas peticiones. El confinamiento de doña Juana, por su presunta incapacidad mental, era esencial para la legitimidad en el trono castellano, primero de su padre, Fernando, y después de su hijo, Carlos I. Ante cualquier sospecha de que la reina estaba, en realidad, mentalmente estable, los adversarios del nuevo rey podrían derrocarlo por usurpador. De ahí que la figura de doña Juana se convirtiera en una pieza clave para legitimar el movimiento de las Comunidades.

    Los reyes Fernando y Carlos trataron de borrar cualquier vestigio documental del encierro de la reina Juana. No existe rastro alguno de la correspondencia intercambiada entre Fernando y Luis Ferrer; y Carlos V parece haber tenido el mismo cuidado. Incluso Felipe II ordenó quemar ciertos papeles relativos a su abuela.31​ En la documentación conservada sobre su Casa Real, como son las cuentas tomadas por su tesorero, el vitoriano Ochoa de Landa, se puede encontrar valiosa información al respecto.​

    El levantamiento comunero (1520) la reconoció como soberana en su lucha contra Carlos I. Después del incendio de Medina del Campo, el gobierno del cardenal Adriano de Utrecht se tambaleó. Muchas ciudades y villas se sumaron a la causa comunera, y los vecinos de Tordesillas asaltaron el palacio de la reina obligando al marqués de Denia a aceptar que una comisión de los asaltantes hablara con doña Juana. Entonces se enteró la reina de la muerte de su padre y de los acontecimientos que se habían producido en Castilla desde ese momento. Días más tarde Juan de Padilla se entrevistó con ella, explicándole que la Junta de Ávila se proponía acabar con los abusos cometidos por los flamencos y proteger a la reina de Castilla, devolviéndole el poder que le había sido arrebatado, si es que ella lo deseaba. A lo cual doña Juana respondió: «Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos». El entusiasmo comunero, después de esas palabras, fue enorme. Su causa parecía legitimada por el apoyo de la reina.

    A partir de ahí el objetivo de los comuneros sería, en primer lugar, demostrar que doña Juana no estaba loca y que todo había sido un complot, iniciado en 1506, para apartarla del poder; y después, que la reina, además de con sus palabras, avalara con su firma los acuerdos que se fueran tomando. Para ello, la Junta de Ávila se trasladó a Tordesillas, que se convertiría por algún tiempo en centro de actuación de los comuneros. Después de estos cambios, todos, incluso el cardenal, afirmaban que doña Juana «parece otra» porque se interesaba por las cosas, salía, conversaba, cuidaba de su personal y, por si fuera poco, pronunciaba unas atinadas y elocuentes palabras ante los procuradores de la Junta; palabras que recogieron notarios y se comenzaron a difundir. Pero la Junta necesitaba algo más que palabras de la reina, necesitaba documentos, necesitaba la firma real para validar sus actuaciones. Una firma que podía suponer el final del reinado de Carlos, como recuerda a este el cardenal Adriano: «Si firmase su alteza, que sin duda alguna todo el Reino se perderá». Pero en esto los comuneros, como antes los partidarios del rey, tropezaron con la férrea negativa de doña Juana, a la que ni ruegos ni amenazas hicieron firmar papel alguno.

    A finales de 1520, el ejército imperial entró en Tordesillas, restableciendo en su cargo al marqués de Denia. Juana volvió a ser una reina cautiva, como aseguraba su hija Catalina, cuando comunicaba al emperador que a su madre no la dejaban siquiera pasear por el corredor que daba al río: «Y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna».

    La vida de doña Juana se deterioró progresivamente, como testimoniaron los pocos que consiguieron visitarla. Sobre todo cuando su hija menor, que procuró protegerla frente al despótico trato del marqués de Denia, tuvo que abandonarla en 1525 para contraer matrimonio con el rey de Portugal. Desde ese momento, los episodios depresivos se sucedieron cada vez con más intensidad.

    En los últimos años, a la presunta enfermedad mental se unía la física, completamente cierta. Tenía grandes dificultades en las piernas, las cuales finalmente se le paralizaron. Entonces volvió a ser objeto de discusión su indiferencia religiosa, sugiriendo algunos religiosos que podía estar endemoniada. Por ello, su nieto, Felipe II, pidió a un jesuita, el futuro san Francisco de Borja, que la visitara y averiguara qué había de cierto en todo ello. Después de hablar con ella, el jesuita aseguró que las acusaciones carecían de fundamento y que, dado su estado mental, quizá la reina no había sido tratada adecuadamente. Sin embargo, en su lecho de muerte se negó a confesarse al serle administrada la extremaunción.

    Controversia sobre su salud mental

    La versión oficial en el siglo xvi fue que la reina Juana había sido retirada del trono por su incapacidad debida a una enfermedad mental. Se ha escrito que pudo padecer de melancolía,33​trastorno depresivo severo,33​34​ psicosis,34​ esquizofrenia heredada33​34​ o, más recientemente, un trastorno esquizoafectivo.35​ Hay debate sobre el diagnóstico de su enfermedad mental, considerando que sus síntomas se agravaron por un confinamiento forzoso y el sometimiento a otras personas. También se ha especulado que pudo heredar alguna enfermedad mental de la familia de su madre, ya que su abuela materna, Isabel de Portugal, reina de Castilla, padeció por lo mismo durante su viudez después de que su hijastro la exiliara a Arévalo, en Ávila.

    Gustav Bergenroth fue el primero, en los años 1860, que halló documentos en Simancas y en otros archivos que mostraban que la hasta entonces llamada Juana «la Loca» en realidad había sido víctima de una confabulación tramada por su padre, Fernando el Católico, y luego confirmada por su hijo, Carlos I.

  • Los Alumbrados, la secta mística Castellana

    Los Alumbrados, la secta mística Castellana

    Los alumbrados fueron un movimiento religioso en la Corona de Castilla del siglo XVI en forma de secta mística, que fue perseguida por considerarse herética y relacionada con el protestantismo. Tuvo su origen en pequeñas ciudades del centro de Castilla alrededor de 1511, si bien adquiere carta de naturaleza a partir del Edicto de Toledo de 1525, promulgado por el inquisidor general, el erasmista Alonso Manrique.

    Los alumbrados pueden englobarse dentro de una corriente mística similar desarrollada en Europa en los siglos XVI y XVII, denominada iluminismo que no debe ser confundida con la secta de los iluministas bávaros (o illuminati), ni, evidentemente, con la Ilustración. Es muy habitual utilizar el nombre de iluminista como sinónimo de alumbrado. También se utilizó en la época el nombre de dejado.

    Los franciscanos abogaban por un método místico llamado «recogimiento» –la unión del alma con Dios- y los que lo practicaban «recogidos». Su versión más radical, que fue condenada por los propios franciscanos, resaltaba la unión pasiva del alma con Dios, método que era conocido con el nombre de «dejamiento» y a sus seguidores como «dejados» o «alumbrados». Algunos nobles protegieron a estos grupos que buscaban una religión interior más auténtica. Destacaron el que estuvo bajo el mecenazgo del duque del Infantado en su palacio de Guadalajara y el de Escalona, protegido por el marqués de Villena.

    Según Joseph Pérez, los alumbrados o iluministas, «preconizan un abandono sin control a la inspiración divina y una interpretación libre de los textos evangélicos. Los alumbrados afirman que actúan movidos únicamente por el amor de Dios y que de él procede su inspiración; carecen de voluntad propia: es Dios el que dicta su conducta; de ello se sigue que no pueden pecar. Los alumbrados rechazan la autoridad de la Iglesia, su jerarquía y sus dogmas, así como las formas de piedad tradicional que consideran ataduras: prácticas religiosas (devociones, obras de misericordia y de caridad), sacramentos…».

    Los alumbrados se reunían en conventículos en pequeñas localidades del centro de Castilla, como Pastrana o Escalona, leían e interpretaban personalmente la Biblia y preferían la oración mental a la vocal, como hicieron posteriormente los quietistas. Los alumbrados creían en el contacto directo con Dios a través del Espíritu Santo mediante visiones y experiencias místicas. Por eso algunos místicos como Teresa de Ávila fueron inicialmente sospechosos de pertenecer a los alumbrados.

    Pedro Ruiz de Alcaraz, Isabel de la Cruz y Bedoya formaron el núcleo de Escalona de 1511, que algunos han considerado como un precedente del pensamiento de Juan de Valdés al proclamar el “amor de Dios” no como idea mística, sino como certeza absoluta de que Dios guía a la mente humana para poder leer la Escrituras con entera libertad.

    La Inquisición sospechó que había elementos heréticos en la doctrina de los alumbrados e inició una investigación que llevó a la detención de sus principales cabecillas –la beata Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz de Alcaraz del grupo de Guadalajara fueron encarcelados en abril de 1524 y sentenciados en un auto de fe de julio de 1529- y a la promulgación por el inquisidor general, el erasmista Alonso Manrique, de un «edicto sobre alumbrados» en septiembre de 1525, que incluía una lista de 48 proposiciones consideradas heréticas. En 1529 fue detenida la beata Francisca Fernández, líder del grupo de alumbrados de Valladolid, y poco después uno de sus principales seguidores, el predicador franciscano Francisco de Ortiz. La beata incriminó a partidarios suyos acusándolos de «luteranos». Este fue el caso de Bernardino Tovar, hermano del erasmista Juan de Vergara, y de María de Cazalla, que fue torturada bajo la acusación de luteranismo y de iluminismo. Otro de los denunciados por la beata Francisca Hernández por «luteranismo» fue el impresor de la Universidad de Alcalá, Miguel de Eguía, pero fue absuelto en 1533 tras pasar más de dos años en la cárcel de la Inquisición en Valladolid, y Juan del Castillo.​ María de Cazalla en su defensa alegó que en Guadalajara alumbrada se aplicaba a toda persona recogida y devota.

    En este fragmento de la acusación inquisitorial contra el grupo de Escalona se les compara con otras herejías medievales, como los husitas, y se manifiestan sus doctrinas:

    se resucitan eregias porque aquel ynterior dexamiento aquella suspensión occiosa de pensamiento aquel no hazer mas de dexarse a que Dios obre y no ellos error fue de Ioannes hus y de Ioannes flirseso por Leuterio seguido que niegan el libre alvedrio para obrar puniendo la perfeezion en padezer y aquella perfeczion falsa que dogmatizan… de los bigardos y biguinos emano pues propone con ellos que los perfectos no son obligados a ayunar, a orar, ni a humana obediencia subjetos, ni a preceptos de yglesia obligados porque ubi pus dñi ibi libertas (ubi opus domini ibi libertas) y a la adoración y herimiento de pechos que niegan claro es se de los mismos y si el zelo del santo officio no lo ataja es cierto llegara a yntroducir la abominable caridad que almerico y fray alonso de meya dogmatizaron. Lo tercero es sy bien es el cevo del anzuelo en los hereticos mayor cevo es el mayor bien todos los ereges antepasados pretendían la evangelica verdad o bondad y esto el que mas lo pretendía el Leuterio perfido que pretende evangelica libertad…

    El informe del prior de los dominicos de Lucena a la Inquisiclón de Córdoba, en 1585, recoge la pretensión de los alumbrados de comulgar sin confesar, porque creían que gente justificada y confirmada en el bien no pueden ya pecar.

    Hernando Álvarez y Cristóbal Chamizo fueron unos clérigos de Llerena acusados de extender por Extremadura a finales del XVI y principios del XVII unas extravagantes prácticas y opiniones teológicas, que se consideraron equivalentes a las de los alumbrados por la Inquisición:

    Al menosprecio de los preceptos divinos y a la profanación de los lugares más sagrados, unían una disolución carnal inconcebible, y las penitencias que en el confesionario propinaban, eran ayuntamientos sexuales de las confesadas con ellos mismos, enseñándoles que el Mesías había de nacer del comercio de una doncella con alguno de los confesores alumbrados.
    Un caso similar sucedió entre finales del siglo XVII y principios del XVIII en Tenerife (Islas Canarias). Se trata del caso de Sor María Justa de Jesús, monja franciscana que fue acusada de practicar doctrinas molinosistas (doctrina religiosa cristiana que enseñaba la pasividad en la vida espiritual y mística). Esta religiosa fue famosa en su época porque presuntamente era capaz de sanar enfermos traspasando a su persona los males y enfermedades que les aquejaban, de manera similar a los chamanes en otras culturas. Fue investigada por la Santa Inquisición según los legajos de la época, siendo acusada de farsante e incluso, bruja.​ También se la acusó de mantener una relación inapropiada con su confesor.​ Sin embargo tuvo muchos defensores y la Orden Franciscana en Canarias le abrió un proceso de canonización envuelto en la polémica que tuvo que ser paralizado.
  • María Pacheco

    María Pacheco

    María López de Mendoza y Pacheco (La Alhambra, Granada, c. 1496-Oporto, marzo de 1531), más conocida como María Pacheco, fue una noble castellana, esposa del general comunero Juan de Padilla. Tras la muerte de su marido, asumió desde Toledo el mando de la sublevación de las Comunidades de Castilla hasta que capituló ante el rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico en febrero de 1522.

    Infancia

    Hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, I marqués de Mondéjar y II conde de Tendilla,​ conocido como el Gran Tendilla y de Francisca Pacheco, hija de Juan Pacheco, I marqués de Villena. Nació en Granada donde su padre fue nombrado por los Reyes Católicos alcalde perpetuo de la Alhambra,​ en el palacio del sultán Yusuf III.

    Tuvo ocho hermanos, entre ellos Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondejar; Francisco de Mendoza, obispo de Jaén; Antonio de Mendoza y Pacheco, virrey en las Indias, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador y poeta.

    María adoptó el apellido materno para diferenciarse de otras dos hermanas, que se apellidaban Mendoza, con las que compartía el nombre. Se desconoce la fecha de su nacimiento, aunque hay documentación donde se declara que en la fecha de su boda en Granada, con Juan de Padilla, el 18 de agosto de 1511, tenía quince años.​

    Educada junto con otros de sus hermanos en el ambiente renacentista de la pequeña corte del Gran Tendilla, María era una mujer culta, con conocimientos de latín, griego, matemáticas, letras e historia. De niña presenció en 1500 los acontecimientos de la primera sublevación morisca desde su casa en el Albaicín.

    Casamiento

    Con catorce años de edad . el 10 de noviembre de 1510, se acuerdaron sus esponsales con Juan de Padilla, caballero toledano de rango inferior al de los Mondéjar.1​ En los escritos de la época, ella aparece como Doña María Pacheco, mientras que su marido recibe el trato de Juan de Padilla. En dicho acuerdo se le obligó a renunciar a sus derechos de herencia paterna a cambio de una dote de cuatro millones y medio de maravedíes.​

    En 1511 se celebró el matrimonio y en 1516 nació su único hijo, Pedro, que murió niño. Ese año falleció también el rey Fernando el Católico y fue nombrado rey de Castilla y Aragón el futuro emperador Carlos I.

    Guerra de las Comunidades de Castilla

    Al suceder Juan de Padilla a su padre en el cargo de capitán de gentes de armas, el matrimonio se trasladó a Toledo en 1518.1​ María Pacheco apoyó y quizá instigó a su no pacífico marido para que, en abril de 1520, tomase parte activa en el levantamiento de las Comunidades en Toledo. A continuación, Juan de Padilla acudió con las milicias toledanas más las madrileñas de Juan de Zapata en auxilio de Segovia para, junto a las milicias mandadas por Juan Bravo, regidor de Segovia, combatir las fuerzas realistas de Rodrigo Ronquillo. El 29 de julio de 1520 se constituyó en Ávila la Santa Junta y Padilla fue nombrado capitán general de las tropas comuneras.

    Sin embargo, las rivalidades entre los comuneros provocaron su sustitución por Pedro Girón y Velasco, ante lo cual Padilla regresó a Toledo. Cuando Girón desertó en diciembre al bando realista, Padilla volvió a Valladolid con un nuevo ejército toledano (31 de diciembre de 1520). Sus tropas tomaron Ampudia y Torrelobatón. Sin embargo, de nuevo surgieron disensiones dentro del ejército comunero. Todo ello provocó el debilitamiento de los sublevados, que fueron derrotados en una desigual contienda el 23 de abril de 1521, conocida como batalla de Villalar.

    Padilla fue hecho prisionero. Conducido al pueblo de Villalar, fue decapitado al día siguiente. Con él fueron ajusticiados Juan Bravo y Francisco Maldonado.

    Resistencia en Toledo

    En ausencia de Padilla, María gobiernó Toledo hasta la llegada el 29 de marzo de 1521 del obispo de Zamora Antonio de Acuña,​ cuando se vio obligada a compartir el poder con él. Al recibir las malas noticias sobre Villalar, María cayó enferma y se vistió de luto. Sin embargo, en vez de abandonar, María Pacheco va a liderar la última resistencia de las Comunidades en Toledo. Dirige, desde su casa primero y desde el alcázar de la ciudad después, la resistencia a las tropas realistas, estacionando defensores en las puertas de la ciudad y mandando traer la artillería desde Yepes, implantando contribuciones y nombrando capitanes de las tropas comuneras toledanas. Tras rendirse Madrid el 7 de mayo, solo resistía Toledo. Ante ello, el resto de los dirigentes comuneros de la ciudad se inclinan por capitular, pero ella logró evitar la rendición. Incluso el obispo Acuña huyó el 25 de mayo intentando llegar a Francia. Parte de la rivalidad con Acuña se debía a su intención de lograr la mitra toledana, primada de España, que María deseara para su hermano Francisco de Mendoza.​

    María Pacheco llegó a prolongar la resistencia nueve meses después de la batalla de Villalar aunque este hecho se deba, más que a la feroz resistencia, a que el ejército real tuvo que acudir a Navarra para neutralizar el intento de recuperación del Reino por parte de tropas navarras. Para mantener el orden en Toledo, María llegó a apuntar los cañones del Alcázar contra los toledanos. El 6 de octubre requisó, entrando de rodillas en el Sagrario de la catedral de Santa María, la plata que allí se contiene para poder pagar a las tropas.1​

    Mientras tanto las tropas realistas, con diversos combates de abril a agosto, cercaron finalmente Toledo. El 1 de septiembre de 1521 comenzó el bombardeo. El 25 de octubre de 1521 se firmó una tregua favorable para los sitiados, el llamado armisticio de la Sisla, de modo que los comuneros evacuaron el Alcázar, aunque conservando las armas y el control de la ciudad. Esta situación inestable culminó el 3 de febrero de 1522 con un nuevo alzamiento de la ciudad, en el que María Pacheco y sus fieles tomaron el alcázar y liberaron a los comuneros presos. No obstante, la sublevación fue sofocada por las tropas realistas al día siguiente. Gracias a la connivencia de algunos de sus familiares, entre ellos su cuñado, Gutierre López de Padilla, su hermana Maria de Mendoza, condesa consorte de Monteagudo de Mendoza, y su tío, Diego López Pacheco II marqués de Villena, María Pacheco logró huir disfrazada de aldeana de la ciudad en la noche con su hijo de corta edad y se exilió en Portugal.1​

    La huida de doña María se produjo mediante un pacto, que le permitía su fuga con la connivencia de uno de los guardias de la puerta del Cambrón. Con un pequeño séquito que la esperaba junto al Tajo, se dirigió a Escalona, donde su tío el marqués de Villena en Escalona se negó a hospedarla, si bien después su tío Alonso Téllez Girón la acogería en su villa de la Puebla de Montalbán hasta que su sentencia condenatoria la obligó a huir del reino. Mientras se dirigía a Portugal, contratando a diario guías distintos para salir de los caminos principales y evitar la delación, el alcalde toledano Zumel sembró de sal el solar de sus casas, levantando una columna con un letrero inculpatorio hacia María Pacheco y sus cómplices. Más adelante, su cuñado Gutierre, heredero del mayorazgo, conseguiría licencia real para reedificar las casas, pero jamás logró el perdón real para doña María ni permiso para el traslado de los restos de Juan Padilla a Toledo.

    Exilio

    Exceptuada en el perdón general del 1 de octubre de 1522 y condenada a muerte en rebeldía en 1524, María subsiste en Portugal con dificultades. Aunque Juan III de Portugal no responde a las peticiones de expulsión que le llegan desde la corte castellana, María no tiene más remedio que subsistir de la caridad, del arzobispo de Braga primero, y del obispo de Oporto, Pedro Álvarez de Acosta, después, en cuya casa vivió.

    A pesar de los intentos de sus hermanos, Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco, II marqués de Mondéjar y III conde de Tendilla, y Diego Hurtado de Mendoza, embajador de Carlos I, María Pacheco no logró el perdón real y vivió en Oporto hasta su muerte en marzo de 1531. Fue enterrada en la catedral de Oporto, ante la negativa de Carlos I a que sus restos se trasladasen a Olmedo, para que descansaran junto a los de Juan de Padilla, su esposo.

    Su hermano menor, el poeta Diego Hurtado de Mendoza, escribió este epitafio:

    Si preguntas mi nombre, fue María,
    Si mi tierra, Granada; mi apellido
    De Pacheco y Mendoza, conocido
    El uno y el otro más que el claro día
    Si mi vida, seguir a mi marido;
    Mi muerte en la opinión que él sostenía
    España te dirá mi cualidad
    Que nunca niega España la verdad.
  • Guerra de sucesión castellana

    Guerra de sucesión castellana

    Se llama guerra de sucesión castellana al conflicto bélico que se produjo de 1475 a 1479 por la sucesión de la Corona de Castilla entre los partidarios de Juana de Trastámara, hija del difunto monarca Enrique IV de Castilla, y los de la reina Isabel I de Castilla, media hermana de este último.

    La guerra tuvo un marcado carácter internacional porque Isabel estaba casada con Fernando, heredero de la Corona de Aragón, mientras que Juana se había casado con el rey Alfonso V de Portugal. Francia también intervino, apoyando a Portugal para evitar que Aragón, su rival en Italia, se uniera a Castilla.

    A pesar de algunos éxitos iniciales para los partidarios de Juana, la escasa agresividad militar de Alfonso V y las consecuencias políticas de la batalla de Toro llevaron a la desintegración del bando juanista entre 1476 y 1477. El matrimonio de Isabel y Fernando fue reconocido en las Cortes de Madrigal (abril-octubre de 1476) y su hija Isabel jurada heredera de la Corona de Castilla.

    A partir de entonces el conflicto consistió esencialmente en una guerra entre Castilla y Portugal, cobrando gran importancia la guerra naval en el océano Atlántico. Las flotas portuguesas se impusieron a las castellanas en la lucha por el acceso a las riquezas de Guinea (oro y esclavos), ​donde se libró la decisiva batalla naval de Guinea.

    La guerra concluyó en 1479 con la firma del Tratado de Alcáçovas, que reconocía a Isabel y Fernando como reyes de Castilla y otorgaba a Portugal la hegemonía en el Atlántico, con la excepción de las islas Canarias. Juana perdió su derecho al trono y tuvo que permanecer en Portugal hasta su muerte.

    Este conflicto ha sido llamado también guerra civil castellana, pero este nombre induce a confusión con otras guerras civiles que afectaron a Castilla en los siglos xiv y xv. Algunos autores hablan de guerra de Portugal, pero este nombre es parcial (claramente denota un punto de vista castellano) y hace olvidar que el bando juanista también podía considerarse castellano legítimamente. Otras veces se ha utilizado el término guerra peninsular, a no confundir con el nombre inglés y portugués de la guerra de la Independencia Española (1808–1814). Por último, algunos autores prefieren la expresión neutra de guerra de 1475-1479.

    Antecedentes

    El problema de la sucesión al trono

    En 1462 nace Juana de Trastámara, la primera y única hija del rey Enrique IV de Castilla, que inmediatamente es nombrada princesa de Asturias. Sin embargo, las presiones de una parte de la nobleza obligan al rey a despojarla del título y nombrar en su lugar heredero a su medio hermano Alfonso en 1464. Desde esta época surge un rumor que afirma que la princesa Juana no es realmente hija del rey Enrique sino de su valido, Beltrán de la Cueva, por lo cual se empieza a llamarla «la Beltraneja».

    En 1465 los nobles, reunidos en Ávila, acuerdan destronar a Enrique y nombran rey a Alfonso (de 12 años entonces) en la denominada «farsa de Ávila». Estalla así una guerra que no terminará hasta 1468, con la muerte de Alfonso. Enrique IV recupera plenamente el poder y el título de heredera pasa a ser disputado entre Juana e Isabel, hermana de Alfonso y segunda en la línea de sucesión.

    Isabel rompe con Enrique IV en 1469, fugándose para casarse con su primo Fernando, heredero de la Corona de Aragón en el palacio de los Vivero de Valladolid el 19 de octubre de 1469. Poco a poco la pareja va ganando apoyos, obteniendo el respaldo del legado papal Rodrigo Borgia en 1472 y el de la poderosa Casa de Mendoza en 1473.

    En 1474 muere Enrique IV y cada una de las dos candidatas al trono son proclamadas reina de Castilla por sus respectivos partidarios.

    Los juanistas, conscientes de su posición de debilidad frente al bando isabelino, proponen al rey de Portugal, Alfonso V, tío de Juana, que se case con ella a pesar de la consanguinidad y se convierta en rey de Castilla. Alfonso acepta, con lo cual la fuerza de los dos bandos queda más equilibrada y se perfila la guerra como único método para resolver el conflicto.

    Alianzas internacionales

    El Reino de Francia y la Corona de Aragón mantenían una antigua rivalidad por el control del Rosellón y, más recientemente, por la hegemonía en Italia. En junio de 1474 las tropas francesas invadieron el Rosellón y los aragoneses tuvieron que replegarse. Fernando intercedió ante su padre Juan II para que no declarase la guerra a Francia, concentrando su atención en los asuntos castellanos. De todas formas, ante la perspectiva de que el heredero del trono aragonés se fuese a convertir también en rey de Castilla, en septiembre de 1475 Luis XI de Francia se puso oficialmente del lado de Juana y de Portugal.

    En ese momento Francia estaba también en guerra con Borgoña. Esto convertía a los borgoñones en aliados teóricos del bando isabelino pero en la práctica siguieron haciendo la guerra por su cuenta, sin coordinar sus acciones con los castellano-aragoneses. También Inglaterra entró brevemente en guerra con Francia al desembarcar su rey Eduardo IV en Calais en junio de 1475 pero, en una rápida respuesta diplomática, Luis XI acordó con Eduardo en agosto la paz de Picquigny. El rey de Inglaterra concedió una tregua de nueve años a cambio de una importante compensación económica y se volvió a su reino.

    Por su parte, el Reino de Navarra vivía una guerra civil intermitente entre beaumonteses y agramonteses, a la que se superponían los intentos de Francia y de Aragón por controlar el reino.

    Por último, el Reino nazarí de Granada se mantuvo neutral. El 17 de noviembre de 1475 el rey Abu al Hasan Alí firmó un tratado de paz con Isabel y Fernando por el que además se ofreció a prestarles ayuda en la región de Córdoba contra los partidarios de Juana.

    Rivalidad entre Castilla y Portugal en el Atlántico

     

    A lo largo del siglo xv, los exploradores, comerciantes y pescadores de Portugal y de Castilla habían ido internándose cada vez más profundamente en el océano Atlántico. La posesión de las islas Canarias fue desde el principio un punto de fricción entre las dos coronas. Más tarde, el control de comercio con los territorios de Guinea y la Mina, muy ricos en oro y esclavos, se convirtió en una disputa aún más importante.

    Durante la primera mitad del siglo Castilla organizó la conquista de algunas de las islas Canarias (Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y Gomera) mediante pactos de vasallaje primero con caballeros normandos y luego con nobles castellanos. Portugal mantuvo su oposición a la autoridad castellana en las islas y por su parte fue avanzando en la exploración de Guinea, obteniendo grandes beneficios comerciales.

    A partir de 1452 los papas Nicolás V y su sucesor Calixto III modificaron la anterior política de neutralidad de la Santa Sede y otorgaron una serie de bulas favorables a Portugal, reservando a este país el control del comercio y la autoridad religiosa en una amplia zona hasta toda la Guinea y más allá. No arbitraron la cuestión de las Canarias, cuya conquista por otro lado había quedado relativamente estancada. El rey de Portugal adoptó una política comercial abierta, permitiendo a súbditos extranjeros comerciar en las costas africanas a cambio de los correspondientes impuestos. El único perjudicado era así el rey de Castilla.

    En agosto de 1475, tras el estallido de la guerra, Isabel reclamó que las partes de Africa et Guinea pertenecían a Castilla por derecho e incitó a sus comerciantes a navegar a ellas, iniciando la guerra naval en el Atlántico.

    El conflicto

    Bandos de la guerra en 1475

    A favor de Juana:

    • Portugal.
    • Francia.
    • Una parte de la alta nobleza castellana: el arzobispo de Toledo, la familia Estúñiga, la Casa de Pacheco, el marqués de Cádiz​ y el maestre de la Orden de Calatrava.

    A favor de Isabel:

    • la Corona de Aragón
    • el resto de la nobleza castellana: la muy poderosa Casa de Mendoza, la familia Manrique de Lara, el duque de Medina Sidonia, el ex valido Beltrán de la Cueva, la Orden de Santiago y la Orden de Calatrava excepto su maestre.

    El Ducado de Borgoña y el Reino de Inglaterra estaban en guerra con Francia en 1475 pero no coordinaron sus acciones con los partidarios de Isabel y por ello no se les considera normalmente integrantes del bando isabelino.

    La lucha por el trono (mayo de 1475-septiembre de 1476)

    En marzo de 1475 se produjo una revuelta en la ciudad de Alcaraz contra Diego Pacheco, Marqués de Villena, decidido partidario de Juana. Inmediatamente los rebeldes se pusieron del lado de Isabel, iniciándose así las hostilidades.

    Alfonso V entra en Castilla

    Un ejército portugués entró en el territorio de la Corona de Castilla con Alfonso V al frente el 10 de mayo de 1475 y avanzó hasta Plasencia, donde le esperaba Juana. En esa ciudad fueron proclamados Juana y Alfonso reyes de Castilla y de León el 25 de mayo y se desposaron, quedando la boda pendiente de una dispensa papal que obtuvieron unos meses más tarde. De allí marcharon a Arévalo, con intención de dirigirse a Burgos. Tanto el castillo de Burgos como las ciudades de Plasencia y de Arévalo estaban controlados por los Estúñiga (o Zúñiga), partidarios de Juana, aunque la ciudad de Burgos en sí era isabelina. Desde allí Alfonso esperaba poder enlazar con las tropas que enviase su aliado Luis XI de Francia.

    Sin embargo, Alfonso encontró en Castilla menos apoyos de los esperados y cambió de planes, prefiriendo dedicarse a consolidar el control de la zona más cercana a Portugal, en particular Toro, ciudad que le acogió favorablemente aunque la guarnición del castillo se proclamó fiel a Isabel. También aceptaron al rey portugués Zamora y otras villas leonesas del bajo Duero. En la Mancha, el maestre de la Orden de Calatrava, juanista, conquistó Ciudad Real, pero rápidamente el clavero de la misma orden y el maestre de la orden de Santiago recuperaron la ciudad para el bando isabelino.

    Fernando concentró un gran ejército en Tordesillas y el 15 de julio ordenó ponerse en marcha, buscando el encuentro con Alfonso. Cuatro días después llegó a Toro pero el portugués rehuyó el combate y Fernando, falto de recursos para un asedio prolongado, tuvo que retornar a Tordesillas y disolver su ejército. El castillo de Toro se rindió a Alfonso V, que sin embargo, no aprovechó para avanzar sobre Burgos sino que volvió a Arévalo a la espera de la intervención francesa.

    El duque de Benavente, partidario de Isabel, se situó con una pequeña fuerza en Baltanás para vigilar a los portugueses. Fue atacado el 18 de noviembre de 1475, siendo derrotado y hecho prisionero tras una dura resistencia. A pesar de que esta victoria le abría el camino a Burgos, Alfonso V decidió una vez más retirarse a Zamora. La falta de combatividad del rey de Portugal debilitó al campo juanista en Castilla, que empezó a desintegrarse.

    Contraataque isabelino

    Los isabelinos contraatacaron tomando Trujillo y ganando el control de las tierras de la Orden de Alcántara, gran parte de las de Calatrava y del marquesado de Villena. El 4 de diciembre una parte de la guarnición de Zamora se rebeló contra el rey Alfonso, que tuvo que huir a Toro. La guarnición portuguesa mantuvo el control del castillo, pero la ciudad acogió a Fernando el día siguiente.

    En enero de 1476 el castillo de Burgos se rindió a Isabel mediante un pacto que evitó represalias contra los vencidos. En ese mismo mes y alentados por las cartas enviadas por los Reyes Católicos, los cristianos viejos de la ciudad de Villena se alzan contra el marqués, Diego López Pacheco, atacando a su pariente, Pedro Pacheco, en el castillo de la Atalaya. A esta rebelión en la capital del marquesado, le siguieron las del resto de ciudades importantes del mismo, suponiendo la pérdida del poder territorial del Marqués.

    La batalla de Toro

    En febrero el ejército portugués, reforzado por tropas traídas por el príncipe Juan, salió de su base de Toro y cercó a Fernando en Zamora. Sin embargo, el asedio era menos duro para los cercados que para los portugueses, a la intemperie en el duro invierno zamorano, así que el 1 de marzo Alfonso levantó el campo y se retiró hacia Toro. Las tropas de Fernando se lanzaron en su persecución y le alcanzaron a una legua (unos 5 kilómetros) de esta ciudad,​ obligándole a entablar combate. Fueron tres horas de lucha muy confusa, interrumpida por la lluvia y por la caída de la noche. El rey portugués se retiró a Castronuño tras la derrota de las tropas bajo su mando, ​mientras su hijo Juan venció al ala derecha castellana ​y permaneció frente a Toro;​ replegándose ordenadamente a la mañana siguiente con su ejército al interior de las murallas e incluso haciendo prisioneros a algunos enemigos.

    La batalla de Toro ha sido considerada un empate desde un punto de vista puramente militar ​pero una victoria estratégica para los isabelinos. De hecho, los propagandistas de ambos bandos reclamaron la victoria en sus crónicas. Sin embargo, políticamente la batalla fue decisiva porque a continuación el grueso de las tropas portuguesas se retiró a Portugal junto con la reina Juana, cuyo bando quedó así casi totalmente desvalido en Castilla:

    La guerra en el mar

    Uno de los objetivos de Isabel y Fernando en la guerra era arrebatarle a Portugal el monopolio de los ricos territorios atlánticos que controlaba. El oro y los esclavos de Guinea constituían además una importante fuente de ingresos con los que financiar la guerra, por lo que las expediciones a Guinea constituyeron una prioridad para ambos contendientes.

    Desde el estallido de la guerra barcos portugueses recorrieron las costas andaluzas apresando pesqueros y barcos mercantes. Para poner fin a esta situación, Isabel y Fernando enviaron cuatro galeras al mando de Álvaro de la Nava, el cual logró frenar las incursiones lusas e incluso llegó a saquear la villa portuguesa de Alcoutim, en el Guadiana.

    Por su parte, los marineros de Palos se lanzaron al saqueo de las costas de Guinea. Alfonso de Palencia, cronista oficial de la reina Isabel, relata una expedición en la que dos carabelas de este puerto onubense capturaron a 120 «azanegas» (africanos de piel clara) y los vendieron como esclavos. A pesar de la protesta de los Reyes, al poco salió otra flotilla de tres carabelas que trajo cautivo nada menos que a un rey azanega y a 140 nobles de su pueblo.​ En mayo de 1476 la reina Isabel ordenó que le entregasen a este rey de Guinea capturado y a su séquito para liberarlos.​ La orden fue cumplida solo a medias porque si bien el rey fue liberado y devuelto a su patria unos meses más tarde, sus acompañantes fueron todos vendidos como esclavos.

    En 1476 una flota portuguesa de 20 barcos comandada por Fernão Gomes partió hacia Guinea para recuperar su control. Los reyes de Castilla ordenaron preparar una flota para apresar a los portugueses y pusieron a su frente a Carlos de Valera. Este tuvo muchas dificultades para preparar la expedición, según Palencia por culpa de la oposición del marqués de Cádiz, del duque de Medina Sidonia y de la familia Estúñiga.

    Los preparativos también fueron retrasados por una batalla naval que se produjo cuando los castellanos supieron que uno o dos barcos portugueses con un rico cargamento acababan de salir del Mediterráneo rumbo a Portugal y estaban esperando al pirata Alvar Méndez, que venía a escoltarlos.​ Una flota capitaneada por Carlos de Valera y Andrés Sonier y compuesta por cinco galeras y cinco carabelas les salió al paso desde Sanlúcar, obteniendo la victoria tras una dura batalla.

    Cuando al fin Valera consiguió juntar 3 barcos vascongados y 9 carabelas andaluzas (25 carabelas según Palencia) todos fuertemente armados, ya no tenían posibilidad de alcanzar a la flota portuguesa y decidieron por ello, tras una escala en Porto Santo, dirigirse a la isla de Antonio de Noli, frente a las costas de Guinea. Saquearon la isla y capturaron a Noli, que en aquel entonces prestaba vasallaje por su territorio al rey de Portugal. A continuación partieron hacia las costas de África, donde capturaron dos carabelas del marqués de Cádiz, con un cargamento de 500 esclavos. Tras esto, los marinos de Palos se separaron de la expedición, con lo que Valera tuvo que retornar a Andalucía, al ser los palermos los marinos más expertos en la navegación a Guinea.

    Al parecer, esta expedición obtuvo pocos beneficios económicos porque una gran parte de los esclavos fue devuelta al marqués de Cádiz y porque Valera tuvo que indemnizar al duque de Medina Sidonia por los daños causados en la isla de Noli, que el duque reclamaba como suya.​

    Intervención francesa

    El 23 de septiembre de 1475 Luis XI de Francia firmó un tratado de alianza con Alfonso V de Portugal.

    Entre marzo y junio de 1476 las tropas francesas capitaneadas por Alano de Albret trataron de forzar el paso por la estratégica localidad fronteriza de Fuenterrabía pero fueron rechazadas. Fernando aprovechó la situación para asegurar su posición en el convulso Reino de Navarra. En agosto comenzaron en Tudela las negociaciones que culminaron en la firma de un acuerdo por el cual agramonteses y beaumonteses pusieron fin a su enfrentamiento y Fernando obtuvo para Castilla el control de Viana, Puente la Reina y otras plazas, así como el derecho a mantener una guarnición de 150 lanzas en Pamplona. De este modo Castilla quedaba protegida militarmente frente a una posible penetración francesa en Navarra.

    En agosto de 1476 Alfonso V de Portugal partió hacia Francia, tras firmar una tregua con Isabel y Fernando. Allí trató de convencer a Luis XI de implicarse más a fondo en la guerra, pero este rechazó la propuesta porque estaba centrado en derrotar a su principal enemigo, Carlos el Temerario, duque de Borgoña. Tras este severo revés diplomático Alfonso se quedó en Francia y pensó en abdicar.

    Combate del cabo de San Vicente

    El rey de Francia había enviado como ayuda a Portugal a la flota del pirata normando Coullon. Cuando en agosto de 1476 el rey Alfonso partió hacia Francia, simultáneamente envió dos galeras portuguesas cargadas de soldados junto con los 11 barcos de Coullon a prestar auxilio al castillo de Ceuta. Por el camino, el 7 de agosto, esta armada se cruzó con cinco mercantes armados provenientes de Cádiz con rumbo a Inglaterra: 3 grandes naos genovesas, una galera y una urca flamenca. Coullon trató de apresar los mercantes mediante un ardid pero falló y se entabló un encarnizado combate en el que los franco-lusos se impusieron. Sin embargo, debido al uso de armas incendiarias por parte de los franceses, se desató un incendio que arrasó dos barcos genoveses y la urca flamenca pero también las dos galeras portuguesas y dos de los barcos de Coullon. Según Palencia, unos 2.500 franceses y portugueses murieron en este desastre.

    Consolidación de Isabel y Fernando (septiembre de 1476-enero de 1479)

    Campañas sucesivas de la guerra de sucesión castellana. El frente de Isabel no sólo tuvo que afrontar una guerra contra Portugal, sino que además tuvo que hacer frente a sus adversarios en la propia Castilla.

    Tras su victoria en la batalla de Toro, el rechazo del ataque francés y la tregua solicitada por Alfonso V, Isabel y Fernando quedaron sólidamente afianzados en el trono de Castilla. Los nobles del bando juanista tuvieron que aceptar la situación e irse sometiendo a los Reyes. La guerra quedó reducida a escaramuzas y algaradas a lo largo de la frontera portuguesa y, sobre todo, a la continuación de la guerra naval por el control del comercio atlántico.

    Sometimiento del bando juanista a Isabel y Fernando

    A lo largo de 1476 fueron sometiéndose a los Reyes los principales nobles que aun apoyaban a Juana, en particular los del linaje Pacheco-Girón: Juan Téllez Girón y su hermano Rodrigo, Luis de Portocarrero y, en septiembre, el marqués de Villena.

    En noviembre de 1476 las tropas de Isabel tomaron el castillo de Toro. En los meses siguientes los Reyes se apoderaron de las últimas localidades fronterizas controladas por los portugueses y limpiaron de adversarios Extremadura.

    En julio de 1477 Isabel llegó a Sevilla, la ciudad más poblada de Castilla, con el objetivo de asentar su poder sobre las grandes familias nobiliarias de Andalucía. En abril de 1476 ya había otorgado un primer perdón al marqués de Cádiz, que había ido recuperando poder mientras su rival, el poderoso duque de Medina Sidonia, inicialmente principal figura isabelina en Andalucía, iba cayendo en desgracia ante los Reyes. Mediante hábiles negociaciones, la Reina logró tomar el control de las principales fortalezas del Reino de Sevilla ocupadas tanto por el Marqués como por el Duque y, en vez de devolvérselas a sus legítimos propietarios, nombró a su frente a personas de su confianza. También prohibió a ambos nobles la entrada en la ciudad de Sevilla, pretextando el riesgo de enfrentamientos si coincidían allí.​ De esta manera desapareció el dominio político que el Duque había ejercido sobre Sevilla, que pasó a ser controlada firmemente por la Corona.

    Uno de los escasos nobles que se negaron a plegarse a los Reyes fue el mariscal Fernán Arias de Saavedra. Su fortaleza de Utrera sufrió un largo asedio por parte de las tropas isabelinas y fue finalmente tomada al asalto en marzo de 1478, sufriendo los vencidos una dura represión.

    El primer hijo varón de los Reyes, Juan, nació en Sevilla el 30 de junio de 1478, abriendo nuevas perspectivas de estabilidad dinástica para el bando isabelino.

    Regreso de Alfonso V

    Tras su fracaso diplomático en Francia, Alfonso V finalmente decidió regresar a Portugal. A su llegada en octubre de 1477 se encontró con que su hijo Juan se había proclamado rey. Sin embargo, Juan recibió con alegría el retorno de su padre y le devolvió la corona inmediatamente.

    Expediciones a Guinea y las Canarias de 1478

    Se sabe que en 1477 salió de Andalucía una flota para Guinea pero los datos sobre la misma son muy escasos. En ella participaron la nao Salazar y la carabela Santa María Magdalena.

    A principios de 1478 los Reyes Católicos prepararon en el puerto de Sanlúcar dos nuevas expediciones, una dirigida a la Mina de Oro​ y la otra destinada a la conquista de la isla de Gran Canaria, con un total de al menos 35 barcos. Las dos flotas navegaron juntas hasta Gran Canaria y allí se separaron.

    El príncipe Juan de Portugal, enterado de los planes castellanos, preparó una armada superior en número para sorprender a sus enemigos en Canarias. La mayor parte de la flota castellana de Gran Canaria no había desembarcado aún al grueso de la tropa, cuando llegó la noticia de que se aproximaba una escuadra portuguesa. Inmediatamente levaron anclas, dejando solo unos 300 soldados castellanos en tierra, los cuales a pesar de su reducido número lograron impedir el desembarco portugués. Sin embargo, este destacamento era insuficiente para conquistar la isla y quedó reducido a la inactividad hasta que una nueva armada castellana llegó a la isla a finales del año siguiente.

    La otra flota castellana llegó a la Mina sin problemas y obtuvo grandes cantidades de oro. Sin embargo, el exceso de codicia del representante comercial de la Corona les hizo permanecer allí varios meses y ello dio tiempo a que llegara la flota portuguesa. Los castellanos fueron atacados por sorpresa, derrotados y llevados prisioneros a Lisboa. Según del Pulgar, los ingresos así obtenidos por el rey Alfonso le permitieron relanzar la guerra por tierra contra Castilla. Las fuentes portuguesas afirman que tanto los prisioneros como gran parte del oro capturado fueron devueltos a Castilla tras la firma de la paz en 1479.

    Paz entre Castilla y Francia

    A finales de 1478, antes de que llegase a Castilla la noticia de la derrota en la Mina, se presentó en la corte de los Reyes Católicos una embajada del rey Luis XI de Francia, ofreciendo un tratado de paz. El acuerdo fue firmado en Guadalupe e incluyó los puntos siguientes:

    • Luis XI reconoce a Isabel y Fernando como reyes de Castilla y León.
    • Fernando se compromete a romper su alianza con Maximiliano de Habsburgo, duque de Borgoña.
    • Acuerdo de arbitraje sobre los asuntos relativos al Rosellón.

    Fase final (enero-septiembre de 1479)

    A finales de 1478 algunos de los principales nobles juanistas se habían vuelto a sublevar en Extremadura, La Mancha (marqués de Villena) y Galicia. Los portugueses, reforzados por su gran victoria naval en Guinea, intervinieron nuevamente en Castilla para socorrer a sus aliados.

    Ofensiva portuguesa

    En febrero de 1479 un ejército portugués dirigido por García de Meneses, obispo de Évora, penetró en Extremadura. Su objetivo era ocupar y reforzar las plazas de Mérida y Medellín, controladas por la condesa de Medellín, partidaria de Alfonso V. Según Palencia, el ejército portugués estaba compuesto por unos 1000 caballeros (entre los cuales se encontraban unos 250 leoneses y castellanos) más la infantería. Junto a él marchaban 180 caballeros de la Orden de Santiago mandados por su clavero Alfonso de Monroy, también partidario de Alfonso V.

    El 24 de febrero cerca del arroyo de La Albuera de Mérida a este ejército le salieron al encuentro las fuerzas isabelinas que mandaba Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago: unos 500 caballeros de su orden, 400 caballeros de la Hermandad Popular (principalmente de Sevilla) y unos 100 infantes. El enfrentamiento fue reñido. La infantería isabelina sufrió un duro ataque de la caballería juanista y se desorganizó presa del pánico pero el maestre de Santiago vino en su ayuda y al final los portugueses tuvieron que retirarse, dejando un importante botín en el campo de batalla así como unos 85 caballeros muertos, por solo 15 isabelinos.​

    Sin embargo, la victoria isabelina en Albuera fue solo parcial porque el grueso del ejército portugués pudo refugiarse en Mérida y de allí continuar su marcha hasta Medellín, que también ocuparon, con lo cual los lusos alcanzaron los dos principales objetivos de su ofensiva. Los partidarios del rey Fernando, por su parte, pusieron sitio a ambas ciudades.

    El papa cambia de bando

    El nuncio apostólico Jacobo Rondón de Seseña llegó a Castilla con la noticia de que el papa Sixto IV rectificaba y anulaba la dispensa otorgada previamente a Alfonso V para casarse con su sobrina Juana. Esto debilitó gravemente la legitimidad del bando juanista y la pretensión del rey portugués al trono de Castilla.

    Últimos intentos castellanos en el mar

    A pesar de la grave derrota naval de 1478, en febrero de 1479 los Reyes Católicos trataron de organizar una nueva flota de unas 20 carabelas para expulsar a los portugueses de la Mina.​ Sin embargo, no pudieron reunir los barcos requeridos y ninguna expedición de importancia volvió a salir de los puertos castellanos hasta la firma de la paz con Portugal.

    Conversaciones de paz

    A principios de abril de 1479 el rey Fernando llegó a Alcántara para participar en unas conversaciones de paz promovidas por la infanta Beatriz de Portugal, prima y cuñada de Alfonso V y tía de Isabel de Castilla. Las negociaciones duraron 50 días y al final no se llegó a un acuerdo.

    Los dos bandos continuaron las hostilidades, tratando de mejorar sus posiciones respectivas de cara a una nueva negociación. Isabel y Fernando lanzaron una ofensiva contra el arzobispo de Toledo, que tuvo que someterse, lo cual les permitió afrontar mejor al poderoso marqués de Villena. Mientras tanto, las guarniciones portuguesas de Extremadura resistían con éxito el duro asedio castellano.

    Las discusiones de paz se reanudaron en el verano y esta vez se alcanzó un acuerdo.

    El tratado de paz

    El tratado que puso fin a la guerra fue firmado en la villa portuguesa de Alcáçovas el 4 de septiembre de 1479. El acuerdo fue ratificado por el rey de Portugal el 8 de septiembre de 1479 y fue firmado por los reyes de Castilla y Aragón en Toledo el 6 de marzo de 1480, por lo que también se le conoce como Tratado de Alcáçovas-Toledo.

    Por este acuerdo, Alfonso V renunció al trono de Castilla mientras que Isabel reina de Castilla lo hizo al de Portugal, a cambio. Las dos coronas se repartieron sus zonas de influencia en el Atlántico, quedando para Portugal la mayor parte de los territorios, con la excepción de las islas de Canarias.

    Asimismo se firmaron dos acuerdos (habitualmente llamados «Tercerías de Moura») que resolvían la cuestión dinástica castellana. En primer lugar imponían a la princesa Juana la renuncia a todos sus títulos castellanos y su reclusión en un convento o su boda con el heredero de los Católicos, el príncipe Juan. Juana eligió el convento, aunque permaneció activa en la vida política hasta su muerte.

    En segundo lugar, se acordaba la boda de la infanta Isabel, hija de Isabel y Fernando, con el heredero del trono portugués, Alfonso, así como el pago por los padres de la novia de una enorme dote que en la práctica representaba una indemnización de guerra obtenida por Portugal.

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  • El Levantamiento del conde de Salvatierra

    El Levantamiento del conde de Salvatierra

    El levantamiento del conde de Salvatierra es el nombre historiográfico que recibe el alzamiento armado de Pedro López de Ayala, conde de Salvatierra, a favor de la Santa Junta, durante la Guerra de las Comunidades de Castilla.

    En Alava, Diego Martínez de Álava ocupaba desde 1498 el cargo de diputado general de la provincia y sus relaciones con el conde de Salvatierra se habían visto deterioradas al mismo tiempo que el poder real se afianazaba sobre sus dominios. Por ello, en septiembre de 1520 Ayala lo denunció ante la Junta de Tordesillas por corrupción fiscal y otros cargos, la cual respondió solicitando abrir una investigación sobre el caso, investigación que se confió a Antonio Gómez, diputado de la hermandad. La negativa de Vitoria y la hermandad de obedecer las órdenes de la Junta le valió la antipatía del conde, y pronto las relaciones entre este y el órgano de gobierno comunero en Tordesillas se hicieron más estrechas.

    Nombramiento para capitán general e iniciativas militares

    Ganada la confianza de los comuneros, el conde de Salvatierra fue designado, el 6 de noviembre de 1520, capitán general del norte de España en estos términos, confiriéndole el poder para nombrar funcionarios:

    Capitán general (…) del Condado de Vizcaya e provincias de Guipúzcoa e Álava e de las cibdades de Vitoria e Logroño e Calahorra e Santo Domingo de la Calzada e de las siete Merindades de Castilla Vieja e de todas las otras cibdades, villas e logares e merindades e tierras e bailes que caen y están desde la cibdad de Burgos hasta la mar.

    Los esfuerzos de las autoridades reales para convencer al conde de abandonar la causa comunera no dieron frutos, a pesar de las gestiones del Consejo Real, exigiéndole su presencia en Burgos, o del licenciado Leguízamo, en enero. Y ya en diciembre comenzó a reclutar hombres y e iniciar su campaña para rebelar a los provincianos. Como castigo a esa hostilidad al poder real, el regente Adriano de Utrecht propuso al rey Carlos I de España, en carta del 4 de enero, que se procediese a confiscarle el feudo y elevarlo a jurisdicción realenga.

    Intento de sublevar Burgos (enero de 1521)

    Pero el momento clave se dio en el contexto del hostigamiento antiseñorial a Tierra de Campos, cuando las tropas del conde de Salvatierra, compuesto de unos 2000 hombres, se movilizaron a Medina de Pomar y Frías cruzando a las Merindades, feudo del Condestable, en un intento de sublevarlas. Ello ponía en peligro la lealtad al poder real que Burgos venía practicando desde finales de noviembre y el virrey apenas podía controlar la situación. Al ejército del conde se le unió el de Acuña y juntos marcharon sobre la localidad burgalesa, uno por el sur y otro por el norte. La toma de Ampudia por parte de las tropas realistas no logró mitigar el peligro comunero sobre Burgos luego de que Padilla y Acuña la recuperasen rápidamente, y la sublevación burgalesa se fijó para el 23 de enero, contando esta vez con el apoyo del ejército dirigido por el capitán toledano. Sin embargo la revuelta se adelantó dos días y terminó en fracaso para los rebeldes. Temeroso el conde de Salvatierra de una posible represalia del ejército del Condestable, se le garantizó el perdón si desertaba, por lo que optó por licenciar a sus hombres y marcharse a sus dominios.

    Toma de la artillería de Fuenterrabía

    Tras mantenerse al margen del conflicto comunero, el conde volvió a entrar en acción durante el mes de febrero reclutando soldados, e hizo oídos sordos al emisario del Condestable, Antón Gallo, que solicitaba una entrevista. La Junta entonces le encomendó la misión de interceptar la artillería que desde Vitoria se disponía a llegar a Burgos,​ tarea que el conde completó satisfactoriamente el 8 de marzo, luego de apoderarse de Vitoria y expulsar sus autoridades, pero sin poder evitar que los cañones resultasen destruidos por el destacamento que los protegía para impedir su provecho por los comuneros.

    Derrota del conde de Salvatierra

    En el momento culmine de su popularidad, el conde se vio derrotado en varias ocasiones. Expulsado de Vitoria, que nunca pudo volver a recuperar, el ejército real, formado en parte por refuerzos del duque de Nájera, tomó la plaza fuerte de Salvatierra y garantizó a sus súbditos su incorporación al patrimonio real desligándolos de la autoridad condal.

    Los intentos de reconquistar Salvatierra en los días 19 y 20 de marzo resultaron frustrados, mientras el ejército realista alcanzaba sus victorias asolando el valle de Cuartango y destruyendo el castillo de Morillas. A mediados de abril el diputado Diego Martínez de Alava, quien anteriormente el conde había acusado ante Tordesillas, selló la derrota definitiva del ejército insurrecto ante Salvatierra y Vitoria, en lo que se llamó la batalla de Miñano Mayor. El conde decidió entonces mantenerse oculto hasta refugiarse en el castillo de Fermoselle, cerca de la frontera portuguesa.

    El conde de Salvatierra y la represión

    Tras la derrota comunera, el 23 de abril de 1521, y fundamentalmente luego de la llegada del emperador Carlos a la península, en julio de 1522, se inició el proceso de represión contra los principales protagonistas de la revuelta. Instalado en Palencia, el Consejo Real decretó el 23 y 24 de agosto 50 condenas a muerte por rebeldía, entre las cuales se incluye la del conde de Salvatierra, a quien además se le adjuntó la sentencia de confiscación de su feudo. Fue excluido del Perdón General, y probablemente también del derecho a poder beneficiarse de las multas de composición, provisión real que perdonaba las culpas cometidas por los exceptuados y les devolvían sus bienes confiscados aún no vendidos a cambio de un monto de dinero o multa.

    En su exilio el rey Juan III de Portugal se negó a recibirlo, por lo que en enero de 1524 se presentó en Burgos creyendo poder alcanzar el perdón regio a través de una gestión personal. Sin embargo, fue capturado, encadenado y tratado severamente por las autoridades judiciales, que no llegaron a hacerlo comparecer en algún juicio, pues el conde falleció el domingo 16 de mayo de 1524, siendo enterrado con los grilletes en los pies.

    Suerte del Condado de Salvatierra

    A pesar de haberse firmado una cédula el 15 de mayo de 1521 que asimiliba el condado a la Corona, pronto se creyó más beneficioso para el tesoro real su desmembramiento. En efecto, Diego de Zárate, Diego López de Castro, Agostín de Urbina y Pedro de Zuazola compraron algunas fracciones poco importantes del mismo, hasta que el 6 de diciembre se puso a la venta el feudo completo, a excepción de la villa de Salvatierra, incorporada al patrimonio real. El valle de Orozco pasó a manos del licenciado Leguízamo, y el de Cuartango debió pagar una importante suma de dinero para pasar a ser parte del dominio de realengo. El hijo del conde de Salvatierra, Atanasio de Ayala, pudo beneficiarse de heredar las partes del dominio de su padre aún no compradas ni enajenadas.

     

  • La Guerra de las Comunidades de Castilla

    La Guerra de las Comunidades de Castilla

    La guerra de las Comunidades de Castilla fue el levantamiento armado de los denominados comuneros, acaecido en la Corona de Castilla desde el año 1520 hasta 1522, es decir, a comienzos del reinado de Carlos I. Las ciudades protagonistas fueron las del interior de la Meseta Central, situándose a la cabeza del alzamiento las de Segovia, Toledo y Valladolid. Su carácter ha sido objeto de agitado debate historiográfico, con posturas y enfoques contradictorios.​ Así, algunos estudiosos califican la guerra de las Comunidades como una revuelta antiseñorial; otros, como una de las primeras revoluciones burguesas de la Era Moderna, y otra postura defiende que se trató más bien de un movimiento antifiscal y particularista, de índole medievalizante.

    El levantamiento se produjo en un momento de inestabilidad política de la Corona de Castilla, que se arrastraba desde la muerte de Isabel la Católica en 1504. En octubre de 1517, el rey Carlos I llegó a Asturias proveniente de Flandes, donde se había autoproclamado rey de sus posesiones hispánicas en 1516. A las Cortes de Valladolid de 1518 llegó sin saber hablar apenas castellano y trayendo consigo un gran número de nobles y clérigos flamencos como Corte, lo que produjo recelos entre las élites sociales castellanas, que sintieron que su advenimiento les acarrearía una pérdida de poder y estatus social (la situación era inédita históricamente). Este descontento fue transmitiéndose a las capas populares y, como primera protesta pública, aparecieron pasquines en las iglesias donde podía leerse:

    Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor.

    Las demandas fiscales, coincidentes con la salida del rey para la elección imperial en Alemania (Cortes de Santiago y La Coruña de 1520), produjeron una serie de revueltas urbanas que se coordinaron e institucionalizaron, encontrando un candidato alternativo a la corona en la «reina propietaria de Castilla», la madre de Carlos, Juana, cuya incapacidad o locura podía ser objeto de revisión, aunque la propia Juana, de hecho, no colaborara. Tras prácticamente un año de rebelión, se habían reorganizado los partidarios del emperador (particularmente la alta nobleza y los territorios periféricos castellanos, como los reinos Andaluces y el Reino de Granada) y las tropas imperiales asestaron un golpe casi definitivo a las comuneras en la batalla de Villalar el 23 de abril de 1521. Allí mismo, al día siguiente, se decapitó a los líderes comuneros: Padilla, Bravo y Maldonado. El Ejército comunero quedaba descompuesto. Solamente Toledo mantuvo viva su rebeldía, hasta su rendición definitiva en febrero de 1522.

    Las Comunidades han sido siempre motivo de atento estudio histórico, y su significado a veces ha sido mitificado y utilizado políticamente, en particular a partir de la visita de el Empecinado a Villalar el 23 de abril de 1821, con motivo del tercer centenario de la derrota, tal como era sentida por los liberales. Pintores como Antonio Gisbert retrataron a los comuneros en algunas de sus obras, y se firmaron documentos como el Pacto Federal Castellano, con claras referencias a las Comunidades. Los intelectuales conservadores o reaccionarios adoptaron interpretaciones mucho más favorables a la postura imperial y críticas hacia los comuneros. A partir de la segunda mitad del siglo xx se revitalizaron los estudios históricos haciendo uso de una metodología renovada.

    Más recientemente, en el plano político, desde principios de la Transición, se comenzó a conmemorar la derrota cada 23 de abril, alcanzando finalmente, con la conformación de Castilla y León como autonomía, el estatus de día de la comunidad. Asimismo, su utilización como elemento simbólico está muy presente en los movimientos castellanistas y regionalistas castellanos. Ha tenido una notable difusión popular mediante el poema épico Los comuneros, de Luis López Álvarez, musicalizado por el Nuevo Mester de Juglaría.

    Motivos del levantamiento

    La situación que llevó en 1520 a la guerra de las Comunidades, se había ido gestando en los años previos a su estallido. El siglo XV, en su segunda mitad, había supuesto una etapa de profundos cambios políticos, sociales y económicos. El equilibrio alcanzado con el reinado de los Reyes Católicos se rompe al llegar el siglo XVI. Este comenzó con una serie de malas cosechas y epidemias, que junto a la presión tributaria y fiscal provocó el descontento entre la población, colocándose la situación al borde de la revuelta. La zona que más sufre en este contexto es la zona central, en contrapeso con la periférica, que apaciguaba sus males con los beneficios del comercio. Burgos y Andalucía representaban esa zona periférica y comercial respecto a la Meseta Central, con Valladolid y Toledo a la cabeza.

    No solo las malas cosechas provocaron el descontento, sino que a este se unieron las protestas de los comerciantes del interior ante el monopolio ejercido por los mercaderes burgaleses en el comercio de la lana. Esta situación caldeó el ambiente en los núcleos gremiales de ciudades como Segovia y Cuenca. Ante esta situación, todas las partes implicadas se volvieron hacia el Estado para que ejerciera el papel de árbitro, pero también este se encontraba sumido en una grave crisis, que se hizo cada vez más grande con los sucesivos gobiernos de Felipe el Hermoso, Cisneros y Fernando el Católico. La teórica heredera, Juana, se encontraba en estado de incapacidad, por lo que la línea dinástica llevó hasta Carlos de Habsburgo, hijo de Juana, y que nunca antes había pisado Castilla. Educado en Flandes, no conocía el castellano e ignoraba la situación de sus posesiones hispanas, por lo que la población acogió con escepticismo la llegada del nuevo rey, pero a la vez con ansia de estabilidad y continuidad, cosa de la que Castilla no disfrutaba desde la muerte de Isabel la Católica en 1504. Tras la llegada del nuevo rey a finales de 1517, su corte flamenca comenzó a ocupar los puestos de poder castellanos, siendo el nombramiento más escandaloso el de Guillermo de Croy, un joven de tan solo 20 años, como arzobispo de Toledo sucediendo al Cardenal Cisneros.​ Seis meses más tarde, en las Cortes de Valladolid, el descontento ya estaba presente en todos los sectores, llegando incluso algunos frailes a predicar denunciando abiertamente a la Corte, a los flamencos y la pasividad de la nobleza. En estas circunstancias, en 1519 se abrió el proceso de elección para el cargo de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que finalmente y por unanimidad recayó en favor de Carlos I, nieto del difunto Maximiliano. Este nombramiento fue aceptado por el monarca castellano, que decidió partir rumbo a Alemania para tomar posesión como emperador. El concejo de Toledo se situó al frente de las ciudades que protestaban contra la elección imperial, cuestionando el papel que Castilla debería desempeñar en este nuevo marco político y los gastos que acarrearía a corto plazo, dada la posibilidad de que la Corona se convirtiera en una mera dependencia imperial.

    El 12 de febrero de 1520 Carlos I decidió convocar las Cortes en Santiago de Compostela con el objetivo de obtener un nuevo servicio que le permitiese sufragar los gastos de su viaje a Alemania.​ A pesar de las presiones de los corregidores y de la Corte real, la mayoría de las ciudades se atuvieron al programa reivindicativo de los frailes de Salamanca, que defendía la independencia nacional en contra del Imperio, y decidieron enviar a sus procuradores con poderes para no votar el servicio. Ante esta corriente de hostilidad, el rey decidió suspender las Cortes el 4 de abril y convocarlas de nuevo el 22 de abril, pero en La Coruña. Allí obtuvo el impuesto extraordinario y el 20 de mayo se embarcó con rumbo al Sacro Imperio, no sin antes dejar como regente de las posesiones hispánicas al flamenco Adriano de Utrecht.

    Toledo se alza

    ​Ya desde el mes de abril de 1520, Toledo se negaba a acatar el poder real, estallando la situación de forma definitiva cuando el rey convocó a los regidores de la ciudad para que se presentaran en Santiago de Compostela. La orden llegó a Toledo el 15 de abril, y un día después, cuando los regidores con Juan de Padilla a la cabeza se disponían a partir, una gran multitud se opuso a su partida y se apoderó del gobierno local. Comenzó entonces a denominarse a la insurrección como Comunidad y los predicadores arengaban a los toledanos a unirse contra el poder flamenco. De esta forma, los toledanos comenzaron a ocupar todos los poderes locales, expulsando al corregidor del Alcázar el 31 de mayo. Tras la marcha del Monarca hacia Alemania, los disturbios se multiplicaron por las ciudades de la Meseta, especialmente tras la llegada de los procuradores que votaron afirmativamente al servicio que reclamaba el rey, siendo Segovia el lugar donde se produjeron los primeros incidentes y los más violentos, donde el 29 y el 30 de mayo los segovianos ajusticiaron a dos funcionarios y al procurador Rodrigo de Tordesillas que concedió el servicio en nombre de la ciudad. Destacaron también por incidentes de similar magnitud ciudades como Burgos y Guadalajara, mientras que otras como León, Zamora y Ávila sufrieron altercados menores. Por el contrario, no se registraron incidentes en Valladolid, principalmente por la presencia en la ciudad del cardenal Adriano y del Consejo Real.

    Propuestas al resto de ciudades

    Ante el descontento generalizado, el 8 de junio, Toledo propuso a las ciudades con voz y voto en Cortes la celebración de una reunión urgente con cinco objetivos:7

    1. Anular el servicio votado en La Coruña.
    2. Volver al sistema de los encabezamientos para cobrar los impuestos.
    3. Reservar los cargos públicos y los beneficios eclesiásticos a los castellanos.
    4. Prohibir la salida de dinero del reino.
    5. Designar a un castellano para dirigir el reino en ausencia del rey.

    Reacciones a las propuestas

    Localización del movimiento comunero sobre el territorio de la Corona de Castilla. En morado, las ciudades pertenecientes al bando comunero; en verde, aparecen las que se mantuvieron leales al rey. Las ciudades que estuvieron presentes en ambos bandos aparecen en ambos colores.

    Estas reivindicaciones calaron en la sociedad castellana, especialmente las dos primeras, que se unían a las denuncias por la manera en que el rey había obtenido el trono del Imperio, mediante sobornos a los príncipes electores. Ante esta situación, el reino comenzó a alimentar la idea de sustituir la figura del rey, tomando la iniciativa Toledo, que defendía metas mayores, como convertir a las ciudades castellanas en ciudades libres, similar a lo que ya ocurría con Génova y otros territorios italianos.​ Por el reino ya circulaba la idea de destronar a Carlos I y el acudir a Tordesillas para devolver a la reina Juana todos sus privilegios e importancia. Con estas ideas, la situación pasaba de ser una protesta contra la presión fiscal a tomar el perfil de una auténtica revolución, teniendo Castilla perfecto conocimiento de la situación y acogiendo con bastantes reservas las propuestas que realizó Toledo.

    Así pues, los comuneros se hicieron fuertes en el centro de la Meseta, y en otros núcleos, como Murcia, más alejada de la Meseta. Sin embargo, no hubo intentos de rebelión en otros lugares, como Galicia o el País Vasco. Los rebeldes buscaron expandir las ideas revolucionarias al resto del reino, pero su radio de acción se debilitaba a medida que se alejaba de las dos Castillas. Así, hubo intentos de llevar la revuelta a Andalucía y el País Vasco, pero no fructificaron. Los máximos logros conseguidos por los rebeldes fueron la instauración de una Comunidad en Plasencia, pero esta se veía mermada por la cercanía de núcleos realistas cercanos, como Ciudad Rodrigo o Cáceres; en Jaén, Úbeda y Baeza, únicas presentes en Andalucía, pero que con el tiempo pasaron al bando realista; y Murcia, que se encontraba bajo constante amenaza por parte de las ciudades realistas e influida por las Germanías presentes en el vecino Reino de Valencia.

    La llama se extiende por toda Castilla

    Localización del movimiento comunero sobre el territorio de la Corona de Castilla. En morado, las ciudades pertenecientes al bando comunero; en verde, aparecen las que se mantuvieron leales al rey. Las ciudades que estuvieron presentes en ambos bandos aparecen en ambos colores.

    La Junta de Ávila

    La Junta que reclamaba Toledo con las ciudades con derecho a voto terminó reuniéndose en el mes de agosto, en Ávila, pero solamente con cuatro ciudades presentes: Toledo, Segovia, Salamanca y Toro. Fue redactada la conocida como «Ley Perpetua del Reino de Castilla ó Constitución de Ávila»; primer proyecto, en España, de constitución política que nunca llegaría a ser firmada por la reina Juana.

    Asedio de Segovia

    Segovia, ciudad donde se libró el primer gran enfrentamiento entre Comuneros y Realistas.

    Tras este decepcionante resultado, la situación dio un vuelco cuando el 10 de junio el alcalde Rodrigo Ronquillo recibió la orden de investigar el reciente asesinato del procurador segoviano, pero en vez de eso, se dedicó a amenazar a los segovianos y a tratar de aislar a la ciudad impidiendo su aprovisionamiento. Ante esta situación, la población cerró filas en torno a la Comunidad y a su cabeza, Juan Bravo. La resistencia segoviana provocó que Ronquillo decidiera enviar al mayor número posible de soldados a pie y a caballo. Segovia entonces se echó en brazos de las ciudades castellanas, reclamando que acudieran en su auxilio y atendiendo su petición las ciudades de Toledo y Madrid, con el envío de milicias capitaneadas por Juan de Padilla y Juan de Zapata, sellándose la primera gran confrontación entre las fuerzas partidarias del rey y las rebeldes.

    Incendio de Medina del Campo

    Ante esta situación, Adriano de Utrecht se planteó la posibilidad de utilizar la artillería real localizada en Medina del Campo, haciéndola definitiva al recibir la información de la aproximación de la milicia de Padilla a Segovia. Adriano ordenó entonces a Antonio de Fonseca apoderarse de la artillería, presentándose este el 21 de agosto en Medina para acometer lo ordenado, pero al tratar de realizarlo, se encontró con una fuerte resistencia de la población, que interpretaba que la artillería iba a utilizarse contra Segovia. Como medida de distracción, Antonio de Fonseca ordenó provocar un pequeño incendio para intentar dispersar a los medinenses, pero no surtió efecto y finalmente hubo de retirarse junto a sus tropas. El incendio de Medina del Campo provocó la destrucción de una parte importante de la villa y el levantamiento de toda Castilla, especialmente de ciudades que hasta ahora se habían mantenido al margen, como Valladolid. El establecimiento de la Comunidad en Valladolid provocó que el núcleo más importante de la meseta se declarara en rebeldía, trastocando la situación y provocando que el Cardenal Adriano tratara de tomar el control de la situación por todos los medios. El nuevo panorama produjo nuevas adhesiones a la Junta de Ávila, en medio de una situación de indignación y descrédito hacia el Consejo Real.

    La Junta de Tordesillas

    Así pues, el ejército comunero integrado por las milicias de Toledo, Madrid y Segovia, en su ruta hacia Tordesillas, se encontraba en los alrededores de Martín Muñoz de las Posadas el día en que Fonseca incendiaba Medina, llegando a la villa de las ferias el 24 de agosto, para tomar posesión de la artillería que días atrás había sido negada a las tropas de Fonseca. El 29 de agosto el ejército arribó finalmente a Tordesillas, entrevistándose con la reina Juana e informándola de la situación del reino junto a los propósitos de la Junta de Ávila, y declarando la reina que la Junta se situara a su servicio. De esta forma, la Junta se trasladó de Ávila a Tordesillas y se invitó a las ciudades que todavía no habían enviado a sus procuradores a hacerlo, estando a finales de septiembre un total de catorce ciudades representadas en la Junta de Tordesillas: Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia y Madrid. Solamente no acudieron las cuatro ciudades andaluzas: Sevilla, Granada, Córdoba y Jaén. Se delimitó entonces el área del movimiento comunero, en torno a la Meseta Central, y ya que la mayor parte del reino estaba representado en Tordesillas, la Junta pasó a denominarse como Cortes y Junta general del reino.

    Entrevista con la reina Juana

    A fecha de 24 de septiembre, los procuradores se entrevistaron con la reina y expusieron los fines de la Junta: proclamar la soberanía de la reina Juana y devolver la estabilidad perdida al reino. El día siguiente, 25 de septiembre, la Junta realizó una declaración comprometiéndose a utilizar las armas si esto fuera necesario y a auxiliar a cualquier ciudad que estuviera amenazada. El 26 de septiembre la Junta de Tordesillas decidió asumir ella misma la tarea de gobierno, desacreditando al Consejo Real y prendiendo, el 30 de septiembre, a sus últimos miembros que quedaban en Valladolid, dirigidos por Pedro Girón. En ese momento culminó el proceso y se instauró el gobierno revolucionario, ya que la Junta tenía vía libre por la inoperancia del Consejo Real.

    Los levantamientos

    Revueltas en señoríos

    La expansión de la rebelión comunera provocó la acusación de complicidad con los abusos reales extendida a todo el funcionariado castellano. La protesta comunera había nacido como queja ante excesos cometidos por la alta administración, pero pronto surgieron nuevas reivindicaciones ante otro tipo de perjuicios. Así ocurrió en Dueñas, cuando en la noche del 1 de septiembre de 1520 se sublevaron contra su señor los vasallos del conde de Buendía. A este levantamiento le siguieron otros de similar carácter antiseñorial. La Santa Junta se vio entonces obligada a tomar una posición: defender a los sublevados o a sus señores. En vista de que muchos de estos reclutaban hombres por su cuenta para garantizar su seguridad y tomar la justicia por su mano, la Junta decide apoyar dichas revueltas. La dinámica del levantamiento entró entonces en una nueva dimensión que podría comprometer la situación del régimen señorial en su conjunto, lo que provocó el alejamiento de la causa comunera de aristócratas y señores.

    Respuesta de Carlos I

    Ante la nueva situación, Carlos I, mediante el Cardenal Adriano, decidió emprender nuevas iniciativas políticas, como la de anular el servicio concedido en las Cortes de La Coruña-Santiago y nombrar dos nuevos gobernadores: el Condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, y el Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez. Además, Adriano consiguió acercar posturas con los nobles, a fin de convencerlos de que sus intereses y los del rey eran los mismos. Así pues, el Consejo Real se estableció en el feudo del Almirante, Medina de Rioseco, lo que permitió al consejo acercarse hacia las ciudades escépticas para tratar de acercarlas al bando realista, además de representar una amenaza hacia las ciudades sublevadas, ya que el ejército del Consejo Real estaba en formación.

    Crisis en ambos bandos

    Las primeras derrotas políticas de los comuneros llegaron en octubre de 1520, al conseguir instalarse los miembros del Consejo Real con total facilidad en Medina de Rioseco, con la capacidad de actuación bajo la protección del Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Velasco, señor de la villa. De igual manera, las esperanzas que se habían depositado sobre la reina Juana no fructificaron, ya que esta se negaba a sellar algún compromiso o a plasmar su firma a modo de regente.

    A su vez, comenzaban a oírse voces discordantes dentro del propio bando, especialmente la de Burgos, que insistía en dar marcha atrás. La postura de esta ciudad pronto llegó a oídos del Condestable de Castilla, que bajo órdenes del rey procedió a entrar en la ciudad el 1 de noviembre, concediendo todo lo que se le reclamaba para desligar a Burgos de la Junta.

    Tras este suceso, el Consejo Real esperaba que otras ciudades imitaran a Burgos y abandonaran el bando comunero. El esperado cambio de bando estuvo a punto de producirse en Valladolid, pero los partidarios del rey fueron finalmente apartados de la vida política de la ciudad y esta se mantuvo en rebeldía por la decidida actuación de sus procuradores Alonso de Vera y Alonso de Saravia.

    En noviembre de 1520, el Almirante de Castilla comenzó una campaña para intentar convencer a los comuneros de su derrota y que no había más remedio que entregar las armas y evitar una represión armada. Bajo esta actitud, se escondía una gran carencia de fondos en el bando real, que terminó subsanándose con la ayuda financiera venida desde Portugal y el retorno de la confianza perdida por parte de los banqueros castellanos, que vieron buenos indicios en el cambio de bando de Burgos.

    Soluciones a la crisis

    Durante octubre y noviembre de 1520, ambos bandos se dedicaron activamente a recaudar fondos, reclutar soldados y organizar a sus tropas. El poder real superó la rebelión gracias al apoyo de la nobleza, de los grandes comerciantes castellanos, en un plano en el que la situación comenzaba a adquirir tintes militares. Los comuneros organizaban sus milicias en las principales urbes con el objetivo de asegurar el éxito de la rebelión en la ciudad y sus alrededores, sufragando los gastos con el dinero recaudado en impuestos y en imposiciones

    La Batalla de Tordesillas

    Consultar artículo completo de la Batalla de Tordesillas.

    Reorganización comunera

    Tras la derrota de Tordesillas, los comuneros comenzaron a reagruparse en Valladolid, donde se estableció la Junta, pasando la ciudad del Pisuerga a ser la tercera capital del movimiento, tras Ávila y Tordesillas.

    Así pues, el 15 de diciembre, la Junta ya se encontraba de nuevo activa en Valladolid, con doce de los catorce procuradores originales. Solamente faltaron los de Soria y Guadalajara. La situación del ejército era similar, con un gran número de deserciones en las tropas emplazadas en Valladolid y Villalpando, lo que obligó a intensificar el reclutamiento en las ciudades rebeldes, especialmente en Toledo, Salamanca y la propia Valladolid. Con estos nuevos reclutamientos, el aparato militar rebelde estaba reconstruido, y la moral reforzada, gracias a la presencia de Padilla en Valladolid. Con la llegada de 1521, los comuneros parecían ya dispuestos a una guerra total, pese a las voces discordantes dentro del propio movimiento. Por un lado había quienes proponían buscar una solución pacífica, y por otro quienes eran partidarios de continuar la lucha armada; a su vez divididos entre seguir dos tácticas: ocupar Simancas y Torrelobatón (propuesta menos ambiciosa y defendida por Pedro Laso de la Vega); o poner cerco a Burgos (grupo encabezado por Padilla). La Junta decidió seguir ambas iniciativas, tanto la pacifista como la belicista, y terminó fracasando en ambas.

    Las Iniciativas militares

    Hostigamiento a Tierra de Campos

    En el plano bélico, el ejército rebelde comenzó a desarrollar una serie de operaciones dirigidas por Antonio de Acuña, obispo de Zamora. Este había recibido órdenes de la Junta el día 23 de diciembre de intentar despertar la rebelión en la zona de Palencia. Su tarea consistía básicamente en expulsar a los realistas, recaudar impuestos en nombre de la Junta y nombrar una administración afín a la causa comunera. Realizó una serie de incursiones en la zona de Dueñas, recaudando más de 4000 ducados y exaltando a la población. Retornó a Valladolid a comienzos de 1521 para regresar a Dueñas el 10 de enero, dando comienzo a una gran ofensiva contra los señoríos de Tierra de Campos, dejando las posesiones de los señores totalmente devastadas.

    Hostigamiento a Burgos

    A mediados de enero, Pedro López de Ayala, conde de Salvatierra, adherido al movimiento comunero, había organizado un ejército de unos dos mil hombres y se dirigía hacia Medina de Pomar y Frías, buscando el levantamiento de las Merindades, tierra del Condestable de Castilla.

    Mientras tanto, Burgos, que llevaba ya dos meses fiel al bando real, aguardaba el cumplimiento de las promesas realizadas por el cardenal Adriano, lo que había provocado el descontento y la incertidumbre en la ciudad. Ayala y Acuña, conscientes de esta situación, decidieron cercar Burgos, el primero por el norte y el segundo por el sur, buscando el levantamiento de los comuneros burgaleses.

    Reacción realista

    Por parte del rey, Carlos I firmó el 17 de diciembre de 1520 el Edicto de Worms (no se confunda con el Edicto de Worms de 25 de mayo de 1521, contra Lutero), donde condenaba a 249 comuneros destacados: a muerte, si eran seglares; y a otras penas, si eran clérigos. De igual modo, declaraba también traidores, desleales, rebeldes e infieles a cuantos apoyaran a las Comunidades. Dicho Edicto, fue leído públicamente en Burgos el 16 de febrero de 1521.

    Desde el Consejo Real, se ordenó la ocupación del castillo de Ampudia, lo que provocó un gran desorden en el dispositivo organizado por los rebeldes. Ante dicha ocupación, la Junta envió a Padilla al encuentro de Acuña, uniéndose ambos en Trigueros del Valle y formando un ejército de aproximadamente 4000 hombres. Las tropas comuneras ocuparon Torremormojón, desplazando a los realistas, para centrarse en Ampudia, la cual se rindió el 16 de enero previo pago de tributo.

    Mientras tanto, la rebelión comunera prevista en Burgos para el 23 de enero fue todo un fracaso, debido a que se adelantó dos días. Los comuneros burgaleses hubieron de rendirse, siendo el último intento de rebelión acontecido en la cabeza de Castilla.

    La Batalla de Torrelobatón

    Consultar artículo completo de la Batalla de Torrelobatón

    Acuña en el sur

    Iglesia de la Virgen de Altagracia, en Mora, totalmente reconstruida tras su incendio por las tropas realistas.

    Tras la muerte de Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo, en enero de 1521, desde la Junta, presente en Valladolid, se propuso a Antonio de Acuña como aspirante a la sede y se le encomendó la misión de tomar posesión del arzobispado.

    Acuña partió en febrero rumbo hacia Toledo, con una pequeña tropa bajo su mando. Recorrió localidades como Buitrago del Lozoya y Torrelaguna, donde anunció que iba a tomar posesión del arzobispado de Toledo. Esto levantó el entusiasmo entre los partidarios comuneros de Alcalá de Henares, que lo recibieron con vítores el 7 de marzo en dicha ciudad, y despertó el recelo en la aristocracia presente en la zona de Toledo, que temía que Acuña pudiera actuar en sus tierras como ya hizo en Tierra de Campos. Entre los aristócratas más importantes presentes en la zona se encontraban el marqués de Villena y el duque del Infantado, que enseguida trataron de ponerse en contacto con Acuña, firmando un pacto mutuo de neutralidad.

    Sin embargo, sí hubo de enfrentarse con el prior de la Orden de San Juan, Antonio de Zúñiga, presente en Consuegra y nombrado por los regentes jefe de las fuerzas realistas presentes en la zona de Toledo.​ Acuña recibió informaciones sobre la presencia del prior cerca de Corral de Almaguer a mediados de marzo, por lo que salió tras él, buscando batalla cerca de Tembleque.​ El prior consiguió repeler el ataque, para lanzar uno improvisado entre Lillo y El Romeral, infligiendo una contundente derrota a Acuña, el cual trató de minimizarla, llegando incluso a afirmar que había salido victorioso del enfrentamiento.

    Tras la victoria del prior de la Orden de San Juan, Acuña se encaminó hacia Toledo, presentándose en la Plaza de Zocodover el 29 de marzo, Viernes Santo. La multitud lo rodeó y lo llevó directamente a la catedral, reclamando la silla del arzobispo para él.​ Al día siguiente, 30 de marzo, se entrevistó con María Pacheco, mujer de Padilla y que dirigía la comunidad toledana en ausencia de su marido. Surgió entre ambos una rivalidad por el control, que se resolvió con intentos mutuos de reconciliación.

    Una vez asentado en el arzobispado toledano, Acuña comenzó a reclutar a hombres de 15 a 60 años para volver a combatir a las tropas del prior de San Juan. Tras la quema de Mora el 12 de abril​ por las tropas realistas, parte de Toledo con 1500 hombres a sus órdenes, instalándose primeramente en Yepes. Desde allí dirigió operaciones contra las zonas rurales, destruyendo primero Villaseca de la Sagra y prestando batalla contra las tropas del prior en la zona cercana al Tajo, en Illescas.

    La Batalla de Villalar

    Consultar artículo completo de la Batalla de Villalar

    El fin de la guerra

    Tras la batalla de Villalar, las ciudades de Castilla la Vieja no tardaron en sucumbir al potencial de las tropas del rey, volviendo todas las ciudades del norte a prestar lealtad al rey a primeros de mayo. Únicamente Madrid y Toledo, especialmente esta última, mantuvieron vivas sus comunidades durante un tiempo mayor.

    La resistencia de Toledo

    Las primeras noticias de Villalar llegaron a Toledo el 26 de abril, siendo ignoradas por parte de la Comunidad local.​ La certeza de la derrota se hizo evidente a los pocos días, cuando comenzaron a llegar los primeros supervivientes a la ciudad, que confirmaron el hecho y dieron testimonio del ajusticiamiento de los tres líderes rebeldes. Fue entonces cuando Toledo se declaró en duelo por la muerte de Juan de Padilla.

    Tras la muerte de Padilla, Acuña perdió popularidad entre los toledanos, en favor de María Pacheco, viuda de Padilla. Comenzaban a surgir voces que solicitaban la negociación con los realistas, buscando el evitar el sufrimiento de la ciudad, más aún tras la rendición de Madrid el 7 de mayo. Todo parecía indicar que la caída de Toledo era cuestión de tiempo.

    En este contexto, Acuña abandonó la ciudad, intentando huir al extranjero por la frontera del Reino de Navarra. En ese momento, se produjo la invasión francesa de Navarra, siendo Acuña reconocido y detenido en la frontera.

    La invasión francesa provocó que el ejército realista hubiera de concentrarse en expulsar a los franceses de Navarra, postergando momentáneamente el restituir la autoridad del rey en Toledo. ​A partir de ese momento, María Pacheco asumió el control de la ciudad, instalándose en el Alcázar, recabando impuestos y fortaleciendo las defensas.​ Solicitó la intervención del marqués de Villena para negociar con el Consejo Real, con el objetivo de obtener unas mejores condiciones que negociando directamente.

    La rendición de Toledo

    El marqués de Villena terminó abandonando las negociaciones entre ambos bandos, por lo que María Pacheco asumió de manera personal las negociaciones con el prior de la Orden de San Juan. El pacto de rendición de Toledo fue acordado el 25 de octubre de 1521 gracias a la intervención de Esteban Gabriel Merino, arzobispo de Bari y enviado del prior de San Juan.

    Así pues, el 31 de octubre los comuneros abandonaron el Alcázar toledano y el arzobispo de Bari nombró a los nuevos funcionarios.

    La revuelta de febrero de 1522

    Tras la vuelta al orden de Toledo, el nuevo corregidor de la ciudad acató las órdenes recibidas de restablecer al completo la autoridad del rey en la ciudad, dedicándose a provocar a los antiguos comuneros.María Pacheco continuaba presente en la ciudad, y se negaba a entregar las armas hasta que el rey firmara de forma personal los acuerdos alcanzados con el prior de San Juan. Por ello, el corregidor toledano exigía la cabeza de María Pacheco.

    La situación llegó a un extremo cuando el 3 de febrero de 1522 se ordenó apresar a un agitador, a lo que los comuneros se opusieron. Se inició entonces un enfrentamiento, subsanado gracias a la intervención de María de Mendoza y Pacheco condesa de Monteagudo de Mendoza, hermana de María Pacheco.​ Se concedió una tregua, que supuso la derrota de los comuneros, pero que fue aprovechada por María Pacheco para escapar a Portugal, donde se exilió hasta su muerte, en 1531.

    El Perdón General de 1522

    Carlos I regresó a España el 16 de julio de 1522, instalando la corte en Palencia. A partir de la llegada del rey, la represión contra los excomuneros avanzaría a un ritmo mayor. Así lo demuestra la ejecución de Pedro Maldonado, líder salmantino y primo de Francisco Maldonado, ejecutado en Villalar.

    Carlos I permaneció en Palencia hasta finales del mes de octubre, trasladándose a Valladolid, donde el 1 de noviembre se promulgó el Perdón General, que daba la amnistía a quienes habían participado del movimiento comunero. Sin embargo, un total de 293 personas -pertenecientes a todas las clases sociales y entre las que se incluían María Pacheco y el Obispo Acuña- fueron excluidas del Perdón General.

    Se estima que fueron un total de cien los comuneros ejecutados desde la llegada del rey, siendo los más relevantes Pedro Maldonado y el Obispo Acuña, siendo este último ajusticiado en el castillo de Simancas el 24 de marzo de 1526, tras un intento frustrado de fuga. A raíz de esta ejecución, Carlos I fue excomulgado por ordenar el ajusticiamiento de un prelado de la iglesia.

    Las relaciones entre los dos poderes universales sufrieron grandes altibajos tras la elección de un papa tan favorable como fue el mismísimo Adriano de Utrecht (1522-1523), y pasaban por un momento muy negativo con el profrancés Clemente VII (1523-1534), que acabó sufriendo el saco de Roma (1527), tras lo que se vio obligado a reconciliarse con Carlos y coronarle emperador en Bolonia (1530).

    Las consecuencias de la guerra

    Las consecuencias fundamentales de la Guerra de las Comunidades fueron la pérdida de la élite política de las ciudades castellanas, en el plano de la represión real; y en las rentas del Estado. El poder real se veía obligado a indemnizar a aquellos que perdieron bienes o sufrieron daños en sus posesiones durante la revuelta. Las mayores indemnizaciones correspondían al Almirante de Castilla, por los daños sufridos en Torrelobatón y los gastos ocasionados en la defensa de Medina de Rioseco. Le seguían el Condestable y el obispo de Segovia.

    La forma de pago de estas indemnizaciones se solucionó mediante un impuesto especial para toda la población de cada una de las ciudades comuneras. Estos impuestos mermaron las economías locales de las ciudades durante un periodo aproximado de veinte años, debido a la subida de precios.​ De igual modo, la industria textil del centro de Castilla perdió todas sus oportunidades de convertirse en una industria dinámica.

    La nobleza queda definitivamente neutralizada frente a la triunfante monarquía autoritaria; su segmento alto o aristocracia, se vio compensada por su apoyo al emperador, con cuyos intereses quedaba identificada estrechamente, pero quedando clara la subordinación de súbditos a monarca. Las Cortes de Toledo de 1538, últimas a las que se convocó a la nobleza como brazo o estamento, sancionaron esa nueva forma de gobernar la Corona de Castilla, pieza central de lo que ya puede llamarse la Monarquía Católica o Monarquía Hispánica de los Habsburgo. A esas alturas, los sueños de la Idea imperial de Carlos V habían quedado en gran parte diluidos, lo que quedó confirmado en el reinado de su hijo Felipe II.

     

     

     

    Atribución imagen:

    De Rastrojo (D•ES) – self-made, from image:Corona de Castilla 1400.svg. Source for city control: Díaz Medina, Ana (03-2006). «Héroes de Castilla: Los Comuneros». Historia National Geographic (nº 27): p. 92-103., CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3788239

     

  • Pedro de Estopiñán y Virués y la conquista de Melilla

    Pedro de Estopiñán y Virués y la conquista de Melilla

    Pedro de Estopiñán y Virués o simplemente Pedro Estopiñán y también conocido como Pedro de Estopiñán el Conquistador de Melilla (Jerez de la Frontera, ca. 1470-Monasterio de Guadalupe, 3 de septiembre de 1505) fue un militar castellano vinculado desde su juventud al servicio de la casa ducal de Medina Sidonia, y debe su fama a ser el comandante en jefe del ejército del duque Juan Pérez de Guzmán, que conquistó la ciudad de Melilla en el año 1497.

    Al ser encarcelados a finales de 1500 el virrey y gobernador general Cristóbal Colón y el adelantado Bartolomé Colón, quedarían vacantes los títulos citados, por lo cual, a principios de 1504 los Reyes Católicos lo nombraron como adelantado y gobernador general de las Indias pero al demorar su viaje para tomar el mando, falleció antes de pasar al Nuevo Mundo, y como los hermanos Colón fueron indultados por los soberanos, ambos conservarían sus títulos y cargos.

    Pedro de Estopiñán había nacido hacia 1470​ en la ciudad de Jerez de la Frontera que estaba en la jurisdicción del entonces Reino de Sevilla, el cual era uno de los tres cristianos de Andalucía, y que a su vez formaba parte de la Corona de Castilla. Era hijo del hidalgo Ramón Estopiñán y Vargas (n. Reino de Aragón, ca. 1450), jurado de Jerez de la Frontera, y de su esposa desde 1470, Mayor de Virués​ (n. Jerez de La Frontera, ca. 1450), de noble alcurnia. Fueron sus hermanos Francisco y Bartolomé de Estopiñán quien participara en la Guerra de Granada entre 1482 y 1492, y junto a Alonso Fernández de Lugo, en la conquista de las islas Canarias en 1495.

    El linaje de su familia paterna procedía del Alto Aragón, desde donde una rama pasó a establecerse en Andalucía durante la primera mitad del siglo XIV. Es frecuente que varios caballeros con ese apellido aparezcan en las narraciones de la época, sobre todo vinculados a otro linaje autóctono, los Guzmanes, condes de Niebla y posteriores duques de Medina Sidonia.

    A pesar de estas noticias de su familia, apenas se conoce nada de la infancia y juventud del conquistador,​ salvo su entrada al servicio de la casa ducal de Medina Sidonia. Era esta una de las más importantes de la época puesto que, tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492, la población musulmana que había abandonado la península se concentró en el norte de África, lugar desde donde efectuaban numerosos ataques a las costas peninsulares de Andalucía. Precisamente, en una de estas incursiones piratas, acontecida en junio de 1496, se halla la primera mención de Pedro de Estopiñán.

    Contador del duque de Medina Sidoña

    A temprana edad pasó a ser paje de la Casa de Medina Sidonia.​ Con ocasión de la pesca de almadrabas, buena parte de la comitiva cortesana de los duques, incluida la propia duquesa Leonor de Estúñiga, se había desplazado a Conil para asistir al espectáculo. Súbitamente, un barco de piratas berberiscos se introdujo entre los buques pesqueros y lograron abordar uno de ellos.

    Ante el peligro evidente, Pedro de Estopiñán, citado con el cargo de contador de la «Casa del duque don Juan»,​ zarpó en una pequeña embarcación para parlamentar con el jefe de los piratas, quien pidió una elevada cantidad de dinero por el rescate de los marinos prisioneros.

    Iniciado en actuaciones militares

    Con audacia, Pedro de Estopiñán abrazó por sorpresa al musulmán y cayó con él al agua, donde fue recogido por sus hombres, lo que, evidentemente, cambió el curso de las negociaciones: el jefe de los piratas fue canjeado por la tripulación y el buque, poniendo punto final al truculento episodio de las almadrabas.

    Los ecos de admiración por la valentía de Pedro no cesaron de proclamarse por todo el territorio, incluso llegaron a los anales históricos de Jerez, por lo que se puede situar esta fecha de 1496 como el primer hito de consideración en la carrera militar de Estopiñán.

    Conquista de Melilla

    Posiblemente gracias a esta demostración, cuando los Reyes Católicos autorizaron a la Santa Hermandad la dotación de un ejército para la conquista de Melilla, bajo la dirección del duque de Medina Sidonia, este eligió al valiente comendador para dirigirlo. Es posible también que facilitase la elección de Pedro el hecho de que las tropas, suministradas por los concejos de Jerez, Medina, Arcos y Sanlúcar de Barrameda, estuviesen organizadas por tres ilustres jerezanos como él, seguramente al tanto de su brillante actividad militar: el corregidor Juan Sánchez Montiel, Francisco de Vera (Provincial de la Santa Hermandad), y Manuel Riquelme (veinticuatro -regidor- de Jerez y capitán de la Hermandad concejil).

    Así pues, Pedro de Estopiñán, al frente de 5000 infantes y 250 jinetes, desembarcó en el norte de África y puso cerco a Melilla, que finalmente fue conquistada el 28 de septiembre de 1497. Tras la conquista, Estopiñán regresó a la península, no sin antes dejar una guarnición de 1500 hombres para la defensa de la plaza, así como un ingente número de canteros, carpinteros y albañiles con el expreso mandato de reparar las fortificaciones de la ciudad y construir nuevas murallas defensivas.

    La ausencia norteafricana de Estopiñán fue breve, puesto que al año siguiente los musulmanes redoblaron sus esfuerzos por recuperar la plaza perdida. Ante los nuevos ataques sufridos por la guarnición de Melilla, el duque Juan, de acuerdo con los Reyes Católicos, decidió enviar nuevas tropas de refresco, de nuevo encabezadas por Estopiñán, a quien esta vez acompañaba otro destacado caballero de la casa ducal, García León.

    Al dejar a los sitiadores entre dos fuegos, el triunfo fue total ya que, a instancias del comendador, se persiguió a todos los fugitivos hasta obligarlos a asentarse en la región de Orán, más lejana y con menos medios; igualmente, un número de musulmanes no inferior a 250 fueron apresados, como posible moneda de cambio en el futuro. Aunque en el propio año 1498 aún tuvo Estopiñán que regresar por dos veces a Melilla,​ se puede dar esta fecha como el inicio de la estabilidad de los cristianos en la plaza norteafricana.

    Ante la ausencia de noticias referentes a conflictos bélicos, la biografía del caballero jerezano vuelve a ser difícil en el período 1499-1503, del que no se sabe prácticamente nada aunque se puede suponer una estancia desahogada en Andalucía, dentro de la corte ducal o en su habitual residencia sevillana, situada en la actual calle Francos, donde se puede ver el escudo de armas de la familia y su lema In soli Deo honor et Gloria. Es bastante probable, igualmente, que para esta fecha ya estuviese casado con su mujer, doña Beatriz Cabeza de Vaca, emparentada con la familia del que sería gran explorador de las Américas, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, sobrino de Pedro y Beatriz.

    Campañas del Rosellón

    En 1503, empero, sus servicios militares fueron de nuevo requeridos por el propio Rey Católico, Fernando de Aragón, con objeto de que acudiese a Salces (Rosellón), puesto que las tropas del monarca francés Luis XII sometían a un severo cerco esta ciudad.

    De nuevo demostró su valía militar, puesto que dividió a sus tropas en dos grupos: el primero hostigaba la retaguardia de los sitiadores sin cesar, mientras que el segundo fue enviado al puerto para evitar que los refuerzos franceses, que habían embarcado en Colliure con destino al Rosellón catalán, pudiesen desembarcar y sumarse al resto. La maniobra fue efectiva, ya que la retirada de los invasores se produjo a finales del citado año.

    Títulos regios de adelantado y gobernador general de las Indias

    El rey Fernando, en recompensa a la efectiva labor de Pedro de Estopiñán, lo nombró a principios de 1504 como adelantado de Indias y capitán general de la isla de Santo Domingo y dependencias, con lo que parecía ponerse el colofón a su carrera militar si se tiene en cuenta al prestigio y valía de los citados puestos en el organigrama político-militar de la dominación española de América.

    Durante ese mismo año, Estopiñán comenzó los preparativos del viaje al Nuevo Mundo, a donde se iba a establecer con toda su progenie y familia, aunque también participó activamente en la preparación de una expedición a Mazalquivir en 1505, en la que, sin embargo, declinó participar por los citados preparativos.

    Imposibilidad de viajar al Nuevo Mundo y fallecimiento

    Pocos días más tarde, en el transcurso de una visita al monasterio de Guadalupe, el adelantado Pedro de Estopiñán falleció súbitamente el 3 de septiembre de 1505, y fue enterrado dos días más tarde en el propio monasterio.

  • Pero Niño, el marino castellano que doblegó a los ingleses en el siglo XIV

    Pero Niño, el marino castellano que doblegó a los ingleses en el siglo XIV

    Pero Niño, nació en Valladolid el año 1378 y murió en Cigales, Valladolid el año 1453) Fue señor de Cigales y de Valverde, I conde de Buelna,​ y un destacado militar, marino y corsario castellano al servicio del rey Enrique III el Doliente. También es conocido por ser el protagonista de El Victorial o Crónica de Pero Niño, una biografía escrita por el alférez bajo su mando Gutierre Díez de Games e importante obra de la literatura hispana medieval en su género.

    Como el almirante Bocanegra o Sánchez Tovar, como Pedro Mesía de la Cerda o Blas de Lezo y otros tantos innumerables marinos de talla única, el castellano Pero Niño, ya a muy temprana edad, apuntaba maneras.

    Con tan solo doce años, montado en un percherón, precoz regalo de su padre, con la ballesta de su progenitor, le atinó al trote a un olmo centenario, doce dardos uno tras de otro sin errar ni un solo tiro. La criatura era un espadachín consumado con quince tacos, participando en justas y, en ocasiones, metiendo en cintura a algún noble levantisco a las ordenes de su rey, Enrique III de Castilla. Era un fiera y había sido parido para arrear mandobles a destajo; era un chaval de una naturaleza formidable.

    Primeras andanzas

    El caso es que con la credencial de sus habilidades, el monarca castellano le había puesto un ojo encima. A raíz de esta simbiótica empatía, se convirtieron en inseparables y el coronado le enviaría a hacer algunos trabajillos por el Mediterráneo, a la sazón un mar proceloso y lleno de corsarios y piratas que vivían opíparamente del cuento y del saqueo.

    El Papa Benedicto XIII recordó al almirante castellano que de perseverar en su actitud hostil, sería excomulgado ‘ipso facto’.

    Así estaban las cosas cuando en comisión de servicio se bajó en una playa de Orán -nido sacrosanto de la piratería berberisca-, de una galera con treinta ballesteros, dando lugar a una épica escena en la que los pocos repartieron abundante estopa a los muchos. Aquel golpe de mano supuso un dolor de cabeza importante para el jerife local que estaba mas acostumbrado a dar que a recibir. Pero la cosa no acabó ahí, pues el castellano le cogería el tranquillo a lo de arrear a los del turbante, convirtiéndose en una pesadilla para los devotos de Allah que no ganaban para sustos.

    Fue entonces cuando nuestro héroe, aburrido de hacer siempre lo mismo en las costas de berbería, cambiaría de aires para fortuna de los abnegados moritos masoquistas. Así estaban las cosas, cuando en uno de sus eufóricos arrebatos quiso ponerles la mano encima a dos piratas de reconocido prestigio cuyas andanzas en el Mediterráneo habían sobrepasado todos los limites.

    Juan de Castrillo y Arnau Aymar eran dos prendas. Estos dos granujas trabajaban al alimón para la Corona de Aragón. Sucedió que un buen día de primavera, según cuentan las crónicas, allá por la altura de Menorca, estos dos colegas estaban dejando en paños menores a una embarcación mercante con el pabellón de Castilla. Alertado Pero Niño por unos pescadores que faenaban por la zona, se inició la memorable persecución de los rapiñadores, que a la postre se refugiarían en Marsella con los castellanos pisándoles los talones.

    La cosa se puso fea porque Pero Niño quería capturarlos en el mismo puerto y prender fuego a la ciudad por albergar a estos perillanes. El Papa Benedicto XIII, que hacía manitas con el rey de Aragón, envió a sus emisarios para recordarle al almirante castellano que había una cosa que se llamaba obediencia debida y que de perseverar en esa actitud hostil, sería excomulgado ‘ipso facto’. Ni que decir tiene que Pero Niño cogió un berrinche importante y que la cosa, para bien de las partes, no llegó a mayores.

    Saqueos en la costa británica

    Habida cuenta de las desbordantes energías del belicoso protegido y de la potencialidad de entrar en un conflicto internacional innecesario, Enrique III, con buen criterio, decidió darle otro hueso a su atómico almirante. Y lo envió al norte a aplicarles una terapia de choque a los subidos ingleses que no paraban de hacer de las suyas.

    Quiso el futuro, que un gran amigo de la infancia y cronista de sus gestas, Gutierre Díez de Games, volcara en ‘El Victorial’ –posiblemente la primera biografía española–, sus hazañas por los mares controlados por Castilla, que eran unos cuantos.

    El catecismo de Pero Niño era muy sencillo: se acercaba a la costa inglesa, los lugareños huían despavoridos, saqueaba e incendiaba la ciudad.

    La actividad principal de Pero Niño no era otra que la de estar abonado a poner en fuga a los despistados ingleses que pululaban por el Cantábrico y cercanías a la plataforma continental. Habituados los anglos a ser ellos los que cortaban el bacalao en materia de corso y piratería, disciplinas en las que estaban doctorados, quedaron ingratamente sorprendidos al ver que un marino del sur seco les disputaba la hegemonía que ellos creían que les pertenecía.

    La verdad es que tras la aparición en escena de Pero Niño, a Inglaterra parecía que le había mirado un tuerto. Como es sabido de largo, los ingleses han sido muy aficionados a lo ajeno desde tiempos inmemoriales; lo que les sorprendió enormemente es que en pleno siglo XIV alguien les discutiera la paternidad de su único arte digno de mención; la piratería.

    El catecismo de Pero Niño era muy sencillo. Se acercaba a la costa inglesa, los lugareños huían despavoridos, saqueaba, incendiaba y “hasta luego Lucas”. Todo ocurría en un abrir y cerrar de ojos. Obviamente el rey de Inglaterra estaba hasta la coronilla del almirante castellano.

    Tras saquear Cornualles y la isla de Portland y de pasaportar a más de cuatrocientos soldados de su majestad, arramplaron con las naos que había en el puerto y las cargaron con todo lo que de valor pudieron. Y así, suma y sigue, el prestigio de Pero Niño iba ‘in crescendo’ e Inglaterra se aprestaba para una defensa civil con milicias ya que el ejercito no daba abasto ante la osadía del castellano.

    Tiene títulos, honores, prestigio, bienes, poder, reconocimiento; pero no tiene sucesión y esto le obsesiona.

    Aprovechando el desconcierto de los insulares, y su sobrevenida afición de piromano, pegó fuego hasta los cimientos a las ciudades de Poole y Southampton.

    Pero Enrique III, llamado el doliente por sus innumerables goteras, compañero de juegos de infancia ambos, le llama a la Corte. En plena juventud, a los 27 años y cuando iba a encumbrar al almirante castellano para convertirlo en caballero, el frágil monarca desaparece entre las hebras de la oscuridad invisible.

    Finalmente, cuando parece darle esquinazo a la agitada vida de soldado, aparece en el escenario vital de este curtido marino una hermosa criatura llamada Beatriz de Portugal, a la que se abraza en cuerpo y alma tras un cortejo clásico y de un romanticismo increíble. Pero Beatriz muere al poco y Pero Niño se viene abajo. Tiene títulos, honores, prestigio, bienes, poder, reconocimiento; pero no tiene sucesión y esto le obsesiona. Lo intenta con la jovencísima Juana de Estúñiga sin resultados. A quien fue el terror de los mares, se le escapa lo mas tierno; una criaturita, un retoño, un vástago.

    En 1453, probablemente postrado por una depresión, deja su cuerpo e inicia el Gran Viaje.

    Pero Niño, un valiente sin espacio suficiente.

  • La Batalla de Valverde

    La Batalla de Valverde

    La batalla de Valverde enfrentó el 14 de octubre de 1385 en las cercanías de la localidad de Valverde de Mérida, Castilla, a ejércitos de la Corona de Castilla y el Reino de Portugal como parte de la Crisis de 1383-1385 en Portugal. El combate se saldó con una decisiva victoria del ejército portugués.

    Dos meses después de la decisiva victoria lusa en la batalla de Aljubarrota, el condestable de Portugal, Nuno Álvares Pereira, decidió pasar a la ofensiva e invadir territorio castellano. El ejército portugués salió desde Estremoz y atravesó por Vila Viçosa y Olivenza antes de penetrar en territorio de la corona de Castilla, donde tomaron Vilagarcia, localidad sin defensas,​ y desde allí procedieron en dirección a Valverde de Mérida.

    Las fuerzas castellanas en la zona esperaban refuerzos, pero a pesar de ello decidieron marchar para enfrentarse a un ejército portugués que era menos numeroso e impedir que cruzara el río Guadiana. Los refuerzos castellanos se componían de levas locales y su número total ascendía a unos 20 000 hombres, entre los que había varios nobles como Gonzalo Núñez de Guzmán, Maestre de la Orden de Calatrava, el Maestre de la Orden de Alcántara, que entonces era el portugués Martim Anes de Barbuda, así como el Maestre de la Orden de Santiago, Pedro Muñiz de Godoy.

    Una parte del ejército castellano cruzó el río Guadiana y tomó posición en la orilla opuesta, mientras que el resto de soldados permanecieron en sus puestos con la intención de rodear a las fuerzas portuguesas una vez que estas cruzaran el curso fluvial. El comandante luso, Nuno Álvares Pereira, ordenó entonces a sus hombres formar en cuadro colocando sus pertrechos en el centro y se lanzaron con ímpetu contra los castellanos, que trataron de detenerlos. Tras alcanzar la orilla del río, Álvares ordenó a su retaguardia proteger los pertrechos y luchar contra el enemigo mientras su vanguardia cruzaba el río.

    Las fuerzas castellanas que los esperaban al otro lado, unos 10 000 soldados, no fueron capaces de detener su cruce.​ Tras reordenar su vanguardia para que defendiera la orilla que acababan de ganar, Nuno Álvares Pereira volvió a cruzar el Guadiana para reunirse con su retaguardia, la cual estaba sufriendo una lluvia de flechas castellanas. Una vez que el condestable de Portugal fue consciente de que su enemigo había lanzado todos sus proyectiles, ordenó atacar. Fue en ese momento cuando vio el pendón del Gran Maestre de la Orden de Santiago y se abrió paso a través del ejército castellano para enfrentarse a él y herirlo de muerte tras un breve duelo.​ Muerto el maestre y caída su enseña, las fuerzas castellanas se desmoralizaron y rompieron su formación, con lo cual fueron incapaces de detener el empuje portugués y cayeron rápida y totalmente derrotadas.

    Los soldados lusos persiguieron a los castellanos hasta el anochecer y regresaron a Portugal a la mañana siguiente. Al tremendo desastre que Castilla había experimentado poco antes en Aljubarrota se sumó la derrota en Valverde. Como consecuencia, la mayor parte de las localidades portuguesas que estaban todavía ocupadas por fuerzas castellanas se rindieron ante Juan I de Portugal.

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  • La Batalla de Teba, cuando los escoceses lucharon junto a los castellanos

    La Batalla de Teba, cuando los escoceses lucharon junto a los castellanos

    La batalla de Teba fue un episodio bélico que tuvo lugar en la localidad andaluza que le da nombre, en el mes de agosto de 1330. En ella se enfrentaron un ejército cristiano comandado por el rey castellano Alfonso XI y otro musulmán enviado por el emir nazarí Muhammed IV de Granada y comandado por el general benimerín Ozmín. La principal consecuencia de la batalla fue la toma del estratégico castillo de la Estrella por las tropas cristianas.

  • La historia de la Casa de Trastámara

    La historia de la Casa de Trastámara

    La Casa de Trastámara fue una dinastía de origen castellano que reinó en la Corona de Castilla de 1369 a 1555, la Corona de Aragón de 1412 a 1555, el Reino de Navarra de 1425 a 1479 y el Reino de Nápoles de 1458 a 1501 y de 1504 a 1555.

    El Origen; La Casa de Borgoña de Castilla

    Tuvo su origen en el matrimonio de la infanta Urraca —hija de Alfonso VI de León y de Constanza de Borgoña— con Raimundo de Borgoña, al cual se le encomendó el gobierno del condado de Galicia en 1093, que fue reducido al norte del río Miño en 1096. Raimundo era hijo del conde Guillermo I de Borgoña y cuya madre de filiación no documentada era Estefanía de Borgoña. El matrimonio de Raimundo con Urraca engendró al futuro Alfonso VII «el Emperador» (o bien Alfonso Raimúndez), rey de León y Castilla.

    No se debe confundir la casa de Borgoña castellana con la casa de Borgoña portuguesa, la cual procede de una rama secundaria de los Capetos que gobernaba en el ducado de Borgoña. Las dinastías regias castellana y portuguesa descendían de dos primos, Alfonso VII de León y Alfonso I de Portugal, que pertenecían respectivamente, a los linajes del condado de Borgoña y del ducado de Borgoña. La dinastía continuó en Castilla hasta la muerte de Pedro I «el Cruel» en 1369, de manos de su hermanastro y sucesor Enrique II «el de las Mercedes» de la nueva Dinastía de Trastámara (que no es pues sino una rama secundaria de la dinastía de Borgoña).

    Alfonso VII de León

    Alfonso VII de León, llamado «el Emperador» (Caldas de Reyes, 1 de marzo de 1105 – Santa Elena , 21 de agosto de 1157), fue rey de León y de Castilla entre 1126 y 1157. Hijo de la reina Urraca I de León y del conde Raimundo de Borgoña, fue el primer rey leonés miembro de la Casa de Borgoña, que se extinguió en la línea legítima con la muerte de Pedro I, quien fue sucedido por su hermano paterno Enrique, primer rey Trastámara.

    Retomando la vieja idea imperial de Alfonso III y Alfonso VI, el 26 de mayo de 1135 fue coronado Imperator totius Hispaniae (Emperador de España) en la Catedral de León, recibiendo homenaje, entre otros, de su cuñado Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.

    La Casa de Trastámara

    La Casa, una rama menor de la reinante Casa de Borgoña, toma su nombre del Condado de Trastámara (del latín: Tras Tamaris, ‘más allá del río Tambre’) en el noroeste de Galicia, título que ostentaba antes de acceder al trono Enrique II (1369-1379) tras la guerra civil que terminó con el asesinato en 1369 de su hermanastro Pedro I.

    Bajo los diferentes reinados de los Trastámara se debilitó la autoridad monárquica conseguida por Pedro I y el desarrollo económico que había sido impulsado por la burguesía. A la vez, bajo sus gobiernos se manifiesta muy bien una política que llevará más adelante hacia las llamadas monarquías autoritarias. Lograron involucrar a Castilla en la Guerra de los Cien Años, permitiendo a la diplomacia europea inmiscuirse en los asuntos del reino.

    La Casa de Trastámara pasó a reinar en Aragón mediante el compromiso de Caspe (1412), que puso fin a la crisis sucesoria originada por la muerte sin descendencia de Martín I el Humano en 1410. Allí, contrariamente a la pérdida de autoridad que sufrían los Trastámaras castellanos, la rama aragonesa luchó por afianzar el poder del Rey en unos territorios donde las Constituciones y Fueros de cada reino le limitaban la capacidad de acción. Fernando I manifestó su rechazo a estos fueros, y a la larga, bajo Juan II de Aragón y Fernando el Católico, los Trastámara pudieron superar parte de los escollos de la peculiar organización feudalizante de la Corona de Aragón, aunque debido a la guerra entre Juan II y la Diputación del General, Aragón, y en especial Cataluña, quedaron atrás en la recuperación económica que se desarrollaba desde la debacle de la Peste Negra y la Crisis del siglo XIV.

    La última monarca de esta casa en gobernar en España fue la reina Juana I la Loca, que por su matrimonio con Felipe I el Hermoso y a través del hijo de ambos, Carlos I, dio paso al gobierno de España por reyes de la Casa de Austria.

  • La Batalla de Villalar

    La Batalla de Villalar

    La batalla de Villalar fue un enfrentamiento armado librado durante la Guerra de las Comunidades de Castilla que enfrentó el 23 de abril de 1521 en Villalar a las fuerzas realistas partidarias del rey Carlos I de España, capitaneadas por Íñigo Fernández de Velasco y Mendoza, condestable castellano que ejercía de gobernador del reino por la ausencia del monarca,​ y las comuneras de la Santa Junta conformada en Ávila en julio del año anterior.

    Las consecuencias del enfrentamiento fueron profundas, ya que la derrota comunera y el ajusticiamiento de sus líderes un día después puso fin casi por completo al conflicto —excepto en Toledo, donde la resistencia se prolongó hasta febrero de 1522.

    El ejército comunero se encontraba acuartelado en la localidad vallisoletana de Torrelobatón, tras haberla tomado en el mes de febrero de 1521. Juan de Padilla mantenía a sus hombres dentro del castillo a la espera de poder partir hacia Valladolid o Toro. Mientras tanto, el ejército del Condestable avanzaba hacia el sur, y el día 21 de abril se instalaba en Peñaflor de Hornija, donde se le unieron las tropas del Almirante y los señores, esperando movimientos del ejército comunero. A su mando figuraban además las fuerzas alistadas en el repartimiento efectuado por el Ayuntamiento de Burgos.

    Por otra parte la Santa Junta, establecida en Valladolid, decidió enviar a Padilla los refuerzos que él solicitaba: un contingente de artillería. El regidor Luis Godinez se negó rotundamente ponerse al frente de él, por lo que el puesto terminó siendo detentado el 18 de abril por el colegial Diego López de Zúñiga. La situación de los comuneros en Torrelobatón se tornaba cada momento más crítica, por lo que el universitario decidió el día 20 ponerse en marcha con el contingente sin recibir órdenes expresas de la Comunidad.

    El 22 de abril los comuneros no hicieron más que avistar las posiciones enemigas enviando patrullas, sin decidirse aún a abandonar Torrelobatón.​ El ejército rebelde salió por fin el día 23 de abril de 1521 de madrugada hacia Toro, ciudad levantada en comunidad.​ Era un día de lluvia, el menos propicio para hacer un desplazamiento militar. Los soldados del ejército comunero habían presionado horas antes a Padilla para que realizara algún movimiento en la zona. Este decidió partir hacia Toro en busca de refuerzos y aprovisionamiento. El ejército fue recorriendo el camino hacia Toro siguiendo el curso del riachuelo Hornija, y pasaron por los pueblos de Villasexmir, San Salvador y Gallegos.​ Cuando llegaron a la altura de Vega de Valdetronco, la batalla ya era inevitable. La lluvia seguía cayendo con fuerza, y Padilla se vio obligado a buscar un lugar propicio donde presentar la batalla.

    La primera localidad elegida fue Vega de Valdetronco, pero el ejército no atendía a las órdenes que él daba. La siguiente localidad en el camino hacia Toro, pasada Vega de Valdetronco, era Villalar, y aquel fue el lugar donde se desarrollaría la batalla, concretamente, en el Puente de Fierro.

    El ejército comunero, en clara inferioridad respecto a las tropas de Carlos V, intentó que la batalla se produjera dentro del pueblo. Para ello, instalaron los cañones y demás piezas de artillería en sus calles.

    Muchos de los combatientes aprovecharon la incertidumbre inicial para huir a sus localidades de origen u otras cercanas a Villalar. Pero los comuneros ni siquiera tuvieron la oportunidad de desplegar sus fuerzas, pues la caballería realista se lanzó al ataque de forma fulminante sin esperar la llegada de la infantería del Condestable. Esta se presentó cuando la contienda ya había concluido.

    Tras la batalla

    Los destacados líderes comuneros Padilla, Bravo y Maldonado lucharon hasta ser capturados. Al día siguiente, 24 de abril, los jueces Cornejo, Salmerón y Alcalá los encontraron culpables «en haber sido traidores de la corona real de estos reinos» y los condenaron «a pena de muerte natural y a confiscación de sus bienes y oficios». Después de confesarse con un fraile franciscano, fueron trasladados a la plaza del pueblo, en la que se encontraba la picota donde eran ejecutados los delincuentes, y allí fueron decapitados por un verdugo, que utilizó una espada de grandes dimensiones.

    Los soldados del ejército comunero que lograron huir, lo hicieron en su mayoría a Toro perseguidos por el conde de Haro y una parte del maltrecho ejército pasó a Portugal por la frontera de Fermoselle. El resto se reunió con Acuña y María Pacheco en Toledo, reforzando la resistencia de la ciudad del Tajo varios meses más. La batalla se saldó finalmente con la muerte de 500 a 1000 soldados comuneros y la captura de otros 6000 prisioneros.

     

  • Revuelta del 3 de febrero de 1522

    Revuelta del 3 de febrero de 1522

    La revuelta del 3 de febrero de 1522 fue un enfrentamiento que tuvo lugar en dicha fecha dentro de la ciudad de Toledo, entre comuneros y realistas, y que tuvo como consecuencia la derrota definitiva de los antiguos rebeldes y la huida de María Pacheco de la ciudad.

    La capitulación de Toledo a finales de octubre de 1521 no selló por completo la paz dentro de la ciudad. Por un lado los comuneros, con la viuda de Juan de Padilla a la cabeza, seguían conservando las armas y el prestigio de sus días. Por el otro, las nuevas autoridades pretendían llevar a cabo la represión y al mismo tiempo anular el acuerdo alcanzado al considerarlo inadmisible.

    Todo comenzó en la noche del día 2 de febrero, cuando multitud de hombres armados se congregaron junto a la casa de María Pacheco. Las autoridades detuvieron a un presunto agitador y lo condenaron a morir en la horca, por lo que al día siguiente —pese a las negociaciones entre los dirigentes de ambos bandos— los comuneros intentaron arrebatar al reo de la cárcel, dando inicio así a los primeros enfrentamientos con las fuerzas del orden. La batalla siguió por varias horas más, hasta que al anochecer la condesa de Monteagudo sentó una tregua que supuso la derrota definitiva de los comuneros, pero que fue aprovechada por María Pacheco para escapar a Portugal, donde se exilió hasta su muerte, en 1531.

    El 31 de octubre de 1521, previas negociaciones, el arzobispo de Bari pudo entrar en Toledo, ciudad que tras la batalla de Villalar había decidido proseguir la resistencia de mano de la viuda del capitán Juan de Padilla, María Pacheco. En realidad, el pretendido ambiente de conciliación no era tal. Los antiguos comuneros, incluida María, seguían conservando las armas y el prestigio que la revuelta les había conferido. El doctor Juan Zumel, por su parte, tenía que hacer frente a la delicada tarea de llevar a cabo la represión.​ A este motivo de disgusto para los antiguos rebeldes se agregaba el hecho de que además los virreyes habían empezado a considerar inadmisible el acuerdo firmado el 25 de octubre, por cuanto era demasiado favorable a los rebeldes y había sido autorizado bajo las presiones de la invasión francesa a Navarra.

    Este clima de inseguridad y desconfianza, que parecía propio de una ciudad ocupada, fue terreno propicio para números incidentes. Como aquella noche que, saliendo Zumel de la casa de María, se encontró con una multitud de cien a ciento cincuenta personas, una de las cuales le espetó amenazadoramente:

    Guárdese lo capitulado, syno juro a Dios que de vn almena quedeys colgado.
    Declaración de Francisco Marañón.​

    En otra ocasión, en circunstancias nada claras, los canónigos mandaron arrestar a un clérigo y le condujeron a la prisión del arzobispado. En mitad de la noche una pequeña patrulla partió del domicilio de doña María e intentó forzar la puerta de la prisión para liberarlo.

    Desarrollo de los acontecimientos

    Primeros alborotos

    Fue así que en la tarde del domingo 2 de febrero de 1522 (día de la Candalaria) un zapatero llamado Zamarrilla intentó levantar a la población contra las autoridades:

    ¡Levantaos! ¡Levantaos que hay traición!

    A la casa de María acudieron numerosos grupos de agitadores​ con Antonio Moyano a la cabeza y en número de hasta 2000 hombres,​ pero ella y Gutierre López se opusieron abiertamente a una movilización que no podía sino perjudicarles. El segundo de ellos preguntó donde se hallaba Moyano; este se arrebujó en su capa y le dijo a los otros que contestasen que no se encontraba entre ellos. Gutierre llamó a María Pacheco, y entonces Moyano se personó por fin frente a ella:

    Moyano, ¿Qué gente es ésta? ¿Andáis por echarme a perder? Veis los capítulos que están hechos (…) y hacéis agora eso para dañarlo todo (…). Por amor de mi que os vayáis, que alborotáis la ciudad desta manera. Estamos en lo que conviene a la ciudad e vosotros la echaréis a perder a ella y a todos vosotros. Por eso, por amor de Dios que os vayáis, e cada uno se vaya por sí, que no vayáis todos juntos.
    Declaración de un testigo en el pleito seguido por el mayorazgo de Juan de Padilla.

    Moyano alegó motivos:

    Señora, vinieron aquí a las alegrías por el papa á esta casa de vuestra merced.

    Finalmente, los moderados acabaron imponiéndose y la multitud se dispersó por las calles aledañas no sin antes pactar que traerían una culebrina, para casar el tiro San Juan. Poco después, Gutierre López de Padilla y Pero Núñez de Herrera se entrevistaron con el arzobispo de Bari para comunicarle un mensaje de María Pacheco. Las conversaciones, que al parecer giraron en torno la suerte final de la viuda de Padilla, se prolongaron hasta las tres de la madrugada sin resultados concretos.

    Mientras tanto ambos interlocutores, junto con el licenciado Alonso López de Ubeda, salieron a pedir a María Pacheco que hiciese retirar nuevamente la gente reunida por Moyano. Pero el jefe comunero Villaizan se apoderó de la culebrina y de un carro que había en la alhóndiga y desde la calle Santo Tomé la paseó por la ciudad al grito de «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Padilla! ¡Padilla!».9​ Finalmente, María insistió y los comuneros abandonaron la culebrina en la calle.

    Quizá nada habría ocurrido si los soldados del arzobispo no hubiesen decidido detener a uno de los agitadores que estaba con ellos («uno de los más dañosos»).​ Sobre su identidad no hay datos seguros, pues algunos hablan de Juan de Ugena, otro de un tal Galán, y la mayoría —inclusive un testigo del proceso contra el regidor Juan Gaitán— se refiere al detenido como «el lechero». Algunos cronistas dan por cierta una versión que habla que era el padre de un chico que ese mismo día, en medio de las celebraciones por la elección del cardenal Adriano de Utrecht como papa, había gritado el nombre de Padilla, lo que hizo que fuese golpeado y castigado por las autoridades. Según dicho relato, el padre habría protestado ante este trato vejatorio, por lo que fue también detenido y condenado a la horca. No obstante, esta visión tan acotada de los hechos y que reduce la revuelta a un simple malentendido no parece la más probable ni mucho menos.​

    La proclama

    Al día siguiente, día de San Blas, el arzobispo intentó continuar la entrevista, pero Núñez de Herrera rechazó el ofrecimiento y los dos bandos se prepararon para el combate. El arzobispo se presentó entonces en el ayuntamiento protegido por una escolta, mostró sus atribuciones de gobernador de Toledo e hizo pregonar el texto del tratado firmado por la Comunidad. Pero las reacciones de los comuneros fueron desfavorables, porque al parecer no se trató del acuerdo original suscrito el 25 de octubre sino de uno nuevo que el arzobispo, junto con el prior de San Juan y el doctor Zumel, había hecho firmar a los antiguos integrantes de la congregación y que sentaba la derrota completa de la Comunidad.

    María Pacheco escuchó el pregón desde su ventana, junto con Pero Núñez y de García López de Padilla. Advirtiendo a la multitud congregada junto a ella de la farsa del mismo, exclamó con ira:

    Que pregonavan papeles e que todo no hera nada.
    Declaración de un testigo en el pleito seguido por el mayorazgo de Juan de Padilla.

    Los enfrentamientos

    Los enfrentamientos tuvieron lugar en el mediodía, cuando los comuneros se opusieron a que las autoridades ejecutaran al agitador detenido la noche anterior. El arzobispo respondió enviando un emisario a la condesa de Monteagudo María de Mendoza, para que ella le hiciese ver a Pacheco —su hermana— cuan inconveniente era su actitud. Tanto la condesa como María Pacheco exigieron la inmediata liberación del condenado.

    En estas circunstancias Pero Núñez de Herrera, provisto de un salvoconducto, fue a parlamentar con el arzobispo de Bari, pero entonces unos mil comuneros —armados con picas y tiros— se dirigieron a la prisión por la calle Tendillas de Sancho Minaya y se enfrentaron con las fuerzas del orden al grito de «¡Padilla, Padilla!». Inclusive una fracción del clero intervino en la contienda apoyando a los soldados del arzobispo, que gritaban «¡Muerte a los traidores!». Gutierre de Padilla, como realista, cumplió un rol muy importante en esta jornada. En los primeros momentos logró apaciguar a muchos prometiendoles que el arzobispo perdonaría al reo, y lo mismo llegó a afirmar a la esposa de aquel, Francisca.​ Naturalmente eso no ocurrió, y la multitud, al mismo tiempo que prometió no dejar vivo a ninguno de los que apoyasen al arzobispo, tachó a Gutierre de traidor y lo amenazó con la muerte.​ «Por Dios, que sería bien que cortásemos la cabeza á este traidor», llegó a decirle el notario Gonzalo Gudiel al alcalde mayor Godínez. En una estrategia para desmovilizar a los grupos rebeldes, Gutierre le pidió a aquel que advirtiese a los capitanes Figueroa y Juárez que con su levantamiento no hacían más que mandar a su gente a una muerte segura. De esa forma retrajo a los comuneros hacia la plazuela de la casa de María para decirles:

    Deteneos, señores; volvamos y guardemos nuestra casa é nuestra artillería, que agora no es tiempo, qué somos pocos, é si nos toman la casa y artillería, somos todos perdidos; sosegaos é poned ende las armas é comamos é asegurémonos, que de aquí veremos lo que querrán.
    Declaración de un testigo en el pleito seguido por el mayorazgo de Juan de Padilla.

    Algunos propusieron a María Pacheco escapar de Toledo. Ella se dispuso a hacerlo, temiendo que incendiasen la casa si no accedía, pero Gutierre, la condesa de Monteagudo y Núñez de Herrerla lograron contenerla.​ Asimismo, la gente que el primero de ellos tenía acorralada en la plazuela de sus casas pugnaba por salir como los demás al grito de «¡Padilla! ¡Padilla!», pero él intento contenerla a duras penas con las armas, diciéndoles:

    No digáis nada de esto, cuerpo de Dios, sino ¡viva el Rey y la Inquisición!

    Lentamente, los realistas fueron cercando a los comuneros dentro de la casa de Padilla, a través de un corral de la cercana casa de Pedro Laso de la Vega.​ Mientras tanto, el condenado fue ahorcado. María Pacheco rompió en llanto y culpó de todo a Gutierre, quien en su momento la había retenido para que no saliese hacia el lugar de los hechos y arrebatase al lechero de las manos del arzobispo. Otro testigo —llamado Juan de Lizarazo— refiere también como Villaizan dio un espaldarazo a cierto criado del arzobispo y Pedro, hermano de Gutierre, salió armado y a caballo en defensa de aquel, gritandole para que retrocediese. Finalmente hizo que se retirasen de escena varios vecinos comuneros del arrabal e impidió que los implicados hiciesen uso de tres o cuatro falconetes, evitando así el derramamiento de sangre.

    Huida de María Pacheco

    El combate duró cuatro horas, hasta que la condesa de Monteagudo sentó una tregua que fue aceptada de inmediato y significó la derrota definitiva de los comuneros. María Pacheco, por su parte, aprovechó la refriega para a la mañana siguiente escapar de Toledo.​ A través de un pasadizo pasó a la iglesia de Santo Domingo el Antiguo y, con el hábito de aldeana, bajó por la calle de Santa Leocadia y consiguió salir finalmente por la puerta del Cambrón. Seguidamente se deslizó por el muladar frente a la puerta, hasta dar en el llano junto al río. Allí la esperaban las damas y criados de su hermana, que la acompañaron hasta un mesón o casa de posadas, desde donde pudo seguir a caballo hasta encontrarse con toda su gente más allá de los Molinos de Lázaro Buey junto al Tajo, actuales Molinos de Buenavista.​ En Escalona su tío, el marqués de Villena, se negó a hospedarla, por lo que la fugitiva se dirigió a La Puebla de Montalbán. Poco después se exilió en Portugal con algunos criados, dónde viviría en extrema pobreza hasta ser acogida por el obispo de Braga y morir en 1531. No se puede descartar que haya estado en connivencia tácita con el arzobispo de Bari.

    Consecuencias

    El enfrentamiento del 3 de febrero y la huida de doña María sellaron el fin del movimiento comunero en Castilla.​ Así lo conmemoraron los canónigos toledanos cuando grabaron en el claustro de la catedral de Santa María de Toledo la siguiente inscripción:

    Lunes, tres de febrero de mili e quinientos e veynte e dos, día de Sant Blas, por los méritos de la Sacrat. Virgen, nuestra señora, el deán e cabildo con todo el clero desta santa yglesia, cavalleros, buenos ciudadanos, con mano armada, juntamente con el arzobispo de Bari que a la sazón tenía la justicia, vencieron a todos los que con color de comunidad tenían esta cibdad tiranizada e plugo a Dios que ansy se hiziese en reconpensa de las muchas ynjurias que a esta santa yglesia e a sus menistros avían hecho e fue esta divina Vitoria cabsa de la total pacificación desta cibdad e de todo el reyno, en la qual con mucha lealtad por mano de los dichos señores fue sentido Dios e la Virgen nuestra señora e la magestad del enperador don Carlos semper augusto rey nuestro señor.
    Inscripción grabada en el claustro de la catedral el 3 de febrero de 1522.

    El doctor Zumel, como primer acto de la represión, procedió a derribar la casa de Juan de Padilla y levantar una columna con una placa difamatoria que hacía memoria de las pretendidas desgracias que la rebelión alentada por el regidor toledano había causado al reino.​ Por dos meses, persiguió con rigor a los antiguos comuneros que todavía permanecían en la ciudad.14

    El domingo 23 de febrero, finalmente, se celebró una concordia de fidelidad al monarca entre los caballeros, tras lo cual el arzobispo de Bari dio misa y se llevaron a cabo banquetes y juegos públicos.​ En abril, Toledo había vuelto al orden.

     

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  • La Batalla de Tordesillas

    La Batalla de Tordesillas

    Preludio

    Poco a poco, Toledo fue perdiendo influencia dentro de la Junta, y con la ciudad, también perdía influencia su líder, Juan de Padilla, aunque no así popularidad y prestigio entre los comuneros.​ Con la pérdida de influencia de Toledo y de sus líderes, surgieron dos nuevas figuras dentro de la Comunidad, Pedro Girón y Antonio de Acuña, que aspiraban a pasar al primer plano. El primero era uno de los pocos nobles leales comuneros, al parecer porque el rey se negó a entregarle el ducado de Medina Sidonia. El segundo, era obispo de Zamora, jefe de la Comunidad zamorana y cabecilla de una milicia formada enteramente por sacerdotes.​

    Mientras tanto, en el bando realista, los señores no sabían qué táctica seguir, si luchar directamente, como defendía el Condestable de Castilla o agotar las vías de negociación, como proponía el Almirante de Castilla. Todo intento de negociación entre los comuneros y los virreyes fracasó, debido a que ambos bandos contaban ya con un ejército y ansiaban vencer al enemigo.

    Así pues, a finales de noviembre de 1520, ambos ejércitos tomaban posiciones entre Medina de Rioseco y Tordesillas, haciendo inevitable el enfrentamiento.

    Desarrollo

    Con Pedro Girón a la cabeza, las tropas comuneras, siguiendo órdenes de la Junta, habían avanzado hacia Medina de Rioseco, estableciendo su cuartel general en la localidad de Villabrágima, a tan solo una legua del ejército real. Estos, mientras tanto, se limitaron a ocupar pueblos para evitar el avance y cortar las líneas de comunicación.

    La situación se mantuvo hasta el 2 de diciembre, cuando el ejército rebelde comenzó a abandonar sus posiciones en Villabrágima, tomando dirección hacia Villalpando, localidad del Condestable que se rindió al día siguiente sin oponer resistencia. Con este movimiento, la ruta hacia Tordesillas quedaba desprotegida. El ejército real lo aprovechó, poniéndose en marcha el 4 de diciembre y ocupando la villa tordesillana al día siguiente, tras haber derrotado a la guarnición defensiva comunera, que se vio desbordada.

    Consecuencias

    La toma de Tordesillas supuso una seria derrota para los comuneros, que perdían a la reina Juana, y con ella, sus esperanzas de que esta atendiera sus pretensiones. Además, muchos de los procuradores habían sido apresados, y los que no, habían huido.

    Por todo esto, los ánimos entre los rebeldes se vieron muy afectados, además de producirse airadas críticas hacia Pedro Girón por el movimiento de las tropas que le obligaron a dimitir de su puesto y apartarse del conflicto.

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  • La Corona de Castilla

    La Corona de Castilla

    La Corona de Castilla (en latín, Corona Castellae), como entidad histórica, se suele considerar que comienza con la última y definitiva unión de las Coronas de León y de Castilla, con sus respectivos reinos y entidades, en 1230, o bien con la unión de las Cortes, algunas décadas más tarde. En este año de 1230, Fernando III «el Santo», rey de Castilla desde 1217 (incluyendo el Reino de Toledo) e hijo de Alfonso IX de León y su segunda mujer, Berenguela de Castilla, se convirtió en rey de León (cuyo reino incluía el de Galicia), tras la renuncia de Teresa de Portugal, la primera mujer de Alfonso IX, a los derechos de sus hijas, las infantas Sancha y Dulce al trono de León en la Concordia de Benavente.

    Del reino de León a los de León y Castilla

    El Reino de León surgió a partir del Reino de Asturias, que ocupaba también la Asturias de Santillana tras el pacto entre Pedro duque de Cantabria y don Pelayo de Asturias, que sellaron con el casamiento de sus hijos. Castilla fue en principio un condado dentro del reino de León. En la segunda mitad del siglo x, durante las guerras civiles leonesas, se comportó con cada vez mayor independencia, para caer finalmente en la órbita navarra en el reinado de Sancho III el Grande, que aseguraría el condado para su hijo Fernando Sánchez a través de su esposa Muniadona, tras el asesinato del conde García Sánchez en 1028.​

    En 1037, Fernando I se rebeló contra el rey de León, Bermudo III,​ que murió en la batalla de Tamarón,​ convirtiéndose en rey de León a través de su matrimonio con la hermana de Bermudo, Sancha.​ El condado castellano se convirtió así en parte del patrimonio regio.

    Desde el comienzo de la Reconquista la frontera del Ebro había sido disputada entre musulmanes, leoneses, navarros y aragoneses. El Reino de Nájera y la Diócesis de Calahorra fue incorporado finalmente a la Corona de Castilla en 1176 después de pasar de mano en mano desde el 923, destacando su importancia en el Camino de Santiago impulsado por santo Domingo de la Calzada y por san Millán de la Cogolla.

    A la muerte de Fernando, dividió sus estados entre sus hijos. Su favorito, Alfonso, recibió el reino de León​ y la primacía que este título le otorgaba sobre sus hermanos. A Sancho le correspondió el estado patrimonial de su padre, el condado de Castilla, elevado a categoría de reino,​ y el menor, García, recibió Galicia.​ La división duró poco: entre 1071 y 1072 Sancho derrocó a sus hermanos y se anexionó sus estados,10​ pero murió asesinado este último año,​ con lo que su hermano Alfonso VI logró reunificar de nuevo la herencia de Fernando I, que permaneció indivisa hasta 1157. Este año falleció el emperador Alfonso VII, legando León a Fernando II y Castilla a Sancho III. Sancho fue sucedido por Alfonso VIII de Castilla, y Fernando II fue por Alfonso IX, de cuyo matrimonio con Berenguela de Castilla, hija de Alfonso VIII engendró a Fernando, el futuro Rey Santo.

    Al morir el hijo y sucesor de Alfonso de Castilla, Enrique I, en 1217, Fernando III heredó de su madre el Reino de Castilla y accedió en 1230, tras la muerte de su padre y renuncia de las infantas Sancha y Dulce, al de León. Asimismo, aprovechó la debilidad del reino almohade para avanzar enormemente la Reconquista, tomando el valle del Guadalquivir mientras que su hijo Alfonso conquistaba el Reino de Murcia.

    Los reyes de la Corona de Castilla (Juana I) poseían los títulos de Rey de Castilla, León, Navarra, Granada, Toledo, Galicia, Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla, los Algarves, Algeciras y Gibraltar y de las islas de Canaria y de las Indias e islas y Tierra Firme del mar Océano y Señor de Vizcaya y Molina.​ Su heredero portaba el título de Príncipe de Asturias.

     

    Unificación de las Cortes

    La unión de los reinos bajo un soberano, tuvo como consecuencia aunque de forma no inmediata la unión de las Cortes de León y Castilla. Se articulaban en tres brazos que correspondían respectivamente a los estamentos noble, eclesiástico y ciudadano y aunque el número de ciudades representadas en Cortes fue variando a lo largo del tiempo, fue el rey Juan I el que fijó de una manera definitiva las ciudades concretas que tendrían derecho a enviar procuradores a Cortes: Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Zamora, Segovia, Ávila, Salamanca, Cuenca, Toro, Valladolid, Soria, Madrid, Guadalajara y Granada (a partir de 1492).

    Con Alfonso X, la mayoría de las reuniones de Cortes son conjuntas para todos los reinos. Las Cortes de 1258 en Valladolid son De Castiella e de Estremadura e de tierra de León y las de Sevilla en 1261 De Castiella e de León e de todos los otros nuestros Regnos. Posteriormente se realizarían algunas Cortes separadas, como por ejemplo en 1301 (Burgos para Castilla, Zamora para León), pero los representantes de ciudades piden que se vuelva a la unificación:

    Los representantes castellanos solicitan: Pues yo agora estas cortes fazía aquí en Castiella apartada miente de los de Estremadura de tierra de León, que daquí adelante que non fiziese nin lo tomase por huso
    Al igual que los leoneses: que quando oviere de facer Cortes que las faga con todos los omnes de la mi tierra en uno en tierras leonesas.

    Aunque en un principio los reinos singulares y las ciudades conservaron sus derechos particulares (entre los cuales se hallaban el Fuero Viejo de Castilla o los diferentes fueros municipales de los concejos de Castilla, León, Extremadura y Andalucía), pronto se fue articulando un derecho territorial castellano en torno a las Partidas (h. 1265), el Ordenamiento de Alcalá (1348) y las Leyes de Toro (1505) que continuó vigente hasta 1889, año en que se promulga el Código Civil español.

    El patronazgo y el pago del Voto

    La justificación providencialista de los orígenes de cada reino y su primacía eran una cuestión importantísima (no solo en la Edad Media, sino durante todo el Antiguo Régimen), y se suscitaron debates en cuanto a la entidad sobrenatural que debía ejercer el patronazgo y en qué territorio en concreto, con consecuencias incluso fiscales. El origen se remontaba a batallas mitificadas de los siglos VIII al X, de las que las crónicas recogían intervenciones milagrosas: la batalla de Covadonga, la batalla de Clavijo o la batalla de Simancas.

    La lengua castellana y las universidades

    En el siglo XIII existían en los reinos de León y Castilla numerosas lenguas como el castellano, el astur-leonés, el euskera o el gallego. Pero en este siglo el castellano comienza a ganar terreno como instrumento vehicular y cultural (por ejemplo el Cantar de Mío Cid).

    En los últimos años de Fernando III, el castellano se comienza a utilizar para ciertos documentos. Pero la lengua castellana alcanza el título de oficial con Alfonso X. A partir de entonces todos los documentos públicos se redactarán en castellano; asimismo las traducciones en vez de verterse al latín se realizarán a dicha lengua:

    Mandólo trasladar del arábigo en lenguaje castellano porque los homnes lo entendiesen mejor et se supiesen del más aprovechar

    Hay quien considera que la sustitución del latín por el castellano se debe a la fuerza de la nueva lengua, mientras que otros consideran que se debió a la influencia de intelectuales hebreos, hostiles al latín por ser la lengua de la iglesia cristiana.

    También en el siglo XIII comenzarán a fundarse gran cantidad de universidades en los territorios que formarían la Corona de Castilla, algunas, como las de Palencia, Salamanca o Valladolid, serán de las primeras universidades europeas. En 1492 con los Reyes Católicos se publicará de la primera edición de la Gramática sobre la Lengua Castellana, de Antonio de Nebrija.

    A Alfonso X le sucedería su hijo Sancho IV en 1284 y a este, su hijo Fernando IV en 1295, que durante su minoría de edad, regentaría el Reino su madre la reina María de Molina.

    Siglos XIV-XV: reinado de los Trastámara

    Ascenso de los Trastámara al trono

    Cuando muere Fernando IV en 1312, accede al trono su hijo Alfonso XI, con otro período de regencia por minoría de edad. Para proteger sus intereses de los ataques de los nobles, las ciudades organizan en las Cortes de Burgos de 1315 una Hermandad General que sería suprimida más tarde por el monarca, además de promulgar el Ordenamiento de Alcalá de 1348 como símbolo del fortalecimiento de la autoridad real.13​ A la muerte de Alfonso en 1350 se inicia un conflicto dinástico enmarcado en la guerra de los Cien Años entre sus hijos Pedro y Enrique. Alfonso XI había contraído matrimonio con María de Portugal, de la que tuvo a su heredero, el infante Pedro. Sin embargo, el rey también tuvo con Leonor de Guzmán varios hijos naturales, entre ellos el infante Enrique, conde de Trastámara, que disputaron el reino a Pedro una vez este accedió al trono.

    En su lucha contra Enrique, Pedro se alió con Eduardo, príncipe de Gales, llamado el «Príncipe Negro». En 1367 el Príncipe Negro derrotó a los partidarios de Enrique en la Batalla de Nájera. El Príncipe Negro, viendo que el rey no cumplía sus promesas, abandonó el reino, circunstancia que aprovechó Enrique, refugiado en Francia, para retomar la lucha. Finalmente Enrique venció en 1369 en la batalla de Montiel, y dio muerte a Pedro. En 1370, al morir su hermano Tello, señor de Vizcaya, Enrique incorporó definitivamente el Señorío de Vizcaya al patrimonio real. En 1379 accede al trono su hijo Juan de Trastámara que siguiendo la estela centralizadora de sus antecesores, creará el Consejo Real en 1385.

    Como Juan de Gante, hermano del Príncipe Negro y duque de Lancáster, había contraído matrimonio en 1371 con Constanza, hija de Pedro, en 1388 reclama la Corona de Castilla para su mujer, heredera legítima según las Cortes de Sevilla de 1361. Llega a La Coruña con un ejército, toma primero esa ciudad y, más tarde, Santiago de Compostela, Pontevedra y Vigo y pide a Juan que entregue a Constanza el trono.

    Pero este no acepta y propone el matrimonio de su hijo el infante Enrique con Catalina, hija de Juan de Gante y Constanza. La propuesta es aceptada, se casan en 1388 y simultáneamente se instituye el título de Príncipe de Asturias que ostentaron por primera vez Enrique y Catalina. Esto permitió culminar el conflicto dinástico, al afianzar la Casa de Trastámara y establecer la paz entre Inglaterra y Castilla.

    Relaciones con la Corona de Aragón

    Durante el reinado de Enrique III se restaura el poder real, desplazando a la nobleza más poderosa. En sus últimos años delega parte del poder efectivo en su hermano Fernando de Antequera, quien sería regente, junto con su esposa Catalina de Lancaster, durante la minoría de edad de su hijo, el príncipe Juan. Tras el Compromiso de Caspe en 1412, el regente Fernando abandonó Castilla, pasando a ser rey de Aragón.

    A la muerte de su madre, Juan II alcanzó la mayoría de edad, con 14 años, y contrajo matrimonio con su prima María de Aragón. El joven rey confió el gobierno a Álvaro de Luna, la persona más influyente en su corte y aliado con la pequeña nobleza, las ciudades, el bajo clero y los judíos. Esto trajo las antipatías de la alta nobleza castellana y de los Infantes de Aragón, lo que provocó entre 1429 y 1430 la guerra entre Castilla y Aragón. Álvaro de Luna ganó la guerra y expulsó a los infantes.

    Segundo conflicto sucesorio

    Enrique IV intentó restablecer sin éxito la paz con la nobleza, rota por su padre. Cuando su segunda esposa, Juana de Portugal, dio a luz a la princesa Juana, esta fue atribuida a una supuesta relación adúltera de la reina con Beltrán de la Cueva, uno de los privados del monarca.

    El rey, asediado por las revueltas y las exigencias de los nobles, tuvo que firmar un tratado por el que nombraba heredero a su hermano Alfonso, dejando a Juana fuera de la sucesión. Tras la muerte de este en un accidente, Enrique IV firma con su hermanastra Isabel el Tratado de los Toros de Guisando, en el cual la nombra heredera a cambio de que se casase con el príncipe electo por Enrique.

    Los Reyes Católicos: unión con la Corona de Aragón

    En octubre de 1469 se casan en secreto, en el palacio de los Vivero, de Valladolid, Isabel y Fernando, príncipe heredero de Aragón. Este enlace tuvo como consecuencia la unión dinástica de la Corona de Castilla y la Corona de Aragón en 1479 al acceder Fernando a la corona aragonesa, aunque no se hace efectiva hasta el reinado de su nieto, Carlos I. Isabel y Fernando estaban relacionados familiarmente y se habían casado sin la aprobación papal por lo que fueron excomulgados. Posteriormente, el Papa Alejandro VI les concederá el título de Reyes Católicos.

    Debido al matrimonio de Isabel y Fernando, el rey y hermanastro de Isabel Enrique IV considera roto el Tratado de los Toros de Guisando por el cual Isabel accedería al trono de Castilla a su muerte siempre que contase con su aprobación para contraer matrimonio. Enrique IV, además, quería aliar la corona castellana con Portugal o Francia en vez de con Aragón. Por estas razones declara heredera al trono a su hija Juana la Beltraneja frente a Isabel. Al morir Enrique IV en 1474 comienza una guerra civil, que durará hasta el año 1479, por la sucesión al trono entre los partidarios de Isabel y los de Juana, en la que vencen los partidarios de Isabel.

    Así pues, tras la victoria de Isabel en la guerra civil castellana y la ascensión al trono de Fernando, las dos coronas estarán unidas bajo los mismos monarcas, pero Castilla y Aragón estarán separadas administrativamente, cada corona conservará su identidad y leyes, las cortes castellanas permanecerán separadas de las aragonesas, y la única institución común será la Inquisición. A pesar de sus títulos de Reyes de Castilla, de León, de Aragón y de Sicilia, Fernando e Isabel reinaban más cada cual en los asuntos de sus respectivas Coronas, aunque también tomaban decisiones comunes. La posición central de la Corona de Castilla, su mayor extensión (3 veces el territorio aragonés) y población (4,3 millones frente a los cerca de 1 millón de la Corona de Aragón) harán que tome el papel dominante en la unión.

    La aristocracia castellana era poderosa gracias a la Reconquista (como pudo comprobar Enrique IV). Los monarcas necesitan imponerse a los nobles y el clero. En el año 1476 se funda el Consejo de la Hermandad, que será conocido como la Santa Hermandad. Además se toman medidas contra la nobleza, se destruyen castillos feudales, se prohíben las guerras privadas y se reduce el poder de los adelantados. La monarquía incorpora a las órdenes militares bajo el Consejo de las Órdenes en el 1495, se refuerza el poder real en la justicia a expensas de los feudales y la Audiencia pasa a ser cuerpo supremo en materia judicial. El poder real también busca controlar más a las ciudades: así en las Cortes de Toledo en 1480 se crean los corregidores para supervisar los concejos de las ciudades. En el aspecto religioso se reforman las órdenes religiosas y se busca la uniformidad. Se presiona para la conversión de los judíos y en algunos casos son perseguidos por la Inquisición. Finalmente en 1492, para aquellos no conversos, se decide su expulsión, estimándose que unas 50 000 a 70 000 personas debieron abandonar la Corona de Castilla. Desde 1502 también se busca la conversión de la población musulmana.

    Entre 1478 y 1496 se conquistan las islas de Gran Canaria, La Palma y Tenerife. El 2 de enero de 1492 los reyes entran en la Alhambra de Granada, con lo que se da fin a la Reconquista. Aparecerá la importante figura de Gonzalo Fernández de Córdoba (apodado el Gran Capitán). En 1492 Cristóbal Colón descubre las Indias occidentales y en 1497 se toma Melilla. Tras la toma del reino nazarí de Granada para la Corona de Castilla, la política exterior girará hacia el Mediterráneo. Castilla ayudará con sus ejércitos a Aragón en sus problemas con Francia, lo que culminará con la recuperación de Nápoles en 1504 para la Corona de Aragón. Más tarde, en ese mismo año, fallece la reina Isabel.

    Siglos XVI-XVII: del Imperio a la crisis

    Periodo de regencia

    Isabel había excluido a su marido de la sucesión a la Corona de Castilla, la cual pasaba a manos de su hija Juana (casada con Felipe de Austria, apodado el Hermoso). Pero Isabel sabía la enfermedad que padecía su hija (por la cual era conocida como Juana la Loca) y nombra regente a Fernando en caso de que Juana no quisiere o pudiere entender en la gobernación de ellos. En la Concordia de Salamanca (1505), se acuerda el gobierno conjunto de Felipe, Fernando y la propia Juana. Sin embargo, las malas relaciones entre él (apoyado por la nobleza castellana) y su suegro, el rey Fernando el Católico, hacen que este último renuncie al poder en Castilla para evitar un enfrentamiento armado. Por la Concordia de Villafáfila (1506), Fernando se retira a Aragón y Felipe es proclamado rey de Castilla. En 1506 muere Felipe I y Fernando el Católico vuelve de nuevo a la regencia.

    Fernando continúa la política de expansión de ambas coronas, Castilla hacia el Atlántico y Aragón hacia el Mediterráneo. En 1508 se conquista el Peñón de Vélez de la Gomera para Castilla, entre 1509 y 1511 se conquistan Orán, Bugía y Trípoli y se somete a Argel. En 1515 se toma Mazalquivir. Al morir Gastón de Foix, sus derechos sucesorios al reino de Navarra pasaban a manos de Germana de Foix, esposa de Fernando. Utilizando estos presuntos derechos sucesorios, el Tratado de Blois firmado por los reyes de Navarra con Francia en 1512, y con ayuda de los navarros beaumonteses, Fernando ocupa el reino de Navarra con sus tropas, unos 20 000 soldados bien equipados bajo las órdenes del Duque de Alba y además, Fernando también tiene el apoyo de su hijo, el arzobispo de Zaragoza con más de 3000 hombres que sitiarán Tudela, donde hubo una fuerte resistencia. Las Cortes de Aragón y la propia ciudad de Zaragoza no le dieron autorización hasta principios de septiembre, tras proclamarse la bula papal Pastor Ille Caelestis, y cuando ya quedaban pocas resistencias en el Reino. No informó en cambio a las Cortes de Castilla, por lo que éstas no le dieron permiso. En 1513, Fernando es reconocido como rey de Navarra por las Cortes navarras (a las que solo asistieron beaumonteses). Entre 1512 y 1515 Navarra forma parte de la Corona de Aragón.​ Finalmente, en 1515 en las Cortes de Castilla reunidas en Burgos se acepta la anexión del territorio a la Corona de Castilla. A esta reunión no acudió ningún navarro.​

    A la muerte de Fernando en 1516, le sucede como regente el cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros para pasar las coronas de Navarra y Aragón a su nieto, hijo de Juana y Felipe: el futuro Carlos I

    Carlos I

    Carlos I recibe la Corona de Castilla, la de Aragón y el Imperio debido a una combinación de matrimonios dinásticos y muertes prematuras.

    • De su padre Felipe (fallecido en 1506) hereda los Países Bajos
    • Al morir Fernando el Católico (su abuelo) recibe la Corona de Aragón en 1517 y también la de Castilla (junto con América) al estar su madre (Juana I de Castilla) incapacitada para gobernar.
    • Y como nieto de Maximiliano, recibe en 1519 el Sacro Imperio Romano Germánico bajo el nombre de Carlos V.

    Carlos I no fue bien recibido en Castilla. A ello contribuía el que era un rey extranjero (nacido en Gante), y que ya antes de su llegada a Castilla, concede cargos importantes a flamencos y que dinero castellano se usa para financiar su corte. La nobleza castellana y las ciudades estaban cerca de un levantamiento para defender sus derechos. Muchos castellanos preferían a su hermano menor Fernando (criado en Castilla) y de hecho el Consejo de Castilla se opone a la idea de Carlos como rey de Castilla.

    En las Cortes castellanas en Valladolid en 1518, se nombra presidente a un valón (Jean de Sauvage). Esto provoca airadas protestas en las Cortes, que rechazan la presencia de extranjeros en sus deliberaciones. A pesar de las amenazas, las Cortes (lideradas por Juan de Zumel, representante por Burgos) resisten y consiguen que el rey jure respetar las leyes de Castilla, quitar de puestos importantes a los extranjeros y aprender a hablar castellano. Carlos, tras su juramento, consigue una subvención de 600 000 ducados.

    Carlos I es consciente de que tiene muchas opciones para ser emperador y necesita imponerse en la Corona de Castilla y acceder a su riqueza para su sueño imperial. Castilla era uno de los territorios más dinámicos, ricos y avanzados de la Europa del siglo XVI, y comienza a darse cuenta de que puede quedar inmersa en un imperio. Esto junto a la falta a su promesa por parte de Carlos, hace que la hostilidad hacia el nuevo rey aumente. En 1520 se convocan Cortes en Toledo para otra subvención (el servicio), que las Cortes rechazan. Se vuelven a convocar en Santiago con el mismo resultado. Finalmente se convocan en La Coruña, se soborna a un importante número de representantes, a otros no se les permite la entrada, y consigue que le aprueben el servicio. Los representantes que votaron a favor son atacados por el pueblo castellano y sus casas quemadas. Las Cortes no será la única oposición con la que se encontrará Carlos: al salir de Castilla en 1520, dejando como regente a su antiguo preceptor, el cardenal Adriano de Utrech, estalla la Guerra de las Comunidades de Castilla. Los comuneros fueron derrotados en Villalar un año más tarde (1521). Tras la derrota, las Cortes fueron reducidas a un mero órgano consultivo.[cita requerida]

    La guerra en Navarra se reprodujo varias veces en los años siguientes a la muerte de Fernando el Católico, debido a los intentos de reconquista de los reyes navarros, ayudados por el reino de Francia. Uno de ellos nada más acceder al trono Carlos I, en 1516, que fue pronto atajado. El más importante se produjo en 1521, donde además de la entrada de tropas por el norte se produjo un apoyo de la población navarra (incluida la beaumontesa), con una sublevación generalizada que llevó a expulsar al ejército de Carlos I de todo el territorio navarro. Seguidamente Carlos I envió un ejército de 30 000 hombres bien pertrechados, que en poco tiempo y tras la cruenta Batalla de Noáin le devolvió el control de la mayoría del territorio navarro. Aun quedaron dos focos de resistencia posteriores, en el Castillo de Maya en 1522 y en el de Fuenterrabía en 1524, además de en la Baja Navarra, donde las incursiones del ejército de Carlos I eran inestables. Finalmente, en 1528, Carlos I se retiraría del territorio de Baja Navarra al no poder defenderlo eficazmente, y abandonando sus pretensiones sobre él, y sin que existiera ningún tratado formal entre los reyes de Navarra y Carlos I.

    Política imperial de Felipe II

    Felipe II siguió la misma política que Carlos I. Pero a diferencia de su padre, hizo de Castilla el centro de su imperio, centralizando su administración en Madrid. El resto de estados mantuvieron su autonomía gobernados por virreyes.

    Desde Carlos I la carga fiscal del imperio recaía principalmente en Castilla, y con Felipe II se cuadruplicó. Durante su reinado, además de subir los impuestos existentes, implantó otros nuevos, entre ellos el excusado en 1567. Ese mismo año Felipe II ordena la proclamación la Pragmática. Este edicto limitaba las libertades religiosas, lingüísticas y culturales de la población morisca, y provoca la Rebelión de las Alpujarras (1568-1571) que Juan de Austria reduce militarmente.

    Castilla entra en recesión en 1575, lo que provoca la suspensión de pagos (la tercera de su reinado). En 1590 se aprueba en las Cortes el Servicio de Millones, un nuevo impuesto que gravaba los alimentos. Esto terminó por arruinar a las ciudades castellanas y eliminó sus débiles intentos de industrialización. En 1596 se produjo una nueva suspensión de pagos.

    Reinado de los Austrias menores

    En los reinados anteriores los cargos en las instituciones de los reinos se proveían con gentes con estudios, los administrativos de Felipe II solían provenir de las universidades de Alcalá y Salamanca. A partir de Felipe III los nobles imponen de nuevo su estatus para gobernar, al ser necesario demostrar una limpieza de sangre. La persecución religiosa llevó a Felipe III en 1609 a decretar la Expulsión de los moriscos.

    Ante el colapso de la hacienda castellana para mantener la hegemonía del Imperio español durante el reinado de Felipe IV, el Conde-duque de Olivares, valido del rey de 1621 a 1643, intenta llevar a cabo una serie de reformas. Entre estas está la Unión de Armas, un intento de que cada territorio dentro de la Monarquía Hispánica contribuyera de forma proporcional a su población en el sostenimiento del ejército, para así aliviar la carga fiscal que padecía Castilla, pero este propósito no solo no prosperó, sino que debilitó a la monarquía de Felipe IV. El Conde-duque perdió el favor real y le sucedió su sobrino Luis de Haro como valido de Felipe IV entre 1659 y 1665. Su objetivo fue acabar con los conflictos interiores levantados por su predecesor (sublevaciones de Portugal, Cataluña y Andalucía) y alcanzar la paz en Europa.

    A la muerte de Felipe IV en 1665 y ante la incapacidad de Carlos II para gobernar, se sucede el letargo económico y las luchas de poder entre los distintos validos. En 1668 la monarquía hispánica acepta la independencia de Portugal en el Tratado de Lisboa (1668); simultáneamente se hace efectiva la incorporación de Ceuta a Castilla que había escogido no sumarse a la sublevación y mantenerse fiel a Felipe IV. La muerte de Carlos II en 1700 sin descendientes provoca la Guerra de Sucesión Española.

    Entidades territoriales menores de la Corona de Castilla

    Territorios representados por las ciudades con voto en Cortes en el siglo XVI (se colorea también el territorio de las provincias vascongadas o exentas, de régimen foral propio, que no enviaban procuradores a Cortes -tampoco el reino de Navarra, que ya estaba incorporado, pero conservaba sus propias Cortes.

    El Reino de Galicia estaba representado a través de la ciudad de Zamora y Extremadura a través de la ciudad de Salamanca). Estas circunscripciones creadas a finales del siglo XVI, que reciben en ocasiones la denominación de provincias, carecían de cualquier valor jurídico o administrativo y tenían un carácter meramente fiscal, por lo que se debe evitar confundir este concepto de provincia con el actual.

     

     

    Atribución de la imagen:

    De Té y kriptonita. Based on Conquista Hispania.svg de HansenBCN – Trabajo propio. Data taken from the same titled article in wikipedia Spanish. Approximate borders only. Image renamed from Corona de Castilla 1400.svg, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=6916911
  • La Gobernación de Nueva Castilla

    La Gobernación de Nueva Castilla

    La gobernación de Nueva Castilla fue una de las dos gobernaciones creadas en 1529 por la Corona de Castilla sobre la costa del océano Pacífico en América del Sur. La gobernación fue adjudicada a Francisco Pizarro para que llevara adelante la conquista del Imperio incaico y su incorporación a la Corona de Castilla.

    Capitulación de Toledo

    La gobernación fue creada el 26 de julio de 1529 mediante la Capitulación de Toledo entre Pizarro y la reina consorte Isabel de Portugal en nombre de Carlos I. Abarcaba la sección de Sudamérica comprendida en 200 leguas de meridiano por la costa del océano Pacífico desde el pueblo indígena de Tenempuela (también escrito Teninpulla, Teninpuya o Santiago) hacia el sur. Este pueblo se hallaba en la desembocadura del río Santiago (hoy río Cayapas) en la provincia de Esmeraldas en Ecuador, a 1°13′N 79°03′O. Pizarro fue nombrado vitaliciamente gobernador, capitán general, adelantado y alguacil mayor de la gobernación.

    Primeramente doy licencia y facultad á vos el dicho capitan Francisco Pizarro, para que por nos y en nuestro nombre de la corona real de Castilla, y podais continuar el dicho descubrimiento, conquista, y población de la dicha provincia del Perú, pasta ducientas leguas de tierra por la misma costa, las cuales dichas ducientas leguas comienzan desde el pueblo que en lengua de indios se dice Tenempuela, e despues le llamasteis Santiago hasta llegar al pueblo de Chincha que puede haber las dichas ducientas leguas de costa, poco más o menos.

    Entonces se usaba en Castilla la conversión de que cada grado de longitud equivalía a 17,5 leguas, por lo que las 200 leguas equivalían a 11°26′ de latitud y alcanzan hasta un punto de la costa del departamento de Áncash al sur de Puerto Huarmey en el Perú, a 10°13′ S. La capitulación era imprecisa y señalaba como su límite sur al pueblo de Chincha (hoy Chincha Alta) que se halla a 13°27′S 76°08′O en el departamento de Ica, pero que se halla a casi 56 leguas al sur del límite de las 200 leguas. Al este el límite quedaba también impreciso ya que España y Portugal no se ponían de acuerdo sobre cuál era el meridiano de la demarcación del Tratado de Tordesillas, que luego la primera fijó en el de 46°37’O.​

    El territorio adjudicado correspondía en gran parte a la Amazonia y comprendía una salida al océano Atlántico en la desembocadura del río Amazonas. Abarcaba parte de Brasil, la mayor parte de Ecuador y del Perú, el extremo sur de Colombia y el extremo norte de Bolivia. Hacia el norte limitaba con la Tierra Firme y hacia el este con la provincia portuguesa de la Santa Cruz del Brasil. El mismo día fue firmada otra capitulación con Simón de Alcazaba y Sotomayor, al que se le concedió la Gobernación de Nueva León, de 200 leguas de latitud desde el pueblo de Chincha hacia el sur.

    Los Nuevos límites

    Operada ya la conquista del Imperio inca, y al no haber podido constituirse la gobernación de Nueva León, en mayo de 1534 el emperador Carlos I de España despachó varias cédulas modificando la división de 1529, dividiendo la América española al sur del río Santiago en cuatro gobernaciones. Cada una de estas gobernaciones cortaba transversalmente a Sudamérica desde la costa del océano Pacífico hasta la costa atlántica o la línea de Tordesillas. La más septentrional siguió siendo la de Nueva Castilla, en la cual Pizarro obtuvo el 4 de mayo de 1534 una ampliación a 270 leguas que llevaba el límite más al sur del pueblo de Chincha hasta los 14°13′ S en la bahía de Paracas.

    En lo que Hernando Pizarro en vuestro nombre nos suplicó vos mandase prorrogar los límites de vuestra gobernación hasta setenta leguas que entra los caciques Coli y Chepi atento los servicios que nos aveis hecho y esperemos que nos hareys de aquí adelante y por vos hacer merced he tenido por bien de vos alargar los límites de vuestra gobernación la tierra de estos caciques con que no exceda de setenta leguas de lengua de costa…

    Con esta ampliación quedaba subsanado el problema de haberse fijado erróneamente el límite sur en Chincha. Pizarro obtenía además la ciudad del Cuzco, situada cerca del límite y que originó una disputa con Diego de Almagro, a quien se había adjudicado la Gobernación de Nueva Toledo confinante por el sur con la de Nueva Castilla.

    Durante el reinado de Carlos I las gobernaciones de Nueva Castilla y de Nueva Toledo fueron fusionadas por real cédula firmada en Barcelona el 20 de noviembre de 1542, para crear el Virreinato del Perú.

    La Fundación de ciudades

    El 15 de agosto de 1532, Francisco Pizarro realizó la fundación española de la ciudad de San Miguel, recibiendo su escudo de armas en 1537​. El 23 de marzo de 1534 Pizarro realizó la fundación española de la ciudad del Cuzco, capital del Imperio inca, y el 25 de abril de 1534 fundó su primera capital: Santa Fe de Hatun Jauja. El 18 de enero de 1535 fundó la Ciudad de los Reyes (Lima), que pasó a ser la nueva capital de la Nueva Castilla. En homenaje a su ciudad natal, el 5 de marzo de 1535 fundó Trujillo. El 12 de marzo de 1535 Capitán Francisco Pacheco realizó la fundación española de la ciudad denominándose a esta nueva conquista como Villa Nueva de San Gregorio de Portoviejo​. El 21 de septiembre de 1534 Pedro de Alvarado realizó la fundación española de la ciudad denominándose a esta nueva conquista como Villa Hermosa de San Mateo de Charapotó​. El 6 de diciembre de 1534 Sebastián de Belalcázar realizó la fundación española de la ciudad de San Francisco de Quito.
  • La Batalla de Martos

    La Batalla de Martos

    La batalla de Martos fue una batalla librada durante la Reconquista española que tuvo lugar en las lindes entre Martos y Torredonjimeno, en la actual provincia andaluza de Jaén, el 21 de octubre de 1275. La batalla se libró entre las tropas del reino nazarí de Granada y las del reino de Castilla. El resultado fue una victoria de las tropas nazaríes, que aniquiló casi por completo las fuerzas castellanas. Existe cierta confusión en las fechas ya que diferentes autores informan fechas diferentes. Jerónimo Zurita, por ejemplo, informó que la batalla tuvo lugar entre mayo y agosto;​ los autores más modernos, sin embargo, la sitúan entre septiembre y octubre.

    Contexto histórico

    A comienzos de la década de 1270, el reino nazarí de Granada solía pagar parias al reino cristiano de Castilla. En 1273, el rey Alfonso X de Castilla decidió aumentar la aportación que debía pagarse, hasta llegar a una suma de 300.000 maravedíes, una cifra que Muhammad II de Granada, recién ascendido al trono, consideró totalmente inaceptable. Ante esa situación, se decidió pedir ayuda a Fez (actual Marruecos), al sultán meriní Abu Yúsuf Yaqub ibn Abd al-Haqq.​

    La circunstancia fue aprovechada por los miníes y en el verano del año 1275 cruzaron el estrecho de Gibraltar con un gran ejército que, junto con las tropas nazaríes, atacaron el territorio castellano. En ese momento, Alfonso X se encontraba lejos de su reino, librando en Beaucaire (Francia) los últimos conatos del pleito que tenía con la Iglesia romana y con el papa Gregorio X que le obligaría a renunciar al título de Rey de romanos. Su hijo y heredero, Fernando de la Cerda, que actuaba como regente del reino, se apresuró a reunir tropas para atajar la disputa. No obstante, falleció inesperadamente en Villa Real (actual Ciudad Real) el 25 de julio.​

    Sin líderes que pudieran hacer frente a los ataques, las fuerzas merinís tenían camino libre para avanzar desde el sur. En septiembre, el entonces adelantado mayor de Andalucía, Nuño González de Lara el Bueno, intentó detenerlos, pero fue derrotado y asesinado en la batalla de Écija.​ El joven arzobispo de Toledo, el infante Sancho de Aragón, termina poniéndose a la cabeza de una fuerza de caballeros procedentes de Toledo, Madrid, Guadalajara y Talavera de la Reina para marchar al sur para interceptar a los invasores.​ Otra fuerza de ayuda marchaba hacia Jaén bajo el mando de Lope Díaz III de Haro.

    Batalla

    Las tropas castellanas estaban alojadas en Torredelcampo cuando el arzobispo Sancho recibió noticias de fray Alfonso García, comandante de Martos de la Orden de Calatrava, de que una fuerza árabe estaba llena de botines y prisioneros cristianos. Sus propios hombres le aconsejaron que esperara a ser alcanzado por las fuerzas de Lope Díaz de Haro antes de atacar, pero el joven Sancho decidió atacar de inmediato.​ La contienda, probablemente tuvo lugar cerca de los terrenos que hoy en día pertenecen al pueblo de Torredonjimeno. Los castellanos, superados en número, fueron en su mayoría aniquilados, logrando muy pocos caballeros poder huir para ponerse a salvo. Otros tantos supervivientes fueron asesinados o hechos prisioneros. En el combate también fue hecho prisionero el joven Sancho de Aragón, de 25 años, que al ser reconocido como un rehén de gran importancia por ser hijo de Jaime I de Aragón, fue disputado por las tropas nazaríes y las meriníes. La cuestión fue zanjada cuando el arráez nazarí de Málaga decidió decapitar al infante y cortarle las manos, en las que tenía los anillos episcopales. La cabeza fue entregada a los meniríes y la mano a los nazaríes.

    Hechos posteriores

    Lope Díaz de Haro llegó a la zona para lograr recuperar el cuerpo del arzobispo, pero decidió no perseguir a sus asesinos. Más tarde, en Castilla tomó su defensa como nuevo heredero de Alfonso X su segundo hijo el infante Sancho, que regresó de Francia y tomó la delantera, organizando una rápida defensa de los territorios del sur.​ Otra consecuencia de la batalla fue que el reino de Aragón atacó al reino nazarí de Granada por el sureste.​ El sultán Abu Yúsuf Yaqub ibn Abd al-Haqq decidió volver a Marruecos, mientras en la península se generó una tregua de facto entre Castilla y Granada. Estos eventos fueron el comienzo de la llamada batalla del Estrecho entre Castilla y los moros que duró hasta la década de 1350.

  • La Guerra Civil Castellana de 1475-1479

    La Guerra Civil Castellana de 1475-1479

    La guerra civil que aflige al reino de Castilla entre 1475 y 1479 tiene como objetivo único aparente dirimir la sucesión de Enrique IV, fallecido en Madrid el 12 de diciembre de 1474, entre doña Juana, la excelente señora, e Isabel. En realidad, es un conflicto de hondas raíces en torno a la forma en que el Monarca ejercerá el poder: por sí mismo, como verdadero dueño de aquél, o como mero instrumento del Consejo, a su vez simple portavoz de una parte de la nobleza. La última fase de la guerra, aunque era evidente con anterioridad, adquiere el carácter de un enfrentamiento entre Portugal y Castilla en el que se dirime también la delimitación de las áreas exclusivas de navegación de cada una de las potencias.

    La decisiva importancia de la primera cuestión, la más visible, no puede ocultar el conflicto de base que viene debatiéndose en Castilla durante todo el reinado de Juan II y, con especial virulencia, en el de Enrique IV, en particular desde el nacimiento de Juana (28 de febrero de 1462); el retorno de los aragoneses, de quien Fernando es el último representante, despertaba en muchos viejos e indeseables recuerdos y parecía la vuelta a la agitación de tiempos anteriores. Ambos problemas se mezclarán hasta hacer imposible distinguirlos. La tercera cuestión se plantea abiertamente cuando, recuperado el orden interno de Castilla casi totalmente, el conflicto adquiere carácter exclusivamente internacional en el que se ponen de relieve viejos problemas no resueltos, que las circunstancias presentes han agravado.

    Las raíces del conflicto

    La liga nobiliaria castellana tomaría al joven Alfonso, hermanastro de Enrique IV, como bandera de sus proyectos de control de la Monarquía con el pretexto de una cuestión hereditaria; en septiembre de 1464 hacían público un manifiesto en el que decían defender los derechos del joven Alfonso contra la pretensión de Enrique de sostener la herencia de Juana: por primera vez se hacía constar en un documento la afirmación de que ella no era hija del Rey. La reacción de Enrique, dialogante hasta la exasperación, fue negociar con los rebeldes, a pesar de la opinión de quienes deseaban una monarquía fuerte que le aconsejaban una actitud dura.

    La solución fue una vía media en la que el Monarca, una vez más, dejaba jirones de la dignidad real: Alfonso era reconocido como heredero, sin explicar las razones por las que se postergaba a Juana, con el compromiso ineludible de casarse con ella. Resuelta la cuestión hereditaria, aparentemente la primordial, la nobleza triunfadora exponía una serie de demandas, todo un programa político que la situaba como interlocutor del Rey al mismo nivel.

    Enrique aceptaba la solución dada al problema sucesorio, aunque personalmente era muy humillante; sin embargo, no pudo hacer lo mismo con la cuestión relativa al ejercicio del poder que atentaba a la esencia misma de la Monarquía. Pero, cuando intentó una respuesta de autoridad, uniendo sus fuerzas al monarca portugués, la nobleza descubrió la verdadera naturaleza de sus aspiraciones: en Ávila, el 5 de junio de 1465, con participación de los principales miembros de la Liga nobiliaria, era depuesto Enrique IV en una ceremonia bufa conocida como farsa de Ávila, y su efigie era arrojada del tablado en que se desarrolló la representación. Allí mismo era proclamado rey el príncipe Alfonso, mera coartada de los proyectos nobiliarios.

    El nuevo Rey se dirigía al Reino fundamentando su elevación en el hecho de no ser Juana hija del Rey; la nobleza, por boca de Alfonso Carrillo, argumentaba más prudentemente la ilegitimidad de Juana, lo que no negaba necesariamente la paternidad regia, sino acaso la legitimidad del matrimonio de sus padres, y situaba el problema en términos de la máxima ambigüedad. La patológica tendencia de Enrique IV a la negociación dilataba una respuesta de fuerza que le aconsejaban Mendozas y Velascos; cuando se decidió a ella, éstos le reclamaron la entrega la infanta Juana, garantía de que no se arrepentiría de su decisión en, al menos, tres meses: tan reducida era la credibilidad del soberano.

    El resultado fue muy positivo: en Olmedo, el 19 de agosto de 1467, la Liga experimentaba una severa derrota. Pero inmediatamente, a pesar de las seguridades otorgadas, Enrique IV decidió abrir negociaciones con los vencidos, lo que indujo a sus más firmes partidarios a abandonar temporalmente el escenario político. La negociación fue encargada a Alfonso de Fonseca, que también reclamó rehenes en garantía, en este caso la reina Juana, que fue depositada en Alaejos bajo la custodia de un sobrino del arzobispo.

    La propuesta de paz consistía en el reconocimiento general de Enrique IV y el de Alfonso como heredero, con vuelta a la solución de su matrimonio con Juana. El tejido, aparentemente tan bien trazado, se rompió inesperadamente con el fallecimiento de Alfonso, el 5 de julio de 1468. Si se mantenía la ilegitimidad de Juana, y era imposible volver atrás en esta materia, la herencia recaía en Isabel, lo que hacía imposible la proyectada compensación por vía de matrimonio. Pensar en Fernando, el único varón Trastámara, suponía para muchos rememorar el poder de los aragoneses.

    Isabel no lo dudó: a tenor de lo dispuesto en el testamento de su padre, comenzó a titularse heredera, rechazado la propuesta de ser proclamada reina, y ordenó proseguir las negociaciones para el restablecimiento de la paz en el reino: su sentido de la autoridad monárquica le exigía reclamar sus derechos sin destruir el prestigio de una institución que estaba llamada a desempeñar. Pero, para Enrique IV la negociación solo podía conducir ahora a negar llanamente la legitimidad de Juana; por ello, quizá con el deseo de tomar una posición de fuerza, reclamó la presencia de la Reina. Entonces se produjo su desplome moral: doña Juana, que se hallaba en avanzado estado de gestación, se fugaba de Alaejos y buscaba en Cuellar la protección del Beltrán de la Cueva. El honor del rey, ahora de modo patente, había sido pisoteado.

    Solo a la luz de estos acontecimientos pueden entenderse plenamente las decisiones tomadas en Guisando, el 19 de septiembre de 1468, bajo la presidencia del legado apostólico, Antonio de Veneris, obispo de León. El legado anuló todos los juramentos prestados, en particular los relativos a Juana como heredera, y Enrique IV ordenó a todos que reconociesen a Isabel como legítima heredera.

    Es el colofón de los acuerdos privados firmados el día anterior por Isabel, en Cebreros, y por Enrique IV en Cadalso de los Vidrios, todo ello resultado de minuciosas negociaciones previas. Se había acordado que Isabel sería reconocida heredera y se incorporaría a la Corte, hasta su matrimonio; sería jurada princesa a su llegada a la Corte y recibiría el juramento de los Grandes y de los procuradores en el plazo de cuarenta días; recibiría el Principado de Asturias y una serie de villas y rentas; contraería matrimonio a propuesta del Rey, con el consentimiento de los Grandes, pero de acuerdo con su voluntad; se reconocía la indecorosa conducta de la Reina, en el último año, y se afirmaba que el Rey no había estado legítimamente casado con ella, con lo que se explicaba la ilegitimidad de Juana sin entrar en otras difíciles explicaciones; la Reina, sería devuelta a Portugal y «su hija» llevada a la Corte.

    Isabel, incorporada a la Corte, era instalada en Ocaña bajo la vigilante protección del marqués de Villena. La cuestión capital era ahora el matrimonio de la Princesa para el que Villena tenía proyectada la solución portuguesa, ya negociada con anterioridad: Isabel casaría con Alfonso V y Juana lo haría con Juan, hijo del soberano portugués; se unirían ambas Coronas y se rechazaba definitivamente la influencia aragonesa. Isabel rechazó el matrimonio portugués, atribución que se le reconocía en los acuerdos firmados, al tiempo que iniciaba negociaciones para contraer matrimonio con Fernando, solución propuesta por Juan II de Aragón.

    Trascurren varias semanas del acuerdo de Guisando y comienzan a hacerse visibles varios incumplimientos por parte de Enrique IV: no se entregan las rentas acordadas, no se produce el juramento por las Cortes, reunidas en Ocaña en abril de 1469; no se hace divorcio de los Reyes ni se devuelve a la reina a Portugal. La decisión de Isabel de contraer matrimonio con Fernando -las capitulaciones se firman el 7 de marzo de 1469- sin acuerdo previo de su hermano y de los Grandes, era también un incumplimiento de los acuerdos establecidos; no era fácil obtener con posterioridad ese acuerdo y resultaba imposible obtener una dispensa papal que había sido otorgada para el matrimonio portugués.

    A pesar de todo, Isabel se fugó de Ocaña, instalándose en Valladolid, tras un viaje de verdadera aventura. Pocos días después escribía a su hermano una razonada carta en que explicaba los motivos de su decisión, que suponía la elección del esposo más conveniente para ella y para el reino, y cómo ésta no era una violación de lo pactado. Por su parte Fernando entraba furtivamente en Castilla y, de modo casi novelesco, llegaba a Dueñas. Isabel se lo comunicó inmediatamente a su hermano ofreciéndole absoluta fidelidad y solicitando su consentimiento; no obtuvo respuesta alguna.

    Contrajeron matrimonio en Valladolid, el 19 de octubre de 1469; al acta matrimonial se incorporó una antigua dispensa dada a Fernando por Pío II, naturalmente inválida para la ocasión. Por muchas cartas y promesas que hicieran los jóvenes esposos, lo sucedido constituía un incumplimiento de los acuerdos de Guisando, coartada perfecta para deshacer todo lo allí pactado. El marqués de Villena dispuso todo para restablecer la herencia del trono a favor de Juana, reforzar la alianza con Portugal o, en su caso, sustituirla por la de Francia y construir un partido para llevar adelante un proyecto casi imposible porque exigía devolverle a Juana una legitimidad que se le había negado solemnemente con anterioridad.

    El 26 de octubre de 1470, en Val de Lozoya, se desheredaba a Isabel, por su continuada desobediencia; la reina y el rey juraban que tenían a Juana por su legítima hija; se la reconocía como heredera y se celebraban sus desposorios con el duque de Guyena. El problema esencial es que la legitimidad de Juana no podía recuperarse por la desobediencia de Isabel; además el esposo francés no hizo el menor gesto por desempeñar el papel que le correspondía.

    Los partidarios de Isabel respondieron con un duro manifiesto (21 de marzo de 1471), en el que se hacían públicos los acuerdos previos a Guisando, eliminando algunas de las frases que en ellos hacían más llevadera la posición de Enrique, y se fundamentaban los derechos de Isabel en la ilegitimidad de Juana puesta ya en duda por la mayor parte de los Grandes cuando fue jurada por las Cortes. En cuanto a su huida de Ocaña, fue el medio de escapar a las presiones que pretendían obligarla a contraer matrimonio, en contra de lo pactado. Era el prólogo inmediato de la guerra civil que sin embargo no iba a producirse por ahora.

    A pesar de la difícil situación de Isabel y Fernando, su posición se reforzaba paulatinamente, porque eran vistos como una solución de autoridad monárquica que complacía a las ciudades, a la mediana nobleza y también a algunos de los Grandes; al lograr el apoyo del extenso grupo familiar de los Mendoza, para lo que fue decisiva la legación de Rodrigo Borja, su futuro parecía plenamente asegurado: la relación de adhesiones crecería aceleradamente. En el orden internacional su situación era también muy favorable, reconocidos por Inglaterra, Bretaña, Borgoña, Nápoles y, muy especialmente, por haber ganado el apoyo de la Sede Apostólica.

    Frente a ellos no se afianzaba la legitimidad de Juana, perjudicada de nuevo por el segundo alumbramiento de otro bastardo por la Reina, ni su posición política, debido a la patente ambición del marqués de Villena. Se forjaba, además, un proyecto de reconciliación de Enrique IV e Isabel, que necesariamente había de suponer el alejamiento de Juana de la herencia, aunque reservándole un puesto en la Grandeza.

    Esas razones mueven a un desalentado Enrique IV a recibir a su hermana en Segovia, en diciembre de 1473, con quien da muestras públicas de reconciliación, y, pocos días después, a Fernando. La enfermedad de Enrique, que le aqueja desde los primeros días de enero, impide proseguir las conversaciones, pero la sensación ofrecida es que se ha vuelto a Guisando, a pesar de que no se anulen los actos de Valdelozoya.

    Sin que esa rectificación tuviese lugar falleció Enrique IV en Madrid, el 12 de diciembre de 1474, sin dejar testamento ni instrucción alguna sobre la sucesión; dos meses antes había fallecido el marqués de Villena. Sin pérdida de tiempo, Isabel fue proclamada reina en Segovia (13.XII.1474), su residencia durante este último año; recibió paulatinamente adhesiones, de diversas familias y de varias ciudades y no se produjeron actos hostiles en el reino, aunque algunas familias de la nobleza no realizaron la proclamación de los nuevos reyes.

    El panorama era, sin embargo, bastante complejo, más de lo que una primera impresión podía significar; no se había resuelto el modo de ejercicio del poder y muchos de los grandes consideraban imprescindible contar con una monarquía controlada por ellos para garantizar sus intereses. Entre los partidarios de primera hora de Isabel se hallaban algunos de los que aspiraban a ese sistema de monarquía dirigida por los nobles, a los que ella había puesto un primer limite cuando se negó a ser proclamada reina en vida de su hermano. Las decisiones tomadas en los meses siguientes habían mostrado su voluntad de no dejarse dirigir, lo que ya había provocado algunas fricciones, por ejemplo con Carrillo. Es perfectamente lógico que algunos de esos grandes constituyan muy pronto el núcleo central del partido de doña Juana, y que quienes se habían mostrado más fieles a Enrique, fuesen los más estrechos colaboradores de Isabel, que ahora encarnaba la legitimidad de la Monarquía; estarán a su servicio desde la primera hora, en los días inmediatamente siguientes a su proclamación en Segovia.

    Tampoco había sido aclarada la forma en que ambos esposos ejercerían la prerrogativa regia: no solo se trataba del derecho de las mujeres a ejercer por sí mismas el poder en Castilla, y de los derechos del esposo, sino del hecho de que Fernando era ahora para muchos el representante del bando de los Infantes de Aragón, que habían agitado la vida política castellana en el último medio siglo, y cuyo despojo había incrementado la fortuna de quienes les combatieran: no cabían revisión del pasado ni, menos aún, represalias; en los confusos primeros días del reinado, con Fernando ausente en Aragón, esas circunstancias eran muy propicias para sembrar recelos y para que algunos personajes intentasen tomar posiciones ventajosas.

    El espinoso problema, en realidad una confrontación entre dos bandos rivales, fue resuelto mediante una sentencia arbitral, conocida como concordia de Segovia, redactada por el arzobispo Carrillo, que probablemente había decidido ya romper con la nueva situación, y el cardenal Mendoza, fechada en esta ciudad el 15 de enero de 1475: ambos esposos gobernarían conjuntamente y se otorgaban mutuamente plenitud de jurisdicción en los respectivos reinos, ahora en Castilla, en su momento en la Corona de Aragón, cuyos respectivos súbditos serían tratados en asuntos comerciales como naturales del otro reino. Únicas cautelas: el nombramiento de oficios, la concesión de mercedes, la tenencia de fortalezas y la provisión de beneficios eclesiásticos se harían por voluntad y a nombre de la Reina; era la garantía de la concesión de los mismos solo a naturales del propio reino.

    La concordia de Segovia constituía para la nobleza la garantía de que sus privilegios no serían destruidos sino incluso ampliados, y de que constituían el apoyo esencial de la Monarquía; pero, al mismo tiempo, ésta se aseguraba el estricto ejercicio de las prerrogativas regias. En estas condiciones se hacía posible abordar la pacificación del reino y la recuperación económica.

    El desarrollo de la guerra

    La situación parecía plenamente favorable. Todos los grandes linajes parecían ganados a la causa de los nuevos reyes, a excepción de los Estúñiga y los Pacheco con los que, sin embargo, se mantenían negociaciones que parecían discurrir por buen camino. Se trataba de resolver el problema que planteaba la presencia de la reina Juana y de dar una solución airosa al futuro de su hija. Los Reyes, de acuerdo con lo previsto en Guisando, exigían el regreso de la reina a Portugal y ofrecían un matrimonio adecuado para Juana, probablemente con Enrique Fortuna, hijo del infante de Aragón, don Enrique. Acaso Diego López Pacheco sólo mantenía las negociaciones a la espera de que el arzobispo Alfonso Carrillo y Alfonso V de Portugal, los otros dos pivotes esenciales en el apoyo a doña Juana, tomasen partido abiertamente.

    Los hechos se precipitan, en efecto, cuando el arzobispo, convencido de su poder como hacedor de reyes y sospechando siempre maniobras para desposeerle, abandonaba la Corte, a mediados de febrero de 1475, y se instalaba en su villa de Alcalá de Henares, en abierta rebeldía; no fue posible atraerle de nuevo al servicio de los Reyes, a pesar de los esfuerzos desarrollados en ese sentido.

    Por parte de Alfonso V de Portugal existían proyectos de tomar la defensa de Juana desde el mismo mes de diciembre de 1474, aunque existían sólidas opiniones en su entorno contrarias a una guerra de solución muy incierta. Antes de decidirse a la intervención el monarca portugués quería garantías de contar con apoyos suficientes en el interior de Castilla y también con el compromiso de Luis XI de Francia, enfrentado a Aragón por la cuestión de Rosellón y Cerdaña. Los informes que le remitía Diego López Pacheco sobre las previsibles adhesiones en Castilla y la nueva actitud de Carrillo deciden a Alfonso V, al menos desde el mes de marzo, a tomar en sus manos la defensa de su sobrina, con la que anunciaba, además, el propósito de contraer matrimonio. Luis XI trataría de mover su influencia en Roma para lograr la oportuna dispensa.

    En el mes de abril, Alfonso V enviaba una embajada a Valladolid para anunciar sus propósitos y ordenaba la concentración de su ejército en Arronches; era el comienzo de la guerra, aunque las primeras hostilidades se producen en el marquesado de Villena, con el levantamiento de Alcaraz, una de sus villas que deseaban retornar al realengo. Las operaciones en torno a Alcaraz constituyeron la primera victoria de la guerra para los isabelinos.

    La guerra que ahora se inicia había de resolver mucho más que el problema sucesorio, con ser éste decisivo y el argumento esencial del enfrentamiento. En juego estaba el desenlace de la vieja pugna entre la nobleza y la monarquía, la delimitación del ámbito castellano y portugués de navegación en el Atlántico meridional, y el diseño de bloques de alianzas de las potencias europeas: la unión de intereses de Castilla y Aragón, vieja aliada de Francia la primera, habitual enemiga la segunda, hacían trascendental esta definición. Portugal había de actuar en la guerra contando con la alianza de Francia, aunque procurando no dañar sus relaciones con Inglaterra; Castilla y Aragón se incorporarían a la alianza antifrancesa de Inglaterra, Borgoña y Nápoles.

    El ejército portugués entró en Castilla en los primeros días de mayo de 1475 y avanzó hasta Plasencia donde, el 25 de ese mes, eran proclamados Juana y Alfonso reyes de Castilla; cuatro días después se desposaban, aplazando la celebración de su matrimonio hasta recibir la oportuna dispensa.

    El día 30, firmaba Juana un manifiesto dirigido al reino; en lugar de ofrecer un esperanzador proyecto de gobierno, atendía más a fundamentar sus derechos, como hija del legítimo matrimonio de Enrique IV y Juana de Portugal, y a negar los posibles derechos reconocidos a Isabel en Guisando, perdidos por su matrimonio con Fernando en contra de lo allí acordado. Lanzaba además severas e infundadas acusaciones contra los Reyes a los que imputaba el envenenamiento de Enrique IV.

    El documento no podía ocultar la debilidad de su argumentación, capaz de negar la legitimidad de Isabel, pero insuficiente para recuperar la legitimidad que a Juana le había sido solemnemente negada, ni el escaso número de partidarios que se había logrado reunir. No ayudaba a dar credibilidad el hecho de que quienes hoy defendían la legitimidad de Juana hubieran sido sus principales y más encarnizados detractores. Uno de los principales testimonios a ese efecto, aunque muy devaluado por la conducta posterior, la reina Juana, se apagaba, en Madrid, el 13 de junio. Por su parte, Isabel y Fernando, en respuesta a la proclama de Juana, se titulaban reyes de Portugal, como herederos de los derechos de aquella Beatriz, segunda esposa de Juan I de Castilla, que había alcanzado el definitivo descanso cuarenta y cinco años atrás en el convento de Sancti Spiritus de Toro, entonces pequeña corte portuguesa y pronto centro neurálgico y resolutivo de la guerra.

    El ejército portugués se dirigió a Arévalo, firme posición de los Estúñiga, con intención de dirigirse hacia el norte, enlazar con el castillo de Burgos que, también en manos de los Estúñiga, se había alzado a favor de Juana, aunque la ciudad les era hostil, y establecer comunicación con posibles ayudas francesas que enviase Luis XI. Las disposiciones militares de Fernando y las escasas adhesiones logradas fueron suficientes para estorbar estos proyectos iniciales de Alfonso V, que vaciló ante la idea de una penetración tan profunda en territorio hostil.

    Prefirió afrontar riesgos menores y consolidar las posiciones que reconocían a Juana o le ofrecían su fidelidad en ese momento, en particular Toro, que abrió sus puertas al monarca portugués, aunque en su castillo resistía una guarnición fiel a Isabel; se le suman otras importantes villas zamoranas, en particular la propia capital, y vallisoletanas, que, además de constituir un temible foco portugués en el bajo Duero y los montes de Torozos, garantizaban el contacto con Portugal.

    Fernando concentró un gran ejército en Tordesillas, donde se hallaban representados los más importantes linajes, aunque el valor militar del conjunto resultaba bastante discutible; el 15 de julio ordenó ponerse en marcha, buscando el encuentro con Alfonso V, avanzando lentamente en medio de las posiciones enemigas. Cuatro días después llegaba ante la formidable posición de Toro, incitando al portugués a aceptar el combate. Su inferioridad numérica le aconsejó, sin embargo, permanecer a cubierto en una posición casi inexpugnable.

    La escasa disciplina y la falta de recursos para afrontar un cerco prolongado, como sin duda sería el sitio de Toro, aconsejaban el regreso a las bases. Después de breves contactos entre caballerescos y diplomáticos, el ejército volvía a Tordesillas y se disolvía. Mientras, el castillo de Toro se rendía. Era una victoria moral de Alfonso V a quien la situación internacional parecía muy favorable: Luis XI podía imponer un acuerdo a Eduardo IV de Inglaterra (tratado de Picquigny, 29-VIII-1475), que liquidaba los últimos vestigios del largo enfrentamiento franco-inglés, y, en consecuencia, le permitiría en el futuro prestar apoyo al portugués.

    Fracasado el ataque sobre Toro, había que afrontar una guerra de larga duración, vigilando los movimientos de Alfonso V y sometiendo los focos de resistencia: el principal, el surgido en el bajo Duero, cuyo crecimiento había que impedir, pero también el castillo de Burgos, que podía ser una fortaleza clave, las fronteras andaluza, extremeña y gallega, y las posiciones del marquesado de Villena y de la Orden de Calatrava. La guerra se extendería también al mar con irrupción en los ámbitos de navegación que, hasta el momento, de modo más o menos tácito, se reconocían como exclusivos de Portugal.

    Alfonso V no aprovechó esa ventaja inicial: en lugar de marchar directamente sobre Burgos, se trasladó nuevamente a Arévalo, donde permaneció un tiempo precioso, a la espera de noticias de Luis XI. Mientras, Fernando, que se trasladó personalmente a Burgos, incrementaba las acciones contra el castillo que, a comienzos de septiembre, parecía a punto de capitular. Si Alfonso V no hacía nada para impedirlo, era muy posible que perdiera el apoyo de alguno de los castellanos que le ofrecieran su fidelidad.

    Antes de mediar septiembre, Alfonso V se movió de Arévalo a Peñafiel; por su parte Rodrigo Alfonso Pimentel, conde de Benavente, se situó con una pequeña fuerza en Baltanás, lugar muy adecuado para vigilar los previsibles movimientos del enemigo, aunque mal provisto para la defensa. Atacado por los portugueses, el conde de Benavente ofreció una dura resistencia, pero fue derrotado y hecho prisionero: la villa sufrió un duro saqueo.

    El éxito portugués en Baltanás (18-IX-1475) allanaba el camino hacia Burgos; sin embargo, Alfonso V se retiró hacia Peñafiel, luego a Arévalo y finalmente a Zamora, decidido a consolidar allí un firme bastión y a eliminar los movimientos contrarios que se registraban. Es que, a pesar de la victoria, resultaba insuficiente la colaboración de la nobleza y el apoyo popular inexistente; la retirada contribuía a desalentar a los partidarios, en particular a los Estúñiga que veían cómo se abandonaba a su suerte a los encerrados en el castillo de Burgos, que quedó firmemente asediado. En los meses siguientes se generaliza la sensación de disolución del partido de doña Juana, cuya causa, en realidad, quedaba en segunda línea de los intereses de Alfonso.

    En cambio, el bando isabelino se reforzaba con nuevas adhesiones, despejaba dudas sobre la fidelidad de algunos linajes, en particular Pimentel, e incrementaba el apoyo popular. A finales de noviembre, Rodrigo Alfonso Pimentel, que, con el apoyo de los Reyes, había ganado la libertad entregando tres de sus fortalezas que constituían importantes posiciones para el monarca portugués, fue recibido en Valladolid como un héroe.

    Los avances isabelinos fueron decisivos en los meses de otoño e invierno de ese año: cayó Trujillo en manos de sus partidarios y se logró el control de las tierras de la Orden de Alcántara, gran parte de las de Calatrava y del marquesado de Villena. El 4 de diciembre de 1475, una parte de la guarnición de Zamora se rebelaba contra los portugueses; al día siguiente llegaba Fernando que era recibido en la ciudad de la que unas horas antes había huido Alfonso V, refugiándose en Toro. A pesar de que gran parte de la guarnición portuguesa se hizo fuerte en el castillo, la caída de Zamora constituía un éxito prodigioso. Pocos días después, mediante pacto, se rendía el castillo de Burgos (28-I-1476); no hubo represalia sobre los vencidos: los Estúñiga se aproximaban a la reconciliación completa con los Reyes; el defensor del castillo burgalés, Íñigo López de Estúñiga, recibía compensaciones por la pérdida que experimentaba. El ejemplo era demoledor: se producían ahora las primeras fisuras en la familia Pacheco, en particular Juan Téllez Pacheco, conde de Urueña, admitido a reconciliación; todos eran benévolamente recibidos y conservaban sus estados.

    A comienzos de febrero, tras superar enormes dificultades para su reclutamiento, entraba en Toro el heredero portugués, don Juan, al frente de un considerable contingente con el que, al paso, había tomado San Felices de los Gallegos y Ledesma, incrementando así las dificultades de Zamora. Alfonso V esperó encerrado en Toro la llegada de ese apoyo, sin atender las incitaciones de Fernando a entrar en combate. Con ellas se reforzaba notablemente la posición de Alfonso V, pero se ponía de relieve, cada vez más nítidamente, que la guerra no era un conflicto dinástico sino un enfrentamiento entre Castilla y Portugal.

    A mediados de febrero, Alfonso V salió de Toro y, tras diversos amagos sobre las fortalezas isabelinas próximas, puso cerco a Zamora, donde Fernando quedó encerrado entre la guarnición del castillo y las fuerzas de asedio. A pesar de ello sus posiciones eran sólidas y cómodas, mientras las tropas portuguesas habían de soportar en su campamento la dureza del invierno; además, Fernando estaba a punto de recibir importantes refuerzos. El monarca portugués había de tomar la ciudad, lo que parecía imposible, o retirarse para no quedar encerrado entre la ciudad y las tropas que llegaban; por eso, tras fracasar un intento negociador decidió retirarse hacia Toro lo más rápida y sigilosamente posible (1-III-1476).

    Fernando sacó sus tropas de Zamora, en persecución del enemigo, cuya retaguardia fue alcanzada al mediodía, lo que obligó a Alfonso V a detener su marcha y formar su ejército en orden de batalla, a la espera de poder recorrer en la oscuridad de la noche los menos de quince kilómetros que le separaban de Toro. Atardecía cuando comenzó un feroz combate que, tres horas más tarde, hacían imposible la oscuridad y la intensa lluvia.

    En medio de un gran desorden, Alfonso V retiró parte de sus tropas a Castronuño mientras una parte del ejército se replegaba sobre Toro. El príncipe Juan permaneció horas sobre el campo ordenando en lo posible el repliegue y al amanecer entraba en Toro, ante cuyas murallas se había vivido durante toda la noche una terrible confusión. Tal es la batalla de Toro; el ejército portugués no había sido propiamente derrotado, pero, sin embargo, la sensación era de total hundimiento de la causa de doña Juana. Tenía sentido que para los castellanos Toro fuera considerado como la divina retribución, la compensación querida por Dios para compensar el terrible desastre de Aljubarrota, vivo aún en la memoria castellana.

    Reconciliación interior

    Sin duda había concluido la guerra de sucesión. El príncipe Juan volvía a Portugal con la mayor parte de las tropas; bajo su protección salía de Castilla doña Juana; numerosos grupos dispersos volvían también bajo el seguro otorgado por Fernando tras las primeras inevitables violencias. Alfonso V, con apoyos casi exclusivamente portugueses, permanecía en territorio castellano controlando una serie de lugares que, más que posiciones militares, eran sobre todo rehenes, argumentos que utilizar en las negociaciones de paz.

    Fernando e Isabel tenían que acometer una enorme tarea de reconstrucción interior que requiere la reconciliación con todos los linajes que han apoyado a Juana, pero también una definición del protagonismo de los grandes en el organigrama de la monarquía. Las negociaciones fueron muy generosas con todos, naturalmente más con los partidarios de la primera hora, pero no por ello se excluyó la exigencia de devolución a la Corona del patrimonio usurpado en los perturbados años pasados. Recuperación del patrimonio regio, pero no destrucción de la nobleza: al contrario, consolidación de su patrimonio que es garantía de prestación de servicios imprescindibles a la Monarquía.

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    Entre los primeros acuerdos están los firmados con fieles de la primera hora como Pedro Manrique, conde de Treviño, (en marzo de 1476), pero también con otros que se habían mostrado reticentes, como Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, a quien se le confirman sus dominios (abril de 1476). También con los que han sido abiertamente partidarios de doña Juana como los Estúñiga, con los que se llega a complejos acuerdos que implican importantes devoluciones patrimoniales, como el castillo de Burgos o el señorío de Arévalo, y reconciliación con otros linajes de la Grandeza, (abril-junio de 1476), los Portocarrero, o los Pacheco-Girón, Juan y Rodrigo Téllez Girón, con los que la reconciliación se logra después de acciones militares, y, más duras aún las operaciones de guerra que hubo que afrontar para lograr la sumisión de Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, que no regresaría a la corte, y de Diego López Pacheco, marqués de Villena, verdaderas raíces de la guerra que ahora vivía sus últimos acontecimientos.

    Alfonso V trató de abrir negociaciones tras la batalla de Toro, seguramente con objeto de obtener compensaciones, pero fracasaron. La actividad bélica se traslada a la frontera extremeña y a la francesa, donde se producen ataques sobre Fuenterrabía (marzo-junio de 1476), sin resultados, y, por decisión de la Reina, a Cantalapiedra, posición portuguesa avanzada cuya caída, debería mostrar la decisión de concluir la guerra y produciría desaliento en el resto de las villas en poder portugués. Estaba próxima a Madrigal, donde se celebraban Cortes que estaban sentando las bases de la recuperación del orden jurídico, cuyo resultado sería el Ordenamiento de Montalvo, del financiero, abordado con la reforma de la Contaduría Mayor, y del orden público, para cuyo logro sería esencial la creación de la Hermandad.

    Alfonso V propuso una suspensión de hostilidades con la oferta de intercambio de prisioneros y la entrega de las villas que constituyeran el precio del conde de Benavente: se aceptó su propuesta (11-V-1476). El monarca portugués aprovechó la tregua para marchar a Oporto y, desde allí, embarcar hacia Francia: necesitaba que Luis XI se implicase más a fondo en la guerra. También Fernando necesitaba reordenar los asuntos del señorío de Vizcaya, cuyos fueros juraba en Guernica (30 de julio), reforzar la frontera guipuzcoana, y resolver los problemas planteados en Navarra, donde no cesaba de reforzarse la influencia francesa, con objeto de garantizar la identidad del reino.

    Resistían varias posiciones portuguesas en el Duero y proseguían los enfrentamientos en Galicia, Extremadura y Andalucía, al margen de la guerra aunque avivados por ella, pero simple reminiscencia de viejos enfrentamientos que requerían pronta atención. Isabel había decidido intentar la toma de Toro, cuya caída había de tener un decisivo efecto en el desplome del resto de los lugares que resistían. Fracasado un primer asalto (1-VII-1476), se decidió establecer firmes posiciones en poblaciones próximas, que aislaran la villa, y mantener contactos con el interior para provocar un movimiento que propiciara su entrega. Ésta sería tomada en la noche del 19 de septiembre gracias a la utilización de un portillo escasamente vigilado.

    Durante las operaciones de Toro, se produjo en Segovia un movimiento urbano (31-VII-1476), contienda entre bandos, que se hizo dueño del alcázar, poniendo en peligro la seguridad de la princesa Isabel, que residía en Segovia durante toda la guerra. Acudió rápidamente Isabel, hizo su entrada en la ciudad y apaciguó el movimiento dando aparente solución a las demandas: en realidad venía a hacer desaparecer los enfrentamientos entre los bandos, secuela de la guerra civil.

    A Segovia llegaban las noticias de la caída de Toro y de que parte de la guarnición se había hecho fuerte en la Colegiata, que se rindió pronto, y en el castillo. Acudió la Reina con refuerzos y comenzó el ataque artillero sobre el castillo; sus defensores resistieron pero pronto abrieron negociaciones que condujeron a su entrega, el 19 de octubre. Las condiciones, como estaba siendo habitual, fueron muy generosas. Pocos días después llegaba don Fernando, de vuelta de su viaje por el norte: había que aprovechar la entrega del castillo de Toro para poner cerco a las posiciones portuguesas, cuya caída marcaría el final de la guerra civil.

    Pero otros acontecimientos iban a requerir la inmediata atención de los Reyes. En el mes de noviembre moría el maestre de Santiago, don Rodrigo Manrique. La posesión del Maestrazgo otorgaba tal poder que, como mostraba la experiencia de los últimos maestres (Infante don Enrique, Álvaro de Luna, Beltrán de la Cueva, Juan Pacheco), constituía un factor de desequilibrio entre los grandes linajes que, además, ahora, podía complicar más aún el delicado panorama en el marquesado de Villena o en el arzobispado de Toledo. Isabel se trasladó personal y urgentemente a Uclés y comunicó la decisión de que don Fernando tomaba para sí la administración de la Orden por un periodo de seis años, al cabo de los cuales haría entrega del cargo a los electores. La decisión significaba apartar a Alfonso de Cárdenas, uno de los hombres de confianza, al que se requirió que abandonase sus pretensiones al Maestrazgo. Apenas un año después, Fernando devolvía la administración a la propia Orden y sus electores elegían a Alfonso de Cárdenas.

    Extremadura era un foco de importantes problemas a causa del endémico enfrentamiento entre linajes y de la querella en torno al maestrazgo de Alcántara; se mantenía la resistencia de Trujillo, que debía haber sido entregada por el marqués de Villena, y todo ello se agravaba por el hecho de que Alfonso V parecía dispuesto a reanudar las operaciones militares en el frente extremeño. Seguía disponiendo de algunas posiciones en el curso del Duero que podían convertirse también en importantes bases de operaciones.

    Mientras Fernando se empleaba en la toma de las últimas posiciones portuguesas, Sieteiglesias, Cubillas, Cantalapiedra y Castronuño, y en reordenar la situación en Salamanca, lo que le ocupó hasta el otoño de este año, Isabel se trasladó a Extremadura, donde permaneció entre abril y julio de 1477: logró la entrega del castillo de Trujillo, pacificó los enfrentamientos entre bandos y linajes y forzó a ciudades y villas a ingresar en la Hermandad, para poner fin a la inseguridad en los caminos, exacerbada por la guerra. La acción coordinada de los Reyes cerraba dos importantes brechas, vías de una nueva invasión portuguesa.

    Andalucía, en particular Sevilla, era el siguiente objetivo. Entre los problemas a abordar se halla el poder de los banqueros genoveses, cuya fidelidad era preciso obtener, el de los numerosos e influyentes conversos y, muy especialmente la enraizada enemistad entre los Guzmán, duques de Medinasidonia, y los Ponce de León, marqueses de Cádiz, cuyos enfrentamientos se ramificaban a otros linajes y lugares de Andalucía; la fidelidad de la nobleza andaluza, prácticamente neutral en la guerra de sucesión, no ofrecía solidez alguna.

    La inestabilidad sevillana influía sobre otro asunto de la máxima importancia: el monopolio portugués de las navegaciones a lo largo de la costa africana, que, a causa de la guerra, era ignorado por los navegantes andaluces con el apoyo de los Reyes; se ofrecía la posibilidad de quebrantar una importante fuente de recursos para Portugal, lo que elevaba al primer rango la ocupación de Canarias. En fin, la proximidad de la frontera granadina provocaba una gran inestabilidad: las guerras internas en Granada generaban desterrados y justificaban las fructíferas incursiones mutuas en territorio enemigo.

    Isabel hizo su entrada en Sevilla el 24 de julio, tomando contacto con la compleja realidad y adoptando las primeras decisiones; a mediados de septiembre llegó Fernando. Durante su larga estancia en Sevilla lograron los Reyes la sumisión de los Guzmán (el mismo día de la llegada del Rey) y los Ponce de León (octubre) y la reconciliación de ambos linajes (octubre de 1478); la rendición de focos de resistencia, como Utrera, que se convirtió en una de las principales operaciones de la guerra y una excepción en la dureza de la represión; la consolidación de la fidelidad de los fuertes poderes económicos residentes en la ciudad, y la obtención de los derechos sobre Canarias, base privilegiada para la navegación por la costa africana, aunque las negociaciones de paz con Portugal bloquearán el inicial desarrollo de los viajes andaluces por esta costa. Fórmulas similares de apaciguamiento se aplicaron en otros lugares de Andalucía, aquejada de idénticos problemas, en particular en Córdoba, donde los Reyes estuvieron de finales de octubre hasta final de este año.

    En cuanto a Granada, cuya intervención se temió con ocasión del cerco de Utrera, se logró la firma de unas treguas, en enero de 1478, que alejaban un enfrentamiento que ahora sería sumamente improcedente. La estancia sevillana deparaba, además, el nacimiento del esperado varón, Juan, nacido en esta ciudad el 30 de junio de 1478, hecho que permitía abordar la continuidad dinástica desde nuevas perspectivas.

    Paz con Portugal

    La guerra entre Portugal y Castilla, superado el problema sucesorio que la diera origen, se recrudecía en Galicia, Extremadura y La Mancha, reavivando viejos conflictos, y, muy especialmente en el mar: además de la rivalidad en las nuevas áreas de navegación, daba paso a una durísima actividad pirática, perjudicial para el comercio, que recordaba la situación de los primeros decenios de siglo, a la que se había puesto término con las paces de Almeirim.

    La reanudación de la guerra por parte de Alfonso V, frente a una sólida opinión en su reino contraria a la misma, parece obedecer únicamente a la necesidad de disponer de contrapartidas que poner sobre la mesa de negociaciones para dar solución satisfactoria a tres problemas que el curso de la guerra le había planteado: el destino personal de Juana, el coste económico asumido por Portugal y quienes le han apoyado en Castilla, y la delimitación de ámbitos en la navegación. Las propuestas que recibía y la situación de algunos territorios castellanos ofrecían posibilidades de éxito.

    El arzobispo Carrillo ofrecía un proyecto para apoderarse de Toledo, si recibía apoyo portugués, pero fue frustrado por Gómez Manrique, corregidor de Toledo. En Galicia se reanudaba la guerra, desde comienzos de 1478, por obra de Pedro Álvarez de Sotomayor, conde de Camiña, que, con tropas portuguesas, se adueñaba de algunas posiciones y reclutaba partidarios, mientras, Pedro de Mendaño, que fuera gobernador de Castronuño, tomaba Tuy. Favorable también la situación en Extremadura: la decepción de Alfonso de Monroy, cuyos servicios a los Reyes no fueron premiados como esperaba con el Maestrazgo de Alcántara, atribuido al joven Juan de Estúñiga, le hizo pasarse al enemigo; se le sumó Beatriz Pacheco, condesa de Medellín, lo que abría a los portugueses una plataforma de operaciones en el sur de esta región. Muy confusa también la situación en el marquesado de Villena, donde estaba resultando muy complejo el proceso de pacificación, en parte por extralimitaciones de los agentes regios.

    Era preciso resolver todos aquellos problemas antes de que se produjese una nueva invasión portuguesa. Los Reyes decretaron el secuestro de las rentas de Alfonso Carrillo, el otrora poderoso arzobispo, que, en diciembre de 1478, solicitaba el perdón y se apartaba de la actividad política; decidían la ocupación militar del marquesado de Villena, para sentar la definitiva negociación sobre bases nuevas, lo que inducía a Diego López Pacheco a solicitar un acuerdo que decía haber deseado siempre. Intentaron una difícil negociación con los rebeldes extremeños que habían solicitado apoyo portugués.

    La invasión portuguesa se produjo, pero con enorme retraso, en febrero de 1479. Dirigido por García de Meneses, obispo de Évora, el ejército portugués que marchaba en auxilio de Mérida fue sorprendido y derrotado, a orillas del río Albuera, por las fuerzas que mandaba Alfonso de Cárdenas (24 de febrero de 1479). Era el último episodio de la guerra. De parte portuguesa llegaba la propuesta de Beatriz, duquesa de Bragança, de una entrevista personal con la reina Isabel, base de unas posibles negociaciones entre ambos reinos.

    Las vistas tuvieron en el castillo de Alcántara entre el 20 y el 22 de marzo de 1479. En ellas se fijaron cuatro ámbitos de negociación: los pretendidos derechos de Juana y su destino personal; la recuperación de las excelentes relaciones entre Castilla y Portugal, hasta el comienzo de las hostilidades; perdón a los partidarios castellanos de Alfonso V; y la regulación de las navegaciones por la costa africana.

    Las posiciones de partida se suavizaron después, pero la entrevista concluyó con un retorno parcial a las exigencias iniciales por parte portuguesa. Beatriz de Bragança proponía el matrimonio de Juana con el príncipe Juan y el reconocimiento del título de Princesa; la alianza de Castilla y Portugal, edificada sobre el matrimonio de la primogénita de los reyes castellanos, Isabel, con el primogénito del heredero portugués, Alfonso; indemnización castellana por los gastos de guerra acometidos; perdón a quienes apoyaron a Alfonso V, con restitución de sus bienes; y monopolio portugués en África, como antes de 1474. Isabel comenzó exigiendo el regreso de Juana a Castilla, pero aceptó la negociación de su matrimonio con el Príncipe, aunque sólo después de realizado podría utilizar título de Princesa; se negó, en razón del previo compromiso en Nápoles, al matrimonio de Isabel y Alfonso, aunque la idea le gustó, y rechazó la indemnización de guerra y la reconciliación con los rebeldes.

    Siguió un largo silencio portugués, resultado de las encontradas posiciones sobre la negociación, que dio la impresión de que las conversaciones habían constituido un fracaso, mera estrategia bélica; los informes que llegaban de Portugal daban cuenta de la divergencia de opiniones. Mientras, resistían tenazmente las fortalezas rebeldes de Extremadura. Por otra parte, el fallecimiento de Juan II hacía imprescindible la presencia de Fernando en Aragón y, por ello, la paz se hacía más urgente.

    Cuando se reanudan las negociaciones, se aprecian las graves dificultades, esencialmente en torno al reconocimiento de los eventuales derechos de Juana y su destino, en particular, su consideración como sujeto de negociación, en opinión portuguesa, frente a la posición castellana para quien era únicamente objeto de dicha negociación. Desde Castilla se exigía que, hasta su matrimonio con el príncipe Juan, Juana permaneciese bajo la custodia de persona de su confianza, en concreto la duquesa de Bragança; en todas las demás cuestiones la posición castellana era enteramente favorable a las propuestas portuguesas, incluido el matrimonio de Isabel y Alfonso, anulado el compromiso napolitano, y la permanencia de Isabel y su prometido bajo custodia de la duquesa de Bragança hasta su celebración.

    En mayo de 1479 Juana hacía público su deseo de ingresar en un monasterio; era la única posibilidad de escapar a un destino que le depara un matrimonio necesariamente lejano, el Príncipe castellano no ha cumplido un año, e incierto. Es muy probable que en la decisión pesaran fuertes presiones por parte del heredero portugués, que veía en Juana un obstáculo para la paz y no deseaba confiar personas de tal importancia, durante tantos años, a la casa de Bragança. Isabel sospechó que la decisión ocultaba algún fraude, porque durante el año de noviciado sería imposible mantener control alguno sobre Juana. Además, Alfonso V y su hijo no otorgaron poderes a los negociadores portugueses encargados de hacer la paz hasta el mes de agosto, dando verosimilitud con esa demora a cualquier sospecha.

    Finalmente fue posible poner la firma al complejo texto de un tratado firmado en Alcáçovas, el 4 de septiembre de 1479, y en Trujillo, el día 27 de este mismo mes, y confirmado por Isabel y Fernando en Toledo, el 6 de marzo de 1480. El Tratado de Alcáçovas es en realidad un conjunto de cuatro tratados en virtud de los cuales no solamente se ponía fin a la guerra, mediante la solución de las cuestiones que la provocaran, sino que se procedía a un pleno restablecimiento de las relaciones entre ambos reinos en el punto en que las situaran las paces de Medina del Campo-Almeirim de enero de 1432.

    El primero de los cuatro tratados, por el que se restablece la paz entre ambos contendientes, se concibe como una renovación de las paces antiguas de Almeirim, cuyo articulado trascribe íntegramente; además incluye nuevas disposiciones para regular los problemas planteados desde entonces, en particular las derivadas de las navegaciones portuguesas por la costa africana y las islas del Mediterráneo atlántico, según moderna y acertada denominación. Portugal tendría todas estas islas y el monopolio de las navegaciones al sur de cabo Bojador; Castilla veía reconocida la propiedad de todas las islas Canarias y el derecho a una pequeña franja de la costa africana, entre los cabos Nun y Bojador, conexión con las caravanas que traen el oro del interior del continente.

    El segundo tratado resolvía el destino de Juana, aunque solo sería de aplicación en el caso de que la Excelente señora decidiera abandonar el camino de su profesión religiosa durante el año de noviciado. En ese caso contraería matrimonio con el heredero castellano y ambos habrían de situarse hasta su celebración bajo la custodia de Beatriz de Bragança; en esta tercería deberían situarse también los documentos relacionados con los derechos de Juana al trono, que habían de ser entregados a la reina de Castilla en el momento del matrimonio o de la profesión religiosa.

    El tercer tratado regulaba el matrimonio de Alfonso e Isabel, la enorme dote de la novia, más de cien mil doblas, que comprendía en realidad una indemnización de guerra, sus arras, la entrada de los novios en tercería bajo custodia de los Bragança hasta la celebración del matrimonio, y, caso de fallecimiento previo de uno de ellos, el compromiso mutuo de casar con la persona que ocupase el lugar del fallecido en el orden sucesorio. El poder que los acuerdos otorgaban a los Bragança era la preocupación esencial del heredero portugués: asomaba ahí la terrible división de la familia real portuguesa que estallaría dramáticamente en el reinado de Juan II.

    El último de los tratados se refiere al perdón de los castellanos implicados en el apoyo a Alfonso V, incluyendo los que aún permanecían en rebeldía, devolución de sus bienes, liberación de prisioneros, sin rescate, restitución de fortalezas tomadas y libertad de comercio y garantías para los mercaderes. Aunque se inició inmediatamente el cumplimiento de estos compromisos, el camino fue largo y erizado de dificultades, honda la desconfianza generada por la guerra, y numerosas las reclamaciones y desacuerdos en la valoración de los bienes devueltos y en la depuración de la justicia del título de propiedad de los mismos.

    La aplicación de este último acuerdo fue la más laboriosa, por las dificultades intrínsecas que presentaba pero, sobre todo, por la presencia de Alfonso V para quien la firma del acuerdo era la confesión de su fracaso militar y diplomático. El protagonismo que había permitido a su hijo en la negociación, no excluía su resistencia en la aplicación de los acuerdos en relación con quienes le habían sido fieles, a quienes él consideraba perjudicados: como muestra de su preocupación, en octubre de 1480, otorgaba a la Excelente Señora doña Juana el título de infanta de Portugal.

    Por su parte, Fernando e Isabel pusieron la mayor diligencia en el cumplimiento de todos los acuerdos, en particular en lo relativo en la renuncia a las navegaciones en Guinea, a pesar de los fuertes intereses de sus súbditos en esa ruta. No obstante, a pesar de la paz y del cumplimiento exacto de sus estipulaciones, se mantiene durante un tiempo entre ambas cortes una cierta distancia. La profesión religiosa de doña Juana, que tomó el hábito en Santa Clara de Coimbra el 15 de noviembre de 1480, la entrada de Isabel y Alfonso en tercería en Moura bajo custodia de Beatriz de Bragança, el 11 de enero de 1481, y la muerte de Alfonso V, el 28 de agosto de este año, con la que desaparecía el máximo obstáculo para la paz, contribuían a una normalización plena de relaciones.

    Resueltos, o en vía de total solución, los problemas planteados entre Portugal y Castilla, no quedaba sino completar la definición de la forma de ejercicio del poder y la plena pacificación interna. La reconstrucción del reino se acometía en las Cortes de Toledo de 1480; la pacificación final tendría en Galicia un último y violento escenario. El perturbado ambiente y los graves enfrentamientos entre linajes motivaron una dura respuesta de los Reyes que enviaron a Fernando de Acuña con rigurosas instrucciones y amplios poderes: hubo destrucción de fortalezas, exilios, y ejecuciones sumarias, entre ellas, la más notable, la del mariscal Pedro Pardo de Cela (17.XII.1481). Pero no es éste el modelo, sino la excepción, de la actuación regia respecto a la nobleza.

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  • Sobre la unificación de las Cortes de los Reinos de la Corona de Castilla

    Sobre la unificación de las Cortes de los Reinos de la Corona de Castilla

    Unificación de las Cortes

    Al compartir un mismo rey, la corona de León (reinos de León -que ya incluía lo que había sido la Taifa de Badajoz-, Galicia y Asturias);se íntegró en la Corona de Castilla. Al principio, las cortes de las dos coronas se reunían de forma separada, cada una en su territorio y con las actas en diferentes lenguas (castellano y leonés y gallego). No obstante, después de Fernando III (hijo de Alfonso IX de León), la reunión conjunta de las cortes terminó siendo permanente las Cortes. Se articulaban en tres brazos que correspondían respectivamente a los estamentos noble, eclesiástico y ciudadano y aunque el número de ciudades representadas en Cortes fue variando a lo largo del tiempo, fue el rey Juan I el que fijó de una manera definitiva las ciudades concretas que tendrían derecho a enviar procuradores a Cortes: Burgos, Palencia, Toledo, León, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, Zamora, Segovia, Ávila, Salamanca, Cuenca, Toro, Valladolid, Soria, Madrid, Guadalajara y Granada (a partir de 1492).

    Con Alfonso X, la mayoría de las reuniones de Cortes son conjuntas para todos los reinos. Las Cortes de 1258 en Valladolid son De Castiella e de Estremadura e de tierra de León y las de Sevilla en 1261 De Castiella e de León e de todos los otros nuestros Regnos. Posteriormente se realizarían algunas Cortes separadas, como por ejemplo en 1301 (Burgos para Castilla, Zamora para León), pero los representantes de ciudades piden que se vuelva a la unificación:

    Los representantes castellanos solicitan: Pues yo agora estas cortes fazía aquí en Castiella apartada miente de los de Estremadura de tierra de León, que daquí adelante que non fiziese nin lo tomase por huso
    Al igual que los leoneses: que quando oviere de facer Cortes que las faga con todos los omnes de la mi tierra en uno en tierras leonesas.

    Aunque en un principio los reinos singulares y las ciudades conservaron sus derechos particulares (entre los cuales se hallaban el Fuero Viejo de Castilla o los diferentes fueros municipales de los concejos de Castilla, León, Extremadura y Andalucía), pronto se fue articulando un derecho territorial castellano en torno a las Partidas (h. 1265), el Ordenamiento de Alcalá (1348) y las Leyes de Toro (1505) que continuó vigente hasta 1889, año en que se promulga el Código Civil español.

    El patronazgo y el pago del Voto

    La justificación providencialista de los orígenes de cada reino y su primacía eran una cuestión importantísima (no solo en la Edad Media, sino durante todo el Antiguo Régimen), y se suscitaron debates en cuanto a la entidad sobrenatural que debía ejercer el patronazgo y en qué territorio en concreto, con consecuencias incluso fiscales. El origen se remontaba a batallas mitificadas de los siglos VIII al X, de las que las crónicas recogían intervenciones milagrosas: la batalla de Covadonga, la batalla de Clavijo o la batalla de Simancas.

    La lengua castellana y las universidades

    En el siglo XIII existían en los reinos de León y Castilla numerosas lenguas como el castellano, el astur-leonés, el euskera o el gallego. Pero en este siglo el castellano comienza a ganar terreno como instrumento vehicular y cultural (por ejemplo el Cantar de Mío Cid).

    En los últimos años de Fernando III, el castellano se comienza a utilizar para ciertos documentos. Pero la lengua castellana alcanza el título de oficial con Alfonso X. A partir de entonces todos los documentos públicos se redactarán en castellano; asimismo las traducciones en vez de verterse al latín se realizarán a dicha lengua:

    Mandólo trasladar del arábigo en lenguaje castellano porque los homnes lo entendiesen mejor et se supiesen del más aprovechar

    Hay quien considera que la sustitución del latín por el castellano se debe a la fuerza de la nueva lengua, mientras que otros consideran que se debió a la influencia de intelectuales hebreos, hostiles al latín por ser la lengua de la iglesia cristiana.

    También en el siglo XIII comenzarán a fundarse gran cantidad de universidades en los territorios que formarían la Corona de Castilla, algunas, como las de Palencia, Salamanca o Valladolid, serán de las primeras universidades europeas. En 1492 con los Reyes Católicos se publicará de la primera edición de la Gramática sobre la Lengua Castellana, de Antonio de Nebrija.

    A Alfonso X le sucedería su hijo Sancho IV en 1284 y a este, su hijo Fernando IV en 1295, que durante su minoría de edad, regentaría el Reino su madre la reina María de Molina.

  • El Hostigamiento a Tierra de Campos

    El Hostigamiento a Tierra de Campos

    El hostigamiento a Tierra de Campos fue una serie de incursiones bélicas de carácter marcadamente antiseñorial, dirigidas por el obispo comunero Antonio de Acuña en la región de Tierra de Campos a comienzos de 1521, en el marco de la Guerra de las Comunidades de Castilla.

    Acuña, tras afianzar la Comunidad en la ciudad de Palencia por orden de la Santa Junta, pasó a la acción directa a comienzos de enero de 1521. La primera localidad a la que acudió fue Frechilla. Allí tomó prisioneras a las autoridades de la Audiencia del Adelantamiento mayor de Castilla y nombró un corregidor comunero. A continuación, pasó a Fuentes de Valdepero y se apoderó de la fortaleza y sus bienes. El 10 de enero entró en Paredes de Nava y el 16 terminó uniéndose en Trigueros del Valle a las tropas de Juan de Padilla, quien había salido de Valladolid el día anterior con vistas a reconquistar las fortalezas de Ampudia y Torremormojón. Acuña, pues, participó en los combates entablados en estas dos localidades entre el 16 y el 21 de enero. De hecho, Torremormojón no tardó en capitular ante los rebeldes. Solamente Ampudia, gracias a sus murallas y a su castillo, pudo resistir unos cuantos días más.

    Una vez resueltos estos dos focos de resistencia, las tropas de Padilla, Acuña y el conde de Salvatierra marcharon juntas sobre Burgos, con la esperanza de que de esa manera darían coraje a los comuneros de la ciudad para levantarse contra el condestable. Finalmente, la proyectada operación no pudo concluirse porque el levantamiento se adelantó dos días. El obispo comunero, algo desanimado, regresó a Tierra de Campos y se dedicó a proseguir varios días más con la ofensiva antiseñorial. Así, el día 23 cayó sobre Magaz, pero al no poder vencer la resistencia de la fortaleza, se contentó con saquear ferozmente la villa. Siguió su recorrido hacia Cordovilla la Real y Tariego —propiedades del conde de Castro y el conde de Buendía, respectivamente—, cuyos castillos se encargó de derribar para evitar que cayeran en manos del enemigo. Finalmente, Frómista vio finalizar la exitosa campaña de Acuña, aunque no de la mejor manera, pues debió sufrir el saqueo de las tropas.

    Acuña en Palencia

    El 23 de diciembre de 1520 la Santa Junta le encomendó al obispo de Zamora, Antonio de Acuña, la tarea de establecer la Comunidad de manera definitiva en las regiones palentinas. Al mando de 4000 peones y 400 lanzas, asentó su cuartel general en la localidad de Dueñas (sublevada en septiembre contra los condes de Buendía) y marchó a Palencia. Allí arrestó a los sospechosos o indiferentes a la causa, recaudó impuestos en un monto de 4000 ducados y constituyó un aparato político local fiel al movimiento. El día 25 nombró a Antonio Vaca de Montalvo nuevo corregidor de la ciudad, y teniente al licenciado Martínez de la Torre. El 28 ambos asumieron oficialmente los cargos respectivos.

    Primeras incursiones

    Tras establecer sólidamente la comunidad en Palencia, Acuña retornó a Valladolid, ciudad que desde hacía unas pocas semanas se había convertido en la nueva capital del movimiento. No permaneció allí muchos días; a comienzos de enero retornó a las tierras palentinas para dar inicio a sus incursiones bélicas.

    Frechilla

    El obispo de Zamora, al mando de 300 hombres, entró en Frechilla el 5 de enero. Allí se apoderó de los oficiales de la Audiencia del Adelantamiento de Castilla y de la esposa del licenciado Lerma, los cuales envió prisioneros a Becerril de Campos. No contento con eso, dio permiso a los soldados para saquear sus bienes —las pérdidas se calcularon en 2000 ducados de oro—, y liberar a los presos de la ciudad. A continuación el licenciado de la Torre, Juan de Lila, Francisco Gómez y un tal Corral ocuparon la alcaldía mayor y el alguacilazgo del Adelantamiento. Finalmente, el 10 de enero el bachiller Zambrano tomó posesión del corregimiento de la villa.​

    Fuentes de Valdepero

    El 6 de enero de 1521 tropas medinenses capitaneadas por un tal Larez y mandadas por Acuña, sitiaron el castillo de Fuentes de Valdepero. Luego de dos horas de asedio, Acuña ordenó a un grupo de soldados incendiar las puertas de la fortaleza, y a otro grupo disparar ballestas con tiros que llevasen estopas encendidas, para quemar así el vigamen del tejado.​ Andrés de Ribera conferenció entonces un rato con el obispo, pero sin resultados positivos. La refriega continuó y ocho escopeteros comuneros llegaron a perder la vida, por lo que Acuña, convencido de lo dura que sería la lucha, dio garantías a los sitiados respecto a sus bienes, esperando de ese modo que se rindiesen. Ribera aceptó y permitió a los atacantes ingresar a la fortaleza.

    No obstante, Acuña no respetó el acuerdo, sino que saqueó la aldea, tomó prisioneros a los señores del lugar, el doctor Tello y su yerno Ribera (el mismo que había conferenciado con él horas antes), y los condujo a Valladolid. Los daños se calcularon en 20.000 ducados, 30.000 según el cronista Alonso de Santa Cruz.​

    Monzón y Paredes de Nava

    En Monzón de Campos Acuña entró a saco y pudo recaudar un total 20.000 maravedíes.​ Luego se presentó en Dueñas y finalmente en Paredes de Nava el 11 de enero. Allí celebró con los vecinos una concordia ofensiva y defensiva para que le auxiliasen cuando lo necesitase.

    Reacción realista y enfrentamientos en Ampudia y Torremormojón

    Cuando el condestable Iñigo Fernández de Velasco tomó conocimiento de las andadas del obispo de Zamora por Tierra de Campos, reclamó al almirante y al cardenal Adriano de Utrecht (con los que compartía la gobernación del reino), el envío de los soldados necesarios para detenerlo. Mientras llegaban, encomendó esta tarea a los condes de Castro y de Osorno, al mariscal de Frómista y a Juan de Rojas.

    Pero los capitanes Francés de Beaumont y Pedro Zapata no esperaron órdenes desde la gobernación y en la mañana del 15 de enero partieron con sus 1300 infantes, 150 lanzas y 40 escuderos en dirección a la villa de Ampudia, propiedad del rebelde conde de Salvatierra, Pedro López de Ayala. Su toma ese mismo día produjo un gran desorden en el dispositivo montado por los comuneros en Tierra de Campos.

    La Junta respondió enviando al toledano Juan de Padilla, el cual se unió con Acuña en Trigueros del Valle​ para formar un ejército de aproximadamente 4000 hombres.​ Los ocupantes de Ampudia, al tener noticias del inminente contraataque comunero, se refugiaron en Torremormojón, que los rebeldes recuperaron el 17 de enero luego de acordar con los vecinos el pago de un cuantioso tributo de guerra. Ampudia resistió varios días más gracias a la fortaleza de sus murallas y su castillo, pero finalmente capituló el 21 de enero.

    Marcha hacia Burgos

    Inmediatamente, Acuña, Padilla y el conde de Salvatierra marcharon con sus tropas en dirección a Burgos. Su plan consistía en animar a los comuneros burgaleses a levantarse contra la autoridad del condestable.​ La sublevación en cuestión tuvo lugar, pero no el 23 de enero, tal como estaba pactado, sino dos días antes, el 21. Este desfase permitió al virrey castellano al día siguiente restaurar el orden en la ciudad sin demasiados problemas. Las tropas comuneras, por otro lado, decidieron retirarse sin entablar hostilidades.

    Continuación de la ofensiva antiseñorial

    Tras el episodio de Burgos, el espacio geográfico de las incursiones de Acuña se trasladó ligeramente al este. Magaz de Pisuerga, Tariego de Cerrato, Cordovilla la Real y Frómista fueron, pues, los últimos objetivos del prelado antes de dirigirse al reino de Toledo.

    Magaz

    En la madrugada del 23 de enero Antonio de Acuña puso sitio al castillo de Magaz. Ocurrió que al verse incapaz de vencer la resistencia orquestada por García Ruiz de la Mota, dos horas antes de que amaneciese decidió ensañarse con la población. No dejó nada, ni un brocado, ni un maravedí, ni una cabeza de ganado, escriben sus enemigos. Robó los crucifijos, los ornamentos de las iglesias, inclusive el manto de la Virgen.​ De Palencia se enviaron diez escopeteros, diez caballeros y otros treinta hombres al mando del capitán Sant Román, con el fin de dar alcance a las fuerzas de Acuña y repartirse las cabezas de ganado.​ Cuando regresaban de noche a su ciudad Mota sacó al encuentro cinco caballeros, siete escopeteros y tres piqueros. El éxito fue total: recuperaron el ganado, capturaron a dos de los palentinos, mataron a otros tres, y el resto resultó herido. Mota pretendió ahorcar a uno de los prisioneros, que resultó ser el regidor Pedro de Haro, pero prefirió esperar la respuesta del condestable.

    Cordovilla la Real y Tariego

    Desde Torquemada, el obispo Acuña partió en dirección al castillo de Cordovilla la Real, propiedad del conde de Castro, y lo incendió. Tras este episodio, el 29 de enero saqueó Tariego de Cerrato, feudo del conde de Buendía. Al principio se pensó dejar una guarnición comunera en el castillo, pero ante el peligro de que cayese en manos del condestable, Acuña sugirió a la Junta la conveniencia de derribarlo y abandonarlo, junto con el castillo de Cordovilla.

    Frómista

    El próximo y último objetivo de Acuña fue la ciudad de Frómista, a la que entró el primer día de febrero. La población, envuelta en un clima de terror por la modalidad de lucha del obispo comunero, se comprometió a reunir un rescate de 500 ducados para evitar el pillaje. Pero cuando Acuña se percató de que no habían podido recaudar dicha cantidad, procedió a despojar a las iglesias de sus crucifijos, cálices, y patenas de plata.

    Consecuencias

    La muchas veces denominada «dictadura» del obispo de Zamora en Tierra de Campos permitió a los comuneros incrementar el tesoro de guerra, tanto por los impuestos que recaudaba en nombre de la Junta como por los saqueos a iglesias, castillos y aldeas pertenecientes a los señores:

    El roba todos los lugares pequeños que puede y por ser perlado atrevese a las iglesias y dejalas sin cuidado de tener que guardar y a los lugares grandes rescatalos y componelos porque no les haga guerra acá.
    Carta del licenciado Vargas al rey, fechada en Burgos el 2 de febrero de 1521.

    Sus enemigos evocaron constantemente el ambiente de descontrol e inseguridad que reinaba a la región, que hacía recordar el reinado de Enrique IV. Por otro lado, estas incursiones bélicas dotaron al movimiento comunero de una las características más notables de su segunda etapa: el rechazo de un orden social basado en el régimen señorial.

    Tras la revuelta, como fue común en todos los casos, sobrevinieron las repercusiones judiciales. Así, por ejemplo, cuando Andrés de Ribera recuperó la libertad en marzo eligió tres comisionados, Juan Álvarez de Torres, Diego Ruiz del Corral y Antonio de Miranda, para que recobrasen por su precio los objetos vendidos por los soldados de Acuña a vecinos palentinos. A principios de agosto de 1522 el juez pesquisidor Francisco Castañeda se presentó en Palencia para investigar las «cosas y cabsas tocantes» al saqueo a Fuentes de Valdepero. Acudió a la junta del cabildo celebrada el 14 de agosto, pues estaba interesado en la devolución de algunos objetos, entre ellos los tubos de un órgano, que, en cuarenta reales, compró el canónigo Lorenzo de Herrera a unos soldados. Herrera ayudó a Juan Álvarez en su comisión y se mostró dispuesto a devolver cuanto se le pedía, previo abono del importe. Hasta tanto que esto se hiciera, los bienes reclamados quedaron en depósito, según resolvieron los capitulares.

    Otro caso lo ofrecen los concejos de Monzón y Valdespina, que en noviembre de 1522 reclamaron a Acuña 160 ducados que había obtenido de la localidad a fuerza de amenazas.

  • La rendición de Toledo y el final de la Guerra de las Comunidades Castellanas

    La rendición de Toledo y el final de la Guerra de las Comunidades Castellanas

    El fin de la guerra de las Comunidades

    Tras la batalla de Villalar, las ciudades de Castilla la Vieja no tardaron en sucumbir al potencial de las tropas del rey, volviendo todas las ciudades del norte a prestar lealtad al rey a primeros de mayo. Únicamente Madrid y Toledo, especialmente esta última, mantuvieron vivas sus comunidades durante un tiempo mayor.

    La resistencia de Toledo

    María Pacheco recibiendo la noticia de la muerte de su marido en Villalar; óleo del siglo XIX de Vicente Borrás.

    Las primeras noticias de Villalar llegaron a Toledo el 26 de abril, siendo ignoradas por parte de la Comunidad local. La certeza de la derrota se hizo evidente a los pocos días, cuando comenzaron a llegar los primeros supervivientes a la ciudad, que confirmaron el hecho y dieron testimonio del ajusticiamiento de los tres líderes rebeldes. Fue entonces cuando Toledo se declaró en duelo por la muerte de Juan de Padilla.

    Tras la muerte de Padilla, Acuña perdió popularidad entre los toledanos, en favor de María Pacheco, viuda de Padilla. Comenzaban a surgir voces que solicitaban la negociación con los realistas, buscando el evitar el sufrimiento de la ciudad, más aún tras la rendición de Madrid el 7 de mayo. Todo parecía indicar que la caída de Toledo era cuestión de tiempo.

    En este contexto, Acuña abandonó la ciudad, intentando huir al extranjero por la frontera del Reino de Navarra. En ese momento, se produjo la invasión francesa de Navarra, siendo Acuña reconocido y detenido en la frontera.

    La invasión francesa provocó que el ejército realista hubiera de concentrarse en expulsar a los franceses de Navarra, postergando momentáneamente el restituir la autoridad del rey en Toledo. ​A partir de ese momento, María Pacheco asumió el control de la ciudad, instalándose en el Alcázar, recabando impuestos y fortaleciendo las defensas. Solicitó la intervención del marqués de Villena para negociar con el Consejo Real, con el objetivo de obtener unas mejores condiciones que negociando directamente.

    La rendición de Toledo

    El marqués de Villena terminó abandonando las negociaciones entre ambos bandos, por lo que María Pacheco asumió de manera personal las negociaciones con el prior de la Orden de San Juan. El pacto de rendición de Toledo fue acordado el 25 de octubre de 1521 gracias a la intervención de Esteban Gabriel Merino, arzobispo de Bari y enviado del prior de San Juan.

    Así pues, el 31 de octubre los comuneros abandonaron el Alcázar toledano y el arzobispo de Bari nombró a los nuevos funcionarios.

    La revuelta de febrero de 1522

    Tras la vuelta al orden de Toledo, el nuevo corregidor de la ciudad acató las órdenes recibidas de restablecer al completo la autoridad del rey en la ciudad, dedicándose a provocar a los antiguos comuneros.​ María Pacheco continuaba presente en la ciudad, y se negaba a entregar las armas hasta que el rey firmara de forma personal los acuerdos alcanzados con el prior de San Juan. Por ello, el corregidor toledano exigía la cabeza de María Pacheco.

    La situación llegó a un extremo cuando el 3 de febrero de 1522 se ordenó apresar a un agitador, a lo que los comuneros se opusieron. Se inició entonces un enfrentamiento, subsanado gracias a la intervención de María de Mendoza y Pacheco condesa de Monteagudo de Mendoza, hermana de María Pacheco. Se concedió una tregua, que supuso la derrota de los comuneros, pero que fue aprovechada por María Pacheco para escapar a Portugal, donde se exilió hasta su muerte, en 1531.

    Probablemente, el lugar más evocador de la Guerra de las Comunidades sea la Plaza de Padilla, surgida por la demolición del palacio toledano del comunero Juan de Padilla y su mujer, María Pacheco, por orden del corregidor Juan Zumel, quien ordenó sembrar de sal el solar para que ni la hierba creciese donde se hallaba alzaba la morada de los cabecillas rebeldes. Este foco de la resistencia comunera, cuyo entorno urbano fue el escenario de la enconada lucha final, acabó siendo denominado por los toledanos “plaza de Padilla”, perpetuándose así la memoria del comunero y su mujer frente al propósito vengativo del corregidor. 

    El Perdón General de 1522

    Carlos I regresó a España el 16 de julio de 1522, instalando la corte en Palencia. A partir de la llegada del rey, la represión contra los excomuneros avanzaría a un ritmo mayor. Así lo demuestra la ejecución de Pedro Maldonado, líder salmantino y primo de Francisco Maldonado, ejecutado en Villalar.

    Carlos I permaneció en Palencia hasta finales del mes de octubre, trasladándose a Valladolid, donde el 1 de noviembre se promulgó el Perdón General, que daba la amnistía a quienes habían participado del movimiento comunero. Sin embargo, un total de 293 personas -pertenecientes a todas las clases sociales y entre las que se incluían María Pacheco y el Obispo Acuña- fueron excluidas del Perdón General.

    Se estima que fueron un total de cien los comuneros ejecutados desde la llegada del rey, siendo los más relevantes Pedro Maldonado y el Obispo Acuña, siendo este último ajusticiado en el castillo de Simancas el 24 de marzo de 1526, tras un intento frustrado de fuga. A raíz de esta ejecución, Carlos I fue excomulgado por ordenar el ajusticiamiento de un prelado de la iglesia.​ Las relaciones entre los dos poderes universales sufrieron grandes altibajos tras la elección de un papa tan favorable como fue el mismísimo Adriano de Utrecht (1522-1523), y pasaban por un momento muy negativo con el profrancés Clemente VII (1523-1534), que acabó sufriendo el saco de Roma (1527), tras lo que se vio obligado a reconciliarse con Carlos y coronarle emperador en Bolonia (1530).

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  • Las Indias se Incorporan a la Corona de Castilla

    Las Indias se Incorporan a la Corona de Castilla

    El 2 de febrero de 1518, en la ciudad de Valladolid, se reunieron las Cortes generales de la Corona de Castilla, son estas Cortes de los reinos castellanoleoneses excepcionales de alguna manera, se hallan congregadas para juramentar al heredero del mayor Imperio del mundo, Don Carlos I de Castilla, futuro emperador Carlos V del Sacro Imperio Romano. Por primera vez en una persona se unían las Coronas de Castilla –incluido el Reino de Navarra y los Reinos de las Indias– y Aragón – incluidos los Reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña–, y sus posesiones en tres continentes, que pronto serían en cuatro, así como el Archiducado de Austria y los Países Bajos.
    La incorporación jurídica de los Reinos de las Indias a la Corona de Castilla se efectúa en estas Cortes, es decir, el nacimiento jurídico de los reinos castellanos de las Indias Occidentales o América. Una cuestión perfectamente conocida por viejos historiadores que, sin embargo, no ha tenido mayor repercusión en su quinientos aniversario el año pasado, como lo debería haber tenido. Revisando la prensa virtual en internet se puede verificar que prácticamente ningún medio ni en España ni en Hispanoamérica recogió nota alguna al respecto, tampoco ninguna institución se apersonó para realizar actos conmemorativos y de honor sobre tan importante efeméride. Ya conocemos este olvido de nuestra historia y nuesto ser, que pasa «del olvido de los archivos al olvido de las bibliotecas.»
    Isabel la Católica había declarado expresamente en su testamento de 1504 de que las Indias «han de quedar incorporadas en estos mis Reynos de Castilla y León», así  como también el recién conquistado reino peninsular de Granada, dejando constancia así de la paridad jurídica que ella daba a los territorios europeos y extraeuropeos de sus reinos. Hechos que se confirmarían posterior y oficialmente en las Cortes, la institución política medieval que realizaba la representación estamental de los reinos; como el resto de los parlamentos europeos medievales, sus representantes y procuradores se reunían en los tres estados estamentales: eclesiástico, nobiliario y llano. Las Cortes eran convocadas y presididas por el Rey de Castilla.
    Desde los territorios indianos ya desde 1507 se realizaron peticiones, como la de la Isla Española, solicitando que se incluyese el nombre de aquella isla entre los restantes reinos, en los títulos reales, y se le respondió que por entonces no convenía, y que más adelante se resolvería la cuestión. Obedeciendo las disposiciones del testamento de la Gran Reina Isabel, las Cortes de Valladolid, acordaron la incorporación de las Indias Occidentales a la Corona de Castilla como veremos.
    Como en casi todas las Cortes del Antiguo Régimen, no se llevaban actas exactas de lo dicho y actuado en ellas de forma concreta y taxativa –con las excepciones del caso–, conocemos el resultado de sus procedimientos por las crónicas y los documentos reales que se desprendían a partir de su realización. En las de Valladolid de 1518 sólo conocemos el ordenamiento de Cortes, es decir, la lista final de peticiones oficiales de los procuradores y las respuestas reales. Contamos con un importante grupo de documentos publicados hace ya bastantes años al respecto, en este caso, sobre la incorporación de las Indias a la Corona de Castiila, existen tres documentos específicos, «redactados con un texto completamente idéntico», como la mayoría de respuestas reales a las peticiones de sus súbditos, que se basaban muchas veces en el propio texto peticionario, y que corresponden a las contestaciones de 1519, 1520 y 1523, respectivamente, a las peticiones presentadas por los procuradores y representantes en Cortes de la Isla Española (donde tuvo sede el primer virreinato del continente americano para el gobierno de los territorios conquistados y por conquistar), de las Indias en general, y de la Nueva España; en los dos primeros casos, el procurador de la Española y de las «islas indias e tierra firme del Mar Oceano» es el licenciado Antonio Serrano, y en el caso de la Nueva España son sus representantes Francisco de Montejo y Diego de Ordás.
    No nos es posible conocer las fórmulas exactas que se emplearon en las Cortes de Valladolid de 1518 para declarar la incorporación formal de las Indias a la Corona castellana, pero podemos evocarlas en comparación con las empleadas para el caso del Reino de Navarra, que había sido conquistado por Fernando el Católico en 1513, e incorporado oficialmente a la Corona en las Cortes de Burgos de 1515. A ciencia cierta en los documentos aludidos de 1519, 1520 y 1523 podemos leer la expresamente la  letra real que formaliza la incorporación:
    «Por cuanto, según lo que POR NOS ESTÁ JURADO (en la jura real de las Cortes) e prometido a los Nuestros Reynos e señoríos de Castilla e de Leon, AL TIEMPO QUE FUIMOS RECIBIDOS E JURADOS REYES E SEÑORES DE ELLOS (Valladolid, 1518), que a las INDIAS, islas e tierra firme del Mar Oceano… ninguna cibdad, ni provincia, ni isla, ni otra tierra anexa a la dicha nuestra Corona real de Castilla puede ser enajenada ni apartada della… como quiera que por estar COMO ASÍ ESTÁ JURADO e de contenerse así en la bulla de donación… no avia necesidad de nueva seguridad, pero porque los vecinos e pobladores (de las Indias) tengan  mayor sertenidad e confianza dello, mandamos dar esta nuestra carta… la cual queremos e mandamos que tenga fuerza e vigor de ley e pracmática sanción, como si fuera hecha e promulgada en Cortes generales, por lo cual… (prometen que las Indias ni ninguna parte de ellas no serán enajenadas nunca de la Corona de Castilla)… sino que estarán e las ternemos como a cosa incorporada en ella, e si necesario es de nuevo las incorporamos e metemos…»
    Las Cortes de Valladolid de 1518 se inauguraron con la reunión de procuradores de las ciudades en el Colegio de San Gregorio el martes, 2 de febrero. El flamenco Jean de Sauvage, gran canciller del rey, fue nombrado presidente de las mismas.
    El domingo 7 de febrero, acabada la misa oficiada por el cardenal de Tortosa –el flamenco Adriano de Utrecht–, tuvo lugar en la iglesia de conventual San Pablo el acto de juramento por parte de los nobles y eclesiásticos. Luego, a suplica de los procuradores de las ciudades, el rey reiteró su juramento con la misma formalidad dicha: «Levantándose el rey de la silla donde estaba, se fue a las cortinas desde donde había oído la misa, y allí repitieron por sí solos este acto los procuradores de Cortes por Toledo, y el rey les hizo el expresado juramento de que se pidió testimonio.»  Para el efecto, Don Carlos I, tras una breve ceremonia de bienvenida, se cambió la armadura militar por el vestido real del rito de la jura y entró para celebrar la sesión de las Cortes donde se oficializaría como rey, ocupando el solio de la presidencia de las mismas para prestar juramento, el que fue al estilo tradicional, poniendo la mano sobre los Evangelios, jurando guardar todas las leyes y privilegios de los reinos, defender y conservar en la Corona de Castilla el Reino de Navarra incorporado en 1515, e incorporar los Reinos de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano.
    Son claras e inequívocas las ulteriores Leyes de Indias que se desprendieron de la incorporación, al respecto, la Ley XIII del Título II del Libro II, señalan con realismo sobre la paridad de los dominios europeos y americanos, literalmente:
    «Porque siendo de UNA Corona los REINOS de Castilla y de las Indias, las leyes y órdenes de gobierno de los unos y de los otros deben de ser lo más semejantes y conformes que puedan; los de nuestro Consejo, en las Leyes y Establecimientos que para aquellos Estados ordenaren, procuren recibir la forma y manera del Gobierno de ello AL ESTILO Y ORDEN CON QUE SON REGIDOS Y GOBERNADOS los Reinos de Castilla y de León, en cuanto hubiere lugar y permitiera la diversidad y diferencia de las tierras y naciones.»
    En el edicto del ya Emperador contra los comuneros de Castilla, dado en Worms en febrero de 1521, como en muchos otros documentos, se pueden leer todos los títulos del primer Rey de Indias juramentado como tal, de forma expresa e indiscutible:
    «Don Carlos por la gracia de Dios Rey de Romanos Emperador Semper Augusto.
    Doña Joana su madre y el mesmo Don Carlos por la mesma gracia Reyes de Castilla, de Leon, de Aragon, de las dos Sicilias, de Ierusalen, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Cordova, de Corcega, de Murcia, de Jaen, de los Algarbes, de Algezira, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, DE LAS INDIAS islas y tierra firme del Mar Oceano, Condes de Barcelona, Señores de Vizcaya e de Molina, Duques de Atenas e de Neopatria, Condes de Ruysellon e de Cerdenia, Marqués de Oristan e de Gorciano, Archiduques de Austria, Duques de Borgoña de Bravante.»
    Una suma importancia reviste para este entendimiento el hecho de que la unidad de los reinos españoles, tanto en Europa como en América, se formalizara en la misma época. La paridad de procedimientos jurídicos y formales no deja lugar a duda sobre el nivel de equivalencia que ocupaban los territorios europeos y americanos de la Corona. Granada y Navarra (Cortes de Burgos, 1515), son incorporados jurídicamente a la Corona de Castilla unos poquísimos años antes que las Indias (1518), y el caso de la incorporación de estos últimos en la jura de Don Carlos I como Rey de Castilla y de las Indias, entre otros como hemos leído, indica la solemnidad, categoría y calidad que se les daba de forma oficial. Este excelso monarca logró en su persona la unidad histórica de todas las Españas.
  • Pedro de Heredia, Conquistador castellano

    Pedro de Heredia, Conquistador castellano

    Pedro de Heredia (Madrid, 1484 – 27 de enero 1554), Adelantado, conquistador castellano, fundador de la ciudad de Cartagena de Indias, primer gobernador de la misma​ y explorador de la costa y del interior de la actual Colombia hasta Antioquia y norte de Tolima.

    De familia noble, en su juventud Pedro de Heredia se trabó en lucha contra unos contendientes, de donde salió mal herido en la nariz, esta le fue arreglada por un médico famoso de la Corte, pero Heredia, en venganza, mató a todos sus atacantes y tuvo que huir a las Indias para evadir la justicia que lo reclamaba. Se estableció en Santo Domingo y se dedicó a las labores agrícolas. De allí pasó a Santa Marta, en Tierra Firme, como teniente del gobernador Pedro Badillo, donde se enriqueció por el intercambio con los indios de baratijas (cascabeles, espejos, gorros colorados) por oro.

    Llevó a Castilla sus riquezas y capituló en la Corte la conquista y población de la costa de Tierra Firme, desde las bocas del Magdalena hasta el río Atrato. Las capitulaciones fueron firmadas el 5 de junio de 1532, en Tordesillas, por la reina Isabel de Portugal, en ausencia de su esposo el Rey. De acuerdo a una carta escrita por propio Pedro de Heredia en abril de 1533 y dirigida al Rey Carlos V, Heredia llegó como Gobernador a Cartagena el 14 de enero de 1533.​ Esa misma carta ayudó a aclarar con el paso del tiempo la polémica fecha de fundación de Cartagena de Indias, mal entendida a partir de los textos de Gonzalo Fernández de Oviedo como el 20 de enero de 1533, día de San Sebastián, pero que, tal como lo probó la Academia de la Historia de Cartagena de Indias, fue el 1 de junio de 1533, puesto que el mismo Heredia así lo anuncia en abril de ese año desde Zamba, cuando empezaba la temporada de lluvia y regresaba a Calamarí o Calamar, el primer poblado que encontró en enero de 1533. Heredia llegó acompañado de la india Catalina, natural de Zamba, población de etnia mokaná, de donde fue raptada y llevada a Santo Domingo donde se volvió ladina o experta en el castellano y la religión católica, como lo afirman desde el siglo XVI los cronistas y compiladores.

    Los indios calamarí deciden montar una emboscada a los invasores. En el sitio donde Calamarí estaba ubicada, Heredia notó la falta de agua, aridez y escasa vegetación. Corinche dijo a Heredia que en la zona de Yurbaco (véase Turbaco) había agua, y climas más templados. Marchando hacia Yurbaco, Heredia cruzó toda suerte de malezas. Y al llegar a Yurbaco, lo recibió una comitiva de indios preparados para atacarle, Corinche desapareció, y en esa batalla en Yurbaco, salió ileso. Habiendo casi aniquilado a los nativos en esa batalla, regresó a Calamarí, y ese primero de junio de 1533, tumbó la choza del jefe, y clavó una estaca con un letrero que rezaba «San Sebastián de Calamar», como recordatorio del primer día que llegaron a la zona, y los indios calamaríes que la habitaron. Para fines de 1533, todos estaban de acuerdo con Juan de la Cosa, para que la ciudad fuera rebautizada, y en efecto fue cambiada por Cartagena de Indias.

    De Heredia levantó las primeras edificaciones, enviando con el capellán que iba en su flota una petición a la Casa de Contratación para que enviaran monjes, albañiles, y otras provisiones para levantar la ciudad. El poblado que de Heredia desarrolló al principio era de madera, y siempre corrió riesgo de incendio (uno de ellos llegarïa a consumir la mitad de la villa en 1535, casi acabando con la existencia de la ciudad). Pero para mediados de ese año comenzaron a llegar las primeras provisiones de Castilla, lo que le permitió a de Heredia adentrarse en los pantanales de Manga, Bocagrande, Manzanillo y la zona de Crespo, hasta descubrir la Ciénaga de Tesca (De la Virgen). Habiendo hecho un camino por el pantano de Bocagrande, los primeros pobladores tuvieron acceso a la piedra de Tierrabomba, bastante liviana pero sólida para las construcciones.

    Con la ciudad en marcha, de Heredia procede a explorar las zonas aledañas a la Bahía de Cartagena de Indias; primero, se ocupó de asegurar la cantera de la ciudad, la Isla Tierra Bomba, y llegó a un acuerdo con los indígenas Carex, que habitaban esa zona. Posteriormente, se dirigió a la costa oriental de la Bahía Exterior, donde estaba la tribu Cospique, con la cual también se entendió. Finalmente, exploró la Península de Barú, donde se encontró con los Bahaire, con ellos no tuvo una relación tan fluida, pero pudo evitar conflictos.

    Catalina recomendó a de Heredia que no se adentrara demasiado en la selva, por los peligros que ello acarreaba. De Heredia obedeció a su compañera y se dedicó a explorar por mar el territorio Zenú incluyendo las zonas de Labarcé, Golfo de Morrosquillo, Bahía de Cispatá, Arboletes, Golfo de Urabá y Puerto Obaldía, terminando de explorar la costa del Caribe colombiano. Incluso así, en 1536, autorizó a su osado hermano, Alonso de Heredia, para explorar al Suroriente y Sur de la nueva Provincia de Cartagena. Este comenzó a explorar las selvas y sabanas, aunque de su exploración no hay penas datos. Aun así, parece que fundó Santa Cruz de Mompox a finales de 1537 y Santiago de Tolú en 1535. Alonso de Heredia volvió inmediatamente a Cartagena después de realizar su última expedición, pero en 1540, estaba gravemente enfermo, lo que retrasó la exploración por tierra de las zonas interiores.

    En el centro ceremonial de Finzenú, gobernado por una cacica, Heredia quedó absorto al ver como enterraban a los muertos con sus bienes y un templo funerario adornado con estatuas grandes de madera, encubiertas de oro, colocadas una frente a otra y de las cuales pendían hamacas, donde los indígenas colocaban ofrendas a los dioses. Heredia saqueó las sepulturas y extrajo enormes cantidades de oro por muchos años, tanto que originó en los indios un refrán que decía: «desgraciado el Pirú [Perú], si se descubre [primero] el Sinú». Heredia realizó muchas incursiones personalmente y por intermedio de otros cometindo todo tipo de atrocidades. El obispo de Cartagena, fray Tomás del Toro, lo acusó ante el Consejo de Indias, que envió al gobernador Juan de Badillo para someterlo a juicio de residencia. Este era socio de Heredia y estaba descontento con él, así que lo encarceló con Alonso, su hermano, pero los Heredia pagaron una fianza con el oro que habían traído de Antioquia. Pedro de Heredia viajó a Castilla, donde lo absolvieron, y regresó con el título de Adelantado.

    Siguió en sus incursiones conquistadoras hasta que el pirata francés Roberto Baal asaltó Cartagena de Indias, y Heredia tuvo que pagar dos mil pesos de oro, por intermedio del obispo, lo que aceleró su segundo juicio de residencia. El doctor Juan de Maldonado, nombrado fiscal de la Real Audiencia, fue enviado desde Castilla a tomarle residencia debido a las muchas acusaciones que pesaban sobre él, por los abusos cometidos durante su gobierno. Maldonado le levantó 289 capítulos por diferentes cargos, entre los que se cuentan contravenciones a las leyes, apropiación de fondos que entraban a la Caja Real por las penas de Cámara, envío fuera del país de oro sin quintar, nepotismo en el otorgamiento de cargos y encomiendas, entorpecimiento en las deliberaciones del cabildo, y maltrato a indios y caciques por haberlos aperreado y quemado vivos. Sobre este último cargo, se le acusó, además, de ásperos tratamientos de indios y encomiendas de pueblos de vuestra Alteza, grandes excesos de muertes y cortamientos de labios y orejas y tetas. El proceso se extendió de 1553 a 1555, cuando se le encontró culpable, privándosele, por lo tanto, de la gobernación. Heredia apeló y se fugó, pero tratando de llegar clandestinamente a la Corona Castellana para apelar la sentencia, se ahogó en la travesía.

    Pedro de Heredia, comenzó a tener fama en Castilla por sus proezas: sacar una ciudad adelante en medio de una playa semidesértica; terminar de explorar las costas de «Tierra Firme», hasta incluso llegar a las temidas costas de Urabá de mal recuerdo por las terribles experiencias de Nicuesa y Ojeda. Su hermano Alonso se dedicó a explorar el interior, en calidad de licenciado suyo, cosa que ningún adelantado había hecho hasta ese momento. Aunque Alonso fracasó, sus intentos inspiraron expediciones posteriores a esas desconocidas zonas.

    El año 2012 se ubicaron en el Archivo General de Indias (Sevilla) los dos primeros documentos​ que prueban que la india Catalina fue la concubina con quien compartió alcoba Pedro de Heredia en Cartagena de Indias desde su arribo en 1533 hasta 1536, año en que la india Catalina lo acusó en primer juicio de Residencia en Cartagena de robar el oro de la Corona de Castilla.​

    El concordato

    Aquí un extracto del concordato firmado el 5 de agosto de 1532 por Isabel de Portugal:

    La Reina: En cuánto a Vos, Don Pedro de Heredia, que habéis manifestado el deseo de servir a la Fe y a la Corona, de habitar y conquistar la Tierra Firme, desde el Río Grande de Magdalena hasta el Río Grande de Urabá y de someter a nuestro servicio y a la Corona Real los indígenas que allí viven e iluminarlos con las cosas de nuestra Fe Católica, os nombro Gobernador y Alguacil Mayor de dicho territorio, os doy licencia para construir una fortaleza en dicho territorio, os concedo doscientos ducados de salario anual, os concedo cuatro quintos del oro que hallareis en dicho territorio. Además, respecto a lo que me suplicasteis de poder declarar la guerra y vender como esclavos a los indígenas que no acepten la Fe Católica y no obedezcan lo que se debe, os ordeno actuar primeramente en las diligencias que sean necesarias y luego comunicar a la Patria, al Concejo de las Indias, las eventuales controversias. Por lo tanto, no podréis tomar ningún indígena como esclavo en dicho territorio. Este Concordato es válido durante veinte años y si vos morís primero, pasará a vuestros herederos.

    Maltrato a indígenas

    Pedro de Heredia fue uno de los conquistadores más sangrientos, especialmente en sus expediciones en las tierras de los indígenas Zenú. Fue acusado ante la corte por maltratar y quemar vivos a indígenas y caciques, apropiación de fondos, contravención a las leyes, envío fuera del país de oro sin quintar, nepotismo en el otorgamiento de cargos y encomiendas, entorpecimiento en las deliberaciones del cabildo y muchos cargos más, por lo que fue despojado de la gobernación de Cartagena de Indias y llevado a juicio; en 1554 se le declara culpable. De Heredia viaja a Castilla para pedir apelación pero muere ahogado.

    Cartas y relaciones escritas

    Don Pedro de Heredia es uno de los primeros en documentar la conquista del Reino de la Nueva Granada y Nueva Andalucía. En 1533, el entonces fundador y primer gobernante de Cartagena de Indias escribió las cartas y relaciones escritas al emperador Carlos V donde manifestó la disposición para construir el actual Castillo San Felipe de Barajas:

    La construcción de una fortaleza en Cartagena. (De una carta al Emperador Carlos V.)​Sacra, Cesárea, Católica Majestad:

    Por otras mías que V. M. tengo escritas he dado relación como en esta ciudad estamos a mucho riesgo de corsarios, a causa de haber muchas partes donde poder desembarcar fuera del puerto, y puédese guardar mal y con dificultad. Podríase hacer una fortaleza en un cabo de la ciudad, donde más convenga, que tuviese adentro agua dulce, porque se asegurase todo, así de los de la ciudad como de los navíos que viniesen… Con que V. M., fuese servido de dar para ello (la construcción) veinte piezas de negros y negras (podría hacerse) porque los materiales se han descubierto cerca y se pueden traer a poca costa y trabajo y los negros podrían ser sustentados de los pueblos de V. M., que aquí hay. Y es cosa muy necesaria la dicha fortaleza, como lo es asímismo en Santa María y Nombre de Dios y otras partes… Los despachos que V. M. mandó se recibieron el cuatro del presente y con ellos recibí asímismo la merced de la licencia que V. M. me envía para que me vaya a curar a Castilla. Por lo cual, beso los reales pies de V. M. cuya sacra, cesárea católica, real persona, Nuestro Señor guarde y ensalce con aumento de más reinos y señoríos y victoria de los enemigos, como los vasallos de V. M. estamos obligados a lo desear. De Cartagena, 14 de junio de 1533 años. De V. S. C. C. Majestad el menor vasallo que sus reales pies besa.

    Don Pedro de Heredia

     

  • Fernando El Católico, como Regente de Castilla

    Fernando El Católico, como Regente de Castilla

    La guerra terminó con la derrota de Juana. Por el Tratado de Alcáçovas (1479), Juana renunció al trono en favor de Isabel y se recluyó en un convento de Coímbra, convirtiéndose Isabel I en reina indiscutida de Castilla. Ese mismo año, (20 de enero de 1479) Fernando sucedió a su padre como rey de Aragón. Pero fue en el año 1475 cuando puede fijarse la unión de ambas coronas según los términos de la Concordia de Segovia, un tratado firmado el 15 de enero de 1475 en el Alcázar de Segovia,16​ por los cuales Fernando fue nombrado rey de Castilla como Fernando V, reinando junto con su mujer la reina Isabel I, uniendo así ambas coronas. Y aún más importante serán las Cortes de Toledo de 1480, donde en su ley 111 se dice: «Pues por la gracia de Dios los nuestros Reynos de Castilla y de León y de Aragón son unidos, y tenemos esperanza que por su piedad de aquí en adelante estarán unidos, y permanecerán en una corona Real: E así es razón que todos los naturales de ellos traten y comuniquen en sus tratos y facimientos».

    Sin embargo, la reina Isabel I de Castilla no pudo ser nombrada de iure reina de Aragón, ya que al existir un varón legítimo (su esposo), ese sería el rey y por tanto Isabel sería reina consorte. Es antihistórico hablar de una ley sálica como la francesa en la Corona de Aragón, absolutamente inexistente en Código legal alguno en cualesquiera de los territorios de la Corona. El sistema de nombramiento era consuetudinario, entronando al varón legítimo de mayor edad, y el documento esencial era el testamento del rey. En cambio existía el llamado jure uxoris por el cual el varón consorte de la reina se convertía en rey por el imprescindible hecho del mando militar. Tampoco existió ley sálica en Castilla y León, como lo prueban Urraca y Berenguela.

    Tras dictar las primeras medidas de ordenamiento interno de sus reinos (a partir de 1480 extendió la figura del corregidor; en 1481 se crea la Inquisición en Castilla; se sanciona a los nobles rebeldes y se reorganiza la hacienda real), los reyes emprendieron en 1481 la conquista del Reino nazarí de Granada. A través de las dificultades de esta guerra (1481-1492), fundamentalmente de asedio, el rey Fernando fue revelando sus dotes diplomáticas y militares. La guerra terminó con la capitulación de Granada el 2 de enero de 1492. La conquista del último reducto musulmán en la península otorgó a los reyes un prestigio que ayudó a consolidar la autoridad real. En los reinos de la Corona de Aragón, Fernando no modificó el sistema político tradicional (que dificultaba la concentración de poder en manos del rey), y puso fin en sus Estados al problema de los remensas catalanes mediante la abolición de los malos usos y la consolidación de los contratos de enfiteusis (sentencia arbitral de Guadalupe, 1486). Introdujo en Castilla las instituciones aragonesas de los consulados (como el Consulado del Mar, de Burgos) y los gremios, favoreciendo de este modo el desarrollo económico castellano, especialmente el comercio de la lana.

    En el aspecto religioso, creó la Inquisición Española en 1478 (no directamente heredera de la que existió en la Corona de Aragón desde 1249), decretó la expulsión de los judíos el 3 de marzo de 1492 (salvo bautismo) y la Pragmática de 14 de febrero de 1502 que ordenaba la conversión o expulsión de todos los musulmanes del reino de Granada. Esta Pragmática supuso un quebrantamiento de los compromisos firmados por los Reyes Católicos con el rey Boabdil en las Capitulaciones para la entrega de Granada, en las que los vencedores garantizaban a los musulmanes granadinos la preservación de su lengua, religión y costumbres.

    Testamento y descendencia

    Su padre negoció en secreto el matrimonio de Fernando con Isabel, recién proclamada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Las conversaciones fueron secretas debido a que Fernando estaba prometido con la hija de Juan Pacheco, favorito del rey castellano Enrique IV. Isabel quería este matrimonio, pero había un problema canónico: los contrayentes eran primos (sus abuelos eran hermanos). Necesitaban, por tanto, una bula papal que autorizara los esponsales. El papa Paulo II, sin embargo, no llegó a firmar este documento, temeroso de las posibles consecuencias negativas que ese acto podría traerle (al atraerse las antipatías de los reinos de Castilla, Portugal y Francia, interesados todos ellos en desposar a la princesa Isabel con otro pretendiente).

    Sin embargo, el Papa era proclive a esta unión conyugal, por los beneficios que le podía traer el estar a bien con la princesa Isabel.[cita requerida] Por ese motivo, ordenó al cardenal Rodrigo de Borja dirigirse a España como legado papal para facilitar este enlace.

    Fernando, Isabel y sus consejeros dudaban en contraer matrimonio sin contar con la autorización papal. Finalmente, con la connivencia del cardenal Borja, presentaron una bula falsa, supuestamente emitida en junio de 1464 por el anterior papa, Pío II, a favor de Fernando, en el que se le permitía contraer matrimonio con cualquier princesa con la que le uniera un lazo de consanguinidad de hasta tercer grado.

    Isabel aceptó y se firmaron las capitulaciones matrimoniales de Cervera, el 5 de marzo de 1469. Ante el temor de que Enrique IV abortara estos planes, en el mes de mayo de 1469 y con la excusa de visitar la tumba de su hermano Alfonso, que reposaba en Ávila, Isabel escapó de Ocaña, donde era custodiada estrechamente por don Juan Pacheco. Por su parte, Fernando atravesó Castilla en secreto, disfrazado de mozo de mula de unos comerciantes.

    Isabel de Aragón, primogénita de los Reyes Católicos y reina de Portugal.
    Finalmente el 19 de octubre de 1469, Isabel contrajo matrimonio en el palacio de los Vivero de Valladolid con Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Gerona. Esto le valió el enfrentamiento con su hermanastro, que llegó a paralizar la bula papal de dispensa por parentesco entre Isabel y Fernando. Finalmente, el 1 de diciembre de 1471, Sixto IV emitió la bula que dispensaba al matrimonio de sus lazos de consanguinidad.

    Casado el 19 de octubre de 1469, con Isabel tuvo siete hijos documentados:

    Isabel (1 o 2 de octubre de 1470-1498), princesa de Asturias (1476-1480; 1498), contrajo matrimonio con el infante Alfonso, pero a su muerte se casó en 1495 con el tío del fallecido, Manuel, que fue rey de Portugal con el nombre de Manuel I, el Afortunado. Fue reina de Portugal entre 1495 y 1498, y murió en el parto de su primer hijo Miguel de Paz.
    Aborto de un niño (31 de mayo de 1475), acaecido en la localidad de Cebreros.
    Juan (30 de junio de 1478-1497), príncipe de Asturias (1480-1497). En 1497, contrajo matrimonio con Margarita de Austria (hija del emperador germánico Maximiliano I de Habsburgo); murió de tuberculosis poco después. Tuvo una hija póstuma que nació muerta. Margarita se fue de España y se encargó por un tiempo de su sobrino Carlos, futuro emperador Carlos V.
    Juana I de Castilla (6 de noviembre de 1479-1555), princesa de Asturias (1502-1504), reina de Castilla (1504-1555), popularmente conocida como Juana la Loca. En 1496, contrajo matrimonio con Felipe el Hermoso de Habsburgo (también hijo del emperador Maximiliano I). Con él entró una nueva dinastía en España, la de los Habsburgo, que formaban la Casa de Austria. Su primogénita fue Leonor de Austria (1498-1558). En 1500 Juana fue por segunda vez madre, esta vez de su primer hijo varón, el futuro Carlos I, quien la sucedería y sería también emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V. En 1503, dio a luz a Fernando, sucesor de Carlos en el Sacro Imperio como Fernando I, y restauró la rama austríaca imperial de la Casa de los Austrias. Mentalmente afectada por la muerte de su marido, fue recluida por su padre Fernando en Tordesillas, donde murió.
    María (29 de junio de 1482-1517), contrajo matrimonio en 1500 con el viudo de su hermana Isabel, Manuel I de Portugal, el Afortunado. Fue madre de diez hijos, entre ellos: Juan III, Enrique I de Portugal y la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V.
    ‘Bebé mortinato (29 de junio de 1482), gemelo o mellizo de María; las fuentes no son unánimes con respecto a su sexo.25​26​27​
    Catalina (16 de diciembre de 1485-1536), contrajo matrimonio con el príncipe Arturo de Gales en 1502, que murió pocos meses después de la boda. En 1509 se desposó con el hermano de su difunto marido, que sería Enrique VIII. Por lo tanto se convirtió en reina de Inglaterra; fue madre de la reina María I de Inglaterra, María Tudor.

    Juan (3 de mayo de 1509 – murió unas horas después de nacer).

    Con Aldonza Ruiz de Ivorra, noble catalana de Cervera, tuvo un hijo natural:

    Alonso (o Alfonso) (1470-1520) Prelado español, abad del Monasterio de Montearagón desde 1492 a 1520, arzobispo de Zaragoza y Valencia y virrey de Aragón.28​
    Con Juana Nicolás, una plebeya con la que tuvo un fugaz encuentro en la villa de Tárrega, tuvo una hija natural:

    Juana María (1471-1510),29​30​ segunda esposa de Bernardino Fernández de Velasco III conde de Haro y VII condestable de Castilla. Fueron padres de Juliana Ángela de Velasco y Aragón, I condesa de Castilnovo, casada con su primo hermano, Pedro Fernández de Velasco y Tovar, conde de Haro.31​ Juana María aparece referenciada, en varias fuentes no históricas, como posible hija de Aldonza de Ivorra, probablemente en un intento de ennoblecer su ascendencia, dado el origen plebeyo de su madre. Sin embargo, en el testamento que Fernando redactó en Tordesillas, en julio de 1475, queda muy clara la distinta maternidad de Juana y Alonso, puesto que encargaría a su padre, a su esposa y a su hija Isabel el cuidado de dichos hijos ilegítimos y de sus respectivas madres.

    Con Toda Larrea, noble vizcaína:

    María Esperanza (1477-1553), abadesa de Nuestra Señora de Gracia el Real de Madrigal (Ávila).
    Con Juana Pereira, una noble portuguesa:

    María Blanca (1483-1550), abadesa de Nuestra Señora de Gracia el Real de Madrigal, donde profesó y también fue abadesa su hermana María.33​
    Tras la muerte de su hijo Juan y la de Isabel la Católica los nobles de Aragón le presionaron a que tuviera un hijo varón (ley Sálica), lo que hizo que se tuviera que casar con Germana de Foix, sobrina de Luis XII de Francia. A esta le dijo que si no llegaban a tener un heredero varón, el tan ansiado Nápoles sería para él (Luis XII).

     

  • Tratado de Monteagudo

    Tratado de Monteagudo

    La Paz o Tratado de Monteagudo fue firmado en 1291 en la localidad actualmente soriana de Monteagudo entre la Corona de Aragón y la Corona de Castilla. En él se acordó una alianza castellano-aragonesa, que fue sellada con el matrimonio de Jaime II de Aragón e Isabel de Castilla, hija de Sancho IV de Castilla, que murió poco después de dicho tratado, lo que provocó que se rompiera la frágil alianza entre los dos principales reinos de la península ibérica.

    En la paz de Monteagudo se estipulaba que fueran recíprocamente los monarcas de Aragón y Castilla «Amigos de sus amigos y enemigos de sus enemigos», no debiendo acoger en sus respectivos reinos a ningún ricohombre o caballero sin previo consentimiento de su soberano. Los reyes de Castilla y Aragón se obligaron a ayudarse en caso de guerra contra Francia y a mantener lo convenido con Pedro III.

    Los reyes de Aragón y Castilla se llevaban enfrentando varios años, especialmente por el apoyo del primero a los infantes de la Cerda, pretendientes de la corona castellana. Los motivos que llevaron a firmar el tratado de Monteagudo fueron varios. Al rey aragonés le interesaba resolver el conflicto de Sicilia y tener las manos libres para sus empresas mediterráneas, en tanto que el rey de Castilla necesitaba cierta estabilidad en su reino para acometer la conquista de Granada. Las paces se firmarían después en Soria de modo más suntuoso.

    Uno de los acuerdos a que se llegó en este tratado fue delimitar las regiones de influencia de ambas coronas en el norte de África, estableciendo el río Muluya como límite. Al oeste quedó la zona de influencia castellana; al este, la aragonesa.

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  • Sancho IV de Castilla

    Sancho IV de Castilla

    Sancho IV de Castilla, llamado «el Bravo» (Valladolid, 12 de mayo de 1258-Toledo, 25 de abril de 1295), fue rey de Castilla entre 1284 y 1295. Era hijo del rey Alfonso X «el Sabio» y de su esposa, la reina Violante de Aragón, hija de Jaime I «el Conquistador», rey de Aragón.

    La llegada de Sancho IV al trono vino motivada, en parte, por el rechazo de un sector de la alta sociedad castellana a la política de su padre, Alfonso X, y a su admiración por la cultura árabe y judía.

    La sucesión de Alfonso X

    El hijo primogénito de Alfonso X y heredero al trono, don Fernando de la Cerda, murió en 1275 en Villa Real, cuando se dirigía a hacer frente a una invasión norteafricana en Andalucía. De acuerdo con el derecho consuetudinario castellano, en caso de muerte del primogénito en la sucesión a la Corona, los derechos debían recaer en el segundogénito, Sancho; sin embargo, el derecho romano privado introducido en el código de Las Siete Partidas establecía que la sucesión debía corresponder a los hijos de Fernando de la Cerda.

    El rey Alfonso se inclinó en principio por satisfacer las aspiraciones de don Sancho, que se había distinguido en la guerra contra los invasores islámicos en sustitución de su difunto hermano. Pero posteriormente, presionado por su esposa Violante de Aragón y por Felipe III de Francia, tío de los llamados «infantes de la Cerda» (hijos de don Fernando), se vio obligado a compensar a estos. Sancho se enfrentó a su padre cuando este pretendió crear un reino en Jaén para el mayor de los hijos del antiguo heredero, Alfonso de la Cerda.

    Finalmente, Sancho y buena parte de la nobleza del reino se rebelaron, llegando a desposeer a Alfonso X de sus poderes, aunque no del título de rey (1282). Solo Sevilla, Murcia y Badajoz permanecieron fieles al viejo monarca. Alfonso maldijo a su hijo, a quien desheredó en su testamento, y ayudado por sus antiguos enemigos los benimerines empezó a recuperar su posición. Cuando cada vez más nobles y ciudades rebeldes iban abandonando la facción de Sancho, murió el Rey Sabio en Sevilla, el 4 de abril de 1284.

    Reinado

    Sancho se alzó como rey sin respetar la voluntad de su padre y fue coronado en Toledo el 30 de abril de 1284. Fue reconocido por la mayoría de los pueblos y de los nobles, pero al mismo tiempo hubo un grupo bastante numeroso de partidarios de los Infantes de la Cerda que reclamaban el acatamiento del testamento en cuestión, el rey Alfonso III de Aragón hizo proclamar a Alfonso de la Cerda como rey de Castilla en Jaca en 1288, e hizo una breve campaña en Castilla (1289-1290).​

    Durante todo el reinado de Sancho IV hubo luchas internas y peleas por alcanzar el poder. Uno de los personajes que más discordias provocó fue su hermano el infante don Juan y a su causa se unió el noble don Lope Díaz III de Haro, VIII señor de Vizcaya. El rey Sancho hizo ejecutar al de Haro y mandó encarcelar al infante. También, según cuentan las crónicas, dio la orden de ejecutar a 4000 seguidores de los infantes de la Cerda, pasándolos a cuchillo en la ciudad de Badajoz, a 400 en Talavera y a otros muchos en Ávila y Toledo. En 1285 nombró a Pedro Álvarez de las Asturias mayordomo mayor del reino.

    Después de estos acontecimientos, perdonó a su hermano don Juan, quien al poco tiempo volvió a sublevarse, ocasionando el conflicto de Tarifa. Don Juan llamó en su ayuda a los benimerines del Norte de África y sitiaron la plaza que estaba defendida por su gobernador Guzmán el Bueno, señor de León. Allí ocurrió el famoso acto heroico y la muerte inocente del hijo de Guzmán. La plaza de Tarifa fue fielmente defendida y los benimerines regresaron a su lugar de origen. Se desbarataron de esta manera los planes del infante don Juan y los del sultán benimerín, que pretendía una invasión. Esta historia es narrada en la novela del Tormarher: Vikingo y Almogávar

    Cuando subió al trono de Aragón en 1291 Jaime II, hubo un acercamiento con Sancho IV plasmado en el Tratado de Monteagudo.​ Por otra parte, Sancho IV fue un gran amigo, además de tutor, del personaje histórico conocido como el Infante don Juan Manuel.

    Sancho murió en 1295, dejando como heredero a su hijo Fernando, de nueve años. Dejó también la herencia de las disputas y rivalidades con los infantes de la Cerda y sus partidarios.

    Cultura

    La época de Sancho IV fue casi tan activa en la composición de libros como la de su padre. Así, además del libro Castigos y documentos del rey don Sancho (colección de sentencias e historias para la educación del príncipe heredero), promueve la traducción de dos grandes enciclopedias: el Libro del Tesoro, versión casi literal de Li livres dou tresor, de Brunetto Latini y el Lucidario, traducción muy libre del Elucidarius de Honorio de Autun, en cuyo prólogo, compuesto por él mismo, afirma que un rey tiene que servir a Dios primero con sus hechos, y en segundo lugar con sus dichos.​ También se elaboró, entre 1284 y 1289, la denominada Versión sanchina de la Estoria de España de Alfonso X el Sabio.

    Sepultura

    A su muerte, el cadáver de Sancho IV recibió sepultura en la Capilla de Santa Cruz de la Catedral de Toledo, cumpliéndose así la voluntad del monarca, expresada en su testamento. ​ El monarca, años antes de su fallecimiento, ordenó la erección de la Capilla de Santa Cruz de la Catedral de Toledo, lugar al que hizo trasladar el 21 de noviembre de 1289 los restos de los reyes Alfonso VII el Emperador, Sancho III de Castilla y Sancho II de Portugal, que se encontraban sepultados en la capilla del Espíritu Santo de la catedral.​

    Al lado del sepulcro que contenía los restos de Alfonso VII, fue colocado el sepulcro en el que recibió sepultura el cadáver de Sancho IV, y que había sido labrado en vida de este último, aunque posteriormente, en 1308, la reina María de Molina, lo sustituyó por otro sepulcro más suntuoso.​ A finales del siglo XV, el cardenal Cisneros ordenó edificar la actual capilla mayor de la Catedral de Toledo, en el lugar que ocupaba la capilla de Santa Cruz. Una vez obtenido el consentimiento de los Reyes Católicos, la capilla de Santa Cruz fue demolida y, los restos de los reyes allí sepultados, fueron trasladados a los sepulcros que el Cardenal Cisneros ordenó labrar al escultor Diego Copín de Holanda, y que fueron colocados en el nuevo presbiterio de la catedral toledana.

    El mausoleo destinado a albergar los restos de Sancho IV y los de Sancho III de Castilla, se encuentra situado en el lado de la Epístola, y fue realizado por el escultor Diego Copín de Holanda. La disposición del mausoleo es similar al destinado a albergar los restos de Alfonso VII de León y del infante Pedro de Aguilar, hijo ilegítimo de Alfonso XI, situado enfrente de él.​ La estatua yacente que representa a Sancho IV se encuentra colocada por debajo de la que representa a Sancho III. La estatua representa a Sancho IV con aspecto juvenil, apoyando la cabeza sobre un almohadón, descalzo, y vistiendo un hábito franciscano, con cordón.

    En 1947, en el transcurso de una exploración arqueológica efectuada en el presbiterio de la Catedral de Toledo, a fin de localizar los restos del rey Sancho II de Portugal y de que fueran devueltos a su país, fueron encontrados los restos de Sancho IV. Los restos del rey se encontraban momificados, en buen estado, encontrándose el soberano desnudo de cintura para arriba, y llevando un hábito franciscano, sujeto a la cintura del monarca mediante un cordón franciscano.​El soberano, que en vida debió sobrepasar los dos metros de estatura, llevaba una corona de plata sobredorada sobre sus sienes, adornada con camafeos romanos y zafiros, y sujeta mediante un cordón que pasaba bajo el mentón del monarca. El cadáver empuñaba una espada, de empuñadura sobredorada, y en la hoja de la espada aparecía grabada una inscripción de la que solo se conservaban algunos fragmentos, encontrándose oxidada la hoja en algunas partes. La longitud de la espada, que no se corresponde con la elevada estatura del soberano, y alguna referencia documental sobre la corona de su abuelo Fernando III invitan a pensar que habría recibido ambas piezas por herencia.​

    Tras el examen de los restos, el cardenal Enrique Plá y Deniel, arzobispo de Toledo, ordenó que el cadáver de Sancho IV fuera vestido con un hábito franciscano, y depositado de nuevo en su mausoleo del presbiterio de la catedral toledana.

    Matrimonio y descendencia

    En 1281, Sancho IV contrajo matrimonio con su tía segunda María de Molina, hija del infante Alfonso de Molina y Mayor Alfonso de Meneses y nieta del rey Alfonso IX de León y Berenguela de Castilla. De este matrimonio nacieron siete hijos:

    • Isabel de Castilla (1283–1328), reina consorte de Jaime II de Aragón.
    • Fernando IV de Castilla (1285–1312).
    • Alfonso de Castilla (1286–1291), falleció a los cinco años de edad.
    • Enrique de Castilla (1288–1299), falleció a los once años de edad.
    • Pedro de Castilla (1290–1319), señor de los Cameros.
    • Felipe de Castilla (1292–1327), señor de Cabrera y Ribera y pertiguero mayor de Santiago.
    • Beatriz de Castilla (1293–1359). Reina consorte de Portugal entre 1325 y 1357 por su matrimonio con Alfonso IV de Portugal.

    Fruto de su relación extramatrimonial con María Alfonso Téllez de Meneses,​ señora de Ucero y prima segunda de la reina María de Molina nacieron los siguientes hijos:

    • Violante Sánchez de Castilla, contrajo matrimonio en 1293 con Fernando Rodríguez de Castro,​ señor de Lemos y Sarria. Fue sepultada en el monasterio de Sancti Spiritus de Salamanca.
    • Teresa Sánchez de Castilla, contrajo matrimonio con Juan Alfonso Téllez de Meneses, I conde de Barcelos y IV señor de Alburquerque,​ e hijo de Rodrigo Anes de Meneses, III señor de Alburquerque, y de Teresa Martínez de Soverosa esta última nieta de Gil Vázquez de Soverosa. Después de enviudar de su primer esposo, el conde de Barcelos, en mayo de 1304, Teresa contrajo un segundo matrimonio con Ruy Gil de Villalobos, ricohombre, y tuvo una hija llamada María Rodríguez de Villalobos, la segunda esposa de Lope Fernández Pacheco, y testamentaria de su sobrino Juan Alfonso de Alburquerque.

    De su relación con Marina Pérez nació:​

    • Alfonso Sánchez de Castilla, esposo de María de Salcedo, hija de Diego López de Salcedo. Falleció sin dejar descendencia.

    De otra mujer, cuyo nombre se desconoce, tuvo otro hijo:

    • Juan Sánchez.​

    Los comienzos del matrimonio con la reina María de Molina fueron dificultosos, pues el matrimonio no contaba con la imprescindible dispensa pontificia, debido a un doble motivo, ya que por un lado existían lazos de consanguinidad en tercer grado entre los contrayentes, y además existían unos esponsales previos del entonces infante Sancho, aunque nunca consumados, con una rica heredera catalana llamada Guillerma de Montcada. El matrimonio con María de Molina al principio fue considerado nulo y por tanto todos los hijos nacidos de él, se consideraban ilegítimos.

  • Juan II de Castilla

    Juan II de Castilla

    Juan II de Castilla (Toro, 6 de marzo de 1405-Valladolid, 21 de julio de 1454)​ fue rey de Castilla​ entre 1406 y 1454, hijo del rey Enrique III «el Doliente» y de la reina Catalina de Lancáster.

    Nació en Toro, en el palacio del Real Monasterio de San Ildefonso. Tenía solo un año de edad cuando murió su padre, en 1406. Los regentes fueron su madre, Catalina de Lancáster y su tío paterno, Fernando de Antequera, de acuerdo con el testamento de Enrique III que estableció que deberían «regir ambos a dos ayuntadamente». Sin embargo la educación y la custodia del rey niño, según los deseos de Enrique III, correría a cargo del camarero mayor Juan de Velasco, del justicia mayor Diego López de Estúñiga y de Pablo de Santa María, obispo de Cartagena.

    Durante su minoría de edad se reanudó la guerra contra el reino nazarí de Granada (de 1410 a 1411) y hubo acercamientos a Inglaterra en 1410 y con Portugal en el año 1411.

    Tras el Compromiso de Caspe (1412), el regente Fernando abandonó Castilla, pasando a ser el primer rey Trastámara de la Corona de Aragón con el nombre de Fernando I, dejando en su lugar a cuatro lugartenientes: el obispo Juan de Sigüenza, el obispo Pablo de Santa María de Cartagena, Enrique Manuel de Villena, conde de Montealegre de Campos, y Per Afán de Ribera el Viejo, adelantado mayor de Andalucía.​ Catalina de Lancaster moría el 1 de junio de 1418 y su desaparición fue aprovechada por los infantes de Aragón para conseguir, a través del arzobispo de Toledo Sancho de Rojas, que se concertara el matrimonio de uno de ellos, la infanta María, con el rey Juan II, ceremonia que se celebró en Medina del Campo el 20 de octubre de 1418, meses antes de que el 7 de marzo de 1419 fuera proclamada la mayoría de edad del rey por las Cortes de Castilla reunidas en Madrid. El enlace entre el rey y una infanta de Aragón, unido al fallecimiento de la regente la reina madre Catalina de Lancáster, afianzó el poderío en Castilla de los hijos de Fernando I que había muerto en 1416.

    En esta época fue suscrito un Concordato con la Santa Sede, siendo papa Martín V, concordato que está considerado el primero suscrito en la Historia de España.

    Reinado efectivo (1419-1454)

    El 14 de julio de 1420, el infante de Aragón don Enrique perpetró el llamado golpe de Tordesillas por el que se apoderó de la persona del joven rey. Su objetivo era hacerse con el poder destituyendo de sus cargos a los nobles de la facción de su hermano el infante de Aragón don Juan y arrancarle al rey la autorización del matrimonio entre él y la hermana del monarca, la infanta Catalina de Castilla. En Ávila, hizo celebrar allí un domingo del mes de agosto de 1420 la proyectada boda entre su hermana María y el rey. También reunió a las Cortes de Castilla consiguiendo que convalidaran el golpe de Tordesillas.

    Los planes de don Enrique se vinieron abajo cuando el rey ayudado por don Álvaro de Luna logró escapar de su cautiverio en Talavera el 29 de noviembre, refugiándose en el castillo de Montalbán. Don Enrique dirigió sus huestes hacia allí pero el 10 de diciembre levantó el cerco al no poder tomar al asalto el castillo y ante la amenaza de la llegada de las fuerzas comandadas por su hermano Juan quien desde Olmedo había cruzado la sierra de Guadarrama y establecido su campamento en Móstoles. Don Enrique se dirigió a Ocaña, una de las fortalezas de la Orden de Santiago, orden militar de la que era maestre, mientras su hermano don Juan se reunía con el rey poniéndose a su servicio contra cualquier tentativa de volver a limitar su libertad, «las faciendas e los cuerpos a todo peligro». Por su parte, el rey agradeció la ayuda prestada en su fuga por don Álvaro de Luna concediéndole el condado de Santisteban de Gormaz. Según Gregorio Marañón, el rey pudo haber tenido con don Álvaro una relación carnal.​

    A pesar de que le había dado garantías personales, el 14 de junio de 1423 ordenó la detención del infante de Aragón don Enrique siendo conducido al castillo de Mora. Su esposa y el resto de sus seguidores, avisados de lo que había ocurrido, pudieron escapar a Aragón. Todos ellos fueron desposeídos de sus bienes y títulos. Los de don Enrique pasaron a su hermano el infante Juan, excepto el maestrazgo de la Orden de Santiago que fue otorgado por el rey de forma provisional a don Gonzalo de Mejía. El título de condestable de Castilla —que detentaba uno de los huidos a Aragón— se lo concedió el rey a don Álvaro de Luna, quien así afianzaba su posición dominante en la corte.

    La detención de don Enrique provocó la intervención del rey de la Corona de Aragón Alfonso el Magnánimo, como hermano mayor de los infantes de Aragón. Este buscó aliados para la causa del infante entre la alta nobleza castellana y reclutó un ejército en Aragón que desplegó en la frontera con Castilla.​ También se puso en contacto con el infante don Juan, quien consiguió la autorización del rey Juan II para salir de Castilla y negociar un acuerdo con el rey aragonés. Las conversaciones culminaron con la firma del Tratado de Torre de Arciel el 3 de septiembre de 1425 que satisfizo todas las reclamaciones del rey Alfonso el Magnánimo, ya que no solo se acordó la puesta en libertad del infante don Enrique sino que recobró su cargo como maestre de la Orden de Santiago, además de los bienes patrimoniales y rentas que le fueron confiscados tras su detención.

    Tras la firma del tratado de Torre de Arciel, una parte de la alta nobleza castellana se unió en torno a los infantes de Aragón para hacer frente a don Álvaro de Luna y a su política de reforzamiento de la monarquía castellano-leonesa. Reunidos en Valladolid le exigieron al rey que desterrara de la corte a don Álvaro de Luna. La presión hizo efecto y el 5 de septiembre de 1427 Juan II ordenaba el destierro de don Álvaro y de sus partidarios durante año y medio. Sin embargo, el destierro de don Álvaro solo duró cinco de meses y el 6 de febrero de 1428 ya estaba de vuelta en la corte ―fue recibido clamorosamente en Segovia― ante las divisiones que habían surgido en la facción que encabezaban los infantes de Aragón lo que les había impedido llevar la gobernación del reino castellano-leonés. Pocos meses después, el 21 de junio, Juan II ordenaba a los infantes de Aragón don Enrique y don Juan, rey consorte de Navarra, que abandonaran la corte y se mostraba reacio a concertar el pacto de alianza y paz perpetua entre las coronas de Castilla, de Aragón y de Navarra firmado en Tordesillas el 12 de abril. A continuación, convocó a las Cortes de Castilla en Illescas para que aprobaran un tributo de cuarenta millones de maravedís con los que reclutar un ejército que hiciera frente a los infantes de Aragón. Los reyes de Navarra y de Aragón interpretaron estas decisiones como el paso previo para revocar lo acordado en el Tratado de Torre de Arciel y en junio comenzaba la guerra castellano-aragonesa de 1429-1430.

    En el trascurso de la guerra Juan II y su valido don Álvaro de Luna, contaron con el apoyo de toda la nobleza castellana, incluida la que había formado parte de la facción encabezada por los infantes de Aragón, lo que resultó decisivo en el desenlace de la misma. Los ejércitos castellanos lograron apoderarse de todas las posesiones que tenían los infantes de Aragón en Castilla, que fueron repartidas entre la alta nobleza castellana, empezando por el propio don Álvaro de Luna que obtuvo el cargo de administrador perpetuo de la Orden de Santiago, lo que le convirtió en el hombre más poderoso de Castilla. La corona únicamente se quedó el señorío de Medina del Campo, la localidad donde se había hecho efectivo el reparto el 17 de febrero de 1430.​

    El acuerdo que puso fin a las hostilidades, denominado treguas de Majano y que fue firmado en julio de 1430, supuso una completa derrota para los reyes de Aragón y de Navarra, pues no les serían devueltas sus posesiones a los infantes de Aragón ni percibirían una renta equivalente en metálico por las mismas, sino que solo se llegó al compromiso de que al finalizar la tregua que duraría cinco años ―período de tiempo durante el cual los infantes de Aragón no podrían entrar en Castilla― unos jueces resolverían las reclamaciones de los infantes. Estos términos tan duros fueron aceptados por los reyes de Aragón y de Navarra debido a su inferioridad militar, lo contrario de lo que había ocurrido cuando se negoció el Tratado de Torre de Arciel.16​ La paz definitiva se alcanzó seis años después con la firma de la Concordia de Toledo el 22 de septiembre de 1436 por los representantes de la Corona de Castilla, de la Corona de Aragón y del reino de Navarra. Como garantía del «contrato de paz y concordia» de Toledo se acordó el matrimonio del príncipe de Asturias don Enrique con la hija mayor del rey de Navarra doña Blanca.​

    En la guerra civil castellana de 1437-1445 tomó partido por la facción nobiliaria encabezada por su favorito el condestable de Castilla don Álvaro de Luna. Durante el transcurso de la misma fue obligado por la facción rival encabezada por el infante de Aragón y rey consorte de Navarra don Juan a desterrar de la corte a don Álvaro en dos ocasiones, la primera por seis meses (Acuerdo de Castronuño) y la segunda por seis años (Sentencia de Medina del Campo), y fue objeto de un secuestro instigado por don Juan conocido como el golpe de Rámaga. Esta facción, tras criticar duramente el gobierno de Álvaro de Luna a quien se llegó a acusar de homosexual, «lo que fue siempre más denostado en España que por alguna que hombre sepa», afirmó que había sido embrujado por el condestable: «el dicho condestable tiene ligadas e atadas todas vuestras potencias corporales e animales por mágicas e deavolicas encantaciones».​ Finalmente, la facción que él había apoyado y con la que había combatido ganó la guerra tras derrotar a la facción de los infantes de Aragón en la decisiva batalla de Olmedo de 1445. Sin embargo, como ha señalado el historiador Jaume Vicens Vives, la victoria en la guerra civil no sirvió para reforzar la monarquía castellana, aunque la «autoridad real recuperó gran parte de sus preeminencias en el país», sino que «sólo sirvió para una nueva distribución de prebendas y patrimonios», de la que los principales beneficiarios fueron el condestable don Álvaro y el príncipe de Asturias don Enrique.​

    En 1445, falleció María de Aragón y Juan, en segundas nupcias, se casó con Isabel de Portugal. El matrimonio se celebró en Madrigal de las Altas Torres el 17 de agosto de 1447.

    La reina infundió en Juan II un desapego creciente con el condestable Álvaro de Luna, quien fue arrestado, juzgado y ejecutado por degollamiento en la Plaza Mayor de Valladolid el 3 de junio de 1453. Muerto el condestable, fue sustituido en el gobierno por el obispo Barrientos.

    Juan II de Castilla falleció un año después, el 22 de julio de 1454, en la ciudad de Valladolid, diciendo en el momento de su muerte: «Naciera yo hijo de un labrador e fuera fraile del Abrojo, que no rey de Castilla». Fue sucedido en el trono por su hijo Enrique IV de Castilla.

    Sepultura

    Fue sepultado en la iglesia de San Pablo (Valladolid) hasta que sus restos fueron trasladados de este lugar a la Cartuja de Miraflores junto a su segunda esposa, Isabel de Portugal y su hijo el infante Alfonso de Castilla, por orden de su hija Isabel la Católica. El sepulcro de Juan II e Isabel de Portugal, realizado en alabastro, es obra del escultor Gil de Siloé.

    En el año 2006, con motivo de la restauración de la Cartuja de Miraflores, la Dirección General de Patrimonio y Bienes Culturales de la Junta de Castilla y León decidió realizar el estudio antropológico de los restos mortales de Juan II de Castilla y de su segunda esposa, quienes estaban enterrados en la cripta bajo el sepulcro real, así como el estudio de los restos depositados en el interior del sepulcro del infante Alfonso de Castilla, cuyo sepulcro está colocado en un lateral de la misma iglesia. El estudio antropológico fue realizado por Luis Caro Dobón y María Edén Fernández Suárez, investigadores del área de Antropología Física de la Universidad de León. El esqueleto del rey Juan II de Castilla estaba casi completo, a diferencia del de su esposa, la reina Isabel de Portugal, del que solamente quedaban varios huesos.

    Semblanza y personalidad

    Fué este ilustrísimo Rey de grande y hermoso cuerpo, blanco y colorado mesuradamente, de presencia muy real: tenía los cabellos de color de avellana mucho madura: la nariz un poco alta, los ojos entre verdes y azules, inclinaba un poco la cabeza, tenía piernas y pies y manos muy gentiles. Era hombre muy trayente, muy franco, é muy gracioso, muy devoto, muy esforzado, dábase mucho á leer libros de Filósofos é Poetas: era buen eclesiástico, asaz docto en la lengua latina, mucho honrador de las personas de sciencia: tenía muchas gracias naturales, era gran músico, tañía é cantaba é trovaba, é danzaba muy bien, dábase mucho á la caza,​ cavalgaba pocas veces en mula, salvo habiendo de caminar: traía siempre un gran bastón en la mano, el qual le parescía muy bien.
    Fernán Pérez de Guzmán, Crónica del Señor Rey don Juan

    El mismo Fernán Pérez de Guzmán valora así su personalidad y actitud para reinar:

    De aquesta virtud /el buen entendimiento/ fue ansí privado e menguado este rey, que aviendo todas las gracias suso dichas, nunca una ora sola quiso entender nin trabajar en el regimiento aunque en su tiempo fueron en Castilla tantas revueltas e movimientos e daños e males e peligros quantas no ovo en tiempo de reyes pasados por espacio de doscientos años, de lo qual a su persona e fama e reino venía asaz peligro.
  • Sobre el Reino de Canarias y la Corona de Castilla

    Sobre el Reino de Canarias y la Corona de Castilla

    Hoy, que vemos con dolor y pena los estragos producidos por el Volcán de la Palma y el sufrimiento de nuestros hermanos del pueblo Canarios, cabe recordar la historia de la conquista y población de este reino insultar, ligado al igual que muchos otros, a la Corona Castellana.

    Canarias fue un reino perteneciente a la Corona de Castilla, igual que los diferentes reinos andaluces, León, Murcia, Galicia y otros. Ante la continua manipulación y tergiversación de la historia. Vale la pena recordar en este caso, al de Canarias y cual fue su historia.

    El primer paso para la integración de las Canarias con la península ibérica tuvo lugar en el año 1344. Don Luis de la Cerda, uno de los bisnietos del rey de Castilla Alfonso X el Sabio, era entonces embajador en la corte papal. El pontífice Clemente VI, conocedor que desde la costa africana se estaba empezando a infiltrar el islamismo, decidió encomendarle la cristianización de las islas, a cuyo efecto el encargó la ocupación del archipiélago. Aunque no llegó a tomarlas por su muerte en el 1346.

    Desde 1344 se intensificó el trato con las islas y se inició su evangelización con algunos misioneros que se instalaron en las Canarias. Pero el más singular fue un particular llamado Fernando Ormel, quien a su costa edificó la primera capilla en La Gomera. En el año 1412 llegó a las Canarias una flotilla de tres barcos mandada por un marino aventurero llamado Juan de Béthencourt.

    Este francés que no estaba al servicio del rey de Francia pretendía emular a De la Cerda y obtener el derecho de colonizar las islas por mandato papal, pero a título de rey. El rey de Castilla Enrique III el Doliente, ocupado en Portugal y los moros en Granada, no quiso atender ni reclamar sobre ellas la soberanía.

    Por lo que en un alarde de audacia y astucia, Béthencourt mandó vocear por las calles un pregón que le proclamaba rey de las islas Canarias. Si las autoridades no se oponían es que admitían dicho pregón y le autentificaban como monarca. Así fue, por lo que una flota de tres naos salió del puerto de la Torre del Oro, Guadalquivir abajo (Sevilla), en ruta hacia las Canarias. Llevaba medio centenar de franceses y algunos alemanes. Trató de desembarcar en Gran Canaria y tomar posesión de ella, pero los guanches los rechazaron dando muerte a la mitad de sus hombres.

    Entonces, Béthencourt optó por apoderarse primero de las cuatro islas menores: Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y el Hierro. El desembarco en La Gomera fue pacífico. Aunque apresó por sorpresa al cacique que le había recibido con amistad. Los demás guanches intentaron huir despavoridos, pero fueron capturados y tratados como esclavos.

    En la isla de Hierro hizo lo mismo. Aunque le duró poco la alegría. Béthencourt murió sin haber haber disfrutado de su título de rey ni de la fortuna que había amasado. A su muerte dejó como heredero a su sobrino Maciot de Béthencourt.

    Con posterioridad y por orden de la reina doña Catalina, que era regente por la minoría de edad de su hijo Juan II, el jefe de la marina castellana, Pedro Barba de Campos, compró a Maciot de Béthencourt los derechos del reino, manteniendo así en manos española las islas Canarias, bajo una tutela indirecta de Castilla. Una vez cumplida su misión traspasó los derechos y el reino feudatario a otro caballero sevillano, Fernán Pérez de Sevilla, citado por Cervantes en el Quijote.

    De ahí pasaron a Don Enrique de Guzmán, conde Niebla, que se convirtió en el quinto rey de Canarias. Su preocupación fue fortalecer las costas, siempre prestas a rechazar cualquier incursión de los marroquíes y mauritanos, así como de los piratas que merodeaban las rutas portuguesas y molestaban a los pescadores españoles.

    Guzmán murió en su intento de conquistar Gibraltar, perdida en el siglo anterior, en 1436. Había dejado como heredero a don Juan Alonso de Guzmán, su primogénito. También tuvo la obligación de defender toda la costa de Andalucía.

    Alfonso de las Casas se convirtió en el sexto rey de Canarias, quien cedió la difícil y gran empresa de conquistar y evangelizar las tres islas grandes que restaban por incorporar a su hijo Guillén. A él se le debe la consolidación de la religión católica en el archipiélago. No tuvo descendencia y fue su sobrina, Inés de las Casas, la heredera.

    Los Reyes Católicos comenzaron a apremiar a los reyes canarios en la adquisición de las tres islas mayores. Fernán Peraza, marido de Inés, reunió una flota de tres fragatas bien armadas y un contingente de 200 ballesteros españoles y 300 infantes canarios. El objetivo era apoderarse de la isla de La Palma. Pero cayeron derrotados a manos de los correosos guanches.

    La hija de ambos, Inés Peraza de las Casas, era menor de edad cuando se produjo la muerte de sus padres. Su orfandad fue tutelada por el conde de Niebla y duque de Medina Sidonia. La casó a los 18 años con Diego de Herrera, y tras la boda, marcharon a La Gomera para hacerse cargo del reino. Tras el desastre militar anterior, los Reyes Católicos se vieron obligados a enviar tropas a Gran Canaria. Isabel y Fernando decidieron intervenir y asumir por su cuenta la conquista de las islas grandes y tomar para Castilla el ordenamiento de las Canarias. Se había acabado la autoridad de los reyes de Canarias. Y el sistema feudatario.

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  • Conquista de Alcalá de Guadaira

    Conquista de Alcalá de Guadaira

    or los años 1245 á 1248, ocuparon los cristianos la fortaleza de Alcalá de Guadaira, que como primicias de la expedición dió el Rey Ferdeland (Fernando IIIal Rey Moro de Granada.

     Ganóla, dice Pedro León Serrano, el Santo Rey Fernando sin pelear el 21 de Septiembre de , un año y más antes que a Sevilla. Su restauración, dice Rodrigo Caro, fue principio de la ciudad; porque apoderado el Santo Rey de Alcalá, no le quedaba esperanza alguna á los moros, pues tan sobre sí tenían tan poderoso Rey con tal y tan escogido egército, haciéndole espaldas este fuerte y casi inespugnable castillo.
     Había salido el Santo Rey de Córdoba seguido de los infantes D. Enrique su hijo y D.Alonso de Molina su hermano; los Maestres de Santiago D.Pelay Pérez Correa, de Calatrava D. Fernando Ordóñez, D.Gutier Suárez de Meneses, D, Diego Sanchez de Bines, los Concejos de Córdoba y Andujar y otros de la frontera y muchos ilustres particulares que la cortedad de las historias incluye en confuso, á que se agregó con 500 de á caballo el Rey de Granada, obligado a asistir personalmente en todas las conquistas. 

    El Rey Sto. se volvió a invernar a Jaén, quedando por frontero en Alcalá de Guadaira D. Rodrigo Álvarez (Que por ella se apellido de Alcalá aunque su linage era de Lara).  Mas se debe advertir que aun estando San Fernando en Alcala,dicen sus actas y la crónica que se le anuncia la muerte de su madre Doña Berenguela, que fue llorada por todas las ciudades, villas y lugares de Castilla; más Fr. José Alvarez de la Fuente dice murió año 1245 estando San Fernando en Córdoba; añade que Alcalá se rindió por los años 1244 y 1245; que en 1246 casó D.Alonso 10 y que en 1247 entretuvo San Fernando los calores en Alcalá, en cuyo año á 20 de agosto puso sitio a Sevilla. 

    El cotejo y reflexión sobre estas citas y otras que llevo antes apuntadas, me hace fijar la época de la rendición de Alcalá en 1246. Yo á la verdad, estaba persuadido que la entrega de este pueblo había sido en 1247, fundado en la voz común de la villa y en las actas de Daniel Papebroquio que fija el año 1247, en el que también dice murió la Reina Doña Berenguela. Muchas y diferentes opiniones hay sobre la muerte de esta Reina, como puede verse en el Padre Flores, Reinas Católicas, concluyendo este fue su muerte á 8 de Noviembre de 1246, en cuyo año también la refiere Zúñiga, y el mismo pone la marcha del egército cristiano y entrega de Alcalá al Rey Moro de Granada, como queda dicho, habiendo empezado á campear en el otoño y después del 15 de septieembre. Como la marcha hasta Alcalá fue sin oposición alguna y nada resistió, no parece extraño fije yo su entrega en 21 de Septiembre, día de San Mateo, de 1246; pues siguiendo al mismo Zúñiga que en todo procede con tino y crítica dice que dicho año se volvió San Fernando a invernar a Jaén, quedando ya por frontero y que en el siguiente de 1247 al calentar la primavera, salió el egército de Córdoba, y talando los campos de Carmona, su fortaleza desvió la intención de combatirla, por lo que recibiendo parias de los moros, se asentaron treguas por seis meses, los cuales cumplidos se entregaron con favorables condiciones. 

    Juan de la Cueva, en el libro 8º Poético de la conquista de la Bética, refiere que S.Fernando mandó al Maestre de Euclés, que con su gente pusiese fuego y talase los campos de Alcalá sino se rendía; que era el moro Mulease Alcaide de su Castillo y en él estaba la infanta Alguadaira hija del rey ; para quitarla del peligro la saca su tierno amante Botalhá, y la conduce a Sevilla guardada por Molut, Hacein, Seleiman, Alcaide de la frontera y otros moros valientes; en el camino una celada de cristianos compuesta de Pedro Pérez Quintana, Guillén Piera, D.Benito, Gonzalo Pérez, Nuño Ruiz Mancilla, Rui Muñoz de Medina y Blas Gallego, les salen al encuentro dan muerte á los ocho moros; mas pierden la vida D.Benito y Guillen Piera. Laatar y Mohaydin que administraban este pueblo se dividen en opiniones y bandos sediciosos que no pueden contener el Alcalde Mulease; y entre unos y otros se revuelve tan sangrienta lid, que con furor terrible se matan y destruyen aun los amigos y parientes; que sobre el mismo muro del castillo e ciñen en torno los nerviosos brazos de Mulease y Mami Hamete (que es como si dijeramos reñir a brazo partido) y caen los dos despeñados de lo alto.
     Continúa la discordia civil y en medio de tanta confusión piden a Mohaydiu se den las llaves al Rey Cristiano:

                   Clamando que se abriese
                    la puerta y al Rey Moro por Fernando,
                    posesion de la Villa se le diese.
                    Entonces Moahidin alzando
                    una bandera blanca que se viese
                    de lejos hizo abrir la fuerte puerta, 
                   que para nadie hasta allí fue abierta.
                   Verificada la rendicion de este pueblo y su castillo, sin probar la violencia de las armas, 
                  hechos reparos, puesta diligencia
                  en el seguro del, el Rey glorioso
                  sobre Carmona vuelve victorioso.

    La conquista tuvo que llevarse a cabo en 1247 y no 1246, si aceptamos que el rey Fernando III permaneció más de ocho meses en Jaén. Coincide con el Padre Flores en el vasallaje del Rey de Granada en la conquista, que resultó de una operación de tanteo con escasas fuerzas, que no serían suficientes para tomar Sevilla.  Queda sin embargo la posibilidad de que diéramos por cierta la fecha tradicional del 21 de septiembre de 1246 -festividad de San Mateo, que se erige entonces en Patrón de la ciudad hasta nuestros días- para ser entregada al Rey de Granada que posteriormente y en fiel vasallaje la transmite a su vez al de Castilla.

    Continua el artículo con un interesante resumen sobre el estatus jurídico en que quedan los mudéjares (habitantes musulmanes de la villa una vez conquistada) si bien no conservamos el documento de las capitulaciones:

    1) Mantenimiento de su ley y fueros.
    2) Permanencia de la tradicional comunidad (aljama) con la presidencia del alcaide y el consejo de los más viejos del lugar.
    3) Mantenimiento del régimen tributario anterior a 1246.
    4) Respetar costumbres y formas de vida tradicionales de los habitantes musulmanes: tiendas, molinos, baños, alhóndigas etc.
    5) Derecho a marchar libremente a donde quisieran si fuera su deseo.

    Gran parte de la población conquistada quedó en la villa, gobernada ahora por el alcaide Hamet Aben Payat.

    Es a partir de 1253, siete años después, cuando la población musulmana es trasladada de la villa al arrabal y vienen los primeros repobladores cristianos a ocupar las tierras, como pago a los servicios prestados en la conquista de Sevilla.

     

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  • El incendio de Valladolid

    El incendio de Valladolid

    El incendio de la ciudad de Valladolid del 21 de septiembre de 1561, en la Corona de Castilla, fue un suceso de la historia de la antigua ciudad capitalina de Valladolid que se saldó con la destrucción de una décima parte de la ciudad. La reconstrucción de la zona se realizó entre 1562 y 1576.

    En junio de 1561, el rey Felipe II decidió instalar de forma definitiva la capital de su imperio en Madrid, lo cual provocó un fuerte impacto en ciudades como Valladolid o Toledo. En el caso de Valladolid, propició el desmantelamiento de todo el entramado administrativo y comercial que atraía la presencia de la corte en la ciudad. En este caso Felipe, al igual que antes su padre, pretendía restar importancia y centralidad a su mayor y más rico reino, Castilla, aun a sabiendas del daño que provocaba.

    El incendio comenzó el domingo 21 de septiembre, en el entorno de la casa del platero de la ciudad, Juan de Granada. El fuerte viento del este, que varió después a suroeste, expandió el fuego en todas las direcciones dificultando su extinción. Duró 50 horas y se saldó con entre 3 y 6 muertos y con la destrucción de al menos 440 casas, entre ellas la plaza del Mercado y prácticamente todas las del barrio de artesanos que comprendía el caserío entre las calles de la Pasión y Teresa Gil.

    La catástrofe fue paliada en parte por la orden de Felipe II de proceder a la reconstrucción de la ciudad (la Corte se había trasladado el año anterior a Madrid), ya que el suceso había dejado grandes explanadas sin construir en el centro de la ciudad. Esto permitió que Valladolid se convirtiese en uno de los centros de desarrollo de los nuevos estilos que venían apareciendo en España: el herreriano y, posteriormente, el barroco. A esta etapa de construcción pertenecen la Catedral, la Plaza Mayor, considerada como la primera plaza regular de España, y la Iglesia de San Benito.

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  • Fernando IV de Castilla

    Fernando IV de Castilla

    Fernando IV de Castilla, llamado «el Emplazado»

    Nación en  Sevilla, el 6 de diciembre de 1285 y murió en Jaén, el 7 de septiembre de 1312), reinando la Corona de Castilla entre los años 1295 y 1312.

    Durante su minoría de edad, su crianza y la custodia de su persona fueron encomendadas a su madre, la reina María de Molina, mientras que su tutoría fue confiada al infante Enrique de Castilla el Senador, hijo de Fernando III de Castilla. En ese tiempo, y también durante el resto de su reinado, su madre procuró aplacar a la nobleza, se enfrentó a los enemigos de su hijo e impidió en varias ocasiones que Fernando IV fuese destronado.

    Hubo de enfrentarse a la insubordinación de la nobleza, capitaneada en numerosas ocasiones por su tío, el infante Juan de Castilla el de Tarifa, y por Juan Núñez II de Lara, quienes fueron apoyados en algunas ocasiones por Don Juan Manuel, nieto del rey Fernando III.

    Al igual que sus predecesores en el trono, Fernando IV prosiguió la empresa de la Reconquista y, aunque fracasó en su intento de conquistar Algeciras en 1309, se apoderó de la ciudad de Gibraltar ese mismo año, y en 1312 ocupó la plaza jienense de Alcaudete. Durante las Cortes de Valladolid de 1312, impulsó la reforma de la administración de justicia y la de todos los ámbitos de la administración, al tiempo que intentaba reforzar la autoridad real en detrimento del estamento nobiliario.

    Falleció en Jaén el 7 de septiembre de 1312, a los veintiséis años de edad, y sus restos mortales reposan en la actualidad en la iglesia de San Hipólito de Córdoba.

    Era hijo del rey Sancho IV de Castilla y de su esposa, la reina María de Molina. Por línea paterna era nieto de Alfonso X el Sabio y de la reina Violante de Aragón, hija de Jaime I de Aragón. Por parte materna era nieto del infante Alfonso de Molina, hijo del rey Alfonso IX de León, y de su esposa Mayor Alfonso de Meneses.

    Fue hermano, entre otros, del infante Pedro de Castilla, señor de los Cameros, del infante Felipe de Castilla y de Beatriz de Castilla, reina consorte de Portugal.

    Infancia del infante Fernando (1285-1295)

    El infante Fernando nació en la ciudad de Sevilla el 6 de diciembre de 1285. Fue bautizado en la Catedral de Sevilla por el arzobispo Raimundo de Losana e inmediatamente fue proclamado heredero de la Corona y recibió el homenaje de los notables del Reino.

    Su padre el rey encomendó a Fernán Pérez Ponce de León la crianza del infante, ya que había sido mayordomo mayor de Alfonso X. El infante y su ayo partieron hacia la ciudad de Zamora, donde residía la familia del tutor del infante. Asimismo el rey nombró a Isidro González y a Alfonso Godínez cancilleres del Infante, al tiempo que nombraba a Samuel de Belorado almojarife del príncipe. Fernán Pérez Ponce de León y su esposa, Urraca Gutiérrez de Meneses, influyeron notablemente en la formación del carácter del infante, y este último les demostraría, siendo ya rey, una profunda gratitud.

    Ya en su infancia se planteó la cuestión del matrimonio del infante, siendo deseo de Sancho IV elegir una esposa escogida de entre las princesas francesas, o bien de entre las portuguesas, decantándose por esta última casa reinante Sancho IV. En el acuerdo firmado por Sancho IV y el rey Dionisio I de Portugal en septiembre de 1291, se establecía el compromiso matrimonial entre el infante Fernando y la infanta Constanza de Portugal, hija del soberano portugués, que tenía aproximadamente dos años de edad. No obstante, a pesar del compromiso contraído con el monarca lusitano, en 1294, Sancho IV se planteó la posibilidad de desposar a su hijo con la infanta Blanca, hija de Felipe IV de Francia. La muerte de Sancho IV un año después puso fin a las negociaciones emprendidas con la corte francesa.

    Minoría de edad de Fernando IV (1295-1301)

    El 25 de abril de 1295 falleció el rey Sancho IV de Castilla en la ciudad de Toledo, dejando como heredero del trono al infante Fernando. Sepultado el rey en la Catedral de Toledo, la reina María de Molina se retiró al primitivo Alcázar de Toledo para guardar un luto de nueve días. La reina fue la encargada de ejercer la tutoría de su hijo, que solo contaba con nueve años de edad. A causa de la ilegitimidad de Fernando IV, debida al matrimonio deslegitimado de sus padres, la reina hubo de afrontar numerosos problemas para conseguir que su hijo permaneciera en el trono.

    A las luchas incesantes con la nobleza castellana, capitaneada por el infante Juan de Castilla el de Tarifa, que reclamaba el trono de su hermano Sancho IV de Castilla, y por el infante Enrique de Castilla el Senador, hijo de Fernando III y tío abuelo de Fernando IV, que reclamaba la tutoría del rey, se sumaba el pleito con los infantes de la Cerda, apoyados por Francia y Aragón y por su abuela la reina Violante de Aragón, viuda de Alfonso X. A ello se sumaron los problemas con Aragón, Portugal y Francia, que intentaron aprovechar la situación de inestabilidad que atravesaba la Corona de Castilla en su propio beneficio. Al mismo tiempo, Diego López V de Haro, señor de Vizcaya, Nuño González de Lara y Juan Núñez de Lara el Menor, entre otros muchos, sembraban la confusión y la anarquía en el reino.

    En las Cortes de Valladolid de 1295, el infante Enrique de Castilla el Senador fue nombrado tutor del rey, pero la reina María de Molina consiguió mediante el apoyo de las ciudades con voto en Cortes que la custodia de su hijo le fuera confiada a ella. Mientras se celebraban las Cortes de Valladolid de 1295, el infante Juan dejó la ciudad de Granada e intentó ocupar la ciudad de Badajoz, pero, al fracasar en su intento, se apoderó de Coria y del castillo de Alcántara. Pasó después al reino de Portugal, donde presionó al rey Dionisio I de Portugal para que declarase la guerra a la Corona de Castilla y, al mismo tiempo, para que apoyase sus pretensiones al trono.

    En el verano de 1295, terminadas las Cortes de Valladolid, la reina y el infante Enrique se entrevistaron en Ciudad Rodrigo con el rey Don Dionís de Portugal, al que la reina entregó varias plazas situadas junto a la frontera portuguesa. En la entrevista de Ciudad Rodrigo se acordó que Fernando IV contraería matrimonio con la infanta Constanza de Portugal, hija del rey de Portugal, y que la infanta Beatriz de Castilla, hermana de Fernando IV, se casaría con el infante Alfonso, heredero del trono portugués. Al mismo tiempo, a Diego López V de Haro se le confirmó la posesión del señorío de Vizcaya, y al infante Juan, que aceptó momentáneamente como soberano a Fernando IV en privado, se le restituyeron inmediatamente sus propiedades.​ Poco después, Jaime II de Aragón devolvió a la infanta Isabel de Castilla a la Corte castellana, sin haberse desposado con ella, y declaró la guerra a la Corona de Castilla.

    A principios de 1296, el infante Juan, que se había rebelado contra Fernando IV, tomó Astudillo, Paredes de Nava y Dueñas, al tiempo que su hijo Alfonso de Valencia se apoderaba de Mansilla de las Mulas. En abril de 1296 Alfonso de la Cerda inició la invasión de la Corona de Castilla apoyado por tropas aragonesas, y se dirigió a la ciudad de León, donde el infante Juan fue proclamado «rey de León, de Sevilla y de Galicia». Acto seguido, el infante Juan acompañó a Alfonso de la Cerda hasta Sahagún, donde fue proclamado «rey de Castilla, Toledo, Córdoba, Murcia y Jaén». Poco después de ser coronados Alfonso de la Cerda y el infante Juan, ambos cercaron el municipio vallisoletano de Mayorga, partiendo al mismo tiempo el infante Enrique al reino de Granada para concertar la paz entre el monarca granadino y Fernando IV, pues los granadinos atacaban en esos momentos en toda Andalucía las tierras del rey, que eran defendidas, entre otros, por Alonso Pérez de Guzmán. El 25 de agosto de 1296, falleció el infante Pedro de Aragón, víctima de la peste, mientras se encontraba al mando del ejército aragonés que sitiaba la ciudad de Mayorga, perdiendo con ello el infante Juan a uno de sus valedores. Debido a la mortalidad que se extendió entre los sitiadores de Mayorga, sus comandantes se vieron obligados a levantar el cerco.​

    Mientras el infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor aguardaban la llegada del rey de Portugal con sus tropas para unirse a ellos en el sitio al que proyectaban someter la ciudad de Valladolid, donde se encontraban la reina María de Molina y Fernando IV, el rey aragonés atacó Murcia y Soria, y el rey Dionisio de Portugal atacó a lo largo de la línea del río Duero, al tiempo que Diego López V de Haro sembraba el desorden en su señorío de Vizcaya.

    Ante esta situación, la reina María de Molina amenazó al rey de Portugal con romper los acuerdos del año anterior si persistían sus ataques y su apoyo al infante Juan ‘el Usurpador’ y a Alfonso de la Cerda. El soberano de Portugal, ante las amenazas de María de Molina, e informado de que Juan Núñez de Lara el Menor se negaba a sitiar Valladolid, así como de que numerosos magnates, nobles y prelados desertaban del bando del infante Juan, retornó junto con sus tropas a Portugal, habiéndose apoderado previamente de los castillos de Castelo Rodrigo, Alfaiates y Sabugal, territorios pertenecientes a Sancho de Castilla «el de la Paz», nieto de Alfonso X. Poco después de la retirada del rey de Portugal, el infante Juan se trasladó a León y Alfonso de la Cerda regresó al reino de Aragón. En octubre de 1296, las tropas de María de Molina, enferma de gravedad en esos momentos, cercaron Paredes de Nava, donde se hallaba María Díaz de Haro, esposa del infante Juan, acompañada por su madre y por su hijo Lope.

    Cuando el infante Enrique de Castilla el Senador, que estaba conferenciando con el rey de Granada, tuvo conocimiento de que los aragoneses y los portugueses habían abandonado la Corona de Castilla, y de que la reina se encontraba sitiando Paredes de Nava, decidió regresar a Castilla, temiendo que le privasen del cargo de tutor del rey Fernando. Sin embargo, presionado por Alonso Pérez de Guzmán y por otros caballeros, antes de emprender el regreso, atacó a los granadinos, que en esos momentos habían vuelto a atacar a los castellanos. A cuatro leguas de Arjona, se entabló una batalla con los granadinos, en la que hubiera perdido la vida el infante Enrique de no haberle salvado Alonso Pérez de Guzmán, pues la derrota castellano-leonesa fue completa, siendo saqueado el campamento cristiano. A su regreso a Castilla, el infante Enrique de Castilla persuadió a algunos caballeros y consiguió que se levantase el asedio a que se hallaba sometida Paredes de Nava, a pesar de la oposición de la reina, que volvió a Valladolid en enero de 1297 sin haber tomado la plaza.

    En 1297, durante las Cortes de Cuéllar de 1297, convocadas por la reina María de Molina, el infante Enrique presionó para que la plaza de Tarifa fuera devuelta al rey de Granada, no pudiendo lograr su objetivo por la oposición de María de Molina. En dichas Cortes el infante Enrique consiguió que a su sobrino Don Juan Manuel se le entregase el castillo de Alarcón en compensación por haberle arrebatado los aragoneses la villa de Elche, a pesar de la oposición de la reina, que no deseaba sentar ese tipo de precedentes entre los nobles y magnates castellano-leoneses. Poco antes de la firma del Tratado de Alcañices, Juan Núñez de Lara el Menor, que apoyaba a Alfonso de la Cerda y al infante Juan, fue sitiado en Ampudia, aunque pudo escapar del cerco.

    El Tratado de Alcañices (1297)

    En 1296, la reina María de Molina había amenazado al rey de Portugal con romper los acuerdos del año anterior si persistían sus ataques al territorio castellano, ante lo cual Dionisio I de Portugal aceptó regresar junto con sus tropas a Portugal.

    Mediante el tratado de Alcañices quedaron fijadas, entre otros puntos, las fronteras entre Castilla y Portugal, que recibió una serie de plazas fuertes y villas a cambio de romper sus acuerdos con Jaime II de Aragón, con Alfonso de la Cerda, con el infante Juan, y con Juan Núñez de Lara el Menor.​

    Al mismo tiempo, en el Tratado de Alcañices fue confirmado de nuevo el proyectado enlace entre Fernando IV y la infanta Constanza de Portugal, hija del monarca lusitano, al tiempo que se acordaban los esponsales entre el infante Alfonso de Portugal, heredero del trono lusitano, y la infanta Beatriz, hermana de Fernando IV. Por otra parte, el monarca portugués aportó un ejército de trescientos caballeros, puestos a las órdenes de Juan Alfonso de Alburquerque, para ayudar a la reina María de Molina en su lucha contra el infante Juan que hasta ese momento había recibido el apoyo del rey Dionisio I de Portugal.

    Además, se estipuló en el tratado que las villas y plazas de Campo Maior, Olivenza, Ouguela y San Felices de los Gallegos serían entregadas a Dionisio de Portugal como compensación por la pérdida por parte de Portugal, durante el reinado de Alfonso III de Portugal, de una serie de plazas que le fueron arrebatadas por Alfonso X el Sabio. Al mismo tiempo, le fueron entregadas al rey portugués las plazas de Almeida, Castelo Bom, Castelo Melhor, Castelo Rodrigo, Monforte, Sabugal, Sastres y Vilar Maior. Los monarcas castellano y portugués renunciaron a plantearse mutuamente reclamaciones territoriales en el futuro, y los prelados de los dos reinos acordaron el día 13 de septiembre de 1297 apoyarse mutuamente y defenderse de las posibles pretensiones, por parte de otros estamentos, de restarles libertades o privilegios. El tratado fue ratificado no solo por los dos monarcas de ambos reinos, sino también por una representación abundante de los brazos nobiliario y eclesiástico de ambos reinos, así como por la Hermandad de los concejos de Castilla y por su equivalente del Reino de León. A largo plazo, las consecuencias de este tratado fueron duraderas, ya que la frontera entre ambos reinos apenas fue modificada en el curso de los siglos posteriores, convirtiéndose de ese modo en una de las fronteras más longevas del continente europeo.

    Por otra parte, el tratado de Alcañices contribuyó a asegurar la posición en el trono de Fernando IV de Castilla, insegura a causa de las discordias internas y externas, y permitió que la reina María de Molina ampliase su libertad de movimientos al no existir ya disputas con el soberano portugués, que había pasado a apoyarla en su lucha contra el infante Juan, quien, en esos momentos, aún seguía controlando el territorio leonés.

    Última etapa de la minoría de edad (1297-1301)

    A finales de 1297, la reina envió a Alonso Pérez de Guzmán al reino de León para que combatiese al infante Juan, quien seguía controlando el territorio leonés.​ A comienzos de 1298, Alfonso de la Cerda y el infante Juan, apoyados por Juan Núñez de Lara el Menor, comenzaron a acuñar moneda falsa, puesto que contenía menos metal del que correspondía, con el propósito de desestabilizar la economía. En 1298 la ciudad de Sigüenza cayó en poder de Juan Núñez de Lara el Menor, pero tuvo que evacuarla al poco tiempo a causa de la resistencia de los defensores y, poco después, caían en manos del magnate castellano Almazán, que se convirtió en la plaza fuerte de Alfonso de la Cerda, y Deza, siéndole además devuelto a Juan Núñez de Lara el Menor el Albarracín por el rey Jaime II de Aragón. En las Cortes de Valladolid de 1298, el infante Enrique volvió a aconsejar la venta de la ciudad de Tarifa a los musulmanes, oponiéndose a ello la reina María de Molina.

    La reina María de Molina se entrevistó en 1298 con el rey de Portugal en Toro, y solicitó que le ayudase en la lucha contra el infante Juan. Sin embargo, el soberano portugués se negó a atacar al infante y, de común acuerdo con el infante Enrique, ambos planearon que Fernando IV llegase a un acuerdo de paz con el infante Juan, conservando este último el reino de Galicia, la ciudad de León, y todas las plazas que había conquistado mientras durase su vida. No obstante, todos esos territorios pasarían a su muerte a ser de Fernando IV de Castilla. No obstante, la reina María de Molina, que se oponía al proyecto de entregar dichos territorios al infante Juan, sobornó al infante Enrique, a quien entregó Écija, Roa y Medellín para que el proyecto no siguiera adelante, logrando al mismo tiempo que los representantes de los concejos rechazasen públicamente el proyecto del soberano portugués.

    Después de la entrevista con el monarca lusitano en 1298, la reina envió a su hijo, el infante Felipe de Castilla, que contaba con siete años de edad, al reino de Galicia, con el propósito de reforzar la autoridad real en aquella zona, en la que Juan Alfonso de Albuquerque y Fernando Rodríguez de Castro, señor de Lemos y Sarria, sembraban el desorden. En el mes de abril de 1299, una vez finalizadas las Cortes de Valladolid de ese año, la reina recuperó los castillos de Monzón y de Becerril de Campos, que se hallaban en poder de los partidarios de Alfonso de la Cerda. En 1299 Juan Alfonso de Haro, señor de los Cameros, capturó a Juan Núñez de Lara el Menor, partidario de Alfonso de la Cerda. Mientras tanto, la reina dispuso el envío de tropas para socorrer Lorca, sitiada por el rey de Aragón, al tiempo que, en agosto del mismo año, las tropas del rey castellano cercaban Palenzuela. Juan Núñez de Lara el Menor fue libertado en 1299 a condición de que su hermana Juana Núñez de Lara se desposase con el infante Enrique «el Senador», de que rindiese homenaje al rey Fernando IV y se comprometiese a no guerrear contra él, y a condición de que devolviese a la Corona las plazas de Osma, Palenzuela, Amaya, Dueñas, que le fue concedida al infante Enrique, Ampudia, Tordehumos, que le fue entregada a Diego López V de Haro, la Mota, y Lerma.

    En marzo de 1300, la reina María de Molina se entrevistó con Dionisio I de Portugal en Ciudad Rodrigo, donde el soberano portugués solicitó fondos para poder abonar el coste de las dispensas matrimoniales que el papa debería otorgar, a fin de que se llevasen a cabo los enlaces matrimoniales entre Fernando IV y Constanza de Portugal, y los de la infanta Beatriz de Castilla con el infante Alfonso de Portugal. En las Cortes de Valladolid de 1300 María de Molina, imponiendo su voluntad a las Cortes, consiguió reunir la cantidad necesaria de dinero con la que poder persuadir al Papa Bonifacio VIII para que este emitiera la bula que legitimara el matrimonio del difunto Sancho IV de Castilla con María de Molina.

    Durante las Cortes de Valladolid de 1300 el infante Juan renunció a sus pretensiones al trono, y prestó público juramento de fidelidad a Fernando IV y a sus sucesores, el día 26 de junio de 1300. A cambio de su renuncia a la posesión del señorío de Vizcaya, cuya posesión le fue confirmada a Diego López V de Haro, María Díaz de Haro y su esposo, el infante Juan, recibieron Mansilla de las Mulas, Paredes de Nava, Medina de Rioseco, Castronuño y Cabreros. Poco después, María de Molina y los infantes Enrique y Juan, acompañados por Diego López V de Haro, sitiaron la villa de Almazán, pero levantaron el asedio por la oposición del infante Enrique.​

    En 1301 Jaime II de Aragón sitió la villa de Lorca, perteneciente a Don Juan Manuel, quien entregó la villa al monarca aragonés, al tiempo que María de Molina, con el propósito de amortizar el desembolso realizado para proveer un ejército con el que liberar a la villa del cerco aragonés, ordenaba cercar los castillos de Alcalá y Mula, y sitiaba a continuación la ciudad de Murcia, donde se hallaba Jaime II, quien pudo haber sido capturado por las tropas castellano-leonesas, de no haber sido prevenido por los infantes Enrique y Juan, quienes se mostraban temerosos de una completa derrota del soberano aragonés, pues ambos deseaban mantener buenas relaciones con él.

    En las Cortes de Burgos de 1301 se aprobaron los subsidios demandados por la Corona para financiar la guerra contra el reino de Aragón, contra el reino de Granada, y contra Alfonso de la Cerda, al tiempo que se concedían subsidios para conseguir la legitimación del matrimonio de la reina con Sancho IV, enviándose a continuación 10 000 marcos de plata al Papa para este propósito, a pesar de la hambruna que asolaba los reinos de la Corona de Castilla.

    En el mes de junio de 1301, durante las Cortes de Zamora de 1301, el infante Juan y los ricoshombres de Léon, Galicia y Asturias, partidarios en su mayoría del infante Juan, aprobaron los subsidios demandados por la Corona.

    Reinado de Fernando IV (1301-1312)

    En noviembre de 1301, hallándose la corte en la ciudad de Burgos, se hizo pública la bula por la que el papa Bonifacio VIII legitimaba el matrimonio de la reina María de Molina con el difunto rey Sancho IV, siendo por tanto sus hijos legítimos a partir de ese momento. Al mismo tiempo, se declaró la mayoría de edad de Fernando IV. Con ello, el infante Juan de Castilla y los infantes de la Cerda perdieron uno de sus principales argumentos a la hora de reclamar el trono, no pudiendo esgrimir en adelante la ilegitimidad del monarca castellano. También se recibió la dispensa pontificia que permitía la celebración del matrimonio de Fernando IV con Constanza de Portugal.

    Relieve que representa al Papa Bonifacio VIII, quien legitimó en 1301 el matrimonio de Sancho IV de Castilla con la reina María de Molina, padres de Fernando IV.

    El infante Enrique, molesto por la legitimación de Fernando IV por el papa Bonifacio VIII, se alió con Juan Núñez de Lara el Menor a fin de indisponer y enemistar a Fernando IV con su madre, la reina María de Molina. A ambos magnates se les unió el infante Juan de Castilla, quien continuaba reclamando el señorío de Vizcaya en nombre de su esposa, María Díaz de Haro.

    En 1301, mientras la reina se encontraba en Vitoria con el infante Enrique respondiendo a las quejas presentadas por el reino de Navarra en relación con los ataques castellanos a sus tierras, el infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor indispusieron al rey con su madre y procuraron su diversión en tierras de León por medio de la caza, a la que el rey se mostraba aficionado desde su infancia. Estando la reina en Vitoria, los nobles aragoneses sublevados contra su rey le ofrecieron su apoyo para conseguir que Jaime II de Aragón devolviera a Castilla las plazas de las que se había apoderado en el reino de Murcia. Ese mismo año el infante Enrique, aliado con Diego López V de Haro, reclamó al rey Fernando IV, en compensación por abandonar el cargo de tutor del rey, y habiendo chantajeado previamente a la reina con declarar la guerra a su hijo si no accedían a sus deseos, la posesión de las localidades de Atienza y de San Esteban de Gormaz, que le fueron concedidas por el rey.

    El día 23 de enero de 1302 Fernando IV contrajo matrimonio en Valladolid con Constanza de Portugal, hija del rey Dionisio I de Portugal. En las Cortes de Medina del Campo de 1302, celebradas en el mes de mayo de ese año, los infantes Enrique y Juan y Juan Núñez II de Lara intentaron indisponer al rey con su madre, acusándola de haber regalado las joyas que le diera Sancho IV, y posteriormente, cuando se demostró la falsedad de dicha acusación, la acusaron de haberse apropiado de los subsidios concedidos a la Corona en las Cortes de años anteriores, acusación que se demostró era falsa cuando Nuño, abad de Santander y canciller de la reina revisó e hizo público el estado de cuentas de la reina, quien no solo no se había apropiado de los fondos de la Corona, sino que había contribuido con sus propias rentas al sostén de la monarquía. Mientras se celebraban las Cortes de Medina del Campo de 1302, a las que acudió una representación del reino de Castilla, falleció el rey Muhammad II de Granada y fue sucedido en el trono por su hijo, Muhammad III de Granada, quien atacó la Corona de Castilla y conquistó el municipio de Bedmar.

    En julio de 1302 Fernando IV acudió a las Cortes de Burgos de 1302 junto con su madre, con quien había restablecido las buenas relaciones, y con el infante Enrique de Castilla el Senador. Fernando IV, a pesar de hallarse bajo la influencia de su privado Samuel de Belorado, de origen judío, quien intentaba apartar al rey de su madre, había decidido prescindir de la presencia del infante Juan y de Juan Núñez de Lara el Menor en las Cortes de Burgos. Terminadas las Cortes, el rey se dirigió a la ciudad de Palencia, donde se celebró el matrimonio de Alfonso de Valencia, hijo del infante Juan de Castilla, con Teresa Núñez de Lara y Haro, hija de Juan Núñez I de Lara, y hermana de Juan Núñez de Lara el Menor.

    En esos momentos se acentuaba la rivalidad existente entre el infante Enrique de Castilla el Senador, María de Molina y Diego López V de Haro de un lado, y el infante Juan de Castilla y Juan Núñez de Lara el Menor del otro. El infante Enrique amenazó a la reina con declarar la guerra a Fernando IV y a ella misma si no se accedía a sus demandas, al tiempo que los magnates procuraban eliminar la influencia que María de Molina ejercía en su hijo, a quien el pueblo comenzó a dejar de estimar, debido a la influencia que los ricoshombres ejercían sobre él. En los meses finales de 1302, la reina, que se hallaba en Valladolid, se vio obligada a aplacar a los ricoshombres y a los miembros de la nobleza, que planeaban levantarse en armas contra Fernando IV, quien pasó las navidades de 1302 en tierras del reino de León, acompañado por el infante Juan y por Juan Núñez de Lara el Menor.

    A comienzos de 1303 había una entrevista prevista entre el rey Dionisio I de Portugal y Fernando IV, confiando este último en que su primo el rey de Portugal le devolvería algunos territorios. Por su parte, el infante Enrique de Castilla el Senador, Diego López V de Haro y la reina María de Molina se excusaron de asistir a dicha entrevista. El propósito de la reina al negarse a asistir era vigilar al infante Enrique y al señor de Vizcaya, cuyas relaciones con Fernando IV eran tensas debido a la amistad que el monarca dispensaba al infante Juan y a Juan Núñez de Lara el Menor. En mayo de 1303 se celebró la entrevista entre Dionisio I de Portugal y Fernando IV en la ciudad de Badajoz. El infante Juan y Juan Núñez de Lara el Menor predispusieron a Fernando IV en contra del infante Enrique y del señor de Vizcaya, al tiempo que las concesiones ofrecidas por el soberano portugués, quien se ofreció a ayudarle si fuera preciso contra el infante Enrique de Castilla el Senador, decepcionaron a Fernando IV.

    Vistas de Ariza y muerte del infante Enrique de Castilla «el Senador» (1303)

    En 1303, mientras el rey se encontraba en Badajoz, se reunieron en Roa el infante Enrique, Diego López V de Haro y don Juan Manuel, y acordaron que don Juan Manuel se entrevistaría con el rey de Aragón. Este último acordó con don Juan Manuel que los tres magnates y él mismo deberían reunirse el día de San Juan Bautista en el municipio de Ariza. Después, el infante Enrique comunicó sus planes a María de Molina, que se encontraba en Valladolid, con el propósito de que ella se uniera a ellos. El plan del infante Enrique consistía, en que Alfonso de la Cerda se convirtiese en rey de León y se desposase con la infanta Isabel, hija de María de Molina, al tiempo que el infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV, sería proclamado rey de Castilla y se desposaría con una hija de Jaime II de Aragón. El infante Enrique manifestó que su intención era lograr la paz en el reino y eliminar la influencia del infante Juan y de Juan Núñez de Lara el Menor.

    Dicho plan, que hubiera supuesto la disgregación de los territorios de la Corona de Castilla, así como la renuncia al mismo, forzosa u obligada, de Fernando IV, fue rechazado por la reina María de Molina, que se negó a secundar el proyecto y a entrevistarse con el soberano aragonés en Ariza. Fernando IV, mientras tanto, suplicaba a su madre que pusiese paz entre él y los magnates que apoyaban al infante Enrique, quienes volvieron a suplicar a la reina que apoyase el plan del infante, a lo que ella se negó. Mientras se celebraban las Vistas de Ariza, la reina recordó al infante Enrique y a sus acompañantes la lealtad que debían a su hijo, así como los grandes heredamientos con que les había dotado, consiguiendo con ello que algunos caballeros abandonasen Ariza, sin secundar el plan del infante Enrique. Sin embargo, el infante Enrique, don Juan Manuel y otros caballeros se comprometieron a hacer la guerra al rey Fernando IV, así como a que le fuera devuelto el reino de Murcia al reino de Aragón, y a que el reino de Jaén le fuese entregado a Alfonso de la Cerda. Sin embargo, mientras la reina María de Molina reunía los Concejos y estorbaba los propósitos del infante Enrique de Castilla el Senador, este enfermó de gravedad y hubo de ser trasladado a su villa de Roa. Ante la enfermedad del infante Enrique, la reina, temerosa de que sus señoríos y castillos pasasen a ser de Don Juan Manuel y de Lope Díaz de Haro, a quienes el infante planeaba legar sus posesiones a su muerte, persuadió al confesor del infante, así como a sus acompañantes, de que le convencieran para que a su muerte sus bienes revirtieran a la Corona, a lo que el infante se negó, pues no deseaba que sus bienes pasasen a poder de Fernando IV.

    Cuando don Juan Manuel, sobrino carnal del infante Enrique, llegó a Roa, le encontró sin habla y, tomándole por muerto, se apropió de todos los objetos valiosos que allí había, como refiere la Crónica de Fernando IV:
    E desque vio á D. Enrique fallolo sin fabla, é cuydando que era muerto, tomóle quanto le falló en la casa, plata é bestias é cartas que tenia blancas del sello del rey, é salió fuera de la villa é levó consigo quanto y falló de D. Enrique, é fuese para Peñafiel, que era deste D. Juan Manuel.

    La reina envió entonces órdenes a todas las fortalezas del infante moribundo, en las que se disponía que si el infante Enrique falleciese, no entregasen los castillos sino a las tropas del rey, a quien pertenecían. El día 8 de agosto de 1303 falleció el infante Enrique, siendo sepultado en el desaparecido Monasterio de San Francisco de Valladolid. Sus vasallos dieron escasas muestras de duelo por él y, cuando tuvo conocimiento de ello la reina, ordenó que se colocase sobre el ataúd un paño de brocado, así como que a los funerales asistiesen todos los clérigos y nobles presentes en Valladolid.

    Mientras el infante Enrique agonizaba, Fernando IV hizo un pacto con el rey Muhammad III de Granada, en el que se estipulaba que el soberano granadino conservaría Alcaudete, Quesada y Bedmar, mientras que Fernando IV conservaría la plaza de Tarifa. El soberano nazarita se declaró vasallo de Fernando IV y se comprometió a pagarle las parias correspondientes. Al saber que había fallecido el infante Enrique, Fernando IV se mostró complacido y concedió la mayoría de sus tierras a Juan Núñez de Lara el Menor, a quien también concedió el cargo de Adelantado mayor de la frontera de Andalucía, y a los hombres que se hallaban con él, al tiempo que devolvía Écija a María de Molina, por haber sido suya antes de que ella se la entregara al infante Enrique. En noviembre de 1303 el rey se encontraba en Valladolid junto a la reina, y solicitó su consejo, pues deseaba poner fin al pleito que sostenían el infante Juan de Castilla «el de Tarifa» y Diego López V de Haro por la posesión del señorío de Vizcaya, que en esos momentos era propiedad de Diego López V de Haro. La reina le manifestó que le ayudaría a resolver dicho pleito, al tiempo que el rey le hacía importantes donaciones, pues las buenas relaciones entre el rey y su madre se habían restablecido totalmente.

    En enero de 1304, hallándose el rey en Carrión de los Condes, el infante Juan reclamó de nuevo, en nombre de su esposa, y apoyado por Juan Núñez de Lara el Menor, el señorío de Vizcaya, aunque el monarca en un primer momento resolvió que la esposa del infante se conformase con recibir Paredes de Nava y Villalón de Campos como compensación, a lo que el infante Juan se negó, argumentando que su esposa no lo aceptaría por estar en desacuerdo con los anteriores pactos establecidos por su esposo en relación con el señorío. En vista de la situación, el rey propuso que Diego López V de Haro entregase a María Díaz de Haro, a cambio del señorío de Vizcaya, Tordehumos, Íscar, Santa Olalla, además de sus posesiones en Cuéllar, Córdoba, Murcia, Valdetorio, y el señorío de Valdecorneja. Por su parte, Diego López V de Haro conservaría el señorío de Vizcaya, Orduña, Valmaseda, las Encartaciones, y Durango. El infante Juan aceptó la oferta del rey, por lo que este último hizo llamar a Diego López V de Haro a Carrión de los Condes. No obstante, el señor de Vizcaya no aceptó la proposición del soberano y le amenazó con la rebelión antes de partir. El rey hizo entonces que su madre se reconciliase con Juan Núñez de Lara el Menor, al tiempo que se iniciaban las maniobras previas a la Sentencia Arbitral de Torrellas, rubricada en 1304, en las que no tomó parte Diego López V de Haro, por hallarse enemistado con Fernando IV, quien prometió al infante Juan entregarle el señorío de Vizcaya, y a Juan Núñez de Lara el Menor la Bureba y las posesiones de Diego López de Haro en La Rioja, si ambos resolvían las gestiones diplomáticas con Aragón a satisfacción del monarca.

    En abril de 1304, el infante Juan comenzó las negociaciones con el reino de Aragón, comprometiéndose Fernando IV a aceptar las decisiones que establecieran los árbitros de los reinos de Portugal y Aragón, que se reunirían en los meses siguientes, respecto a las demandas de Alfonso de la Cerda y respecto a sus disputas con el reino de Aragón. Al mismo tiempo, el rey confiscó las tierras de Diego López V de Haro y de Juan Alfonso de Haro, señor de los Cameros, y las repartió entre los ricoshombres. A pesar de ello, ambos magnates no se sublevaron contra el rey.

    Mientras tanto, en Galicia, el infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, derrotó en una batalla a su cuñado Fernando Rodríguez de Castro, quien perdió la vida en dicha batalla.

    La Sentencia Arbitral de Torrellas (1304)

    Uno de los acontecimientos más importantes del reinado de Fernando IV, una vez alcanzada su mayoría de edad, fue el acuerdo de fronteras establecido con Jaime II de Aragón en 1304, y conocido en la historia como la Sentencia Arbitral de Torrellas. Con el acuerdo también se intentó poner fin a las reclamaciones de Alfonso de la Cerda, pretendiente al trono castellano-leonés.

    Retrato que se supone representa a don Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla, quien mediante la Sentencia Arbitral de Torrellas continuó en posesión del señorío de Villena, aunque dicho señorío pasó a ser feudatario del reino de Aragón. (Catedral de Murcia).

    El día 8 de agosto de 1304, en la villa zaragozana de Torrellas, el rey Dionisio I de Portugal, el Arzobispo de Zaragoza, Jimeno de Luna, en representación del Reino de Aragón, y el infante Juan de Castilla el de Tarifa, representando a Castilla, hicieron públicas las cláusulas de la Sentencia Arbitral de Torrellas. El propósito de la negociación era poner fin a las disputas existentes entre la Corona de Castilla y el reino de Aragón con respecto a la posesión del Reino de Murcia. Muhammad III de Granada participó en las conversaciones a petición de Fernando IV, quien dispuso que en el tratado de paz y alianza entre los reinos cristianos de la península interviniera el rey de Granada, pues tenía interés en conservar la amistad, la sumisión y las parias que cada año se veía obligado a abonar al rey de Castilla el monarca granadino, y que constituían un preciado recurso para la Corona de Castilla. Por ello, Jaime II de Aragón y el rey Dionisio I de Portugal se avinieron a mantener buenas relaciones con el rey de Granada.​

    Según lo dispuesto en la Sentencia, el reino de Murcia, que entonces se hallaba en manos de Jaime II de Aragón, sería repartido entre las Coronas de Aragón y de Castilla, y a lo largo del río Segura sería establecida la frontera meridional de Aragón. Las ciudades de Alicante, Elche, Orihuela, Novelda, y Elda, y también las poblaciones de Abanilla, Petrel, Crevillente, y Sax, continuarían en poder del monarca aragonés. En la Sentencia Arbitral se reconocía la posesión por parte del la Corona de Castilla y León de las ciudades de Murcia, Monteagudo, Alhama, Lorca y Molina de Segura. Los ciudadanos afectados por el cambio de soberanía tendrían libertad para permanecer en sus ciudades y villas si lo deseaban, o bien podrían abandonar libremente el territorio. Al mismo tiempo, los dos reinos acordaron conceder la libertad a los prisioneros de guerra, así como ser enemigos ambos de los enemigos de cada uno de ellos, exceptuando a la Santa Sede y al Reino de Francia. El señorío de Villena continuó siendo propiedad de don Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla y nieto de Fernando III, pero las tierras en las que se asentaba permanecerían bajo soberanía aragonesa.

    El día 8 de agosto de 1304, los reyes de Portugal y Aragón se pronunciaron, en presencia del infante Juan de Castilla, sobre las reclamaciones de los infantes de la Cerda. A Alfonso de la Cerda, apoyado por Jaime II de Aragón, le fueron concedidos como compensación por su renuncia al trono de Castilla una serie de señoríos y posesiones, dispersos por todo el territorio castellano-leonés a fin de evitar la conformación de un microestado, entre los que figuraban los de Alba de Tormes, Valdecorneja, Gibraleón, Béjar y el Real de Manzanares, además del castillo de Monzón de Campos, Gatón de Campos, la Algaba, y Lemos. Además, se concedieron a Alfonso de la Cerda numerosas rentas y posesiones en Medina del Campo, Córdoba, Toledo, Bonilla y Madrid. Fernando IV de Castilla, que deseaba que su pariente Alfonso de la Cerda disfrutase de una renta anual de 400.000 maravedíes, dispuso que si las rentas de las posesiones que le habían sido donadas no alcanzaban esa cantidad le entregaría otros territorios hasta que las rentas alcanzasen dicha cifra. Al mismo tiempo se dispuso que, en prueba de que el monarca castellano entregaría dichos señoríos a Alfonso de la Cerda, los castillos de Alfaro, Cervera, Curiel de los Ajos y Gumiel serían entregados a cuatro ricoshombres durante treinta años.

    Por su parte, Alfonso de la Cerda renunció a sus derechos al trono, a utilizar los títulos regios, y a usar el sello real. Al mismo tiempo, se comprometía a devolver al rey las plazas de Almazán, Soria, Deza, Serón, Alcalá, y Almenara. No obstante, al poco tiempo volvió a usar los símbolos de la realeza, contraviniendo lo acordado en Torrellas. La cuestión de los derechos al trono de Alfonso de la Cerda se resolvió definitivamente en vida del hijo y sucesor de Fernando IV, Alfonso XI, cuando en 1331, en Burguillos, Alfonso de la Cerda rindió homenaje al rey de Castilla y León. De ese modo se resolvió el problema originado en 1275 a la muerte del infante Fernando de la Cerda, padre de Alfonso de la Cerda e hijo y heredero de Alfonso X, cuyos derechos al trono habían sido ignorados por Sancho IV, padre de Fernando IV de Castilla.

    Fernando IV se comprometió a que las cláusulas de la Sentencia Arbitral deberían ser juradas y acatadas por los ricoshombres, los magnates, los Maestres de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Temple y Hospital, y por los concejos de sus reinos. En el invierno de 1305, hallándose Fernando IV en la ciudad de Guadalajara, el monarca recibió el homenaje de su primo Fernando de la Cerda, quien actuaba en nombre de su hermano, Alfonso de la Cerda. Este último manifestó por medio de su hermano que había recibido los castillos y señoríos que le fueron adjudicados en la Sentencia Arbitral de Torrellas, y rindió por primera vez homenaje a Fernando IV.

    En enero de 1305, hallándose en Guadalajara el rey, María de Molina, el infante Juan de Castilla, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro y Juan Alfonso de Haro, Fernando IV solicitó de nuevo a Diego López V de Haro que devolviese el señorío de Vizcaya a María Díaz de Haro, a lo que no accedió el señor de Vizcaya.

    El Tratado de Elche (1305)

    Para dar solución a los inconvenientes derivados del reparto del territorio murciano, y a otras cuestiones menores, se acordó la entrevista de Fernando IV y Jaime II de Aragón en el monasterio de Santa María de Huerta, localizado en la provincia de Soria.

    Castillo de Alarcón, Cuenca. Según lo acordado en el tratado de Elche, Fernando IV confirmó la posesión de la villa de Alarcón a don Juan Manuel a cambio de la renuncia de este a la posesión de Elche.

    Dicha entrevista tuvo lugar el día 26 de febrero de 1305, y a ella asistieron los reyes de Castilla y Aragón, el infante Juan de Castilla el de Tarifa, Juan Núñez de Lara el Menor, Don Juan Manuel, Violante Manuel y su esposo el infante Alfonso de Portugal, el arzobispo de Toledo y los obispos de Sigüenza y Oporto, entre otros. A cambio de la cesión de los señoríos de Elda y Novelda, que pasarían a ser del reino de Aragón, Violante Manuel, hermana de Don Juan Manuel, recibió los señoríos de Arroyo del Puerco y de Medellín de manos de Fernando IV de Castilla, quien cedió al mismo tiempo a Don Juan Manuel el señorío y el Castillo de Alarcón como compensación por su renuncia a la posesión de Elche. Don Juan Manuel tomó posesión de la villa de Alarcón el día 25 de marzo de 1305.

    Por su parte, Jaime II de Aragón, a pesar de la insistencia de Fernando IV, se negó a entregar el señorío de Albarracín a Juan Núñez de Lara el Menor, quien culpó de ello a la escasa influencia ejercida por su hasta entonces aliado, el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», de quien comenzó a distanciarse. Por otra parte, Fernando IV y Jaime II otorgaron poderes a Diego García de Toledo, canciller del sello de la Puridad, y a Gonzalo García, consejero del monarca aragonés, respectivamente, a fin de que ambos personajes concluyesen el reparto del Reino de Murcia entre ambos reinos, según lo dispuesto por la Sentencia Arbitral de Torrellas.

    Finalmente, los delegados de ambos monarcas llegaron a un acuerdo que fue plasmado en el tratado de Elche, suscrito el día 19 de mayo de 1305, y en el que se fijó de manera definitiva la frontera del Reino de Murcia, que había sido dividido entre Castilla y Aragón. La línea divisoria entre los dos reinos se estableció entre Pechín y Almansa, pertenecientes a Fernando IV, y Caudete, que correspondería a Aragón. La línea divisoria establecida entre los dos reinos en el territorio de Murcia seguiría el curso del río Segura desde Cieza, correspondiéndole a Castilla la posesión de Murcia, Molina de Segura y Blanca, así como la ciudad de Cartagena, a la que Jaime II renunció por estar situada demasiado al sur del río Segura, y que pasó a pertenecer definitivamente a la Corona de Castilla. No obstante, la cesión de la ciudad de Cartagena a Castilla fue realizada a condición de que Fernando IV respetase la propiedad de Don Juan Manuel sobre el señorío de Alarcón, a lo que el rey Fernando no se opuso. Al mismo tiempo, en el tratado de Elche se dispuso que el municipio de Yecla continuaría en poder de don Juan Manuel, y su jurisdicción correspondería a Castilla.

    La partición del reino de Murcia, en la que no se tuvieron en cuenta los vínculos históricos de la región, significó que la parte norte y este correspondería al reino de Valencia, dentro de la Corona de Aragón, que procuró asimilarla inmediatamente al resto de sus dominios, al tiempo que la parte sur y oeste del reino, incluyendo Cartagena y la propia ciudad de Murcia, pasaban a manos castellanas definitivamente, constituyendo el reino de Murcia.

    Conflictos por la posesión del señorío de Vizcaya (1305-1307)

    María Díaz de Haro, hija de Lope Díaz III de Haro y esposa del infante Juan de Castilla, reclamó durante el reinado de Fernando IV la posesión del señorío de Vizcaya, que se hallaba en manos de su tío, Diego López V de Haro.

    En 1305 Diego López V de Haro fue llamado a comparecer en las Cortes de Medina del Campo de 1305, aunque no acudió sino después de ser llamado varias veces, para responder a las demandas de María Díaz de Haro, que reclamaba, valiéndose de la influencia de su esposo, el infante Juan, la posesión del señorío de Vizcaya.

    Ante la ausencia del señor de Vizcaya, el infante Juan interpuso una demanda contra él ante Fernando IV, comprometiéndose a probar que el señorío de Vizcaya fue ocupado ilegalmente por Sancho IV de Castilla, razón por la cual era ahora de Diego López V de Haro, tío carnal de María Díaz de Haro. Sin embargo, mientras el infante Juan presentaba las pruebas a los representantes del rey, compareció Diego López V de Haro, acompañado por trescientos caballeros. El señor de Vizcaya se negó a renunciar a su señorío, argumentando que el infante y su esposa habían renunciado al mismo, mediante un juramento solemne, prestado en el año 1300.

    Al no conseguir alcanzar un acuerdo, debido a los argumentos presentados por ambas partes, Diego López V de Haro retornó a su señorío, a pesar de que aún no habían finalizado las Cortes de Medina del Campo, que terminaron a mediados de junio de 1305. A mediados de 1305, hallándose la corte en la ciudad de Burgos, y mientras Diego López V de Haro se proponía apelar al Papa, debido al solemne juramento de renuncia al señorío efectuado por el infante Juan y su esposa en 1300, el rey ofreció a María Díaz de Haro la posesión de varias ciudades del señorío de Vizcaya, entre ellas San Sebastián, Salvatierra, Fuenterrabía y Guipúzcoa, a lo que no accedió ella, por hallarse aconsejada por Juan Núñez de Lara el Menor, quien se hallaba enemistado con su esposo, a pesar de las presiones del infante. Poco después, el infante Juan y Diego López V de Haro firmaron una tregua, válida por dos años, durante los que el rey confiaba en que Diego López de Haro rompería su alianza con Juan Núñez de Lara el Menor. Posteriormente, durante las navidades de 1305, Fernando IV se entrevistó con Diego López V de Haro en Valladolid, quien acudió acompañado por Juan Núñez de Lara el Menor, a quien el rey, pues se hallaba enemistado con él, hizo abandonar la ciudad, pues deseaba que el señor de Vizcaya rompiese su alianza con él, aunque no lo consiguió, ya que Diego López V de Haro estaba convencido de que el infante Juan no cejaría en sus reclamaciones.

    A comienzos de 1306, Lope Díaz de Haro, hijo y heredero de Diego López V de Haro, se hallaba enemistado con Juan Núñez de Lara el Menor e intentaba persuadir a su padre de que aceptase la solución propuesta por el rey. Ese mismo año, el rey dio el cargo de Mayordomo mayor a Lope Díaz de Haro, entrevistándose su padre poco después con el rey, y acudiendo a la entrevista acompañado por Juan Núñez de Lara el Menor, a pesar del enojo que con ello ocasionó al monarca. Durante la entrevista, Diego López V de Haro intentó reconciliar a Juan Núñez de Lara con el soberano, al tiempo que este último intentaba que su interlocutor rompiese sus relaciones con quien él defendía. Persuadido por Juan Núñez de Lara el Menor, el señor de Vizcaya partió sin despedirse del rey, al tiempo que llegaban embajadores procedentes del reino de Francia, solicitando una alianza entre ambos países, y pidiendo además la mano de la infanta Isabel de Castilla, hermana de Fernando IV.

    En abril de 1306, el infante Juan, a pesar de la oposición de la reina María de Molina, indujo al rey a que declarase la guerra a Juan Núñez de Lara el Menor, sabiendo que Diego López V de Haro le defendería, y aconsejó al soberano que sitiase Aranda de Duero, donde se hallaba Juan Núñez de Lara el Menor, quien, en vista de la situación, rompió su vínculo vasallático con el rey. Después de una batalla campal, Juan Núñez de Lara el Menor consiguió escapar del cerco al que se pretendía someter Aranda de Duero, y se reunió con Diego López V de Haro y con el hijo de este último, y acordaron hacer la guerra al rey Fernando IV por separado, y cada uno en su territorio. Las huestes del rey exigieron concesiones al monarca, quien hubo de concedérselas a pesar de que no se mostraban diligentes en hacer la guerra, por lo que el soberano ordenó al infante Juan que entablase negociaciones con Diego López V de Haro y sus partidarios, a lo que el infante Juan accedió, pues sus vasallos tampoco se mostraban partidarios de la guerra.

    Las negociaciones no llegaron a iniciarse y la guerra continuó, a pesar de que el infante Juan aconsejaba al soberano que firmase la paz si ello era viable. El soberano solicitó la intervención de su madre, quien, después de las negociaciones mantenidas con los rebeldes a través de Alonso Pérez de Guzmán, logró en una reunión mantenida con ellos en Pancorbo, que los tres magnates sublevados concediesen castillos como rehenes al rey, al que deberían rendir pleitesía, conservando sus propiedades, al tiempo que el rey se comprometía a abonarles sus soldadas. El acuerdo no satisfizo al infante Juan, quien volvió a reclamar al rey la posesión del señorío de Vizcaya en nombre de su esposa, al tiempo que Fernando IV, con el propósito de complacer al infante, arrebataba la merindad de Galicia a su hermano el infante Felipe de Castilla, y se la concedía a Diego García de Toledo, privado del infante Juan.

    Fernando IV, deseoso de complacer a su tío el infante Juan, envió a Alonso Pérez de Guzmán y a Juan Núñez de Lara el Menor a parlamentar con Diego López V de Haro, quien se negó a ceder el señorío de Vizcaya al infante y a su esposa, María II Díaz de Haro. Cuando el infante Juan tuvo conocimiento de ello, convocó a don Juan Manuel y a sus vasallos para que le apoyasen en sus pretensiones, al tiempo que el rey y la reina María de Molina parlamentaban con Juan Núñez de Lara el Menor para que persuadiese al señor de Vizcaya de que devolviese el señorío. En septiembre de 1306 se entrevistó el rey con Diego López V de Haro en Burgos. El soberano le propuso que en tanto que viviese podría conservar la propiedad sobre el señorío de Vizcaya, pero que, a su muerte, el señorío debería ser entregado a María II Díaz de Haro, a excepción de los municipios de Orduña y Valmaseda, que serían entregados a Lope Díaz de Haro, su hijo. Sin embargo, la propuesta no fue aceptada por Diego López V de Haro, a quien, en vista de su obstinación, el rey volvió a intentar enemistar con Juan Núñez de Lara el Menor. Poco después, el señor de Vizcaya volvió a apelar al Papa.

    A principios de 1307, mientras el rey, la reina María de Molina, y el infante Juan Alfonso de Borgoña se dirigían a Valladolid, tuvieron conocimiento de que el papa Clemente V reconocía la validez del juramento prestado por el infante Juan y por su esposa en 1300 de renunciar al señorío de Vizcaya, por lo que el infante debería atenerse a él, o bien responder al pleito interpuesto contra él por el señor de Vizcaya. En febrero de 1307 se intentó resolver el pleito sobre el señorío de Vizcaya, acordando que Diego López V de Haro conservase la propiedad del señorío de Vizcaya en tanto durase su vida, pero que a su muerte, el señorío pasase a ser de María Díaz de Haro, a excepción de Orduña y Valmaseda, que serían entregadas a Lope Díaz de Haro, su hijo, quien también recibiría Miranda y Villalba de Losa de manos del rey. Sin embargo, el acuerdo no fue aceptado por el señor de Vizcaya. Poco después fueron convocadas Cortes en la ciudad de Valladolid.

    En las Cortes de Valladolid de 1307, viendo María de Molina que los ricoshombres, encabezados por el infante Juan, protestaban contra las medidas adoptadas por los privados del rey, intentó, para complacer al infante, poner fin al pleito existente sobre el señorío de Vizcaya. Para ello, la reina contó con la colaboración de su hermanastra Juana Alfonso de Molina, quien persuadió a su hija María Díaz de Haro para que aceptase el acuerdo propuesto por el rey en febrero de ese mismo año. Diego López V de Haro y su hijo Lope Díaz de Haro se avinieron a firmar el acuerdo, por el que se establecía que Diego López V de Haro conservaría la propiedad del señorío de Vizcaya en tanto durase su vida, pero que a su muerte, el señorío pasaría a ser de María II Díaz de Haro, a excepción de Orduña y Valmaseda, que serían entregadas a Lope Díaz de Haro, su hijo, quien también recibiría Miranda y Villalba de Losa de manos de Fernando IV.

    Ante el acuerdo alcanzado respecto a la posesión del señorío de Vizcaya, Juan Núñez de Lara el Menor se sintió menospreciado por el rey y por su madre, por lo que se retiró de las Cortes, antes de que éstas hubiesen finalizado. Por ello, el rey concedió el cargo de Mayordomo mayor a Diego López V de Haro, lo que provocó que el infante Juan abandonase la corte, advirtiendo al rey que no contaría con su ayuda hasta que los alcaides de los castillos de Diego López de Haro rindiesen homenaje a su esposa, María Díaz de Haro. Sin embargo, poco después se reunieron en Lerma, donde se hallaba María Díaz de Haro, el infante Juan, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro, y Lope Díaz de Haro, hijo de este último, acordándose que prestasen homenaje en Vizcaya como futura señora a María Díaz de Haro, al tiempo que se hacía lo mismo en los castillos que recibiría Lope Díaz de Haro.

    Conflictos internos en Castilla y Vistas de Grijota (1307-1308)

    En 1307, por consejo del infante Juan y de Diego López V de Haro, ambos reconciliados ya, el rey ordenó a Juan Núñez de Lara el Menor que abandonase el reino de Castilla y que le devolviese los castillos de Moya y Cañete, situados en la provincia de Cuenca, y que el rey le había concedido en el pasado. El rey fue a Palencia, donde se hallaba su madre, quien le aconsejó que, puesto que había expulsado a Juan Núñez de Lara del reino, si deseaba conservar el respeto de los ricoshombres y la nobleza, debería mostrarse inflexible. El rey se dirigió entonces a Tordehumos, donde se hallaba el magnate rebelde, y puso cerco a la villa a finales de octubre de 1307, hallándose acompañado por numerosos ricoshombres con sus tropas, y también por las del Maestre de Santiago. Poco después se unieron a ellos el infante Juan, repuesto de una enfermedad, y su hijo, Alfonso de Valencia, con sus mesnadas.

    Estando el rey en el sitio de Tordehumos, recibió la orden del papa Clemente V de apoderarse de los castillos y posesiones de la Orden del Temple, y de que los conservase en su poder hasta que el pontífice dispusiese lo que habría de hacerse con ellos. Al mismo tiempo, el infante Juan presentó al rey una propuesta de paz, procedente de los sitiados en Tordehumos, que Fernando IV no aceptó. Durante el asedio el rey, viéndose en dificultades para pagar a sus tropas, envió a su esposa y a su hija recién nacida, la infanta Leonor de Castilla, a que solicitasen un empréstito en su nombre a su suegro, el rey de Portugal. Al mismo tiempo, el infante Juan, resentido, aconsejó al monarca que abandonase el cerco y que él lo terminaría, o bien que tomaría Íscar, o bien que acudiría a la entrevista que Fernando IV debía mantener en Tarazona con el rey de Aragón en su lugar. Sin embargo, el rey, receloso de su tío el infante, desoyó sus propuestas y procuró contentarle por otros medios.

    A causa de las deserciones de algunos ricoshombres, entre ellos Alfonso de Valencia, hijo del infante Juan, Rodrigo Álvarez de las Asturias IV y García Fernández de Villamayor, y también a causa de la enfermedad de la reina madre, que no podía aconsejarle, el rey decidió pactar con Juan Núñez de Lara el Menor la rendición de este último. Después que rindió la villa de Tordehumos, a comienzos de 1308, Juan Núñez de Lara se comprometió a entregar todas sus tierras al rey, excepto las que tenía en La Bureba y La Rioja, por tenerlas Diego López V de Haro, al tiempo que rendía pleitesía al rey, quien firmó este acuerdo a espaldas de la reina madre, enferma de gravedad en esos momentos.

    Terminado el cerco de Tordehumos, numerosos magnates y caballeros intentaron enemistar al rey con Juan Núñez de Lara el Menor y con su tío el infante Juan, diciéndoles a cada uno de ellos por separado que el rey deseaba la muerte de ambos, por lo que los dos se aliaron, temiendo que el rey desease sus muertes, aunque sin contar con el apoyo de Diego López V de Haro. Sin embargo, fueron persuadidos por María de Molina de que el rey no les deseaba ningún mal, algo que después les fue confirmado por el propio rey. Sin embargo, el infante Juan y sus acompañantes solicitaron presentar sus peticiones a la reina y no a él, a lo que el soberano accedió. Las reclamaciones, presentadas por los demandantes en las Vistas de Grijota, pasaban porque el soberano concediese la merindad de Galicia a Rodrigo Álvarez de las Asturias IV y la merindad de Castilla a Fernán Ruiz de Saldaña, al tiempo que debía expulsar de la corte a sus privados, Sancho Sánchez de Velasco, Diego García, y Fernán Gómez de Toledo. Las demandas presentadas por los magnates fueron aceptadas por el monarca.

    En 1308, Rodrigo Yáñez, Maestre de la Orden del Temple en los reinos de Castilla y de León, se dispuso a entregar a María de Molina las fortalezas de la Orden en el reino, mas la reina no aceptó tomarlas sin el consentimiento de su hijo el rey, que este último concedió. Sin embargo, el maestre no entregó los castillos a la reina madre, sino que ofreció al infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, entregárselos a él, a condición de que el infante suplicase al rey, en su nombre, que el monarca atendiese las demandas de los templarios a los prelados de su reino.

    En las Cortes de Burgos de 1308 estuvieron presentes, además del rey, la reina María de Molina, el infante Juan de Castilla, el infante Pedro de Castilla, don Juan Manuel y la mayoría de los ricoshombres y magnates. Fernando IV intentó poner orden en los asuntos de sus reinos, así como alcanzar un equilibrio presupuestario y reorganizar la administración de la Corte, al tiempo que intentaba recortar las atribuciones del infante Juan, aspecto este último no conseguido por el monarca.

    El infante Juan entabló un pleito con el infante Felipe de Castilla por la posesión del castillo de Ponferrada, del que este último se había apropiado, así como de los de Alcañices, San Pedro de Latarce y Haro, y que aquel hubo de entregar al rey, al tiempo que el Maestre de la Orden del Temple se comprometía a entregar al rey los castillos que aún tenía en su poder.

    El Tratado de Alcalá de Henares (1308)

    En marzo de 1306 Fernando IV había solicitado entrevistarse con Jaime II de Aragón, y desde ese momento los embajadores de las dos monarquías intentaron fijar una fecha para el encuentro de los dos soberanos, que hubo de ser aplazado varias veces debido a los conflictos internos existentes en ambos reinos. Las cláusulas del tratado de Alcalá de Henares, firmado el día 19 de diciembre de 1308, tuvieron su origen en los encuentros mantenidos por los reyes de Castilla y Aragón en el monasterio de Santa María de Huerta y en Monreal de Ariza en el mes de diciembre de 1308. Los temas discutidos en las entrevistas fueron el relanzamiento de la empresa bélica de la Reconquista, deseado por ambos reyes, y el matrimonio de la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita y heredera de Fernando IV, con el infante Jaime de Aragón, hijo y heredero de Jaime II de Aragón y, por último, la satisfacción de los compromisos contraídos con Alfonso de la Cerda, que aún no habían sido satisfechos en su totalidad.

    Respecto al matrimonio entre la infanta Leonor y el infante Jaime, aunque fue celebrado nunca fue consumado, ya que el infante Jaime huyó de la ceremonia de esponsales, renunció poco después a sus derechos al trono, e ingresó en la Orden de San Juan de Jerusalén. La infanta Leonor contrajo matrimonio años más tarde con Alfonso IV de Aragón, hijo y sucesor de Jaime II de Aragón. Respecto al segundo asunto debatido en las entrevistas de los soberanos, Fernando IV entregó a Alfonso de la Cerda 220.000 maravedíes que aún no le habían sido entregados y este último devolvió al rey las villas de Deza, Serón y Alcalá. La idea de emprender de nuevo la lucha contra el Reino de Granada fue acogida con entusiasmo por ambos soberanos, que contaban con el apoyo del rey de Marruecos, quien se hallaba en guerra contra el rey Muhammad III de Granada.

    Tras las entrevistas mantenidas entre ambos soberanos, Fernando IV se reunió en la villa de Almazán con su madre y ambos acordaron limpiar de malhechores la zona entre Almazán y Atienza, y destruir las fortalezas que les servían de refugio, labor en la que tomó parte el infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV. Por su parte, la reina María de Molina se mostró complacida ante los acuerdos alcanzados entre Fernando IV y el rey de Aragón. A continuación, el rey se dirigió a Alcalá de Henares.

    El día 19 de diciembre de 1308, en Alcalá de Henares, Fernando IV de Castilla y los embajadores aragoneses Bernaldo de Sarriá y Gonzalo García rubricaron el tratado de Alcalá de Henares. Fernando IV, que contaba con el apoyo de su hermano, el infante Pedro, de Diego López V de Haro, del arzobispo de Toledo y del obispo de Zamora, acordó iniciar la guerra contra el Reino de Granada el día 24 de junio de 1309 y se comprometió, al igual que el monarca aragonés, a no firmar una paz por separado con el monarca granadino. El rey castellano aportaría diez galeras a la expedición y otras tantas el rey aragonés. Se aprobó con la anuencia de ambas partes que las tropas castellanas atacarían las plazas de Algeciras y Gibraltar, mientras que los aragoneses conquistarían la ciudad de Almería.

    Fernando IV se comprometió a ceder una sexta parte del reino de Granada al rey aragonés, y le concedió el reino de Almería en su totalidad como adelanto por el mismo, excepto las plazas de Bedmar, Locubin, Alcaudete, Quesada y Arenas, que habían formado parte de la Corona de Castilla en el pasado. Fernando IV estableció que si se daba la circunstancia de que el reino de Almería no se correspondiese con la sexta parte del Reino de Granada el arzobispo de Toledo por parte de Castilla y el Obispo de Valencia por parte de los aragoneses serían los encargados de resolver las posibles deficiencias del cálculo. La concesión al reino de Aragón de una parte tan extensa del reino nazarita de Granada motivó que el infante Juan de Castilla el de Tarifa y don Juan Manuel protestasen contra la ratificación del tratado, aunque dicha protesta no tuvo consecuencias.

    La entrada en vigor de las cláusulas del tratado de Alcalá de Henares supuso una notable ampliación de los futuros límites del reino de Aragón, que alcanzó unos límites mayores que los previstos en los tratados de Cazorla y Almizra, en los que se habían establecido las futuras áreas de expansión de los reinos de Castilla y Aragón en el pasado. Además, Fernando IV otorgó su consentimiento para que Jaime II de Aragón negociase una alianza con el rey de Marruecos, a fin de combatir al Reino de Granada.

    Tras la firma del tratado de Alcalá de Henares, los reyes de Castilla y Aragón enviaron embajadores a la Corte de Aviñón, a fin de solicitar al Papa Clemente V que concediese la condición de cruzada a la lucha contra los musulmanes del sur de la península ibérica, y para que concediese la necesaria dispensa para la celebración del matrimonio entre la infanta Leonor de Castilla, hija primogénita y heredera de Fernando IV, y el infante Jaime de Aragón, hijo y heredero de Jaime II de Aragón, a lo que el Papa accedió, pues la dispensa necesaria para celebrar dicho matrimonio fue otorgada antes de la llegada de los embajadores a Aviñón. El día 24 de abril de 1309 el Papa Clemente V, mediante la bula «Indesinentis cure», autorizó la predicación de la cruzada en los dominios del rey Jaime II de Aragón, y otorgó a la empresa los diezmos que habían sido destinados a la conquista de Córcega y Cerdeña.

    En las Cortes de Madrid de 1309, las primeras celebradas en la actual capital de España, el rey manifestó su deseo de ir a la guerra contra el Reino de Granada, al tiempo que demandaba subsidios para poder hacer la guerra. En dichas Cortes estuvieron presentes el rey Fernando IV y su esposa, su madre, la reina María de Molina, los infantes Pedro, Felipe y Juan, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, Diego López V de Haro, Alfonso Téllez de Molina, hermano de la reina María de Molina, el arzobispo de Toledo, los Maestres de las Órdenes Militares de Santiago y Calatrava, los representantes de las ciudades y concejos, y otros nobles y prelados. Las Cortes aprobaron la concesión de cinco servicios, destinados a pagar las soldadas de los ricoshombres e hidalgos.

    Numerosos magnates del reino, encabezados por el infante Juan de Castilla el de Tarifa y por don Juan Manuel, se opusieron al proyecto de tomar la ciudad de Algeciras, pues preferían realizar una campaña de saqueo y devastación en la Vega de Granada. Además, el infante Juan se hallaba resentido con el rey debido a la negativa de este último a entregarle el municipio de Ponferrada, y Don Juan Manuel, a pesar de que deseaba hacer la guerra al reino de Granada desde sus tierras murcianas, fue obligado por Fernando IV a participar junto a sus mesnadas en el cerco de Algeciras.

    En esos momentos, el Maestre de la Orden de Calatrava realizó una incursión en la frontera y obtuvo un considerable botín, y el día 13 de marzo de 1309 el obispo de Cartagena, contando con la aprobación del cabildo catedralicio de Cartagena, se apoderó de la villa y del castillo de Lubrín, que posteriormente le serían donados por Fernando IV. Terminadas las Cortes de Madrid, Fernando IV se dirigió a Toledo, donde aguardó a que se le uniesen sus tropas, al tiempo que dejaba a su madre, la reina María de Molina, a cargo del gobierno del reino, confiándole la custodia de los sellos reales.

    La conquista de Gibraltar y el sitio de Algeciras (1309)

    En la campaña intervinieron el infante Juan de Castilla el de Tarifa, don Juan Manuel, Diego López V de Haro, señor de Vizcaya, Juan Núñez de Lara el Menor, Alonso Pérez de Guzmán, Fernán Ruiz de Saldaña, y otros magnates y ricoshombres castellanos. También tomaron parte en la empresa las milicias concejiles de Salamanca, Segovia, Sevilla, y de otras ciudades. Por su parte, el rey Dionisio I de Portugal, suegro de Fernando IV de Castilla, envió un contingente de 700 caballeros a las órdenes de Martín Gil de Sousa, Alférez del rey de Portugal, y Jaime II de Aragón aportó a la expedición contra Algeciras diez galeras. El Papa Clemente V, mediante la bula «Prioribus, decanis», emitida el día 29 de abril de 1309 en la ciudad de Aviñón, concedió a Fernando IV de Castilla la décima parte de todas las rentas eclesiásticas de sus reinos durante tres años, a fin de contribuir al sostenimiento de la guerra contra el Reino de Granada.

    Desde la ciudad de Toledo, Fernando IV se dirigió a Córdoba, donde los emisarios del rey de Aragón le anunciaron que Jaime II de Aragón estaba dispuesto para comenzar el sitio de Almería. En la ciudad de Córdoba el rey Fernando IV discutió de nuevo el plan de campaña, pues su hermano el infante Pedro, su tío el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», don Juan Manuel y Diego López V de Haro, entre otros, se oponían al proyecto de cercar la ciudad de Algeciras, ya que todos ellos preferían saquear y devastar la Vega de Granada mediante una serie de ataques sucesivos que desmoralizarían a los musulmanes granadinos. No obstante, la voluntad de Fernando IV prevaleció y las tropas castellano-leonesas se prepararon para sitiar Algeciras. Los últimos preparativos de la campaña fueron realizados en la ciudad de Sevilla, a la que Fernando IV llegó a principios de julio de 1309. Los víveres y suministros acumulados en la ciudad de Sevilla por el ejército castellano-leonés fueron trasladados por el río Guadalquivir, y posteriormente por mar hasta Algeciras.

    El día 27 de julio de 1309 una parte del ejército castellano-leonés se encontraba ante los muros de la ciudad de Algeciras, y tres días después, el día 30 de julio, llegaron el rey Fernando IV de Castilla y su tío el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», acompañados por numerosos ricoshombres. Por su parte, el rey Jaime II de Aragón comenzó a sitiar la ciudad de Almería el día 15 de agosto, y el asedio se prolongó hasta el día 26 de enero de 1310. Mientras la ciudad de Algeciras permanecía sitiada por las tropas cristianas, la ciudad de Gibraltar capituló ante las tropas de Fernando IV de Castilla el día 12 de septiembre de 1309. Pocos días después de poner cerco a la ciudad de Algeciras, el rey envió a Juan Núñez de Lara el Menor, a Alonso Pérez de Guzmán, al arzobispo de Sevilla, al concejo de la ciudad de Sevilla y al Maestre de la Orden de Calatrava a que sitiasen Gibraltar, que capituló ante las tropas de Fernando IV de Castilla el día 12 de septiembre de 1309, después de un breve y duro asedio.

    A mediados de octubre de 1309, el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», su hijo Alfonso de Valencia, don Juan Manuel y Fernán Ruiz de Saldaña, desertaron y abandonaron el campamento cristiano emplazado ante Algeciras, siendo acompañados en su huida por otros quinientos caballeros. Tal acción, motivada porque Fernando IV les debía ciertas cantidades de dinero correspondientes a sus soldadas, provocó la indignación de las Cortes europeas y la protesta de Jaime II de Aragón, quien intentó persuadir a los desertores, aunque infructuosamente, para que regresasen al sitio de Algeciras. Sin embargo, el rey Fernando IV, que contaba con el apoyo de su hermano el infante Pedro, de Juan Núñez de Lara el Menor y de Diego López V de Haro, persistió en su intento de apoderarse de Algeciras.

    La escasez y la pobreza de medios en el campamento cristiano llegaron a ser tan alarmantes que el rey Fernando IV se vio obligado a empeñar las joyas y coronas de su esposa, la reina Constanza de Portugal, a fin de poder pagar las soldadas de los caballeros y de las tripulaciones de las galeras. Poco después llegaron al campamento cristiano las tropas del infante Felipe de Castilla, hermano de Fernando IV, y las del arzobispo de Santiago de Compostela, quien llegó acompañado de 400 caballeros y buen número de peones. A finales de 1309, Diego López V de Haro enfermó de gravedad como consecuencia de un ataque de gota, lo que vino a sumarse a la defunción de Alonso Pérez de Guzmán, señor de Sanlúcar de Barrameda, al temporal de lluvias que inundaron el campamento cristiano, y a la deserción del infante Juan y de don Juan Manuel. No obstante, a pesar de dichas adversidades, Fernando IV de Castilla persistió hasta el último momento en su objetivo de apoderarse de Algeciras, aunque al final abandonó su propósito.

    En enero de 1310 el rey Fernando IV decidió negociar con los granadinos, quienes habían enviado como emisario al campamento cristiano al arráez de Andarax. Alcanzado un acuerdo, en el que se estipulaba que a cambio de levantar el asedio de Algeciras Fernando IV recibiría Quesada y Bedmar, además de 50.000 doblas de oro, el rey ordenó levantar el asedio a finales de enero de 1310. Tras la firma del acuerdo preliminar falleció Diego López V de Haro, y María Díaz de Haro, esposa del infante Juan, tomó posesión del señorío de Vizcaya. A continuación, el infante Juan de Castilla el de Tarifa devolvió al rey las villas de Paredes de Nava, Cabreros, Medina de Rioseco, Castronuño y Mansilla. A finales de enero de 1310, al mismo tiempo que Fernando IV ordenaba levantar el cerco de Algeciras, Jaime II de Aragón ordenó el levantamiento del asedio de Almería, sin haber conseguido apoderarse de la ciudad.

    En conjunto, la campaña del año 1309 resultó más provechosa para las armas castellanas que para las de Aragón, ya que Fernando IV pudo incorporar Gibraltar a sus dominios. La traición y deserción de los dos familiares del rey, Don Juan Manuel y el infante Juan de Castilla fue mal considerada por todas las Cortes europeas, que no ahorraron calificativos a la hora de definir a los dos magnates castellanos.

    Última etapa del reinado y muerte del rey (1310-1312)

    Conflictos con el infante Juan y con don Juan Manuel (1310-1311)

    En 1310, una vez levantado el asedio de Algeciras, el rey Fernando IV envió a Juan Núñez de Lara el Menor a conferenciar con el papa Clemente V, a quien el rey suplicaba, de común acuerdo con el rey de Aragón, que no permitiese que se procesase a su antecesor en la silla de San Pedro, el papa Bonifacio VIII, quien había legitimado el matrimonio de los padres de Fernando IV en 1301, legitimando con ello al propio Fernando IV. Juan Núñez de Lara el Menor debía informar además a Clemente V sobre las causas que habían motivado el levantamiento del sitio de Algeciras, y debía solicitar al Papa, en nombre de Fernando IV, subsidios para poder proseguir en el futuro la guerra contra el Reino de Granada. El Papa Clemente V procuró suavizar la animadversión que Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, sentía hacia su predecesor, el papa Bonifacio VIII, reprochó al infante Juan y a don Juan Manuel su conducta durante el asedio de Algeciras, concedió al rey los diezmos recaudados en su reino durante un año, y envió diversas cartas a los prelados de los reinos de Castilla y de León en las que se les ordenaba reprender severamente a los que no colaborasen con el rey en la empresa de la Reconquista.

    Mientras tanto, Fernando IV emprendió de nuevo la guerra contra el Reino de Granada. El infante Pedro, su hermano, conquistó el castillo de Tempul y posteriormente se dirigió a Sevilla, donde se hallaba su hermano el rey. En noviembre de 1310, ambos hermanos se dirigieron a Córdoba, donde se había producido un levantamiento popular en contra de varios caballeros de la ciudad. Mientras tanto, la reina María de Molina, que se encontraba en Valladolid, suplicó a su hijo que se reuniese con ella allí, a fin de que el monarca estuviese presente en la boda de su hermana, la infanta Isabel de Castilla, que iba a contraer matrimonio con Juan III de Bretaña, duque de Bretaña y bisnieto de Enrique III de Inglaterra. De camino a Burgos, Fernando IV se detuvo en la ciudad de Toledo y confesó a Juan Núñez de Lara el Menor que planeaba prender o asesinar al infante Juan, pues pensaba el rey que mientras el infante viviese, le perjudicaría y estorbaría en todos sus propósitos. Sin embargo, Juan Núñez de Lara el Menor, a pesar del odio que sentía hacia el infante, se dio cuenta de que el rey no lo hacía por afecto hacia él, y que si ayudaba al rey a deshacerse del infante, labraría su propia ruina. Fernando IV llegó a Burgos en enero de 1311.

    Después de la boda de la infanta Isabel, hermana de Fernando IV, este último planeó asesinar al infante Juan de Castilla «el de Tarifa» en la ciudad de Burgos, en enero de 1311, para vengarse de ese modo por la deserción del infante del cerco de Algeciras y, al mismo tiempo, para someter a la nobleza, que volvía a rebelarse contra el poder de la Corona. Sin embargo, la reina María de Molina avisó al infante Juan de los propósitos de su hijo y el infante pudo ponerse a salvo. Fernando IV, acompañado por su hermano el infante Pedro, por Lope Díaz de Haro, y por las mesnadas del concejo de Burgos persiguió al infante Juan y a sus partidarios, que se refugiaron en la villa palentina de Saldaña.

    El rey privó entonces al infante Juan del Adelantamiento de la frontera y se lo concedió a Juan Núñez de Lara el Menor, al tiempo que ordenó la confiscación de las tierras y señoríos que le había entregado al infante, a sus hijos, Alfonso de Valencia y Juan el Tuerto, e idéntica suerte corrió Sancho de Castilla «el de la Paz», primo de Fernando IV y partidario del infante Juan. Al mismo tiempo, don Juan Manuel se reconcilió con el rey y le solicitó que le concediese el cargo de Mayordomo mayor del rey, por lo que el monarca, que deseaba atraerse a Don Juan Manuel, creyendo que este último rompería su amistad con el infante Juan, despojó al infante Pedro del cargo de Mayordomo mayor y se lo concedió, dando a cambio a su hermano las villas de Almazán y Berlanga de Duero, que le había prometido anteriormente.

    A principios de febrero de 1311, y a pesar de que se había reconciliado con Fernando IV, Don Juan Manuel abandonó la ciudad de Burgos y se dirigió a Peñafiel, encontrándose poco después con el infante Juan en Dueñas. Los partidarios y vasallos del infante Juan, temiendo al rey, se aprestaron a defenderle, entre ellos Sancho de Castilla «el de la Paz» y Juan Alfonso de Haro. En vista de la situación, Fernando IV, que no deseaba una rebelión abierta de los partidarios del infante Juan, además de querer dedicarse en exclusiva a la guerra contra el Reino de Granada, envió a la reina María de Molina a conferenciar con el infante Juan, con sus hijos, y con sus partidarios en Villamuriel de Cerrato. Las conversaciones duraron quince días y la reina María de Molina estuvo acompañada por el arzobispo de Santiago de Compostela, y por los obispos de León, Lugo, Mondoñedo y Palencia. Las conversaciones concluyeron con la concordia entre el infante Juan, quien se mostraba preocupado por su seguridad personal, y el rey Fernando IV. Dicha concordia incomodó a la reina Constanza de Portugal, esposa de Fernando IV, y a Juan Núñez de Lara el Menor, quien continuaba enemistado con el infante Juan. Poco después, Fernando IV se entrevistó con el infante Juan de Castilla el de Tarifa en el municipio de Grijota, y ambos ratificaron lo acordado entre el infante Juan y la reina María de Molina en Villamuriel de Cerrato.

    El día 20 de marzo de 1311, durante una asamblea de prelados en la ciudad de Palencia, Fernando IV confirmó y concedió nuevos privilegios a las iglesias y prelados de sus reinos, y respondió a sus demandas. En abril de 1311, hallándose en Palencia, Fernando IV enfermó de gravedad y hubo de ser trasladado a Valladolid, a pesar de la oposición de la reina Constanza, su esposa, que deseaba trasladarlo a Carrión de los Condes, a fin de poder controlar al monarca junto con su aliado, Juan Núñez de Lara el Menor. Durante la enfermedad del rey surgieron discrepancias entre el infante Pedro, Juan Núñez de Lara el Menor, el infante Juan, y don Juan Manuel. Mientras el rey se encontraba en Toro, la reina Constanza dio a luz en Salamanca el día 13 de agosto de 1311 a un hijo varón, que llegaría a reinar en Castilla a la muerte de su padre como Alfonso XI de Castilla. El infante Alfonso, heredero de Fernando IV, fue bautizado en la Catedral Vieja de Salamanca, y a pesar de los deseos del rey, quien deseaba encomendar la crianza del niño a su abuela, la reina María de Molina, prevaleció la voluntad de la reina Constanza, quien deseaba, contando para ello con el apoyo de Juan Núñez de Lara el Menor y de Lope Díaz de Haro, que la custodia del niño fuese encomendada al infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV.

    En el otoño de 1311 surgió una conspiración que pretendía el destronamiento de Fernando IV de Castilla y colocar en el trono a su hermano, el infante Pedro de Castilla. La conjura se hallaba protagonizada por el infante Juan de Castilla «el de Tarifa», por Juan Núñez de Lara el Menor y por Lope Díaz de Haro, hijo del fallecido Diego López V de Haro. Sin embargo, el proyecto de destronamiento fracasó debido a la rotunda negativa de la reina María de Molina.

    Concordia de Palencia y Vistas de Calatayud (1311-1312)

    El infante Juan y los principales magnates del reino amenazaron a Fernando IV con dejar de servirle, a mediados de 1311, si el monarca no satisfacía sus peticiones. El infante Juan y sus seguidores exigieron que reemplazase a sus consejeros y privados por el propio infante Juan, la reina María de Molina, el infante Pedro, don Juan Manuel, Juan Núñez de Lara el Menor, y por los obispos de Astorga, Zamora, Orense y Palencia, quienes deberían ser los nuevos consejeros del rey. Don Juan Manuel permaneció leal a Fernando IV, debido a que el día 15 de octubre el rey le había cedido todos los pechos y derechos reales de Valdemoro y de Rabrido, a excepción de la moneda forera de ambos lugares y de la martiniega de Rabrido, que había sido entregada a Alfonso de la Cerda.

    Con el deseo de alcanzar la paz y de que ningún obstáculo se interpusiese en el relanzamiento de la Reconquista, Fernando IV se avino a firmar la concordia de Palencia, rubricada el día 28 de octubre de 1311, con el infante Juan y el resto de los magnates, y cuyas cláusulas fueron ratificadas en las Cortes de Valladolid de 1312. El rey se comprometió a respetar los usos, fueros y privilegios de los nobles, prelados, y los hombres buenos de las villas, y a no intentar despojar a los nobles de las rentas y tierras que tenían pertenecientes a la Corona. Fernando IV ratificó que la crianza de su hijo, el infante Alfonso, sería encomendada a su hermano, el infante Pedro, a quien cedió además la villa de Santander. El rey cedió al infante Juan el municipio de Ponferrada, a condición de que no estableciese ningún tipo de acuerdo con Juan Núñez de Lara el Menor, aunque el infante incumplió su palabra antes de haber transcurrido ocho días.

    En diciembre de 1311 Fernando IV se entrevistó en Calatayud con el rey Jaime II de Aragón. En ese momento se llevó a cabo el enlace matrimonial entre el infante Pedro de Castilla, hermano de Fernando IV, y la infanta María de Aragón, hija de Jaime II de Aragón, aunque algunos autores señalan que el matrimonio se celebró en el mes de enero de 1312.20​ Al mismo tiempo, Fernando IV le entregó al soberano aragonés su hija primogénita, la infanta Leonor de Castilla para que fuese criada en la corte aragonesa hasta que tuviera la edad adecuada para contraer matrimonio con el infante Jaime de Aragón, hijo primogénito y heredero del rey aragonés.

    En la entrevista de Calatayud de 1311 también se acordó reanudar la guerra contra el Reino de Granada, pero se decidió que cada reino la hiciera por separado, al tiempo que Jaime II se comprometía a mediar entre Fernando IV y el rey de Portugal en el conflicto que ambos mantenían acerca de la posesión de algunas poblaciones de las que Dionisio I de Portugal se había apoderado durante la minoría de edad de Fernando IV. Sin embargo, la muerte de Fernando IV en septiembre de 1312 puso fin a dichas negociaciones entre los soberanos de Aragón y Portugal. El día 3 de abril de 1312, poco después de la entrevista de Calatayud, don Juan Manuel contrajo matrimonio en la ciudad de Játiva con la infanta Constanza de Aragón, hija de Jaime II de Aragón.

    Último período de la vida del rey (1312)

    Tras su estancia en la ciudad de Calatayud, Fernando IV se dirigió a la ciudad de Valladolid, donde iban a reunirse las Cortes. En las Cortes de Valladolid de 1312, las últimas del reinado de Fernando IV, se recaudaron fondos para mantener el ejército que se emplearía en la siguiente campaña contra el reino de Granada, se reorganizó la administración de justicia, la administración territorial y la administración local, mostrando con ello el deseo del rey de realizar profundas reformas en todos los ámbitos de la administración, al tiempo que intentaba reforzar la autoridad de la Corona en detrimento de la autoridad nobiliaria. Las Cortes aprobaron la concesión de cinco servicios y una moneda forera, destinados al pago de las soldadas de los vasallos del rey, a excepción de Juan Núñez de Lara el Menor, que se había convertido en vasallo del rey Dionisio I de Portugal.

    Ya en octubre de 1311, Fernando IV había solicitado un préstamo al rey Eduardo II de Inglaterra, a fin de poder proseguir la guerra contra el reino de Granada, aunque el soberano inglés se negó a concedérselo, argumentando que había tenido que afrontar numerosos gastos debido a su guerra contra los escoceses. En julio de 1312, Fernando IV empeñó los castillos templarios de Burguillos del Cerro y de Alconchel a cambió de un préstamo de 3600 marcos del rey Dionisio I de Portugal, que necesitaba para proseguir la guerra contra el reino de Granada. A finales de abril de 1312, una vez terminadas las Cortes, el rey abandonó la ciudad de Valladolid. En 1312 falleció Sancho de Castilla «el de la Paz», hijo del infante Pedro de Castilla y primo hermano de Fernando IV, quien se dirigió a Ledesma, que hacía las veces de capital de los señoríos de su primo, e incorporó los dominios de su difunto primo al patrimonio real, después de haberse comprobado que el difunto carecía de hijos legítimos. Fernando IV se dirigió después a Salamanca, y arrebató a su primo Alfonso de la Cerda, que se había sublevado nuevamente contra él, los municipios de Béjar y Alba de Tormes.

    El día 13 de julio de 1312 el rey llegó a Toledo, después de haber dejado al infante Alfonso, heredero del trono, en la ciudad de Ávila, y se dirigió a la provincia de Jaén, donde su hermano, el infante Pedro de Castilla, se encontraba sitiando la localidad de Alcaudete. El rey, después de una corta estancia en la ciudad de Jaén, se dirigió a la localidad jienense de Martos, donde ordenó que se ejecutase a los hermanos Carvajal, acusados de haber asesinado en Palencia a Juan Alonso de Benavides, privado del rey. Según la leyenda, pues ello no figura en la Crónica de Fernando IV, los hermanos fueron condenados a ser introducidos en una jaula de hierro con puntas afiladas en su interior y, posteriormente, a ser arrojados desde la cumbre de la Peña de Martos, introducidos en dicha jaula. La Crónica de Fernando IV refiere que antes de morir, los hermanos emplazaron al rey a comparecer ante el Tribunal de Dios en el plazo de treinta días.​

    Después de su estancia en Martos, el rey se dirigió a Alcaudete, donde esperaba al infante Juan de Castilla «el de Tarifa», quien debería unirse junto con sus tropas al cerco de la localidad. Sin embargo, el infante Juan no acudió por temor de que Fernando IV ordenase su muerte. Enfermo de gravedad, Fernando IV abandonó el cerco de Alcaudete y se dirigió a la ciudad de Jaén, a finales de agosto de 1312.

    El día 5 de septiembre de 1312 se rindió la guarnición de Alcaudete, después de tres meses de asedio, y el infante Pedro se dirigió a la ciudad de Jaén, donde le aguardaba su hermano el rey. El día 7 de septiembre, día de la muerte de Fernando IV, acordaron ambos hermanos socorrer a Nasr, rey de Granada, con quien se había pactado una tregua, y ayudarle en su lucha contra su cuñado Ferrachén, arráez de Málaga, quien se había rebelado contra el rey de Granada.

    Diferentes versiones de la muerte del rey

    Fernando IV de Castilla falleció el día 7 de septiembre de 1312 en la ciudad de Jaén, sin que nadie le viera morir. La historia y la leyenda se han entrelazado indisolublemente en lo concerniente a la defunción del monarca, que recibió a su muerte el sobrenombre de «el Emplazado», a causa de las circunstancias misteriosas en que se produjo la misma. Fernando IV falleció a los veintiséis años de edad, y al morir dejaba como futuro heredero a su único hijo varón, el infante Alfonso, que reinaría como Alfonso XI de Castilla, y que a la muerte de su padre contaba con un año de edad.

    La Crónica de Fernando IV, escrita alrededor del año 1340, casi treinta años después de la defunción del rey, describe así la muerte del monarca castellano-leonés, en el capítulo XVIII de la obra, y la de los hermanos Carvajal, ocurrida treinta días antes de la de Fernando IV, aunque no especifica de qué modo murieron estos últimos:

    É el Rey salió de Jaén, é fuese á Martos, é estando y mandó matar dos cavalleros que andavan en su casa, que vinieran y á riepto que les fasían por la muerte de un cavallero que desían que mataron quando el Rey era en Palencia, saliendo de casa del Rey una noche, al qual desían Juan Alonso de Benavides. É estos cavalleros, quando los el Rey mandó matar, veyendo que los matavan con tuerto, dixeron que emplasavan al Rey que paresciesse ante Dios con ellos a juisio sobre esta muerte que él les mandava dar con tuerto, de aquel día en que ellos morían á treynta días. É ellos muertos, otro día fuese el Rey para la hueste de Alcaudete, e cada día esperava al infante Don Juan, segund lo havía puesto con él…É el Rey estando en está cerca de Alcaudete, tomóle una dolencia muy grande, e affincóle en tal manera, que non pudo y estar, e vínose para Jaén con la dolencia, e no se queriendo guardar, comía carne cada día, e bebía vino…E otro día jueves, siete días de setiembre, víspera de Sancta María, echóse el Rey a dormir, e un poco después de medio día falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. É este jueves se cumplieron los treynta días del emplazamiento de los cavalleros que mandó matar en Martos…

    En el capítulo III de la Crónica de Alfonso XI, la muerte de Fernando IV es descrita de idéntico modo a como se describe en la Crónica de Fernando IV. Y el historiador Diego Rodríguez de Almela, en su obra Valerio de las historias escolásticas y de los hechos de España, que fue escrita alrededor del año 1472, relató del siguiente modo la defunción del monarca:

    Estando el rey Don Fernando IV de Castilla, que tomó a Gibraltar, en Martos, acussaron ante él a dos escuderos, llamados el uno Pedro Carbajal y el otro Juan Alfonso de Carbajal, su hermano, que ambos andaban en su corte, oponiéndoles que una noche, estando el Rey en Palencia, mataron a un caballero llamado Gómez de Benavides, que quería mucho el Rey, dando muchos indicios y presunciones porque parescía que ellos le havían muerto. El rey Don Fernando, usando de rigurosa justicia, fizo prender a ambos hermanos, y despeñar de la Peña de Martos; antes que los despeñasen dixeron que Dios era testigo y sabía la verdad que no eran culpantes en aquella muerte que les oponían, y que pues el Rey los mandaba despeñar y matar a sin razón, que lo emplazaban de aquel día que ellos morían en treinta días que paresciesse con ellos a juicio ante Dios. Los escuderos fueron despeñados y muertos, y el rey Don Fernando vino a Jaén. Eacaesció que dos días antes que se compliese el plazo se sintió enojado, comió carne y bebió vino. Como el día del plazo de los treinta días que los escuderos que mató le emplazaron se compliesse, queriendo partir para Alcaudete, que su hermano el Infante Don Pedro havía a los Moros tomado, comió temprano, y acostosse a dormir en la siesta, que era en verano; acaesció assí que quando fueron para le despertar, halláronlo muerto en la cama, que ninguno no le vido morir. Mucho se deben atentar los Jueces antes que procedan a executar justicia, mayormente de sangre, hasta saber verdaderamente el hecho por que la justicia se deba executar. Ca como en el Génesis se lee: quién saccare sangre sin pecado, Dios lo demandará. Este Rey no tuvo la manera que convenía a execución de justicia, y por tanto acabó como dicho es.

    Martín Ximena Jurado, historiador y cronista jienense del siglo XVII, en su obra Catálogo de los Obispos de las Iglesias Catedrales de Jaén y Anales eclesiásticos de este Obispado, describió la Real Iglesia de Santa Marta de la ciudad de Martos, donde yacen sepultados los restos de los hermanos Carvajal, ejecutados por orden de Fernando IV. Al tiempo que describió la tumba de los dos hermanos, aportó algunos datos sobre la defunción del monarca.

    El padre Juan de Mariana, escritor e historiador del siglo XVII, describió la condena y ejecución de los hermanos Carvajal en la ciudad de Martos, y estableció por primera vez la posible relación existente entre la leyenda del emplazamiento ante el Tribunal de Dios de Fernando IV, y los emplazamientos sufridos por el papa Clemente V, y el rey de Francia Felipe IV el Hermoso, ambos ocurridos en 1314, dos años después de la muerte de Fernando IV. El último Gran Maestre de la Orden del Temple, Jacques de Molay, fue quemado en la hoguera en París en marzo de 1314, y antes de morir, según refiere la tradición, conminó a comparecer ante Dios, en el plazo de un año, al papa Clemente V, al rey Felipe IV de Francia y a Guillermo de Nogaret, responsables de la supresión de la Orden del Temple y de la muerte de muchos de sus miembros:​

    El Rey muy descuidado de los hecho se partió para Alcaudete donde su exército aloxaba: allí le sobrevino una enfermedad tan grande, que fue forzado dar la vuelta à Jaén, bien que los Moros movían prática de entregar la villa. Aumentábase el mal de cada día, y agravábase la dolencia de suerte que el Rey no podía por sí negociar. Todavía alegre por la nueva que le vino que la villa era tomada, resolvía en su pensamiento nuevas conquistas, quando un Jueves que se contaron siete días del mes de Setiembre, como después de comer se retirase à dormir, à cabo de rato le hallaron muerto. Falleció en la flor de su edad que era de veinte y quatro años y nueve meses, en sazón que sus negocios se encaminaban prósperamente. Tuvo el Reyno por espacio de diez y siete años, quatro meses y diez y nueve días y fue el Quarto de su nombre. Entendióse que su poco orden en el comer y beber le acarreáron la muerte: otros decían que era castigo de Dios porque desde el día que fue citado, hasta la hora de su muerte (cosa maravillosa y extraordinaria) se contaban precisamente treinta días. Por esto entre los Reyes de Castilla fue llamado D. Fernando el Emplazado. Su cuerpo depositaron en Córdova, porque a causa de los calores que todavía duraban, no pudo ser llevado à Sevilla ni à Toledo do tenían los enterramientos Reales. Acrecentóse la fama y la opinión susodicha, concebida en los ánimos del vulgo, por la muerte de dos grandes príncipes que por semejante razón: fallecieron en los dos años próximos siguientes: estos fueron Philipo Rey de Francia y el Papa Clemente, ambos citados por los Templarios para delante el divino tribunal al tiempo que con fuego y todo género de tormentos los mandaban castigar y perseguían toda aquella religión. Tal era la fama que corría, si verdadera si falsa, no se sabe, mas es de creer que fuese falsa: en lo que sucedió al Rey D. Fernando nadie pone duda…

    El historiador y arqueólogo palentino Francisco Simón y Nieto, señaló en su obra Una página del reinado de Fernando IV. Pleito seguido en Valladolid ante el rey y su corte en una sesión, por los personeros de Palencia contra el Obispo D. Álvaro Carrillo, 28 de mayo de 1298, publicada en 1912, que la causa última de la muerte de Fernando IV pudo ser una trombosis coronaria, aunque sin descartar otras, como hemorragia cerebral, edema agudo de pulmón, angina de pecho, infarto de miocardio, embolia, síncope u otras.

    Sepultura

    En septiembre de 1312, poco después de su defunción, los restos mortales de Fernando IV de Castilla fueron trasladados a la ciudad de Córdoba, y el día 13 de septiembre fueron sepultados en una capilla de la Mezquita-Catedral de Córdoba, a pesar de que su cadáver debería haber recibido sepultura en la Catedral de Toledo junto a su padre, el rey Sancho IV, o bien en la catedral de Sevilla junto a su abuelo paterno, Alfonso X, y su bisabuelo paterno, Fernando III.

    No obstante, debido a las altas temperaturas que se dieron en el mes de septiembre del año 1312, la reina Constanza de Portugal, viuda de Fernando IV, y el infante Pedro de Castilla, hermano del difunto rey, decidieron dar sepultura a los restos mortales de Fernando IV en la Mezquita-Catedral de Córdoba. La reina Constanza de Portugal fundó además seis capellanías y dispuso que en el mes de septiembre se celebrase el aniversario perpetuo en memoria del difunto rey. Hasta que transcurrió un año desde la defunción del monarca, cuatro cirios ardieron permanentemente junto a su sepultura y, diariamente, durante ese año, el obispo de la ciudad y el cabildo catedralicio entonaron responsos una vez al día por el alma del difunto rey junto a su sepultura. En 1371, los restos mortales de Fernando IV y los de su hijo, Alfonso XI de Castilla, fueron depositados en la Capilla Real de la Mezquita-Catedral de Córdoba, cuya construcción había finalizado ese mismo año.

    En 1728, el Papa Benedicto XIII expidió una bula por la que la Capilla Real de la Mezquita-catedral de Córdoba quedaba adscrita a la iglesia de San Hipólito de Córdoba, y ese mismo año, después de varias rogativas por parte de los canónigos de la iglesia de San Hipólito de Córdoba, que habían solicitado a Felipe V que los restos de Fernando IV y de Alfonso XI fueran trasladados a su colegiata, el rey autorizó el traslado de los restos de los dos monarcas, que estaban sepultados en la Capilla Real de la Mezquita-Catedral de Córdoba.

    En 1729 se iniciaron las obras para la terminación de la iglesia de San Hipólito, que se dieron por finalizadas en 1736, y en la noche del día 8 de agosto de 1736, con todos los honores, los restos mortales de Fernando IV y de Alfonso XI fueron trasladados a la iglesia de San Hipólito de Córdoba, en la que reposan desde entonces. Al mismo tiempo, los canónigos de San Hipólito trasladaron a su colegiata todos los bienes muebles de la Capilla Real de la Mezquita-Catedral.

    En el tramo primero del presbiterio de la iglesia de San Hipólito de Córdoba, alojados en sendos arcosolios, se encuentran los sepulcros que contienen los restos mortales de Fernando IV, ubicado en el lado de la Epístola, y el que contiene los restos de su hijo Alfonso XI, que se encuentra en el lado del Evangelio. Los restos mortales de ambos monarcas se hallan depositados en el interior de sendas urnas de mármol rojo, construidas con mármoles procedentes del desaparecido monasterio de San Jerónimo de Córdoba, y ambas fueron realizadas en 1846, por encargo de la Comisión de Monumentos.

    Hasta ese momento, los restos de ambos monarcas se hallaban colocados en sendos ataúdes de madera en el presbiterio de la iglesia, donde eran mostrados a los visitantes distinguidos. Sobre las cubiertas de ambos sepulcros se encuentran colocados sendos almohadones sobre los que se hallan depositados una corona y un cetro, símbolos de la realeza.

    Matrimonio y descendencia

    Fernando IV contrajo matrimonio en la ciudad de Valladolid, el 23 de enero de 1302, con Constanza de Portugal, hija del rey Dionisio I de Portugal, y fruto de ese matrimonio nacieron tres hijos:

    • Leonor de Castilla (1307-1359). Contrajo matrimonio con Alfonso IV de Aragón, y fue asesinada en 1359 en el municipio burgalés de Castrojeriz por orden de su sobrino, Pedro I de Castilla.
    • Constanza de Castilla (1308-1310). Falleció en la infancia y fue sepultada en el desaparecido monasterio de Santo Domingo el Real de Madrid, aunque en 1869 sus restos mortales fueron trasladados a la cripta de la iglesia de San Antonio de los Alemanes de la misma ciudad, donde reposan en la actualidad.
    • Alfonso XI de Castilla (1311-1350). Sucedió a su padre en el trono de Castilla y falleció en 1350 a causa de la peste negra mientras asediaba Gibraltar.
  • Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán

    Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, militar y génio estratega castellano. 

    Nació en Montilla, el 1 de septiembre de 1453, y murió el 2 de diciembre de 1515, fue un noble y militar castellano, duque de Santángelo, Terranova, Andría, Montalto y Sessa, llamado por su excelencia en la guerra el Gran Capitán. En su honor, el tercio de la Legión Española acuartelado en Melilla lleva su nombre.​ También fue caballero y comendador de la Orden de Santiago.

    Capitán castellano nacido en el castillo de Montilla, a la sazón perteneciente al Señorío de Aguilar, al servicio de los Reyes Católicos. Pariente de Fernando el Católico y miembro de la nobleza andaluza (perteneciente a la Casa de Aguilar), hijo segundo del noble caballero Pedro Fernández de Aguilar, V señor de Aguilar de la Frontera y de Priego de Córdoba, que murió muy mozo, y de Elvira de Herrera y Enríquez, prima de Juana Enríquez, reina consorte de Aragón, ya que era hija de Pedro Núñez de Herrera, señor de Pedraza y de Blanca Enríquez de Mendoza, que fue hija del almirante Alfonso Enríquez (hijo de Fadrique Alfonso de Castilla) y de Juana de Mendoza «la Ricahembra».

    Gonzalo y su hermano mayor Alfonso Fernández de Córdoba se criaron en Córdoba al cuidado del prudente y discreto caballero Pedro de Cárcamo. Siendo niño fue incorporado como paje al servicio del príncipe Alfonso de Castilla, hermano de la luego reina Isabel I de Castilla, y a la muerte de este, pasó al séquito de la princesa Isabel. La hermana de ambos, conocida con el nombre de Leonor de Arellano y Fernández de Córdoba, se casaría con Martín Fernández de Córdoba, alcaide de los Donceles.

    Su historia

    Gonzalo Fernández de Córdoba, «Gran Capitán». El eco de sus proezas aún retumban en los manuales de historia militar. En Europa y allende los mares, donde los «herederos» de sus Tercios fraguaron el Imperio en el que se estaba convirtiendo la unión de Castilla y Aragón. Cuando muchos nombran tan alegremente a Sun Tzu, Clausewitz, Napoleón, Patton o Schawrzkopf, olvidan que fue este genio militar español quien cambiaría para siempre el «arte de la guerra»: de la pesadez medieval (caballería pesada) a la agilidad moderna (infantería).

    Reconquista de Granada, victoria sin igual frente al francés en Nápoles, conquista de un nuevo Reino para sus «Señores», virrey, precursor de una nueva estrategia militar fundamentada en la infantería y visionario de un Ejército español cuyas reformas impulsaron un cambio de mentalidad que posteriormente derivó en la creación de los populares tercios españoles que acabarían dominando buena parte del mundo e invictos desde 1503 hasta el desastre de Rocroi en 1643.

    Sin embargo, y a pesar de sus proezas, este cordobés nunca dejó de ser un oficial cercano a sus hombres, con sentido del honor para con el contrario, estoico y, ante todo, súbdito leal hacia unos Reyes Católicos que iniciaban en sus hombros la aventura de una nueva nación. Aunque no fueron pocas las desaveniencias acaecidas con sus «Señores», llegando a ser apartado de la «res publica» y «res militaris» de la siempre desagradecido Fernando, esposo de la reina, en en poca estima y envidia tenía al militar castellano. 

    «Hacia 1497, tras una breve estancia en la Corte, los Reyes Católicos le nombran «adalid de la Frontera», un grado que equivalía a capitán»

    La Reconquista de Granada

    Pero donde realmente comenzó a mostrar su ingenio militar fue durante la «Guerra de Granada», una campaña militar que se sucedió a partir de 1482 y en la cual los españoles pretendían expulsar a Boabdil del último estado musulmán en la Península Ibérica. «La guerra se produjo por la firme decisión de los Reyes Católicos, que querían acabar de una vez por todas con el enclave musulmán de Granada, el único territorio que quedaba para completar la unidad cristiana peninsular».

    Gonzalo tomó parte en esta contienda al mando de una unidad de «lanzas» (caballería pesada con una gruesa armadura) de la casa de Aguilar, de la que su hermano era señor. «Fue una guerra larga, que duró casi diez años, y se libró a base de incursiones, asedios, golpes de mano y escaramuzas persistentes, sin grandes batallas campales», determina el escritor.

    «El Gran Capitán tuvo un papel muy destacado a lo largo de toda la campaña, en especial en los ataques a Álora, la fortaleza de Setenil, Loja y el asalto al castillo de Montefrío, cercano a Granada». De hecho, algunos cronistas como Hernán Pérez afirman que, durante esta guerra. «Gonzalo era siempre el primero en atacar y el último en retirarse».

    «Pronto, su valerosa actitud y dotes de mando llamaron la atención de los Reyes Católicos, que le recompensaron con la tenencia (jefatura militar) de Antequera, el señorío de Órgiva y una encomienda», prosigue Laínez.

    Primera guerra de Italia

    Sin embargo, parece que los grandes honores que recibió no fueron suficientes para Gonzalo, pues en 1495 se embarcó hacia otra gran campaña esta vez en Nápoles. Su misión era clara: detener el avance de los franceses, deseosos de expandirse militarmente con la toma de algunos territorios. «La primera campaña italiana se inició cuando el rey francés Carlos VIII invadió el reino de Nápoles (Reame) con una gran ejército. Al poco tiempo se retiró, pero dejando la mayor parte del Reame ocupado».

    «Utilizando las tácticas aprendidas en la Guerra de Granada, Fernández de Córdoba, limpió Calabria de enemigos, conquistó la provincia de Basilicata y tras derrotar a los franceses en Atella entró triunfante en Nápoles en 1496», destaca el escritor. Fue tras el asalto a esta ciudad cuando se empezó a conocer a Gonzalo como «Gran Capitán». Tras tomar el lugar, volvió a Castilla como un héroe.

    Segunda contienda en Nápoles

    A pesar de que se firmó un tratado con Francia para que cesaran las hostilidades, la paz no duró demasiado. El rey francés Luis XII había firmado un tratado con Fernando el Católico para repartirse el reino napolitano. Los franceses ocupan la mitad norte y el sur queda en poder de las tropas españolas que manda el Gran Capitán.

    Pero pronto se iniciaron las discrepancias entre españoles y franceses por cuestiones fronterizas, lo que provocó que en 1502 se reiniciara la guerra después de que los franceses trataran de nuevo de tomar Reame. El «Gran Capitán» no lo dudó y se dispuso a enfrentarse a los enemigos de Castilla. Una de las primeras batallas de esta guerra fue la de Ceriñola (Cerignola), en la que Gonzalo tendría que hacer uso de toda su experiencia militar para lograr salir victorioso.

    La batalla que revolucionó la Historia

    La batalla de Ceriñola sin duda cambió la historia, y es que, si hasta ese momento la fuerza de los ejércitos se medía en base a la cantidad de caballería pesada de la que disponía, tras esta lid la mentalidad militar evolucionó y comenzó a primar la infantería.

    La batalla se desarrolló en un diminuto punto de la Apulia italiana situado en lo alto de una colina cubierta de viñedos y olivos. En ella, las tropas del «Gran Capitán» se defendieron de los atacantes franceses, tras verse obligados a retirarse en varios enfrentamientos.

    Obligó a los caballeros a llevar infantes en la grupa de sus monturas

    De hecho, el «Gran Capitán» demostró antes de la batalla su mentalidad innovadora y revolucionara. Y es que, para llegar a la ciudad Ceriñola y poder preparar las defensas concienzudamente antes del ataque de los franceses, Gonzalo forzó a sus caballeros a hacer algo nunca antes visto y que suponía una afrenta a su honor.

    «El Gran Capitán obligó a los caballeros de su ejército a llevar infantería en la grupa de sus monturas en la marcha hacia Ceriñola, por terreno arenoso y próximo a la costa, lo que hacía muy fatigosa la marcha. Eso era algo que no se hacía nunca, pero mejoró la movilidad y la moral de la tropa y le permitió ganar tiempo. Fue una muestra más de su ingenio táctico», explica el experto.

    Este acto hizo que los españoles ganaran tiempo y les permitió preparar las defensas de la ciudad, que consistieron en cavar un foso y una pared de tierra alrededor de Ceriñola, lo que les permitía aprovechar la situación elevada del enclave. Además, el «Gran Capitán» pudo establecer una estrategia que más tarde sería reconocida como un preludio de la guerra moderna.

    Una reforma militar

    Los franceses no se hicieron esperar y, a los pocos días, su comandante, Luis de Armagnac, dejó ver a sus tropas. «Por el lado francés, aunque varió según avanzaba la guerra, se contaban unos 1.000 hombres de armas (caballeros con armadura), 2.000 jinetes ligeros, 6.000 infantes, 2.000 piqueros suizos y 26 cañones». Por el contrario, Gonzalo tenía a sus órdenes un ejército formado principalmente por infantería: «Del lado español había solo 600 hombres de armas, 5.000 infantes y 18 cañones, más un refuerzo de 2.000 mercenarios alemanes», señala Laínez.

    «En esta batalla las fuerzas estaban bastante equilibradas en cuanto a números, pero los franceses tenían mucha superioridad en caballería pesada y su artillería doblaba a la española. Por el contrario, los españoles contaban con un mayor número de arcabuceros, una fuerza que se revelaría decisiva», explica el escritor.

    Para detener la fuerza arrolladora de la caballería francesa se planteó una estrategia novedosa: situar las tropas de disparo delante de las defensas. «El Gran Capitán colocó en primera línea a los arcabuceros y espingarderos (hombres armados con una escopeta de chispa muy larga), detrás a la infantería alemana y española, y más retrasada a la caballería. Él se situó en el centro del dispositivo y revisó con detalle el despliegue de toda la tropa».

    Todo quedó preparado para un duro combate. Pero, antes siquiera de desenvainar una espada, el «Gran Capitán» volvió a demostrar su arrojo. Concretamente, Gonzalo se quitó el casco en los momentos previos a la batalla y, cuando uno de sus capitanes le preguntó la causa, él contestó: «Los que mandan ejército en un día como hoy no debe ocultar el rostro».

    Comienza la batalla

    La batalla se inició con la caballería francesa cargando orgullosa contra las tropas españolas. Hasta ese momento, una de las cosas más terribles que podía ver un enemigo de Francia era a los majestuosos jinetes en marcha con las armas en ristre. Sin embargo, fueron recibidos con una salva de fuego que hizo caer a un gran número de soldados.

    «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total»

    «Cuando se inició el fuego, las balas de los arcabuceros españoles hicieron estragos en la caballería pesada francesa, impedida de avanzar ante el foso erizado de estacas y pinchos», explica el autor. Al no poder avanzar, los jinetes, desesperados, trataron al galope de encontrar alguna fisura en las defensas del «Gran Capitán», pero su intentó fue en vano y costó la vida a Luis de Armagnac, alcanzado por varios disparos.

    Tras la derrota de la caballería pesada, la infantería francesa se dispuso a avanzar, pero sufrió grandes bajas debido al fuego español. Además, justo antes de que los soldados alcanzaran la primera línea de arcabuceros y acabaran con ellos, el «Gran Capitán» ordenó retirarse a estas tropas de disparo para evitar bajas.

    Después de esta estratagema, el «Gran Capitán» cargó con todos sus infantes contra las diezmadas tropas del fallecido Armagnac que, ahora, no tenían objetivos contra los que luchar al haberse retirado los arcabuceros españoles. Sin apenas dificultad, las unidades de Gonzalo dieron buena cuenta de los restos del ejército francés.

    Se adelantó a Napoleón en cuatro siglos

    Ni siquiera la caballería ligera francesa pudo ayudar a sus compañeros, pues fueron arrollados por los jinetes españoles. «La batalla apenas duró una hora y fue una victoria total. Además, quedó como un ejemplo de arte táctico, y de la importancia de la fortificación y elección del terreno para el buen resultado de cualquier combate», destaca Laínez.

    Otro escritor, Juan Granados, autor de la novela histórica «El Gran Capitán» (Ed. Edhasa) explica que «esencialmente demostró que en adelante las batallas se ganarían con la infantería. Utilizando para ello compañías formadas por soldados distribuidos en tercios, es decir, en tres partes: arcabuceros, rodeleros —soldados con armadura muy ligera armados de espada y rodela, el típico escudo circular de origen musulmán— y piqueros, generalmente lasquenetes alemanes, enemigos acérrimos de los cuadros mercenarios suizos que solía emplear Francia. Se adelantó cuatro siglos a Napoleón, huyendo de la guerra frontal yutilizando las tácticas envolventes y las marchas forzadas de infantería».

    «Triunfador absoluto, desempeñó funciones de virrey en Nápoles»

    A finales de 1503 españoles y franceses volverían a medir sus fuerzas en el río Garellano -que por cierto da nombre a uno de los regimientos del Ejército con más solera y cuya sede se encuentra en Vizacaya- donde el «Gran Capitán» dio cuenta de las huestes del marqués de Saluzzo. «El sur de Italia quedó durante más de dos siglos en poder de Castilla y más tarde de España. El Gran Capitán, triunfador absoluto de estas guerras, desempeñó funciones de virrey en Nápoles, donde fue querido y respetado, pero pronto las envidias y maledicencias cortesanas empezaron a actuar en su contra», señala Laínez.

    Pero parece que esa nueva nación que se estaba formando, España, no podía soportar a los héroes, pues Gonzalo terminaría siendo relevado de su puesto. El escritor Juan Granados sentencia: «Tal era la popularidad de Gonzalo de Córdoba entre sus hombres, que llegaron a desear proclamarle rey de Nápoles. Algo que él nunca deseó, se hubiese conformado con ser comendador de su querida orden de Santiago. Pero Fernando el Católico era suspicaz, desconfiaba de tanto éxito, el mismo rey de Francia, a quien había derrotado, le había ofrecido el generalato de su ejército. Por otra parte, sí es cierto que Gonzalo era descuidado en sus informes a su rey, tardaba en escribirle, pero nunca había pensado en suplantarle».

    El monarca pidió entonces al «Gran Capitán» un registro de gastos para asegurarse de que no había malgastado fondos reales. Fernando el Católico le reclamó claridad en las cuentas de sus gastos militares en Nápoles, algo que Fernández de Córdoba consideró humillante. Como respuesta a lo que Gonzalo consideraba una gran ofensa personal, el entonces virrey dirigió a la monarquía un memorial conocido como las «Cuentas del Gran Capitán».

    Unas cuentas curiosas

    Irónicamente las cuentas incluían en el capítulo de gastos cantidades tales como:

    Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas. Cien millones en picos, palas y azadones. Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres enemigos, cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas un día de combate, ciento setenta mil ducados en renovar campanas destruidas por el uso de repicar cada día por las victorias conseguidas… y lo mejor: «Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el rey pedía cuentas al que le ha regalado un reino».

    Esto no debió de sentar muy bien al monarca que, a sabiendas de lo que «Gran Capitán» representaba prefirió evitar el enfrentamiento directo con él, pero no perdonó la ofensa. «El monarca decidió alejar a Gonzalo de Nápoles. A partir de entonces el Gran Captán tuvo que adaptarse a una vida más sedentaria en sus posesiones de castellanas. Es el destino de casi todos los héroes, una vez que han cumplido con su cometido en la guerra y llega la paz», finaliza Martínez Laínez. Sin embargo, lo que sí dejó este guerrero fue una reforma militar que duraría siglos.

    La reforma militar

    La herencia del «Gran Capitán» revolucionó la forma de combatir a nivel mundial hasta la llegada de las armas de destrucción masiva. Ente otros elementos destacables se sitúan la formación de la tropa en compañías (que luego serían la unidad fundamental de los tercios) al mando de un capitán, y el experto manejo de las armas de fuego individuales del combatiente de a pie, señala Martínez Laínez.

    Además, el «Gran Capitán» creó también un nuevo tipo de unidad, la coronelía. Es el antecedente más inmediato de los tercios. Tenía unos 6.000 hombres y era capaz de combatir en cualquier terreno. Otra de sus innovaciones fue armar con espadas cortas, rodelas y jabalinas a una parte de los soldados. «La finalidad era que se introdujeran entre las formaciones compactas enemigas, causando en ellas terribles destrozos», sentencia el escritor.

    Enseñanzas que fueron adquiridas por el «Gran Capitán» en la guerra de guerrillas que supuso la reconquista de Granada, con unos Reyes Católicos que depositaron en los hombros del «Gran Capitán» sus primeros pasos militares de la heredera de Castilla, su hija España.

     

     

     

  • Hernán Cortés, conquistador castellano

    Hernán Cortés, conquistador castellano

    En ese afán de las élites y las oligarquías de borrar la identidad castellana y de mezclar lo español que no es otra cosa que una unión de reinos, bajo una corona imperial, con lo castellano, la figura del gran conquistador Hernán Cortés ha quedado diluida en esa mezcla para muchos incomprensible de lo español y lo castellano. Mezcla interesada y partidista, en ese afán siempre destructivo de destruir la memoria y la grandeza de Castilla. Por tanto, el caso de este extremeño universal, súbdito de la Corona de Castilla no iba a ser menos.

    Cortés era un personaje de transición, que realizó su conquista coincidiendo con los alzamientos comuneros en su patria natal, por tanto, su figura corresponde más a la de esa Castilla ya vasalla del emperador déspota, al servicio del imperio de la Casa de los Habsburgo, que los reyes posteriores modelarían como el reino de España. Un hombre audaz y aventurero, que supo buscar fortuna y jugarse la vida con una valentía indiscutible, pero que forma parte de ese periodo de transición indiscutible entre lo castellano y lo español, que tanta confusión genera.

    Hoy hablaremos de ese castellano universal, de una figura incomprendida por la historia y muchas veces maltratada por intereses políticos modernos, que en nada hacen justicia a la historia y a la buena memoria de los pueblos.

    Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, I marqués del Valle de Oaxaca (nación en Medellín, Corona de Castilla, 1485 – y murió en Castilleja de la Cuesta, Corona de Castilla,  de diciembre de 1547), fue un conquistador castellano que, a principios del siglo xvi, lideró la expedición que inició la conquista de México que significó el fin del imperio azteca, poniéndolo bajo dominio de la Corona de Castilla, creándose a partir de ello la denominada Nueva España.

    Nació en la ciudad extremeña de Medellín, en el seno de una familia de menor hidalguía.​ Decidió buscar fortuna en el Nuevo Mundo viajando a La Española y Cuba, donde por un corto período de tiempo fue alcalde de la segunda ciudad fundada por los españoles durante la tercera expedición a tierra firme, la cual financió parcialmente. Su enemistad con el gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, provocó la cancelación del viaje a última hora, una orden que Cortés ignoró.

    Llegando al continente, Cortés realizó una exitosa estrategia de aliarse con determinados grupos indígenas para derrotar a otros. También se enamoró una mujer nativa, doña Marina (la Malinche), que le ayudó como intérprete y con quien tuvo un hijo llamado Martín. Cuando el gobernador de Cuba mandó emisarios para apresar a Cortés, este los enfrentó y derrotó, al tiempo que enroló a la tropa que iba a arrestarlo como refuerzos para su expedición. Cortés mandó varias cartas al rey Carlos I a fin de que fuese reconocido su éxito de conquista en lugar de ser penalizado por su amotinamiento. Finalmente le fue concedido el título de marqués del Valle de Oaxaca, si bien el más prestigioso título de virrey le fue dado a un aristócrata de alto rango, Antonio de Mendoza y Pacheco. En 1541, Cortés retornó a España, donde falleció seis años después.

    Hernán Cortés es considerado por sus revisionistas como un hombre de complejos matices, combinaba criterio y audacia, poseía gran resistencia ante la adversidad, valiente, astuto e inteligente, con un liderazgo fuerte y predominante entre sus huestes, carismático y seductor en el habla y que provocaba entre sus iguales un velado antagonismo.

    Cortés tenía fama de mujeriego, tuvo 11 hijos de 6 mujeres, 4 de ellas eran nativas de Mesoamérica, entre estas La Malinche. La muerte en extrañas circunstancias de Catalina Juárez, su primera mujer a quien consideraba débil de salud e inútil, le adjudicó una negativa impronta que le perseguiría.

    Durante la conquista supo demostrar crueldad ante la evidencia de traición amparándose con la fe cristiana de la manera más radical y no dudaba en aplicar los peores castigos a amigos y enemigos; pero a su vez, era benevolente con los vencidos. ​Gobernado por una gran ambición, aspiraba no sólo a ser considerado como parte de la nobleza española; sino a erigirse como un virrey en Mesoamérica y eso motivó su afán de conquista para ganar reconocimiento del rey déspota, rey Carlos V.

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